6

Quizá fuera el exceso de cafeína que corría por mis venas o tan sólo mi conciencia que intentaba volver como la luz después de un apagón, pero pasé el resto de la mañana dándole vueltas a una idea de todo menos reconfortante. Resultaba difícil pensar que el incendio a resultas del cual habían perecido Barrido y Escobillas, por un lado; la oferta de Corelli, de quien no había vuelto a tener noticia, por otro —lo cual me escamaba—, y aquel extraño manuscrito rescatado del Cementerio de los Libros Olvidados, que sospechaba había sido escrito entre aquellas cuatro paredes, no estuviesen relacionados.

La perspectiva de regresar a la casa de Andreas Corelli sin invitación previa para preguntarle acerca de la coincidencia de que nuestra conversación y el incendio se hubiesen producido prácticamente al mismo tiempo se me antojaba poco apetecible. Mi instinto me decía que cuando el editor decidiese que quería volver a verme lo haría motu proprio y que si algo no me inspiraba aquel inevitable encuentro era prisa. La investigación en torno al incendio ya estaba en manos del inspector Víctor Grandes y sus dos perros de presa, Marcos y Castelo, en cuya lista de personas favoritas me consideraba incluido con mención de honor. Cuanto más alejado me mantuviese de ellos, mejor. Eso dejaba como única alternativa viable el manuscrito y su relación con la casa de la torre. Tras años de decirme a mí mismo que no era casualidad que hubiera acabado viviendo en aquel lugar, la idea empezaba a cobrar otro significado. Decidí empezar por el lugar al que había confinado buena parte de los objetos y pertenencias que los antiguos residentes de la casa de la torre habían dejado atrás. Recuperé la llave de la última habitación del pasillo del cajón de la cocina en el que había pasado años. No había vuelto a entrar allí desde que los trabajadores de la compañía eléctrica habían instalado el tendido por la casa. Al introducir la llave en la cerradura sentí una corriente de aire frío que exhalaba el orificio del cerrojo sobre mis dedos y constaté que Isabella tenía razón; aquella habitación desprendía un olor extraño que hacía pensar en flores muertas y tierra removida.

Abrí la puerta y me llevé la mano al rostro. El hedor era intenso. Palpé la pared buscando el interruptor de la luz, pero la bombilla desnuda que prendía del techo no respondió. La claridad que entraba del pasillo permitía entrever los contornos de la pila de cajas, libros y baúles que había confinado a aquel lugar años atrás. Lo contemplé todo con hastío. La pared del fondo estaba completamente cubierta por un gran armario de roble. Me arrodillé frente a una caja que contenía viejas fotografías, gafas, relojes y pequeños objetos personales. Empecé a hurgar sin saber muy bien qué buscaba. Al rato abandoné la empresa y suspiré. Si esperaba averiguar algo necesitaba un plan. Me disponía a dejar la habitación cuando escuché la puerta del armario abrirse poco a poco a mi espalda. Un soplo de aire helado y húmedo me rozó la nuca. Me volví lentamente. La puerta del armario estaba entreabierta y se podían apreciar en el interior los antiguos vestidos y trajes que colgaban de las perchas, carcomidos por el tiempo, ondeando como algas bajo el agua. La corriente de aire frío que portaba aquel hedor procedía de allí. Me incorporé y me aproximé lentamente hacia el armario. Abrí las puertas de par en par y separé con las manos las prendas que colgaban de los percheros. La madera del fondo estaba podrida y se había empezado a desprender. Al otro lado se podía intuir un muro de yeso en el que se había abierto un orificio de un par de centímetros de amplitud. Me incliné para intentar ver qué había al otro lado, pero la oscuridad era casi absoluta. La claridad tenue del pasillo se filtraba por el orificio y proyectaba un filamento vaporoso de luz al otro lado. Apenas se apreciaba más que una atmósfera espesa. Acerqué el ojo intentando ganar alguna imagen de lo que había al otro lado del muro, pero en aquel instante una araña negra apareció en la boca del orificio. Me retiré de golpe y la araña se apresuró a trepar por el interior del armario y desapareció en la sombra. Cerré la puerta del armario y salí de la habitación. Eché la llave y la guardé en el primer cajón de la cómoda que quedaba en el pasillo. El hedor que había quedado atrapado en aquella cámara se había esparcido por el corredor como un veneno. Maldije la hora en que se me había ocurrido abrir aquella puerta y salí a la calle confiando en olvidar, aunque fuese sólo por unas horas, la oscuridad que latía en el corazón de aquella casa.

Las malas ideas siempre vienen en pareja. Para celebrar que había descubierto una suerte de cámara oscura oculta en mi domicilio me acerqué hasta la librería de Sempere e Hijos con la idea de invitar a comer al librero en la Maison Dorée. Sempere padre estaba leyendo una preciosa edición de El manuscrito encontrado en Zaragoza de Potocki y no quiso ni oír hablar del tema.

—Si quiero ver a esnobs y papanatas dándose tono y congratulándose mutuamente no me hace falta pagar, Martín.

—No me sea gruñón. Si invito yo.

Sempere negó. Su hijo, que había asistido a la conversación desde el umbral de la trastienda, me miraba, dudando.

—¿Y si me llevo a su hijo qué pasa? ¿Me retirará la palabra?

—Ustedes sabrán en qué desperdician el tiempo y el dinero. Yo me quedo leyendo, que la vida es breve.

Sempere hijo era el paradigma de la timidez y la discreción. Si bien nos conocíamos desde niños, no recordaba haber mantenido con él más de tres o cuatro conversaciones a solas de más de cinco minutos. No le conocía vicio ni pecadillo alguno. Me constaba de buena tinta que entre las muchachas del barrio se le tenía por no menos que el guapo oficial y soltero de oro. Más de una se dejaba caer por la librería con cualquier excusa y se detenía frente al escaparate a suspirar, pero el hijo de Sempere, si es que se percataba, nunca daba un paso para hacer efectivos aquellos pagarés de devoción y labios entreabiertos. Cualquier otro hubiese hecho una carrera estelar de calavera con una décima parte de aquel capital. Cualquiera menos Sempere hijo, a quien a veces uno no sabía si atribuir el título de beato.

—A este paso, éste se me va a quedar para vestir santos —se lamentaba a veces Sempere.

—¿Ha probado a echarle algo de guindilla en la sopa para estimular el riego en puntos clave? —preguntaba yo.

—Usted ríase, granuja, que yo ya voy para los setenta y sin un puñetero nieto.

Nos recibió el mismo maître que recordaba de mi última visita, pero sin la sonrisa servil ni el gesto de bienvenida. Cuando le comuniqué que no había hecho reserva asintió con una mueca de desprecio y chasqueó los dedos para invocar la presencia de un mozo que nos escoltó sin ceremonia a la que supuse era la peor mesa de la sala, junto a la puerta de las cocinas y enterrada en un rincón oscuro y ruidoso. Durante los siguientes veinticinco minutos nadie se aproximó a la mesa, ni para ofrecer un menú ni servir un vaso de agua. El personal pasaba de largo dando portazos e ignorando completamente nuestra presencia y nuestros gestos para reclamar atención.

—¿Quiere decir que no deberíamos irnos? —preguntó Sempere hijo al fin—. Yo, con un bocadillo en cualquier sitio, me apaño…

No había acabado de pronunciar estas palabras cuando los vi aparecer. Vidal y señora avanzaban hacia su mesa escoltados por el maître y dos camareros que se deshacían en parabienes. Tomaron asiento y en un par de minutos se inició la procesión de besamanos en la que, uno tras otro, comensales de la sala se aproximaban a felicitar a Vidal. Él los recibía con gracia divina y los despachaba poco después. Sempere hijo, que se había dado cuenta de la situación, me observaba.

—Martín, ¿está usted bien? ¿Por qué no nos vamos?

Asentí lentamente. Nos levantamos y nos dirigimos hacia la salida, bordeando el comedor por el extremo opuesto a la mesa de Vidal. Antes de abandonar la sala cruzamos frente al maître, que ni se molestó en mirarnos, y mientras nos dirigíamos a la salida pude ver en el espejo que había sobre el marco de la puerta que Vidal se inclinaba y besaba a Cristina en los labios. Al salir a la calle, Sempere hijo me miró, mortificado.

—Lo siento, Martín.

—No se preocupe. Mala elección. Es todo. Si no le importa, de esto, a su padre…

—… ni una palabra —aseguró.

—Gracias.

—No se merecen. ¿Qué me dice si soy yo el que le invita a algo más plebeyo? Hay un comedor en la calle del Carmen que tira de espaldas.

Se me había ido el apetito, pero asentí de buena gana.

—Venga.

El lugar quedaba cerca de la biblioteca y servía comidas caseras a precio económico para las gentes del barrio. Apenas probé la comida, que olía infinitamente mejor que cualquier cosa que hubiese olfateado en la Maison Dorée en todos los años que llevaba abierta, pero a la altura de los postres ya había apurado yo solito una botella y media de tinto y la cabeza me había entrado en órbita.

—Sempere, dígame una cosa. ¿Qué tiene usted en contra de mejorar la raza? ¿Cómo se explica si no que un ciudadano joven y sano bendecido por el Altísimo con una planta como la suya no se haya beneficiado a lo más prieto del patio de figuras?

El hijo del librero rió.

—¿Qué le hace pensar que no lo he hecho?

Me toqué la nariz con el índice, guiñándole un ojo. Sempere hijo asintió.

—A riesgo de que me tome usted por un mojigato, me gusta pensar que estoy esperando.

—¿A qué? ¿A que el instrumental ya no se le ponga en marcha?

—Habla usted como mi padre.

—Los hombres sabios comparten el pensamiento y la palabra.

—Digo yo que habrá algo más, ¿no? —preguntó.

—¿Algo más?

Sempere asintió.

—Qué sé yo —dije.

—Yo creo que sí lo sabe.

—Pues ya ve cómo me aprovecha.

Iba a servirme otro vaso cuando Sempere me detuvo.

—Prudencia —murmuró.

—¿Ve cómo es usted un mojigato?

—Cada cual es lo que es.

—Eso tiene cura. ¿Qué me dice si nos vamos usted y yo ahora mismo de picos pardos?

Sempere me miró con lástima.

—Martín, creo que es mejor que se vaya a casa y descanse. Mañana será otro día.

—No le dirá a su padre que he pillado una cogorza, ¿verdad?

De camino a casa me detuve en no menos de siete bares para degustar sus existencias de alta graduación hasta que, con una u otra excusa, me ponían en la calle y recorría otros cien o doscientos metros en busca de un nuevo puerto en el que hacer escala. Nunca había sido un bebedor de fondo y a última hora de la tarde estaba tan ebrio que no me acordaba ni de dónde vivía. Recuerdo que un par de camareros del hostal Ambos Mundos de la plaza Real me levantaron cada uno de un brazo y me depositaron en un banco frente a la fuente, donde caí en un sopor espeso y oscuro.

Soñé que acudía al entierro de don Pedro. Un cielo ensangrentado atenazaba el laberinto de cruces y ángeles que rodeaban el gran mausoleo de los Vidal en el cementerio de Montjuíc. Una comitiva silenciosa de velos negros rodeaba el anfiteatro de mármol ennegrecido que formaba el pórtico del mausoleo. Cada figura portaba un largo cirio blanco. La luz de cien llamas esculpía el contorno de un gran ángel de mármol abatido de dolor y pérdida sobre un pedestal a cuyos pies yacía la tumba abierta de mi mentor y, en su interior, un sarcófago de cristal. El cuerpo de Vidal, vestido de blanco, yacía tendido bajo el cristal con los ojos abiertos. Lágrimas negras descendían por sus mejillas. De entre la comitiva se adelantaba la silueta de su viuda, Cristina, que caía de rodillas frente al féretro bañada en llanto. Uno a uno, los miembros de la comitiva desfilaban frente al difunto y depositaban rosas negras sobre el ataúd de cristal hasta que quedaba cubierto y sólo podía verse su rostro. Dos enterradores sin rostro hacían descender el féretro en la fosa, cuyo fondo estaba inundado de un líquido espeso y oscuro. El sarcófago quedaba flotando sobre el lienzo de sangre, que lentamente se filtraba entre los resquicios del cierre de cristal. Poco a poco, el ataúd se inundaba y la sangre cubría el cadáver de Vidal. Antes de que su rostro se sumergiese por completo, mi mentor movía los ojos y me miraba. Una bandada de pájaros negros alzaba el vuelo y yo echaba a correr, extraviándome entre los senderos de la infinita ciudad de los muertos. Tan sólo un llanto lejano conseguía guiarme hacia la salida y me permitía eludir los lamentos y ruegos de oscuras figuras de sombra que salían a mi paso y me suplicaban que los llevase conmigo, que los rescatase de su eterna oscuridad.

Me despertaron dos guardias dándome golpecitos en la pierna con la porra. Ya había anochecido y me llevó unos segundos dilucidar si se trataba del orden público o agentes de la parca en misión especial.

—A ver, caballero, a dormir la mona a casita, ¿estamos?

—A sus órdenes, mi coronel.

—Andando o le encierro en el calabozo, a ver si le encuentra el chiste.

No me lo tuvo que repetir dos veces. Me incorporé como pude y puse rumbo a casa con la esperanza de llegar antes de que mis pasos me guiaran de nuevo a otro tugurio de mala muerte. El trayecto, que en condiciones normales me hubiese llevado diez o quince minutos, se prolongó casi el triple. Finalmente, en un giro milagroso, llegué a la puerta de mi casa para, como si de una maldición se tratase, volver a encontrarme a Isabella sentada esta vez en el vestíbulo interior de la finca, esperándome.

—Está usted borracho —dijo Isabella.

—Debo de estarlo, porque en pleno delírium trémens me ha parecido encontrarte a medianoche durmiendo a las puertas de mi casa.

—No tenía otro sitio adonde ir. Mi padre y yo hemos discutido y me ha echado de casa.

Cerré los ojos y suspiré. Mi cerebro embotado de licor y amargura era incapaz de dar forma al torrente de negativas y maldiciones que se me estaban apelotonando en los labios.

—Aquí no puedes quedarte, Isabella.

—Por favor, sólo por esta noche. Mañana buscaré una pensión. Se lo suplico, señor Martín.

—No me mires con esos ojos de cordero degollado —amenacé.

—Además, si estoy en la calle es por su culpa —añadió.

—Por mi culpa. Ésa sí que es buena. Talento para escribir no sé si tendrás, pero imaginación calenturienta te sobra. ¿Por qué infausto motivo, si puede saberse, es culpa mía que tu señor padre te haya puesto de patitas en la calle?

—Cuando está usted borracho habla raro.

—No estoy borracho. No he estado borracho en mi vida. Contesta a la pregunta.

—Le dije a mi padre que usted me había contratado como ayudante y a partir de ahora me iba a dedicar a la literatura y ya no podría trabajar en la tienda.

—¿Qué?

—¿Podemos pasar? Tengo frío y el trasero se me ha quedado petrificado de dormir sobre los escalones.

Sentí que la cabeza me daba vueltas y me rondaba la náusea. Alcé la vista a la tenue penumbra que destilaba de la claraboya en lo alto de la escalera.

—¿Es éste el castigo que me envía el cielo para que me arrepienta de mi vida disoluta?

Isabella siguió el rastro de mi mirada, intrigada.

—¿Con quién habla?

—No hablo con nadie, monologo. Prerrogativa del beodo. Pero mañana a primera hora voy a dialogar con tu padre y poner fin a este absurdo.

—No sé si es una buena idea. Ha jurado que cuando le vea le va a matar. Tiene una escopeta de dos cañones escondida debajo del mostrador. Él es así. Una vez mató a un burro con ella. Fue en verano, cerca de Argentona…

—Cállate. Ni una palabra más. Silencio.

Isabella asintió y se me quedó mirando, expectante. Reanudé la búsqueda de la llave. Ahora no podía lidiar con el embolado de aquella locuaz adolescente. Necesitaba caer sobre la cama y perder la conciencia, preferentemente por ese orden. Busqué durante un par de minutos, sin resultados visibles. Finalmente, Isabella, sin mediar palabra, se me adelantó y hurgó en el bolsillo de mi chaqueta por el que mis manos habían pasado cien veces y encontró la llave. Me la mostró y asentí, derrotado.

Isabella abrió la puerta del piso y me ayudó a incorporarme. Me guió hasta el dormitorio como a un inválido y me ayudó a tumbarme en la cama. Me acomodó la cabeza sobre las almohadas y me quitó los zapatos. La miré confundido.

—Tranquilo, que los pantalones no se los voy a quitar.

Me aflojó los botones del cuello y se sentó a mi lado, observándome. Me sonrió con una melancolía que no se merecían sus años.

—Nunca le he visto tan triste, señor Martín. ¿Es por esa mujer, verdad? La de la foto.

Me tomó la mano y me la acarició, tranquilizándome.

—Todo pasa, hágame caso. Todo pasa.

A mi pesar, se me llenaron los ojos de lágrimas y volví la cabeza para que ella no me viese la cara. Isabella apagó la luz de la mesita y permaneció sentada a mi lado, en la penumbra, escuchando llorar a aquel miserable borracho sin hacer preguntas ni ofrecer más juicio que su compañía y su bondad hasta que me dormí.