Los días pasaban entre lecturas y tropiezos. Acostumbrado a años de vivir en solitario y a ese estado de metódica e infravalorada anarquía propia del varón soltero, la presencia continuada de una mujer en la casa, aunque fuese una adolescente díscola y de carácter volátil, empezaba a dinamitar mis hábitos y costumbres de una manera sutil pero sistemática. Yo creía en el desorden categorizado; Isabella no. Yo creía que los objetos encuentran su propio lugar en el caos de una vivienda; Isabella no. Yo creía en la soledad y el silencio; Isabella no. En apenas un par de días descubrí que era incapaz de encontrar nada en mi propia casa. Si buscaba un abrecartas o un vaso o un par de zapatos debía preguntarle a Isabella dónde había tenido a bien inspirarla la providencia a esconderlos.
—No escondo nada. Pongo las cosas en su sitio, que es diferente.
No pasaba un día en que no sintiese el impulso de estrangularla media docena de veces. Cuando me refugiaba en el estudio en busca de paz y sosiego para pensar, Isabella aparecía a los pocos minutos para subirme una taza de té o unas pastas, sonriente. Empezaba a dar vueltas por el estudio, se asomaba a la ventana, empezaba a ordenarme lo que tenía en el escritorio y luego me preguntaba qué estaba haciendo allí arriba, tan callado y misterioso. Descubrí que las muchachas de diecisiete años poseen una capacidad verbal de tal magnitud que su cerebro las impulsa a ejercitarla cada veinte segundos. Al tercer día decidí que necesitaba encontrarle un novio, a ser posible sordo.
—Isabella, ¿cómo es posible que una muchacha tan agraciada como tú no tenga pretendientes?
—¿Quién dice que no los tengo?
—¿No hay ningún chico que te guste?
—Los chicos de mi edad son aburridos. No tienen nada que decir y la mitad parecen tontos de remate.
Iba a decirle que con la edad no mejoraban, pero no quise agriarle el dulce.
—¿Entonces de qué edad te gustan?
—Mayores. Como usted.
—¿Te parezco yo mayor?
—Bueno, ya no es usted un pipiolo precisamente.
Preferí creer que me estaba tomando el pelo antes que encajar aquel golpe bajo en plena vanidad. Decidí salir al paso con unas gotas de sarcasmo.
—Las buenas noticias son que a las jovencitas les gustan los hombres mayores, y las malas, que a los hombres mayores, y especialmente a los decrépitos y babosos, les gustan las jovencitas.
—Ya lo sé. No se crea que me chupo el dedo.
Isabella me observó, maquinando algo, y sonrió con malicia. Ahí viene, pensé.
—¿Y a usted también le gustan las jovencitas?
Tenía la respuesta en los labios antes de que me formulase la pregunta. Adopté un tono de magisterio y ecuanimidad, como de catedrático de geografía.
—Me gustaban cuando tenía tu edad. Generalmente me gustan las chicas de la mía.
—A su edad ya no son chicas, son señoritas o, si me apura, señoras.
—Fin del debate. ¿No tienes nada que hacer abajo?
—No.
—Entonces ponte a escribir. No te tengo aquí para que laves los platos y me escondas las cosas. Te tengo aquí porque me dijiste que querías aprender a escribir y yo soy el único idiota que conoces que puede ayudarte a hacerlo.
—No hace falta que se enfade. Es que me falta inspiración.
—La inspiración acude cuando se pegan los codos a la mesa, el culo a la silla y se empieza a sudar. Elige un tema, una idea, y exprímete el cerebro hasta que te duela. Eso se llama inspiración.
—Tema ya tengo.
—Aleluya.
—Voy a escribir sobre usted.
Un largo silencio de miradas encontradas, de oponentes que se miran a través del tablero.
—¿Por qué?
—Porque me parece usted interesante. Y raro.
—Y mayor.
—Y susceptible. Casi como un chico de mi edad.
A mi pesar estaba empezando a acostumbrarme a la compañía de Isabella, a sus pullas y a la luz que había traído a aquella casa. De seguir así las cosas se iban a cumplir mis peores temores e íbamos a acabar por hacernos amigos.
—¿Y usted, tiene ya tema con todos esos libracos que está consultando?
Decidí que cuanto menos le contase a Isabella acerca de mi encargo, mejor.
—Todavía estoy en fase de documentación.
—¿Documentación? ¿Y eso cómo funciona?
—Básicamente se lee uno miles de páginas para aprender lo necesario y llegar a lo esencial de un tema, a su verdad emocional, y luego lo desaprende uno todo para empezar de cero.
Isabella suspiró.
—¿Qué es verdad emocional?
—Es la sinceridad dentro de la ficción.
—¿Entonces hay que ser honesto y buena persona para escribir ficción?
—No. Hay que tener oficio. La verdad emocional no es una cualidad moral, es una técnica.
—Habla usted como un científico —protestó Isabella.
—La literatura, al menos la buena, es una ciencia con sangre de arte. Como la arquitectura o la música.
—Yo pensaba que era algo que brotaba del artista, así, de pronto.
—Lo único que brota así de pronto es el vello y las verrugas.
Isabella consideró aquellas revelaciones con escaso entusiasmo.
—Todo esto lo dice usted para desanimarme y para que me vaya a casa.
—No caerá esa breva.
—Es usted el peor maestro del mundo.
—Al maestro lo hace el alumno, no a la inversa.
—No se puede discutir con usted porque se sabe todos los trucos de la retórica. No es justo.
—Nada es justo. A lo máximo que se puede aspirar es a que sea lógico. La justicia es una rara enfermedad en un mundo por lo demás sano como un roble.
—Amén. ¿Es eso lo que pasa cuando uno se hace mayor? ¿Que deja de creer en las cosas, como usted?
—No. A medida que envejece, la mayoría de la gente sigue creyendo en bobadas, generalmente cada vez mayores. Yo voy contracorriente porque me gusta tocar las narices.
—No lo jure. Pues cuando yo sea mayor seguiré creyendo en las cosas —amenazó Isabella.
—Buena suerte.
—Y además creo en usted.
No apartó los ojos cuando la miré.
—Porque no me conoces.
—Eso es lo que usted se cree. No es tan misterioso como se piensa.
—No pretendo ser misterioso.
—Era un sustituto amable de antipático. Yo también me sé algún truco de retórica.
—Eso no es retórica. Es ironía. Son cosas diferentes.
—¿Siempre tiene usted que ganar las discusiones?
—Cuando me lo ponen tan fácil, sí.
—Y ese hombre, su patrón…
—¿Corelli?
—Corelli. ¿Se lo pone él fácil?
—No. Corelli sabe todavía más trucos de retórica que yo.
—Eso me parecía. ¿Se fía usted de él?
—¿Por qué me preguntas eso?
—No sé. ¿Se fía de él?
—¿Por qué no iba a fiarme de él?
Isabella se encogió de hombros.
—¿Qué es concretamente lo que le ha encargado? ¿No me lo va a decir?
—Ya te lo dije. Quiere que escriba un libro para su editorial.
—¿Una novela?
—No exactamente. Más bien una fábula. Una leyenda.
—¿Un libro para niños?
—Algo así.
—¿Y va usted a hacerlo?
—Paga muy bien.
Isabella frunció el entrecejo.
—¿Es por eso por lo que escribe usted? ¿Porque le pagan bien?
—A veces.
—¿Y esta vez?
—Esta vez voy a escribir ese libro porque tengo que hacerlo.
—¿Está usted en deuda con él?
—Podría decirse así, supongo.
Isabella sopesó el asunto. Me pareció que iba a decir algo, pero se lo pensó dos veces y se mordió los labios. A cambio me ofreció una sonrisa inocente y una de sus miradas angelicales con las que era capaz de cambiar de tema en un simple batir de pestañas.
—A mí también me gustaría que me pagasen por escribir —ofreció.
—A todo el que escribe le gustaría, pero eso no significa que nadie vaya a hacerlo.
—¿Y cómo se consigue?
—Se empieza bajando a la galería, cogiendo el papel…
—… hincando los codos y exprimiendo el cerebro hasta que duele. Ya.
Me miró a los ojos, dudando. Hacía ya semana y media que la tenía en casa y no había hecho amago de enviarla de regreso a la suya. Supuse que se preguntaba cuándo iba a hacerlo o por qué no lo había hecho todavía. Yo también me lo preguntaba y no encontraba la respuesta.
—Me gusta ser su ayudante, aunque sea usted de la manera que es —dijo finalmente.
La muchacha me miraba como si su vida dependiese de una palabra amable. Sucumbí a la tentación. Las buenas palabras son bondades vanas que no exigen sacrificio alguno y se agradecen más que las bondades de hecho.
—A mí también me gusta que seas mi ayudante, Isabella, aunque sea como soy. Y me gustará más cuando ya no haga falta que seas mi ayudante y no tengas nada que aprender de mí.
—¿Cree usted que tengo posibilidades?
—No tengo ninguna duda. En diez años tú serás la maestra y yo el aprendiz —dije, repitiendo aquellas palabras que aún me sabían a traición.
—Mentiroso —dijo besándome dulcemente en la mejilla para, a continuación, salir corriendo escaleras abajo.