Faltaban apenas unos minutos para la medianoche cuando llegué finalmente a la casa de la torre. Tan pronto abrí la puerta supe que Isabella se había marchado. El sonido de mis pasos en el pasillo tenía otro eco. No me molesté en encender la luz. Me adentré en la casa en penumbra y asomé a la que había sido su habitación. Isabella había limpiado y ordenado el cuarto. Las sábanas y mantas estaban nítidamente dobladas sobre una silla, el colchón desnudo. Su olor todavía flotaba en el aire. Fui hasta la galería y me senté al escritorio que mi ayudante había utilizado. Isabella había sacado punta a los lápices y los había dispuesto pulcramente en un vaso. El montón de cuartillas en blanco estaba nítidamente apilada en una bandeja. El juego de plumines que le había obsequiado reposaba en un extremo de la mesa. La casa nunca me había parecido tan vacía.
En el baño me desprendí de las ropas empapadas y me coloqué un apósito con alcohol en la nuca. El dolor había menguado hasta quedar en un latido sordo y una sensación general no muy diferente a una resaca monumental. En el espejo, los cortes que tenía en el pecho parecían líneas trazadas con una pluma. Eran cortes limpios y superficiales, pero escocían de lo lindo. Los limpié con alcohol y confié en que no se infectaran. Me metí en la cama y me tapé hasta el cuello con dos o tres mantas. Las únicas partes del cuerpo que no me dolían eran las que el frío y la lluvia habían entumecido hasta privarlas de sensación alguna. Esperé a entrar en calor, escuchando aquel silencio frío, un silencio de ausencia y vacío que ahogaba la casa. Antes de marcharse, Isabella había dejado el pliego de sobres con las cartas de Cristina sobre la mesita de noche. Alargué la mano y extraje una al azar, fechada dos semanas antes.
Querido David:
Pasan los días y yo sigo escribiéndote cartas que supongo prefieres no contestar, si es que llegas a abrirlas. He empezado a pensar que las escribo sólo para mí, para matar la soledad y para creer por un instante que te tengo cerca. Todos los días me pregunto qué será de ti, y qué estarás haciendo.
A veces pienso que te has marchado de Barcelona para no volver y te imagino en algún lugar rodeado de extraños, empezando una nueva vida que nunca conoceré. Otras pienso que aún me odias, que destruyes estas cartas y desearías no haberme conocido jamás. No te culpo. Es curioso lo fácil que es contarle a solas a un trozo de papel lo que no te atreves a decir a la cara.
Las cosas no son fáciles para mí. Pedro no podría ser más bueno y comprensivo conmigo, tanto que a veces me irrita su paciencia y su voluntad por hacerme feliz, que sólo hace que me sienta miserable. Pedro me ha enseñado que tengo el corazón vacío, que no merezco que nadie me quiera. Pasa casi todo el día conmigo. No me quiere dejar sola. Sonrío todos los días y comparto su lecho. Cuando me pregunta si le quiero le digo que sí, y cuando veo la verdad reflejada en sus ojos desearía morirme. Nunca me lo echa en cara. Habla mucho de ti. Te extraña. Tanto que a veces pienso que a quien más quiere en este mundo es a ti. Le veo hacerse mayor, a solas, con la peor de las compañías, la mía. No pretendo que me perdones, pero si algo deseo en este mundo es que le perdones a él. Yo no valgo el precio de negarle tu amistad y tu compañía.
Ayer acabé de leer uno de tus libros. Pedro los tiene todos y yo los he ido leyendo porque es el único modo en que siento que estoy contigo. Era una historia triste y extraña, de dos muñecos rotos y abandonados en un circo ambulante que por el espacio de una noche cobraban vida sabiendo que iban a morir al amanecer. Leyéndola me pareció que escribías sobre nosotros.
Hace unas semanas soñé que volvía a verte, que nos cruzábamos en la calle y no te acordabas de mí. Me sonreías y me preguntabas cómo me llamaba. No sabías nada de mí. No me odiabas. Todas las noches, cuando Pedro se duerme a mi lado, cierro los ojos y le ruego al cielo o al infierno que me permita volver a soñar lo mismo. Mañana, o tal vez pasado, te escribiré otra vez para decirte que te quiero, aunque eso no signifique nada para ti.
CRISTINA
Dejé caer la carta al suelo, incapaz de seguir leyendo. Mañana sería otro día, me dije. Difícilmente peor que aquél. Poco imaginaba yo que las delicias de aquella jornada no habían hecho sino empezar. Debía de haber conseguido dormir un par de horas a lo sumo cuando desperté de súbito en medio de la madrugada. Alguien estaba golpeando con fuerza en la puerta del piso. Permanecí unos segundos aturdido en la oscuridad, buscando el cable del interruptor de la luz. De nuevo, los golpes en la puerta. Prendí la luz, salí de la cama y me acerqué hasta la entrada. Corrí la mirilla. Tres rostros en la penumbra del rellano. El inspector Grandes y, tras él, Marcos y Castelo. Los tres escrutando fijamente la mirilla. Respiré hondo un par de veces antes de abrir.
—Buenas noches, Martín. Disculpe la hora.
—¿Y qué hora se supone que es?
—Hora de mover el culo, hijo de puta —masculló Marcos, arrancando una sonrisa a Castelo con la que podría haberme afeitado.
Grandes les lanzó una mirada reprobatoria y suspiró.
—Algo más de las tres de la madrugada —dijo—. ¿Puedo pasar?
Suspiré con fastidio pero asentí, cediéndole el paso. El inspector hizo una seña a sus hombres para que esperasen en el rellano. Marcos y Castelo asintieron a regañadientes y me dedicaron una mirada reptil. Les cerré la puerta en las narices.
—Debería andarse usted con más cuidado con esos dos —dijo Grandes mientras se adentraba por el pasillo a sus anchas.
—Por favor, como si estuviese usted en su casa… —dije.
Volví al dormitorio y me vestí de mala manera con lo primero que encontré, que fueron ropas sucias apiladas sobre una silla. Cuando salí al corredor no había señal de Grandes.
Crucé el pasillo hasta la galería y lo encontré allí, contemplando las nubes bajas reptando sobre los terrados a través de los ventanales.
—¿Y el bomboncito? —preguntó.
—En su casa.
Grandes se volvió sonriente.
—Hombre sabio, no las tiene a pensión completa —dijo señalando una butaca—. Siéntese.
Me dejé caer en el sillón. Grandes se quedó en pie, mirándome fijamente.
—¿Qué? —pregunté finalmente.
—Tiene mal aspecto, Martín. ¿Se ha metido en alguna pelea?
—Me he caído.
—Ya. Tengo entendido que hoy ha visitado usted la tienda de artículos de magia propiedad del señor Damián Roures en la calle Princesa.
—Usted me ha visto salir de ella este mediodía. ¿A qué viene esto?
Grandes me observaba fríamente.
—Coja un abrigo y una bufanda o lo que sea. Hace frío. Vamos a la comisaría.
—¿Para qué?
—Haga lo que le digo.
Un coche de Jefatura nos esperaba en el paseo del Born. Marcos y Castelo me metieron en la cabina sin excesiva delicadeza y procedieron a apostarse uno a cada lado, apretujándome en el medio.
—¿Va cómodo el señorito? —preguntó Castelo hundiéndome el codo en las costillas.
El inspector se sentó al frente, junto al conductor. Ninguno de ellos despegó los labios en los cinco minutos que tardamos en recorrer una Vía Layetana desierta y sepultada en una niebla ocre. Al llegar a la Comisaría Central, Grandes bajó del coche y se dirigió al interior sin esperar. Marcos y Castelo me asieron cada uno de un brazo como si quisieran pulverizarme los huesos y me arrastraron por un laberinto de escaleras, pasillos y celdas hasta un cuarto sin ventanas que olía a sudor y orina. En el centro había una mesa de madera carcomida y dos sillas tronadas. Una bombilla desnuda pendía del techo y había una rejilla de desagüe en el centro de la habitación en el punto en que convergían las dos ligeras pendientes que formaban la superficie del suelo. Hacía un frío atroz. Antes de que me diera cuenta, la puerta se cerró con fuerza a mi espalda. Oí pasos que se alejaban. Di doce vueltas a aquella mazmorra hasta abandonarme a una de las sillas que se tambaleaba. Durante la siguiente hora, amén de mi respiración, el crujido de la silla y el eco de una gotera que no pude ubicar, no oí un solo sonido más.
Una eternidad más tarde percibí el eco de pasos acercándose y al poco la puerta se abrió. Marcos se asomó al interior de la celda, sonriente. Sostuvo la puerta y dio paso a Grandes, que entró sin posar sus ojos en mí y tomó asiento en la silla al otro lado de la mesa. Asintió a Marcos y éste cerró la puerta, no sin antes lanzarme un beso silencioso al aire y guiñarme un ojo. El inspector se tomó unos buenos treinta segundos antes de dignarse mirarme a la cara.
—Si quería impresionarme ya lo ha conseguido, inspector.
Grandes hizo caso omiso de mi ironía y me clavó la mirada como si no me hubiese visto jamás en toda su vida.
—¿Qué sabe usted de Damián Roures? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—No mucho. Que es dueño de una tienda de artículos de magia. De hecho no sabía nada de él hasta hace unos días, cuando Ricardo Salvador me habló de él. Hoy, o ayer, porque ya no sé ni qué hora es, le fui a ver en busca de información sobre el anterior residente en la casa en la que vivo. Salvador me indicó que Roures y el antiguo propietario…
—Marlasca.
—Sí, Diego Marlasca. Como digo, Salvador me contó que Roures y él habían tenido tratos años atrás. Le formulé algunas preguntas y él las respondió como pudo o como supo. Y poco más.
Grandes asintió repetidamente.
—¿Ésa es su historia?
—No sé. ¿Cuál es la suya? Comparemos y a lo mejor acabo por entender qué carajo hago en mitad de la noche congelándome en un sótano que huele a mierda.
—No me levante la voz, Martín.
—Disculpe, inspector, pero creo que al menos podría dignarse decirme qué hago aquí.
—Le diré lo que hace usted aquí. Hace unas tres horas, un vecino de la finca donde está ubicado el establecimiento del señor Roures volvía tarde a casa cuando ha encontrado que la puerta de la tienda estaba abierta y las luces encendidas. Al extrañarle, ha entrado y, al no ver al dueño ni responder éste a sus llamadas, se ha dirigido a la trastienda donde lo ha encontrado atado con alambre de pies y manos en una silla sobre un charco de sangre.
Grandes dejó una larga pausa que dedicó a taladrarme con los ojos. Supuse que había algo más. Grandes siempre dejaba un golpe de efecto para el final.
—¿Muerto? —pregunté.
Grandes asintió.
—Bastante. Alguien se había entretenido en arrancarle los ojos y cortarle la lengua con unas tijeras. El forense supone que murió ahogado en su propia sangre una media hora después.
Sentí que me faltaba el aire. Grandes caminaba a mi alrededor. Se detuvo a mi espalda y le oí encender un cigarrillo.
—¿Cómo se ha dado ese golpe? Se ve reciente.
—He resbalado en la lluvia y me he dado en la nuca.
—No me trate de imbécil, Martín. No le conviene. ¿Prefiere que le deje un rato con Marcos y Castelo, a ver si le enseñan buenas maneras?
—Está bien. Me han dado un golpe.
—¿Quién?
—No lo sé.
—Esta conversación empieza a aburrirme, Martín.
—Pues imagínese a mí.
Grandes se sentó de nuevo frente a mí y me ofreció una sonrisa conciliatoria.
—¿No creerá usted que yo he tenido algo que ver con la muerte de ese hombre?
—No, Martín. No lo creo. Lo que creo es que no me está usted contando la verdad y que de alguna manera la muerte de este pobre infeliz está relacionada con su visita. Como la de Barrido y Escobillas.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Llámelo una corazonada.
—Ya le dicho lo que sé.
—Ya le he advertido que no me tome por imbécil, Martín. Marcos y Castelo están ahí fuera esperando una oportunidad de conversar con usted a solas. ¿Es eso lo que quiere?
—No.
—Entonces ayúdeme a sacarle de ésta y enviarle a casa antes de que se le enfríen las sábanas.
—¿Qué quiere oír?
—La verdad, por ejemplo.
Empujé la silla hacia atrás y me levanté, exasperado. Tenía el frío clavado en los huesos y la sensación de que la cabeza me iba a estallar. Empecé a caminar en círculos alrededor de la mesa, escupiendo las palabras al inspector como si fuesen piedras.
—¿La verdad? Le diré la verdad. La verdad es que no sé cuál es la verdad. No sé qué contarle. No sé por qué fui a ver a Roures, ni a Salvador. No sé qué estoy buscando ni lo que me está sucediendo. Ésa es la verdad.
Grandes me observaba estoico.
—Deje de dar vueltas y siéntese. Me está mareando.
—No me da la gana.
—Martín, lo que me dice usted y nada es lo mismo. Sólo le pido que me ayude para que yo pueda ayudarle a usted.
—Usted no podría ayudarme aunque quisiera.
—¿Quién puede entonces?
Volví a caer en la silla.
—No lo sé… —murmuré.
Me pareció ver un asomo de lástima, o quizá sólo fuera cansancio, en los ojos del inspector.
—Mire, Martín. Volvamos a empezar. Hagámoslo a su manera. Cuénteme una historia. Empiece por el principio.
Lo miré en silencio.
—Martín, no crea que porque me caiga usted bien no voy a hacer mi trabajo.
—Haga lo que tenga que hacer. Llame a Hansel y Gretel si le apetece.
En aquel instante advertí una punta de inquietud en su rostro. Se aproximaban pasos por el corredor y algo me dijo que el inspector no los esperaba. Se escucharon unas palabras y Grandes, nervioso, se acercó a la puerta. Golpeó con los nudillos tres veces y Marcos, que la custodiaba, abrió. Un hombre vestido con un abrigo de piel de camello y un traje a juego entró en la sala, miró alrededor con cara de disgusto y luego me dedicó una sonrisa de infinita dulzura mientras se quitaba los guantes con parsimonia. Le observé, atónito, reconociendo al abogado Valera.
—¿Está usted bien, señor Martín? —preguntó.
Asentí. El letrado guió al inspector a un rincón. Les oí murmurar. Grandes gesticulaba con furia contenida. Valera le observaba fríamente y negaba. La conversación se prolongó casi un minuto. Finalmente Grandes resopló y dejó caer las manos.
—Recoja la bufanda, señor Martín, que nos vamos —indicó Valera—. El inspector ya ha terminado con sus preguntas.
A su espalda, Grandes se mordió los labios fulminando con la mirada a Marcos, que se encogió de hombros. Valera, sin aflojar la sonrisa amable y experta, me tomó del brazo y me sacó de aquella mazmorra.
—Confío en que el trato recibido por parte de estos agentes haya sido correcto, señor Martín.
—Sí —atiné a balbucear.
—Un momento —llamó Grandes a nuestras espaldas.
Valera se detuvo e, indicándome con un gesto que me callase, se volvió.
—Cualquier cuestión que tenga usted para el señor Martín la puede dirigir a nuestro despacho donde se le atenderá con mucho gusto. Entretanto, y a menos que disponga usted de alguna causa mayor para retener al señor Martín en estas dependencias, por hoy nos retiraremos deseándole muy buenas noches y agradeciéndole su gentileza, que tendré a bien mencionar a sus superiores, en especial el inspector jefe Salgado, que como usted sabe es un gran amigo.
El sargento Marcos hizo ademán de adelantarse hacia nosotros, pero el inspector le retuvo. Crucé una última mirada con él antes de que Valera me asiera de nuevo del brazo y tirase de mí.
—No se detenga —murmuró.
Recorrimos el largo pasillo flanqueado por luces mortecinas hasta unas escaleras que nos condujeron a otro largo corredor para llegar a una portezuela que daba al vestíbulo de la planta baja y a la salida, donde nos esperaba un Mercedes-Benz con el motor en marcha y un chófer que tan pronto vio a Valera nos abrió la portezuela. Entré y me acomodé en la cabina. El automóvil disponía de calefacción y los asientos de piel estaban tibios. Valera se sentó a mi lado y, con un golpe en el cristal que separaba la cabina del compartimento del conductor, le indicó que emprendiera la marcha. Una vez el coche hubo arrancado y se alineó en el carril central de la Vía Layetana, Valera me sonrió como si tal cosa y señaló a la niebla que se apartaba a nuestro paso como maleza.
—Una noche desapacible, ¿verdad? —preguntó casualmente.
—¿Adónde vamos?
—A su casa, por supuesto. A menos que prefiera usted ir a un hotel o…
—No. Está bien.
El coche descendía por la Vía Layetana lentamente. Valera observaba las calles desiertas con desinterés.
—¿Qué hace usted aquí? —pregunté finalmente.
—¿Qué le parece que estoy haciendo? Representarle y velar por sus intereses.
—Dígale al conductor que pare el coche —dije.
El chófer buscó la mirada de Valera en el espejo retrovisor. Valera negó y le indicó que siguiera.
—No diga tonterías, señor Martín. Es tarde, hace frío y le acompaño a su casa.
—Prefiero ir a pie.
—Sea razonable.
—¿Quién le ha enviado?
Valera suspiró y se frotó los ojos.
—Tiene usted buenos amigos, Martín. En la vida es importante tener buenos amigos y sobre todo saber mantenerlos —dijo—. Tan importante como saber cuándo uno se empecina en seguir por un camino erróneo.
—¿No será ese camino el que pasa por Casa Marlasca, en el número 13 de la carretera de Vallvidrera?
Valera sonrió pacientemente, como si estuviera reprendiendo con afecto a un niño díscolo.
—Señor Martín, créame cuando le digo que cuanto más alejado se mantenga de esa casa y de este asunto, mejor para usted. Acépteme aunque sólo sea ese consejo.
El chófer torció por el paseo de Colón y fue a buscar la entrada al paseo del Born por la calle Comercio. Los carromatos de carne y pescado, de hielo y especias, se empezaban a apilar frente al gran recinto del mercado. A nuestro paso cuatro mozos descargaban la carcasa de una ternera abierta en canal dejando un rastro de sangre y vapor que podía olerse en el aire.
—Un barrio lleno de encanto y vistas pintorescas el suyo, señor Martín.
El chófer se detuvo al pie de Flassaders y descendió del coche para abrirnos la puerta. El abogado se apeó conmigo.
—Le acompaño hasta el portal —dijo.
—Van a pensar que somos novios.
Nos adentramos en el cañón de sombras del callejón rumbo a mi casa. Al llegar al portal, el abogado me ofreció la mano con cortesía profesional.
—Gracias por sacarme de ese lugar.
—No me lo agradezca a mí —respondió Valera, extrayendo un sobre del bolsillo interior de su abrigo.
Reconocí el sello del ángel sobre el lacre incluso en la penumbra que goteaba del farol que pendía del muro sobre nuestras cabezas. Valera me tendió el sobre y, con un último asentimiento, se alejó de regreso al coche que le estaba esperando. Abrí el portal y ascendí las escalinatas hasta el rellano del piso. Al entrar fui directo al estudio y deposité el sobre en el escritorio. Lo abrí y extraje la cuartilla doblada sobre la caligrafía del patrón.
Amigo Martín:
Confío y deseo que esta nota le encuentre en buen estado de salud y ánimo. Se da la circunstancia de que estoy de paso en la ciudad y me complacería mucho poder disfrutar de su compañía este viernes a las siete de la tarde en la sala de billares del Círculo Ecuestre para comentar el progreso de nuestro proyecto.
Hasta entonces le saluda con afecto su amigo,
ANDREAS CORELLI
Doblé de nuevo la cuartilla y la introduje cuidadosamente en el sobre. Encendí un fósforo y sosteniendo por una esquina el sobre lo acerqué a la llama. Lo contemplé arder hasta que el lacre prendió en lágrimas escarlata que se derramaron sobre el escritorio y mis dedos quedaron cubiertos de cenizas.
—Váyase al infierno —murmuré mientras la noche, más oscura que nunca, se desplomaba tras los cristales.