El vestíbulo de la estación de Francia tendía un espejo a mis pies en el que se reflejaba el gran reloj suspendido del techo. Las agujas marcaban las siete y treinta y cinco minutos de la mañana, pero las taquillas seguían cerradas. Un ordenanza armado de un escobón y un espíritu preciosista sacaba lustre al firme silbando una copla y, dentro de lo que le permitía su cojera, meneando las caderas con cierto garbo. A falta de otra cosa que hacer me dediqué a observarle. Era un hombrecillo menudo al que el mundo parecía haber arrugado sobre sí mismo hasta quitarle todo menos la sonrisa y el placer de poder limpiar aquella parcela de suelo como si se tratase de la Capilla Sixtina. No había nadie más en el recinto, y finalmente cayó en la cuenta de que estaba siendo observado. Cuando su quinta pasada transversal le llevó a cruzar frente a mi puesto de vigilancia en uno de los bancos de madera que bordeaban el vestíbulo, el ordenanza se detuvo y, apoyándose en el mocho con ambas manos, se animó a mirarme abiertamente.
—Nunca abren a la hora que dicen —explicó haciendo un gesto hacia las taquillas.
—¿Y entonces para qué ponen un cartel que dice que abren a las siete?
El hombrecillo se encogió de hombros y suspiró con talante filosófico.
—Bueno, también ponen horarios a los trenes y en los quince años que llevo aquí no he visto ni uno solo que llegase o saliese a la hora prevista —ofreció.
El ordenanza siguió con su barrido en profundidad y quince minutos más tarde oí cómo se abría la ventanilla de la taquilla. Me aproximé y sonreí al encargado.
—Creí que abrían ustedes a las siete —dije.
—Eso dice el cartel. ¿Qué quiere?
—Dos billetes de primera clase a París en el tren del mediodía.
—¿Para hoy?
—Si no le supone una gran molestia.
La expedición de los billetes le llevó casi quince minutos. Una vez hubo finalizado su obra maestra, los dejó caer sobre el mostrador con desgana.
—A la una. Andén cuatro. No se retrase.
Pagué y, al no retirarme, fui obsequiado con una mirada hostil e inquisitiva.
—¿Algo más?
Le sonreí y negué, oportunidad que aprovechó para cerrar la ventanilla en mis narices. Me volví y crucé el vestíbulo inmaculado y reluciente por cortesía del ordenanza, que me saludó de lejos y me deseó bon voyage.
La oficina central del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella hacía pensar en un templo. Un gran pórtico daba paso a una nave flanqueada de estatuas que se extendía hasta una fila de ventanillas dispuestas como un altar. A ambos lados, a modo de capillas y confesionarios, mesas de roble y butacones de mariscal, todo ello atendido por un pequeño ejército de interventores y empleados pulcramente trajeados y armados de sonrisas cordiales. Retiré cuatro mil francos en efectivo y recibí las instrucciones sobre cómo retirar fondos en la oficina que el banco tenía en el cruce de la rue de Rennes y el boulevard Raspail en París, cerca del hotel que había mencionado Cristina. Con aquella pequeña fortuna en el bolsillo me despedí desoyendo los consejos del apoderado respecto a lo imprudente de circular con semejante cantidad en metálico por las calles.
El sol se alzaba sobre un cielo azul con el color de la buena fortuna y una brisa limpia traía el olor del mar. Caminaba a paso ligero, como si me hubiese desprendido de una tremenda carga, y empecé a pensar que la ciudad había decidido dejarme ir sin rencor. En el paseo del Born me detuve a comprar unas flores para Cristina, rosas blancas anudadas con un lazo rojo. Subí las escaleras de la casa de la torre de dos en dos, con una sonrisa estampada en los labios y la certeza de que aquél sería el primer día de una vida que había creído ya perdida para siempre. Estaba a punto de abrir cuando, al introducir la llave en la cerradura, la puerta cedió. Estaba abierta.
La empujé hacia adentro y me adentré en el vestíbulo. La casa estaba en silencio.
—¿Cristina?
Dejé las flores sobre la repisa del recibidor y me asomé al dormitorio. Cristina no estaba allí. Recorrí el pasillo hasta la galería del fondo. No había señal de su presencia. Me acerqué hasta la escalera del estudio y llamé desde allí en voz alta.
—¿Cristina?
El eco me devolvió mi voz. Me encogí de hombros y consulté el reloj que había en una de las vitrinas de la biblioteca de la galería. Eran casi las nueve de la mañana. Supuse que Cristina habría bajado a la calle a buscar alguna cosa y que malacostumbrada por su existencia en Pedralbes a que negociar con puertas y cerrojos fueran cuestiones dirimidas por sirvientes, había dejado la puerta abierta al salir. Mientras esperaba decidí tumbarme en el sofá de la galería. El sol entraba por la cristalera, un sol limpio y brillante de invierno, e invitaba a dejarse acariciar. Cerré los ojos y traté de pensar en lo que iba a llevarme conmigo. Había vivido media vida rodeado de todos aquellos objetos y ahora, en el momento de decirles adiós, era incapaz de hacer una lista breve de los que consideraba imprescindibles. Poco a poco, sin darme cuenta, tendido bajo la cálida luz del sol y de aquellas tibias esperanzas, me fui quedando dormido plácidamente.
Cuando desperté y miré el reloj de la biblioteca eran las doce y media del mediodía. Faltaba apenas media hora para la salida del tren. Me incorporé de un salto y corrí hacia el dormitorio.
—¿Cristina?
Esta vez recorrí la casa, habitación por habitación, hasta que llegué al estudio. No había nadie, pero me pareció percibir un olor extraño en el aire. Fósforo. La luz que penetraba por los ventanales atrapaba una tenue red de filamentos de humo azul suspendidos en el aire. Me adentré en el estudio y encontré un par de cerillas quemadas en el suelo. Sentí una punzada de inquietud y me arrodillé frente al baúl. Lo abrí y suspiré, aliviado. La carpeta con el manuscrito seguía allí. Me disponía a cerrar el baúl cuando lo advertí. El lazo de cordel rojo que cerraba la carpeta estaba deshecho. La tomé y la abrí. Repasé las páginas pero no eché de menos nada. Cerré de nuevo la carpeta, esta vez con doble nudo, y la devolví a su lugar. Cerré el baúl y bajé al piso de nuevo. Me senté en una silla en la galería, encarado al largo corredor que conducía a la puerta de entrada y dispuesto a esperar. Los minutos desfilaron con infinita crueldad.
Lentamente la conciencia de lo que había pasado se fue desplomando a mi alrededor y aquel deseo de creer y confiar se fue tornando hiel y amargura. Pronto escuché las campanas de Santa María redoblar las dos. El tren para París ya había dejado la estación y Cristina no había regresado. Comprendí entonces que se había ido, que aquellas horas breves que habíamos compartido habían sido un espejismo. Miré tras los cristales aquel día deslumbrante que ya no tenía color de buena suerte y la imaginé de vuelta en Villa Helius, buscando el abrigo de los brazos de Pedro Vidal. Sentí que el rencor me iba envenenando la sangre lentamente y me reí de mí mismo y de mis absurdas esperanzas. Me quedé, incapaz de dar un paso, contemplando la ciudad oscurecerse con el atardecer y las sombras alargarse sobre el suelo del estudio. Me levanté y me aproximé a la ventana. La abrí de par en par y me asomé. Una caída vertical de suficientes metros se abría ante mí. Suficientes para pulverizarme los huesos, para convertirlos en puñales que atravesaran mi cuerpo y lo dejasen apagarse en un charco de sangre en el patio. Me pregunté si el dolor sería tan atroz como imaginaba o si la fuerza del impacto bastaría para adormecer los sentidos y entregar una muerte rápida y eficiente.
Escuché entonces los golpes en la puerta. Uno, dos, tres. Una llamada insistente. Me volví, aturdido todavía por aquellos pensamientos. La llamada de nuevo. Había alguien abajo, golpeando mi puerta. El corazón me dio un vuelco y me lancé escaleras abajo, convencido de que Cristina había regresado, que algo había sucedido por el camino y la había retenido, que mis miserables y despreciables sentimientos de recelo habían sido injustificados, que aquél era, después de todo, el primer día de aquella vida prometida. Corrí hasta la puerta y la abrí. Estaba allí, en la penumbra, vestida de blanco. Quise abrazarla, pero entonces vi su rostro lleno de lágrimas y comprendí que aquella mujer no era Cristina.
—David —murmuró Isabella con la voz rota—. El señor Sempere ha muerto.