Empezaba a ponerse el sol cuando dejé a Ricardo Salvador en su fría azotea y regresé a la plaza Real bañada en luz polvorienta que pintaba de rojo las siluetas de paseantes y extraños. Eché a andar y acabé por refugiarme en el único lugar en toda la ciudad en el que siempre me había sentido bien recibido y protegido. Cuando llegué a la calle Santa Ana, la librería de Sempere e Hijos estaba a punto de cerrar. El crepúsculo reptaba sobre la ciudad y una brecha de azul y púrpura se había abierto en el cielo. Me detuve frente al escaparate y vi que Sempere hijo acababa de acompañar a un cliente que se despedía ya. Al verme me sonrió y me saludó con aquella timidez que parecía más decencia que otra cosa.
—En usted precisamente estaba pensando, Martín. ¿Todo bien?
—Inmejorable.
—Ya se le ve en la cara. Ande, pase, que prepararemos algo de café.
Me abrió la puerta de la tienda y me cedió el paso. Entré en la librería y aspiré aquel perfume a papel y magia que inexplicablemente a nadie se le había ocurrido todavía embotellar. Sempere hijo me indicó que le siguiera hasta la trastienda, donde se dispuso a preparar una cafetera.
—¿Y su padre? ¿Cómo está? Le vi un poco tierno el otro día.
Sempere hijo asintió, como si agradeciese la pregunta. Me di cuenta de que probablemente no tenía a nadie con quien hablar del tema.
—Ha tenido tiempos mejores, la verdad. El médico dice que tiene que vigilar con la angina de pecho, pero él insiste en trabajar más que antes. A veces tengo que enfadarme con él, pero parece que crea que si deja la librería en mis manos el negocio se vendrá abajo. Esta mañana, cuando me he levantado, le he dicho que hiciera el favor de quedarse en la cama y no bajase a trabajar en todo el día. ¿Se puede creer que tres minutos después me lo encuentro en el comedor, poniéndose los zapatos?
—Es un hombre de ideas firmes —convine.
—Es tozudo como una mula —replicó Sempere hijo—. Menos mal que ahora tenemos algo de ayuda, que si no…
Desenfundé mi expresión de sorpresa e inocencia, tan socorrida y falta de apresto.
—La muchacha —aclaró Sempere hijo—. Isabella, su ayudante. Por eso estaba yo pensando en usted. Espero que no le importe que pase unas horas aquí. La verdad es que, tal como están las cosas, se agradece la ayuda, pero si tiene usted inconveniente…
Reprimí una sonrisa por el modo en que relamió las dos eles de Isabella.
—Bueno, mientras sea algo temporal. La verdad es que Isabella es una buena chica. Inteligente y trabajadora —dije—. De toda confianza. Nos llevamos de maravilla.
—Pues ella dice que es usted un déspota.
—¿Eso dice?
—De hecho, tiene un mote para usted: mister Hyde.
—Angelito. No haga caso. Ya sabe cómo son las mujeres.
—Sí, ya lo sé —replicó Sempere hijo en un tono que dejaba claro que sabía muchas cosas, pero de aquélla no tenía ni la más remota idea.
—Isabella le dice eso de mí, pero no se crea que a mí no me dice cosas de usted —aventuré.
Vi que algo se le revolvía en el rostro. Dejé que mis palabras fueran corroyendo lentamente las capas de su armadura. Me tendió una taza de café con una sonrisa solícita y rescató el tema con un recurso que no hubiera pasado el filtro de una opereta de medio pelo.
—A saber lo que debe de decir de mí —dejó caer.
Le dejé macerando la incertidumbre unos instantes.
—¿Le gustaría saberlo? —pregunté casualmente, escondiendo la sonrisa tras la taza.
Sempere hijo se encogió de hombros.
—Dice que es usted un hombre bueno y generoso, que la gente no le entiende porque es usted un poco tímido y no ven más allá de, cito textualmente, una presencia de galán de cine y una personalidad fascinante.
Sempere hijo tragó saliva y me miró, atónito.
—No le voy a mentir, amigo Sempere. Mire, de hecho me alegro de que haya sacado usted el tema porque la verdad es que hace ya días que quería comentar esto con usted y no sabía cómo.
—¿Comentar el qué?
Bajé la voz y le miré fijamente a los ojos.
—Entre usted y yo, Isabella quiere trabajar aquí porque le admira y, me temo, está secretamente enamorada de usted.
Sempere me miraba al borde del pasmo.
—Pero un amor puro, ¿eh? Atención. Espiritual. Como de heroína de Dickens, para entendernos. Nada de frivolidades ni niñerías. Isabella, aunque es joven, es toda una mujer. Lo habrá advertido usted, seguro…
—Ahora que lo menciona.
—Y no hablo sólo de su, si me permite la licencia, exquisitamente mullido marco, sino de ese lienzo de bondad y belleza interior que lleva dentro, esperando el momento oportuno para emerger y hacer de algún afortunado el hombre más feliz del mundo.
Sempere no sabía dónde meterse.
—Y además tiene talentos ocultos. Habla idiomas. Toca el piano como los ángeles. Tiene una cabeza para los números que ni Isaac Newton. Y encima cocina de miedo. Míreme. He engordado varios kilos desde que trabaja para mí. Delicias que ni la Tour d’Argent… ¿No me diga que no se había dado cuenta?
—Bueno, no mencionó que cocinase…
—Hablo del flechazo.
—Pues la verdad…
—¿Sabe lo que pasa? La muchacha, en el fondo, y aunque se dé esos aires de fierecilla por domar, es mansa y tímida hasta extremos patológicos. La culpa la tienen las monjas, que las atontan con tantas historias del infierno y lecciones de costura. Viva la escuela libre.
—Pues yo hubiese jurado que me tomaba por poco menos que tonto —aseguró Sempere.
—Ahí lo tiene. La prueba irrefutable. Amigo Sempere, cuando una mujer le trata a uno de tonto significa que se le están afilando las gónadas.
—¿Está usted seguro de eso?
—Más que de la fiabilidad del Banco de España. Hágame caso, que de esto entiendo un rato.
—Eso dice mi padre. ¿Y qué voy a hacer?
—Bueno, eso depende. ¿A usted le gusta la chica?
—¿Gustar? No sé. ¿Cómo sabe uno si…?
—Es muy simple. ¿Se la mira usted de reojo y le entran ganas como de morderla?
—¿Morderla?
—En el trasero, por ejemplo.
—Señor Martín…
—No me sea pudendo, que estamos entre caballeros y sabido es que los hombres somos el eslabón perdido entre el pirata y el cerdo. ¿Le gusta o no?
—Bueno, Isabella es una muchacha agraciada.
—¿Qué más?
—Inteligente. Simpática. Trabajadora.
—Siga.
—Y una buena cristiana, creo. No es que yo sea muy practicante, pero…
—No me hable. Isabella es más de misa que el cepillo. Las monjas, ya se lo digo yo.
—Pero morderla no se me había ocurrido, la verdad.
—No se le había ocurrido hasta que yo se lo he mencionado.
—Debo decirle que me parece una falta de respeto hablar así de ella, o de cualquiera, y que debería usted avergonzarse… —protestó Sempere hijo.
—Mea culpa —entoné alzando las manos en gesto de rendición—. Pero no importa, porque cada cual manifiesta su devoción a su manera. Yo soy una criatura frívola y superficial y de ahí mi enfoque canino, pero usted, con esa aurea gravitas, es hombre de sentimiento místico y profundo. Lo que cuenta es que la muchacha le adora y que el sentimiento es recíproco.
—Bueno…
—Ni bueno ni malo. Las cosas como son, Sempere. Que usted es un hombre respetable y responsable. Si fuese yo, qué le voy a contar, pero usted no es hombre que vaya a jugar con los sentimientos nobles y puros de una mujer en flor. ¿Me equivoco?
—… supongo que no.
—Pues ya está.
—¿El qué?
—¿No está claro?
—No.
—Es momento de festejar.
—¿Perdón?
—Cortejar o, en lenguaje científico, pelar la pava. Mire, Sempere, por algún extraño motivo, siglos de supuesta civilización nos han conducido a una situación en la que uno no puede ir arrimándose a las mujeres por las esquinas, o proponiéndoles matrimonio, así como así. Primero hay que festejar.
—¿Matrimonio? ¿Se ha vuelto loco?
—Lo que quiero decirle es que a lo mejor, y esto en el fondo es idea suya aunque no se haya dado cuenta todavía, hoy o mañana o pasado, cuando se le cure el tembleque y no parezca que le cae la baba, al término del horario de Isabella en la librería la invita usted a merendar en algún sitio con duende y se dan de una vez cuenta de que están hechos el uno para el otro. Pongamos Els Quatre Gats, que como son un tanto agarrados ponen la luz tirando a floja para ahorrar electricidad y eso siempre ayuda en estos casos. Le pide a la muchacha un requesón con un buen cucharón de miel, que eso abre los apetitos, y luego, como quien no quiere la cosa, le endosa un par de lingotazos de ese moscatel que se sube a la cabeza de necesidad y, al tiempo que le pone la mano en la rodilla, me la atonta usted con esa verborrea que se lleva tan escondida, granuja.
—Pero si yo no sé nada de ella, ni de lo que le interesa ni…
—Le interesa lo mismo que a usted. Le interesan los libros, la literatura, el olor de estos tesoros que tiene usted aquí y la promesa de romance y aventura de las novelas de a peseta. Le interesa espantar la soledad y no perder el tiempo en comprender que en este perro mundo nada vale un céntimo si no tenemos a alguien con quien compartirlo. Ya sabe lo esencial. Lo demás lo aprende y lo disfruta usted por el camino.
Sempere se quedó pensativo, alternando miradas entre su taza de café, intacta, y un servidor, que mantenía a trancas y barrancas su sonrisa de vendedor de títulos de Bolsa.
—No sé si darle las gracias o denunciarle a la policía —dijo finalmente.
Justo entonces se escucharon los pasos pesados de Sempere padre en la librería. Unos segundos después asomaba el rostro en la trastienda y se nos quedaba mirando con el entrecejo fruncido.
—¿Y esto? La tienda desatendida y aquí de cháchara como si fuera fiesta mayor. ¿Y si entra algún cliente? ¿O un sinvergüenza dispuesto a llevarse el género?
Sempere hijo suspiró, poniendo los ojos en blanco.
—No tema, señor Sempere, que los libros son la única cosa en este mundo que no se roba —dije guiñándole un ojo.
Una sonrisa cómplice iluminó su rostro. Sempere hijo aprovechó el momento para escapar de mis garras y escabullirse rumbo a la librería. Su padre se sentó a mi lado y olfateó la taza de café que su hijo había dejado sin probar.
—¿Qué dice el médico de la cafeína para el corazón? —apunté.
—Ése no sabe encontrarse las posaderas ni con un atlas de anatomía. ¿Qué va a saber del corazón?
—Más que usted, seguro —repliqué, arrebatándole la taza de las manos.
—Si yo estoy hecho un toro, Martín.
—Un mulo es lo que está usted hecho. Haga el favor de subir a casa y de meterse en la cama.
—En la cama sólo vale la pena estar cuando se es joven y hay buena compañía.
—Si quiere compañía, se la busco, pero no creo que se dé la coyuntura cardíaca adecuada.
—Martín, a mi edad, la erótica se reduce a saborear un flan y a mirarles el cuello a las viudas. Aquí el que me preocupa es el heredero. ¿Algún progreso en ese terreno?
—Estamos en fase de abono y siembra. Habrá que ver si el tiempo acompaña y tenemos algo que cosechar. En un par o tres de días le puedo dar una estimación al alza con un sesenta o setenta por ciento de fiabilidad.
Sempere sonrió, complacido.
—Golpe maestro lo de enviarme a Isabella de dependienta —dijo—. Pero ¿no la ve un poco joven para mi hijo?
—Al que veo un poco verde es a él, si tengo que serle sincero. O espabila o Isabella se lo come crudo en cinco minutos. Menos mal que es de buena pasta, que si no…
—¿Cómo se lo puedo agradecer?
—Subiendo a casa y metiéndose en la cama. Si necesita compañía picante llévese Fortunata y Jacinta.
—Lleva razón. Don Benito no falla.
—Ni queriendo. Venga, al catre.
Sempere se levantó. Le costaba moverse y respiraba trabajosamente, con un soplo ronco en el aliento que ponía los pelos de punta. Le tomé del brazo para ayudarle y me di cuenta de que tenía la piel fría.
—No se espante, Martín. Es mi metabolismo, que es algo lento.
—Como el de Guerra y paz se lo veo yo hoy.
—Una cabezadita y me quedo como nuevo.
Decidí acompañarle hasta el piso en el que vivían padre e hijo, justo encima de la librería, y asegurarme de que se metía bajo las mantas. Tardamos un cuarto de hora en negociar el tramo de las escaleras. Por el camino nos encontramos a uno de los vecinos, un afable catedrático de instituto llamado don Anacleto que daba clases de lengua y literatura en los jesuitas de Caspe y regresaba a su casa.
—¿Cómo se presenta hoy la vida, amigo Sempere?
—Empinada, don Anacleto.
Con la ayuda del catedrático conseguí llegar al primer piso con Sempere prácticamente colgado de mi cuello.
—Con el permiso de ustedes me retiro a descansar tras una larga jornada de lidia con esa jauría de primates que tengo por alumnos —anunció el catedrático—. Se lo digo yo, este país se va a desintegrar en una generación. Como ratas se van a despellejar unos a otros.
Sempere hizo un gesto que me daba a entender que no hiciese demasiado caso a don Anacleto.
—Buen hombre —murmuró—, pero se ahoga en un vaso de agua.
Al entrar en la vivienda me asaltó el recuerdo de aquella mañana lejana en la que llegué allí ensangrentado, sosteniendo un ejemplar de Grandes esperanzas en las manos, y Sempere me subió en brazos hasta su casa y me sirvió una taza de chocolate caliente que me bebí mientras esperábamos al médico y él me susurraba palabras tranquilizadoras y me limpiaba la sangre del cuerpo con una toalla tibia y una delicadeza que nunca nadie me había mostrado antes. Por entonces, Sempere era un hombre fuerte que me parecía un gigante en todos los sentidos y sin el cual no creo que hubiera sobrevivido a aquellos años de escasa fortuna. Poco o nada quedaba de aquella fortaleza cuando le sostuve en mis brazos para ayudarle a acostarse y le tapé con un par de mantas. Me senté a su lado y le tomé la mano sin saber qué decir.
—Oiga, si vamos los dos a echarnos a llorar como magdalenas, más vale que se vaya —dijo él—. Cuídese, ¿me oye?
—Con algodoncitos, no tema.
Asentí y me dirigí hacia la salida.
—¿Martín?
Me volví desde el umbral de la puerta. Sempere me contemplaba con la misma preocupación con la que me había mirado aquella mañana en la que había perdido algunos dientes y buena parte de la inocencia. Me fui antes de que me preguntase qué era lo que me ocurría.