Sempere apenas probó bocado. Sonreía con cansancio y fingía interés en mis comentarios, pero pude ver que a ratos le costaba respirar.
—Cuénteme, Martín, ¿en qué está trabajando?
—Difícil de explicar. Un libro de encargo.
—¿Novela?
—No exactamente. No sabría bien cómo definirlo.
—Lo importante es que esté trabajando. Siempre he dicho que el ocio mata el espíritu. Hay que mantener el cerebro ocupado. Y si no se tiene cerebro, al menos las manos.
—Pero a veces trabaja más de la cuenta, señor Sempere. ¿No debería de tomarse un respiro? ¿Cuántos años lleva usted al pie del cañón sin parar?
Sempere miró alrededor.
—Este lugar es ideal, Martín. ¿Adónde voy a ir? ¿A un banco del parquesol a darles de comer a las palomas y a quejarme? Me moriría en diez minutos. Mi sitio está aquí. Mi hijo todavía no está preparado para tomar las riendas, aunque lo piense.
—Pero es un buen trabajador. Y una buena persona.
—Demasiado buena persona, entre nosotros. A veces le miro y me pregunto qué va a ser de él el día que yo falte. Cómo se las va a arreglar…
—Todos los padres hacen eso, señor Sempere.
—¿Lo hacía también el suyo? Perdone, no quería…
—No se preocupe. Mi padre tenía ya suficientes preocupaciones por su cuenta como para cargar encima con las que yo le causaba. Seguro que su hijo tiene más tablas de las que usted cree.
Sempere me miraba, dudando.
—¿Sabe lo que creo yo que le falta?
—¿Malicia?
—Una mujer.
—No le faltarán novias con todas las tortolitas que se apiñan en el escaparate para admirarlo.
—Yo hablo de una mujer de verdad, de las que le hacen a uno ser lo que tiene que ser.
—Es joven todavía. Déjele divertirse unos años.
—Ésa es buena. Si al menos se divirtiese. Yo, a su edad, de haber tenido ese coro de mozas, habría pecado como un cardenal.
—Dios le da pan a quien no tiene dientes.
—Eso le hace falta: dientes. Y ganas de morder.
Me pareció que algo le rondaba por la cabeza al librero. Me miraba y se sonreía.
—A lo mejor le puede ayudar usted…
—¿Yo?
—Usted es hombre de mundo, Martín. Y no me ponga esa cara. Seguro que si se aplica le encuentra una buena muchacha a mi hijo. La cara bonita ya la tiene. El resto se lo enseña usted.
Me quedé sin palabras.
—¿No quería ayudarme? —preguntó el librero—. Ahí lo tiene.
—Yo hablaba de dinero.
—Y yo hablo de mi hijo, del futuro de esta casa. De mi vida entera.
Suspiré. Sempere me tomó la mano y apretó con la poca fuerza que le quedaba.
—Prométame que no dejará que me vaya de este mundo sin ver a mi hijo colocado con una mujer de esas por las que vale la pena morirse. Y que me dé un nieto.
—Si lo llego a saber, me quedo a comer en el café Novedades.
Sempere sonrió.
—A veces pienso que tendría usted que haber sido hijo mío, Martín.
Miré al librero, más frágil y viejo que nunca, apenas una sombra del hombre fuerte e imponente que recordaba de mis años de niñez entre aquellas paredes, y sentí que se me caía el mundo a los pies. Me acerqué a él y, antes de darme cuenta, hice lo que nunca había hecho en todos los años que le había conocido. Le di un beso en aquella frente picada de manchas y tocada de cuatro pelos grises.
—¿Me lo promete?
—Se lo prometo —le dije, camino de la salida.