Salí de casa después del amanecer. Nubes oscuras se arrastraban sobre los tejados y robaban el color de las calles. Mientras cruzaba el Parque de la Ciudadela vi las primeras gotas golpear las hojas de los árboles y estallar sobre el camino, levantando volutas de polvo como si fuesen balas. Al otro lado del parque, un bosque de fábricas y torres de gas se multiplicaba hacia el horizonte, la carbonilla de sus chimeneas diluida en aquella lluvia negra que se desplomaba del cielo en lágrimas de alquitrán. Recorrí aquel inhóspito paseo de cipreses que conducía hasta las puertas del cementerio del Este, el mismo camino que tantas veces había hecho con mi padre. El patrón ya estaba allí. Le vi de lejos, esperando imperturbable bajo la lluvia, al pie de uno de los grandes ángeles de piedra que custodiaban la entrada principal al camposanto. Vestía de negro y la única cosa que hacía que no se le pudiese confundir con una de las centenares de estatuas tras las verjas del recinto eran sus ojos. No movió una pestaña hasta que estuve apenas a unos metros y, sin saber qué hacer, le saludé con la mano. Hacía frío y el viento olía a cal y azufre.
—Los visitantes ocasionales creen ingenuamente que siempre hace sol y calor en esta ciudad —dijo el patrón—. Pero yo digo que a Barcelona tarde o temprano se le refleja el alma antigua, turbia y oscura en el cielo.
—Debería usted editar guías turísticas en vez de textos religiosos —sugerí.
—Vienen a ser lo mismo. ¿Qué tal estos días de paz y tranquilidad? ¿Ha progresado el trabajo? ¿Tiene buenas noticias para mí?
Abrí la chaqueta y le tendí un pliego de páginas. Nos adentramos en el recinto del cementerio buscando un lugar resguardado de la lluvia. El patrón eligió un viejo mausoleo que ofrecía una cúpula sostenida por columnas de mármol y rodeada de ángeles de rostro afilado y dedos demasiado largos. Nos sentamos sobre un banco de piedra fría. El patrón me dedicó una de sus sonrisas caninas y me guiñó el ojo, sus pupilas amarillas y brillantes cerrándose en un punto negro en el que podía ver reflejado mi rostro pálido y visiblemente intranquilo.
—Relájese, Martín. Le concede usted demasiada importancia al atrezo.
El patrón empezó a leer con calma las páginas que le había llevado.
—Creo que iré a dar una vuelta mientras usted lee —dije. Corelli asintió sin levantar la mirada de las páginas.
—No se me escape —murmuró.
Me alejé de allí tan rápido como pude sin que pareciese evidente que lo hacía y me perdí entre las calles y recovecos de la necrópolis. Sorteé obeliscos y sepulcros, adentrándome en el corazón del cementerio. La lápida seguía allí, marcada por una vasija vacía en la que quedaba el esqueleto de flores petrificadas. Vidal había pagado el entierro e incluso había encargado a un escultor de cierta reputación entre el gremio funerario una Piedad que custodiaba la tumba alzando la vista al cielo, las manos sobre el pecho en actitud de súplica. Me arrodillé frente a la lápida y limpié el musgo que había cubierto las letras grabadas a cincel.
—Buenos días, padre —dije.
Contemplé la lluvia negra deslizándose sobre el rostro de la Piedad, el sonido de la lluvia golpeando sobre las lápidas, y sonreí a la salud de aquellos amigos que nunca tuvo y de aquel país que le envió a morir en vida para enriquecer a cuatro caciques que nunca supieron ni que existía. Me senté sobre la lápida y puse la mano sobre el mármol.
—¿Quién se lo iba a decir a usted, verdad?
Mi padre, que había vivido su existencia al borde de la miseria, descansaba eternamente en una tumba de burgués. De niño nunca había entendido por qué el periódico había decidido pagarle un funeral con cura fino y plañideras, con flores y un sepulcro de importador de azúcar. Nadie me dijo que fue Vidal quien pagó los fastos del hombre que había muerto en su lugar, aunque yo siempre lo había sospechado y atribuido el gesto a aquella bondad y generosidad infinita con que el cielo había bendecido a mi mentor e ídolo, el gran don Pedro Vidal.
—Tengo que pedirle a usted perdón, padre. Durante años le odié por dejarme aquí, solo. Me decía que había tenido la muerte que se había buscado. Por eso nunca vine a verle. Perdóneme.
A mi padre nunca le habían gustado las lágrimas. Creía que un hombre nunca lloraba por los demás, sino por sí mismo. Y si lo hacía era un cobarde y no merecía piedad alguna. No quise llorar por él y traicionarle una vez más.
—Me hubiera gustado que viese usted mi nombre en un libro, aunque no pudiese leerlo. Me hubiera gustado que estuviese aquí, conmigo, para ver que su hijo conseguía abrirse camino y llegaba a hacer algunas de las cosas que a usted nunca le dejaron. Me hubiera gustado conocerle, padre, y que usted me hubiera conocido a mí. Le convertí a usted en un extraño para olvidarle y ahora el extraño soy yo.
No le oí aproximarse, pero al alzar la cabeza vi que el patrón me observaba en silencio a apenas unos metros. Me incorporé y me acerqué hasta él como un perro bien amaestrado. Me pregunté si sabía que allí estaba enterrado mi padre y si me había citado en aquel lugar precisamente por aquella razón. Mi rostro debía de leerse como un libro abierto, porque el patrón negó y me posó una mano sobre un hombro.
—No lo sabía, Martín. Lo siento.
No estaba dispuesto a abrirle aquella puerta de camaradería. Me volví para desprenderme de su gesto de afecto y conmiseración y apreté los ojos para contener mis lágrimas de rabia. Empecé a caminar rumbo a la salida, sin esperarle. El patrón aguardó unos segundos y luego decidió seguirme. Caminó a mi lado en silencio hasta que llegamos a la puerta principal. Allí me detuve y le miré con impaciencia.
—¿Y bien? ¿Tiene algún comentario?
El patrón ignoró mi tono vagamente hostil y sonrió pacientemente.
—El trabajo es excelente.
—Pero…
—Si tuviese que hacer una observación sería que creo que ha dado usted en el clavo al construir toda la historia desde el punto de vista de un testigo de los hechos que se siente víctima y habla en nombre de un pueblo que espera a ese salvador guerrero. Quiero que continúe usted por ese camino.
—¿No le parece forzado, artificioso…?
—Al contrario. Nada nos hace creer más que el miedo, la certeza de estar amenazados. Cuando nos sentimos víctimas, todas nuestras acciones y creencias quedan legitimadas, por cuestionables que sean. Nuestros oponentes, o simplemente nuestros vecinos, dejan de estar a nuestro nivel y se convierten en enemigos. Dejamos de ser agresores para convertirnos en defensores. La envidia, la codicia o el resentimiento que nos mueven quedan santificados, porque nos decimos que actuamos en defensa propia. El mal, la amenaza, siempre está en el otro. El primer paso para creer apasionadamente es el miedo. El miedo a perder nuestra identidad, nuestra vida, nuestra condición o nuestras creencias. El miedo es la pólvora y el odio es la mecha. El dogma, en último término, es sólo un fósforo prendido. Ahí es donde creo que su trama tiene algún que otro agujero.
—Acláreme una cosa. ¿Busca usted fe o dogma?
—No nos puede bastar con que las personas crean. Han de creer lo que queremos que crean. Y no lo han de cuestionar ni escuchar la voz de quien sea que lo cuestione. El dogma tiene que formar parte de la propia identidad. Cualquiera que lo cuestione es nuestro enemigo. Es el mal. Y estamos en nuestro derecho, y deber, de enfrentarnos a él y destruirle. Es el único camino de salvación. Creer para sobrevivir.
Suspiré y desvié la mirada, asintiendo a regañadientes.
—No le veo convencido, Martín. Dígame qué piensa. ¿Cree que me equivoco?
—No lo sé. Creo que simplifica las cosas de un modo peligroso. Todo su discurso parece un simple mecanismo para generar y dirigir odio.
—El adjetivo que iba usted a emplear no era peligroso, era repugnante, pero no se lo tendré en cuenta.
—¿Por qué debemos reducir la fe a un acto de rechazo y obediencia ciega? ¿No es posible creer en valores de aceptación, de concordia?
El patrón sonrió, divertido.
—Es posible creer en cualquier cosa, Martín, en el libre mercado o en el ratoncito Pérez. Incluso creer que no creemos en nada, como hace usted, que es la mayor de las credulidades. ¿Tengo razón?
—El cliente siempre tiene razón. ¿Cuál es el agujero que ve usted en la historia?
—Echo de menos un villano. La mayoría de nosotros, nos demos cuenta o no, nos definimos por oposición a algo o alguien más que a favor de algo o alguien. Es más fácil reaccionar que accionar, por así decirlo. Nada aviva la fe y el celo del dogma como un buen antagonista. Cuanto más inverosímil, mejor.
—Había pensado que ese papel podía funcionar mejor en abstracto. El antagonista sería el no creyente, el extraño, el que está fuera del grupo.
—Sí, pero me gustaría que concretase más. Es difícil odiar una idea. Requiere cierta disciplina intelectual y un espíritu obsesivo y enfermizo que no abunda. Es mucho más fácil odiar a alguien con un rostro reconocible a quien culpar de todo aquello que nos incomoda. No tiene por qué ser un personaje individual. Puede ser una nación, una raza, un grupo… lo que sea.
El cinismo pulcro y sereno del patrón podía hasta conmigo. Resoplé, abatido.
—No se me haga ahora el ciudadano modelo, Martín. A usted le da lo mismo y necesitamos un villano en este vodevil. Eso lo debería usted saber mejor que nadie. No hay drama sin conflicto.
—¿Qué clase de villano le gustaría a usted? ¿Un tirano invasor? ¿Un falso profeta? ¿El hombre del saco?
—Le dejo el vestuario a usted. Cualquiera de los sospechosos habituales me viene bien. Una de las funciones de nuestro villano debe ser permitirnos adoptar el papel de víctima y reclamar nuestra superioridad moral. Proyectaremos en él todo lo que somos incapaces de reconocer en nosotros mismos y demonizamos de acuerdo con nuestros intereses particulares. Es la aritmética básica del fariseísmo. Ya le digo que tiene usted que leer la Biblia. Todas las respuestas que busca están allí.
—En ello estoy.
—Basta convencer al santurrón de que está libre de todo pecado para que empiece a tirar piedras, o bombas, con entusiasmo. Y de hecho no hace falta gran esfuerzo, porque se convence solo con apenas un mínimo de ánimo y coartada. No sé si me explico.
—Se explica usted de maravilla. Sus argumentos tienen la sutileza de una caldera siderúrgica.
—No creo que me guste del todo ese tono condescendiente, Martín. ¿Acaso le parece que todo esto no está a la altura de su pureza moral o intelectual?
—En absoluto —murmuré, pusilánime.
—¿Qué es entonces lo que le hace cosquillas en la conciencia, amigo mío?
—Lo de siempre. No estoy seguro de ser el nihilista que necesita usted.
—Nadie lo es. El nihilismo es una pose, no una doctrina. Coloque la llama de una vela bajo los testículos de un nihilista y comprobará qué rápido ve la luz de la existencia. Lo que a usted le molesta es otra cosa.
Levanté la mirada y rescaté el tono más desafiante que era capaz de usar mirando al patrón a los ojos.
—A lo mejor lo que me molesta es que puedo entender todo lo que usted dice, pero no lo siento.
—¿Le pago para que sienta?
—A veces sentir y pensar es lo mismo. La idea es suya, no mía.
El patrón sonrió en una de sus pausas dramáticas, como un maestro de escuela que prepara la estocada letal con que acallar a un alumno díscolo y malcarado.
—¿Y qué siente usted, Martín?
La ironía y el desprecio que había en su voz me envalentonaron y abrí la espita de la humillación que había acumulado durante meses a su sombra. Rabia y vergüenza de sentirme amedrentado por su presencia y de consentir sus discursos envenenados. Rabia y vergüenza de que me hubiese demostrado que, aunque yo prefería creer que cuanto había en mí era desesperanza, mi alma era tan mezquina y miserable como su humanismo de alcantarilla. Rabia y vergüenza de sentir, de saber, que siempre tenía razón, sobre todo cuando más dolía aceptarlo.
—Le he hecho una pregunta, Martín. ¿Qué siente usted?
—Siento que lo mejor sería dejar las cosas como están y devolverle su dinero. Siento que, sea lo que sea lo que se propone con esta absurda empresa, prefiero no formar parte de ello. Y, sobre todo, siento haberle conocido.
El patrón dejó caer los párpados y se sumió en un largo silencio. Se volvió y se alejó unos pasos en dirección a las puertas de la necrópolis. Observé su silueta oscura recortada contra el jardín de mármol, y su sombra inmóvil bajo la lluvia. Sentí miedo, un temor turbio que me nacía en las entrañas y me inspiraba un deseo infantil de pedir perdón y aceptar cualquier castigo que se impusiera a cambio de no soportar aquel silencio. Y sentí asco. De su presencia y, especialmente, de mí mismo.
El patrón se dio la vuelta y se aproximó de nuevo. Se detuvo a apenas unos centímetros e inclinó su rostro sobre el mío. Sentí su aliento frío y me perdí en sus ojos negros, sin fondo. Esta vez su voz y su tono eran de hielo, desprovistos de aquella humanidad práctica y estudiada con que salpicaba su conversación y sus gestos.
—Sólo se lo diré una vez. Cumplirá usted con su parte y yo con la mía. Eso es lo único en lo que puede y tiene que sentir.
No me di cuenta de que estaba asintiendo repetidamente hasta que el patrón extrajo el pliego de páginas del bolsillo y me las tendió. Las dejó caer antes de que las pudiera coger. El viento las arrastró en un remolino y las vi desperdigarse hacia la entrada del camposanto. Me apresuré a intentar rescatarlas de la lluvia, pero algunas habían caído sobre los charcos y se desangraban en el agua, las palabras desprendiéndose del papel en filamentos. Las reuní todas en un puñado de papel mojado. Cuando levanté la vista y miré a mi alrededor, el patrón se había ido.