29

La calle de la Lleona, más conocida entre los lugareños como la dels Tres Llits en honor al notorio prostíbulo que albergaba, era un callejón casi tan tenebroso como su reputación. Partía de los arcos a la sombra de la plaza Real y crecía en una grieta húmeda y ajena a la luz del sol entre viejos edificios apilados unos sobre otros y cosidos por una perpetua telaraña de líneas de ropa tendida. Sus fachadas decrépitas se deshacían en ocre, y las láminas de piedra que cubrían el suelo habían estado bañadas de sangre durante los años del pistolerismo. Más de una vez la había utilizado como escenario en mis historias de La Ciudad de los Malditos e incluso ahora, desierta y olvidada, me seguía oliendo a intrigas y pólvora. A la vista de aquel sombrío escenario, todo parecía indicar que el retiro forzoso del comisario Salvador del cuerpo de policía no había sido generoso. El número 21 era un modesto inmueble enclaustrado entre dos edificios que le hacían de tenaza. El portal estaba abierto y no era más que un pozo de sombra del que partía una escalera estrecha y empinada que ascendía en espiral. El suelo estaba encharcado, y un líquido oscuro y viscoso brotaba entre los resquicios de las baldosas. Subí las escaleras como pude, sin soltar la barandilla pero sin confiarme a ella. Sólo había una puerta por rellano y, a juzgar por el aspecto de la finca, no creí que ninguno de aquellos pisos pasara de los cuarenta metros cuadrados. Una pequeña claraboya coronaba el hueco de la escalera y bañaba de tenue claridad los pisos superiores. La puerta del ático quedaba al final de un pequeño pasillo. Me sorprendió encontrarla abierta. Llamé con los nudillos, pero no obtuve respuesta. La puerta daba a una sala pequeña en la que se veía una butaca, una mesa y una estantería con libros y cajas de latón. Una suerte de cocina y lavadero ocupaba la cámara contigua. La única bendición de aquella celda era una terraza que daba a la azotea. La puerta de la terraza también estaba abierta y por ella se colaba una brisa fresca que arrastraba el olor a comida y a colada de los tejados de la ciudad vieja.

—¿Alguien en casa? —llamé de nuevo.

Al no obtener respuesta me adentré hasta la puerta de la terraza y me asomé al terrado. La jungla de tejados, torres, depósitos de agua, pararrayos y chimeneas crecía en todas direcciones. No había dado un paso en la azotea cuando sentí la pieza de metal fría en la nuca y escuché el chasquido metálico de un revólver al tensarse el percutor. No se me ocurrió más que alzar las manos y no intentar mover ni una ceja.

—Mi nombre es David Martín. En Jefatura me han dado su dirección. Quería hablar con usted sobre un caso que llevó en sus años de servicio.

—¿Entra usted siempre en las casas de la gente sin llamar, señor David Martín?

—La puerta estaba abierta. He llamado pero no ha debido de oírme. ¿Puedo bajar ya las manos?

—No le he dicho que las levante. ¿Qué caso?

—La muerte de Diego Marlasca. Soy el inquilino de la que había sido su última residencia. La casa de la torre en la calle Flassaders.

La voz se silenció. La presión del revólver seguía allí, firme.

—¿Señor Salvador? —pregunté.

—Estoy pensando si no sería mejor volarle a usted la cabeza ahora mismo.

—¿No quiere antes oír mi historia?

Salvador aflojó la presión del revólver. Oí cómo se destensaba el percutor y me volví lentamente. Ricardo Salvador tenía una figura imponente y oscura, el pelo gris y los ojos azul claro penetrantes como agujas. Calculé que debía de rondar la cincuentena, pero hubiera costado encontrar hombres con la mitad de sus años que se atreviesen a interponerse en su camino. Tragué saliva. Salvador bajó el revólver y me dio la espalda, volviendo al interior del piso.

—Disculpe el recibimiento —murmuró.

Le seguí hasta la diminuta cocina y me detuve en el umbral. Salvador dejó la pistola sobre el fregadero y prendió el fuego de uno de los fogones con papel y cartón. Extrajo un frasco de café y me miró inquisitivamente.

—No, gracias.

—Es lo único bueno que tengo, se lo advierto —dijo.

—Entonces le acompañaré.

Salvador introdujo un par de cucharadas generosas de café molido en la cafetera, la llenó con agua de una jarra y la puso al fuego.

—¿Quién le ha hablado de mí?

—Hace unos días visité a la señora Marlasca, la viuda. Ella fue quien me habló de usted. Me dijo que era el único que había intentado descubrir la verdad y que eso le había costado el puesto.

—Es una manera de describirlo, supongo —dijo.

Advertí que la mención de la viuda le había enturbiado la mirada y me pregunté qué era lo que habría sucedido entre ellos en aquellos días de infortunio.

—¿Cómo está? —preguntó—. La señora Marlasca.

—Creo que le echa a usted de menos —aventuré.

Salvador asintió, su ferocidad completamente abatida.

—Hace mucho que no voy a verla.

—Ella cree que usted la culpa por lo que le sucedió. Creo que le gustaría volver a verle, aunque haya pasado tanto tiempo.

—A lo mejor tiene usted razón. A lo mejor debería ir a visitarla…

—¿Puede hablarme de lo que pasó?

Salvador recuperó el semblante severo y asintió.

—¿Qué quiere saber?

—La viuda de Marlasca me explicó que usted nunca aceptó la versión que aseguraba que su marido se había quitado la vida y que tenía sospechas.

—Más que sospechas. ¿Le ha contado alguien cómo murió Marlasca?

—Sólo sé que dijeron que había sido un accidente.

—Marlasca murió ahogado. O eso decía el informe final de Jefatura.

—¿Cómo se ahogó?

—Sólo hay una manera de ahogarse, pero a eso volveré luego. Lo curioso es dónde.

—¿En el mar?

Salvador sonrió. Era una sonrisa negra y amarga como el café que empezaba a brotar. Salvador lo olfateó.

—¿Está usted seguro de que quiere oír esta historia?

—No he estado más seguro de nada en toda mi vida.

Me tendió una taza y me miró de arriba abajo, analizándome.

—Asumo que ya ha visitado usted a ese hijo de puta de Valera.

—Si se refiere al socio de Marlasca, murió. Con el que hablé fue con el hijo.

—Hijo de puta igualmente, sólo que con menos agallas. No sé lo que le contaría, pero seguro que no le dijo que entre ambos consiguieron que me expulsaran del cuerpo y que me convirtiese en un paria al que nadie daba ni limosna.

—Me temo que se le olvidó incluir eso en su versión de los hechos —concedí.

—No me extraña.

—Me iba a contar usted cómo se ahogó Marlasca.

—Ahí es donde la cosa se pone interesante —dijo Salvador—. ¿Sabía usted que el señor Marlasca, amén de abogado, erudito y escritor había sido, de joven, campeón en dos ocasiones de la travesía navideña a nado del puerto que organiza el Club Natación Barcelona?

—¿Cómo se ahoga un campeón de natación? —pregunté.

—La cuestión es dónde. El cadáver del señor Marlasca fue encontrado en el estanque de la azotea del Depósito de las Aguas del Parque de la Ciudadela. ¿Conoce usted el lugar?

Tragué saliva y asentí. Aquél era el primer lugar donde me había encontrado con Corelli.

—Si lo conoce sabrá que, cuando está lleno, apenas tiene un metro de profundidad y que es, esencialmente, una balsa. El día que se encontró al abogado muerto, el estanque estaba medio vacío y el nivel del agua no llegaba a los sesenta centímetros.

—Un campeón de natación no se ahoga en sesenta centímetros de agua así como así —apunté.

—Eso me dije yo.

—¿Había otras opiniones?

Salvador sonrió amargamente.

—Para empezar, lo dudoso es que se ahogara. El forense que practicó la autopsia al cadáver encontró algo de agua en los pulmones, pero su dictamen fue que el fallecimiento se había producido por un paro cardíaco.

—No entiendo.

—Cuando Marlasca se cayó al estanque, o cuando alguien lo empujó, estaba en llamas. El cuerpo presentaba quemaduras de tercer grado en torso, brazos y rostro. Era opinión del forense que el cuerpo pudo haber ardido por espacio de casi un minuto antes de que entrase en contacto con el agua. Restos encontrados en las ropas del abogado indicaban la presencia de algún tipo de disolvente en los tejidos. A Marlasca lo quemaron vivo.

Tardé unos segundos en digerir todo aquello.

—¿Por qué iba alguien a hacer algo así?

—¿Ajuste de cuentas? ¿Simple crueldad? Elija usted. Mi opinión es que alguien quería retrasar la identificación del cuerpo de Marlasca para ganar tiempo y confundir a la policía.

—¿Quién?

—Jaco Corbera.

—El representante de Irene Sabino.

—Que desapareció el mismo día de la muerte de Marlasca con el importe de una cuenta personal que el abogado tenía en el Banco Hispano Colonial y de la que su esposa no sabía nada.

—Cien mil francos franceses —apunté.

Salvador me miró, intrigado.

—¿Cómo lo sabe usted?

—No tiene importancia. ¿Qué hacía Marlasca en la azotea del Depósito de las Aguas? No es un lugar de paso, precisamente.

—Ése es otro punto confuso. Encontramos un dietario en el estudio de Marlasca en el que había anotado que tenía una cita allí a las cinco de la tarde. O eso parecía. Lo único que el dietario indicaba era una hora, un lugar y una inicial. Una «C». Probablemente, Corbera.

—¿Qué cree entonces usted que sucedió? —pregunté.

—Lo que yo creo, y lo que la evidencia sugiere, es que Jaco engañó a Irene Sabino para que manipulase a Marlasca. Ya sabrá que el abogado estaba obsesionado con todas esas supercherías de las sesiones de espiritismo y demás, especialmente desde la muerte de su hijo. Jaco tenía un socio, Damián Roures, que estaba metido en esos ambientes. Un farsante de tomo y lomo. Entre los dos, y con la ayuda de Irene Sabino, embaucaron a Marlasca, prometiéndole que podía entablar contacto con el niño en el mundo de los espíritus. Marlasca era un hombre desesperado y dispuesto a creer lo que fuese. Aquel trío de sabandijas tenía organizado el negocio perfecto hasta que Jaco se volvió más codicioso de la cuenta. Hay quien opina que la Sabino no actuaba de mala fe, que estaba genuinamente enamorada de Marlasca y que creía en todo aquello al igual que él. A mí esa posibilidad no me convence, pero a efectos de lo que sucedió es irrelevante. Jaco supo que Marlasca tenía aquellos fondos en el banco y decidió quitarle de en medio y desaparecer con el dinero, dejando un rastro de confusión. La cita en el dietario bien pudo ser una pista falsa dejada por la Sabino o por Jaco. No había evidencia alguna de que la hubiese anotado Marlasca.

—¿Y de dónde provenían los cien mil francos que Marlasca tenía en el Hispano Colonial?

—El propio Marlasca los había ingresado en metálico un año antes. No tengo la más remota idea de dónde pudo haber sacado una cifra así. Lo que sí sé es que lo que quedaba de ellos fue retirado, en metálico, la mañana del día en que murió Marlasca. Los abogados dijeron luego que el dinero había sido transferido a una especie de fondo tutelado y que no había desaparecido, que Marlasca simplemente había decidido reorganizar sus finanzas. Pero a mí me resulta difícil de creer que uno reorganice sus finanzas y desplace casi cien mil francos por la mañana y aparezca quemado vivo por la tarde. No creo que ese dinero acabase en algún fondo misterioso. Al día de hoy no hay nada que me convenza de que ese dinero no fue a parar a manos de Jaco Corbera e Irene Sabino. Al menos al principio, porque dudo de que luego ella viese un céntimo. Jaco desapareció con el dinero. Para siempre.

—¿Qué fue de ella entonces?

—Ése es otro de los aspectos que me hacen pensar que Jaco engañó a Roures y a Irene Sabino. Poco después de la muerte de Marlasca, Roures dejó el negocio de la ultratumba y abrió una tienda de artículos de magia en la calle Princesa. Que yo sepa, sigue allí. Irene Sabino trabajó un par de años más en cabarés y locales cada vez de menor caché. Lo último que oí de ella es que se estaba prostituyendo en el Raval y que vivía en la miseria. Obviamente no se quedó uno solo de aquellos francos. Ni Roures tampoco.

—¿Y Jaco?

—Lo más seguro es que abandonase el país con nombre falso y que esté en algún sitio viviendo confortablemente de las rentas.

Lo cierto es que todo aquello, lejos de aclararme algo, me abría más interrogantes. Salvador debió de interpretar mi mirada de desazón y me ofreció una sonrisa de conmiseración.

—Valera y sus amigos en el ayuntamiento consiguieron que la prensa saliera con la historia de un accidente. Resolvió el asunto con un funeral señorial para no enturbiar las aguas de los negocios del bufete, que en buena medida eran los negocios del ayuntamiento y de la diputación, y pasar por alto la extraña conducta del señor Marlasca en los últimos doce meses de su vida, desde que abandonó a su familia y a sus socios y decidió adquirir una casa en ruinas en una parte de la ciudad en la que no había puesto su pie bien calzado en su vida para dedicarse, según su antiguo socio, a escribir.

—¿Dijo Valera lo que Marlasca quería escribir?

—Un libro de poesía o algo así.

—¿Y usted le creyó?

—He visto cosas muy raras en mi trabajo, amigo mío, pero abogados adinerados que lo dejen todo para retirarse a escribir sonetos no forman parte del repertorio.

—¿Y entonces?

—Entonces lo razonable hubiese sido olvidarme del tema y hacer lo que se me decía.

—Pero no fue así.

—No. Y no porque sea un héroe o un imbécil. Lo hice porque cada vez que veía a aquella pobre mujer, a la viuda de Marlasca, se me revolvían las tripas y no me podía volver a mirar al espejo sin hacer lo que se supone que me pagaban para hacer.

Señaló el entorno mísero y frío que le servía de hogar y rió.

—Créame que si llego a saberlo hubiera preferido ser un cobarde y no salirme de la fila. No puedo decir que no me lo advirtieran en jefatura. Muerto y enterrado el abogado, tocaba pasar página y dedicar nuestros esfuerzos a perseguir a anarquistas muertos de hambre y maestros de escuela de sospechoso ideario.

—Dice usted enterrado… ¿Dónde está enterrado Diego Marlasca?

—Creo que en el panteón familiar del cementerio de Sant Gervasi, no muy lejos de la casa donde vive la viuda. ¿Puedo preguntarle por su interés en este asunto? Y no me diga que se le ha despertado la curiosidad sólo por vivir en la casa de la torre.

—Es difícil de explicar.

—Si quiere un consejo de amigo, míreme y aplíquese el remedio. Déjelo correr.

—Me gustaría. El problema es que no creo que el asunto me deje correr a mí.

Salvador me observó largamente y asintió. Tomó un papel y anotó un número.

—Éste es el teléfono de los vecinos de abajo. Son buena gente y los únicos que tienen teléfono en toda la escalera. Ahí me puede encontrar o dejar recado. Pregunte por Emilio. Si necesita ayuda, no dude en llamarme. Y ándese con ojo. Jaco desapareció del panorama hace ya muchos años, pero todavía hay gente a la que no le interesa remover este asunto. Cien mil francos es mucho dinero.

Acepté el número y lo guardé.

—Se agradece.

—De nada. Total, ¿qué pueden hacerme ya?

—¿Tendría usted una fotografía de Diego Marlasca? No he encontrado ni una sola en toda la casa.

—Pues no sé… Creo que alguna debo de tener. Déjeme ver.

Salvador se dirigió a un escritorio en el rincón de la sala y extrajo una caja de latón repleta de papeles.

—Aún guardo cosas del caso… ya ve que ni con los años escarmiento. Aquí, mire. Esta foto me la dio la viuda.

Me tendió un viejo retrato de estudio en el que aparecía un hombre alto y bien parecido de unos cuarenta y tantos años sonriendo a la cámara sobre un fondo de terciopelo. Me perdí en aquella mirada limpia, preguntándome cómo era posible que tras ella se ocultase el mundo tenebroso que había encontrado en las páginas de Lux Aeterna.

—¿Puedo quedármela?

Salvador dudó.

—Supongo que sí. Pero no la pierda.

—Le prometo que se la devolveré.

—Prométame que tendrá cuidado y me quedaré más tranquilo. Y que si no lo tiene y se mete en líos, me llamará.

Le tendí la mano y me la estrechó.

—Prometido.