Cuando llegamos a la librería ya había anochecido. Un resplandor dorado rompía el azul de la noche a las puertas de Sempere e Hijos, donde un centenar de personas se habían reunido portando velas en las manos. Algunos lloraban en silencio, otros se miraban entre ellos sin saber qué decir. Reconocí algunos de los rostros, amigos y clientes de Sempere, gentes a las que el viejo librero había regalado libros, lectores que se habían iniciado en la lectura con él. A medida que la noticia se esparcía por el barrio, llegaban otros lectores y amigos que no podían creer que el señor Sempere hubiera muerto.
Las luces de la librería estaban prendidas y en su interior se podía ver a don Gustavo Barceló abrazando con fuerza a un hombre joven que apenas podía sostenerse en pie. No me di cuenta de que era el hijo de Sempere hasta que Isabella me apretó la mano y me guió al interior de la librería. Al verme entrar, Barceló alzó la mirada y me ofreció una sonrisa vencida. El hijo del librero lloraba en sus brazos y no tuve valor de acercarme a saludarle. Fue Isabella quien se aproximó hasta él y le posó la mano en la espalda. Sempere hijo se volvió y pude ver su rostro hundido. Isabella le guió hasta una silla y le ayudó a sentarse. El hijo del librero cayó desplomado en la silla como un muñeco roto. Isabella se arrodilló a su lado y lo abrazó. Nunca me había sentido tan orgulloso de nadie como lo estuve en aquel momento de Isabella, que ya no me parecía una muchacha sino una mujer más fuerte y más sabia que ninguno de los que estábamos allí.
Barceló se aproximó a mí y me tendió la mano, que estaba temblando. Se la estreché.
—Ha sido hace un par de horas —explicó con la voz ronca—. Se había quedado solo un momento en la librería y cuando su hijo ha vuelto… Dicen que estaba discutiendo con alguien… No sé. El doctor ha dicho que ha sido el corazón.
Tragué saliva.
—¿Dónde está?
Barceló señaló con la cabeza a la puerta de la trastienda. Asentí y me dirigí hacia allí. Antes de entrar respiré hondo y apreté los puños. Crucé el umbral y le vi. Estaba tendido en una mesa, con las manos cruzadas sobre el vientre. Tenía la piel blanca como el papel y los rasgos de su rostro parecían haberse hundido como si fuesen de cartón. Todavía tenía los ojos abiertos. Me di cuenta de que me faltaba el aire y sentí como si algo me golpease con enorme fuerza en el estómago. Me apoyé en la mesa y respiré profundamente. Me incliné sobre él y le cerré los párpados. Le acaricié la mejilla, que estaba fría, y miré alrededor, a aquel mundo de páginas y sueños que él había creado. Quise creer que Sempere seguía allí, entre sus libros y sus amigos. Escuché unos pasos a mi espalda y me volví. Barceló escoltaba a un par de hombres de semblante sombrío vestidos de negro cuya profesión no ofrecía duda.
—Estos señores vienen de la funeraria —dijo Barceló.
Ambos asintieron su saludo con gravedad profesional y se aproximaron a examinar el cuerpo. Uno de ellos, alto y enjuto, realizó una estimación sumarísima e indicó algo a su compañero, que asintió y anotó las indicaciones en un pequeño cuaderno de notas.
—En principio el entierro sería mañana por la tarde, en el cementerio del Este —dijo Barceló—. He preferido hacerme yo cargo del asunto porque el hijo está destrozado, ya lo ve usted. Y estas cosas, cuanto antes…
—Gracias, don Gustavo.
El librero lanzó una mirada a su viejo amigo y sonrió entre lágrimas.
—¿Y qué vamos a hacer ahora que el viejo nos ha dejado solos? —dijo.
—No lo sé…
Uno de los empleados de la funeraria carraspeó discretamente, indicando que tenía algo que comunicar.
—Si les parece a ustedes bien, mi compañero y yo iremos a buscar ahora la caja y…
—Haga lo que tenga que hacer —corté.
—¿Alguna preferencia en lo relativo a los últimos ritos?
Le miré sin comprender.
—¿El difunto era creyente?
—El señor Sempere creía en los libros —dije.
—Entiendo —respondió retirándose.
Miré a Barceló, que se encogió de hombros.
—Deje que le pregunte al hijo —añadí.
Regresé a la parte delantera de la librería. Isabella me lanzó una mirada inquisitiva y se levantó del lado de Sempere hijo. Se me acercó y le murmuré mis dudas.
—El señor Sempere era buen amigo del párroco de aquí al lado, en la iglesia de Santa Ana. Se rumorea que los del arzobispado hace años que quieren echarlo por rebelde y díscolo, pero como es tan viejo han preferido esperar a que se muera solo porque no pueden con él.
—Es el hombre que necesitamos —dije.
—Ya hablaré yo con él —dijo Isabella.
Señalé a Sempere hijo.
—¿Cómo está?
Isabella me miró a los ojos.
—¿Y usted?
—Yo estoy bien —mentí—. ¿Quién se va a quedar con él esta noche?
—Yo —dijo sin dudarlo un instante.
Asentí y la besé en la mejilla antes de regresar a la trastienda. Allí Barceló se había sentado frente a su viejo amigo y, mientras los dos empleados de la funeraria tomaban medidas y preguntaban por trajes y zapatos, sirvió dos copas de brandy y me tendió una. Me senté a su lado.
—A la salud del amigo Sempere, que nos enseñó a todos a leer, cuando no a vivir —dijo.
Brindamos y bebimos en silencio. Nos quedamos allí hasta que los empleados de la funeraria regresaron con el ataúd y las ropas con las que Sempere iba a ser enterrado.
—Si les parece bien, de éstos nos encargamos nosotros —sugirió el que parecía más espabilado.
Asentí. Antes de pasar a la parte delantera de la librería tomé aquel viejo ejemplar de Grandes esperanzas que nunca había vuelto a recoger y se lo puse en las manos al señor Sempere.
—Para el viaje —dije.
A los quince minutos, los empleados de la funeraria sacaron el féretro y lo depositaron sobre una gran mesa que había quedado dispuesta en el centro de la librería. Una multitud de personas se había ido congregando en la calle y esperaba en profundo silencio. Me acerqué a la puerta y la abrí. Uno a uno, los amigos de Sempere e Hijos fueron desfilando al interior de la tienda para ver al librero. Más de uno no podía contener las lágrimas y, ante el espectáculo, Isabella cogió de la mano al hijo del librero y se lo llevó al piso, justo encima de la librería, en que había vivido con su padre toda su vida. Barceló y yo nos quedamos allí, acompañando al viejo Sempere mientras la gente acudía a despedirse. Algunos, los más allegados, se quedaban. El velatorio duró toda la noche. Barceló estuvo hasta las cinco de la mañana y yo me quedé hasta que Isabella bajó del piso poco después del alba y me ordenó que me fuese a casa, aunque sólo fuera para cambiarme de ropa y asearme. Miré al pobre Sempere y le sonreí. No podía creer que nunca más volvería a cruzar aquellas puertas y encontrarle detrás del mostrador. Recordé la primera vez que había visitado la librería, cuando apenas era un chiquillo, y el librero me había parecido alto y fuerte. Indestructible. El hombre más sabio del mundo.
—Váyase a casa, por favor —susurró Isabella.
—¿Para qué?
—Por favor…
Me acompañó hasta la calle y me abrazó.
—Sé lo mucho que le apreciaba y lo que significaba para usted —me dijo.
Nadie lo sabía, pensé. Nadie. Pero asentí, y tras besarla en la mejilla empecé a caminar sin rumbo, recorriendo calles que me parecían más vacías que nunca, creyendo que si no me detenía, si seguía caminando, no me daría cuenta de que el mundo que creía conocer ya no estaba allí.