Al volver a casa apenas una hora después, me la encontré sentada en mi portal, esperando con lo que supuse era su relato en las manos. Al verme se levantó y forzó una sonrisa.
—Te he dicho que me lo dejases en el buzón —dije.
Isabella asintió y se encogió de hombros.
—Como muestra de agradecimiento le he traído un poco de café de la tienda de mis padres. Es colombiano. Buenísimo. El café no pasaba por el buzón y he pensado que era mejor esperarle.
Aquella excusa sólo se le podía ocurrir a una novelista en ciernes. Suspiré y abrí la puerta.
—Adentro.
Subí las escaleras con Isabella siguiéndome unos peldaños por detrás como un perro faldero.
—¿Siempre se toma tanto tiempo para desayunar? No es que me importe, claro, pero como llevaba aquí casi tres cuartos de hora esperando, he empezado a preocuparme, digo, no vaya a ser que se le haya atragantado algo, para una vez que encuentro a un escritor de carne y hueso, con mi suerte no sería raro que fuera y se tragase una oliva por el lado que no toca y ahí tiene usted el fin de mi carrera literaria —ametralló la muchacha.
Me detuve a medio tramo de escaleras y la miré con la expresión más hostil que pude encontrar.
—Isabella, para que las cosas funcionen entre nosotros vamos a tener que establecer una serie de reglas. La primera es que las preguntas las hago yo y tú te limitas a responderlas. Cuando no hay preguntas por mi parte, no proceden por la tuya ni respuestas ni discursos espontáneos. La segunda regla es que yo me tomo para desayunar o merendar o mirar las musarañas el tiempo que me sale de las narices y ello no constituye objeto de debate.
—No quería ofenderle. Ya entiendo que una digestión lenta ayuda a la inspiración.
—La tercera regla es que el sarcasmo no te lo tolero antes del mediodía. ¿Estamos?
—Sí, señor Martín.
—La cuarta es que no me llames señor Martín ni el día de mi entierro. A ti te debo de parecer un fósil, pero a mí me gusta creer que todavía soy joven. Es más, lo soy, punto.
—¿Cómo debo llamarle?
—Por mi nombre: David.
La muchacha asintió. Abrí la puerta del piso y le indiqué que pasara. Isabella dudó un instante y se coló de un saltito.
—Yo creo que tiene usted todavía un aspecto bastante juvenil para su edad, David.
La miré, atónito.
—¿Qué edad crees que tengo?
Isabella me miró de arriba abajo, calibrando.
—¿Algo así como treinta años? Pero bien llevados, ¿eh?
—Haz el favor de callarte y preparar una cafetera con ese mejunje que has traído.
—¿Dónde está la cocina?
—Búscala.
Compartimos aquel delicioso café colombiano sentados en la galería. Isabella sostenía su tazón y me miraba de reojo mientras yo leía las veinte páginas que me había traído. Cada vez que pasaba una página y levantaba la vista me encontraba con su mirada expectante.
—Si te vas a quedar ahí mirándome como una lechuza, esto va a llevar mucho tiempo.
—¿Qué quiere que haga?
—¿No querías ser mi ayudante? Pues ayuda. Busca algo que necesite ordenarse y ordénalo, por ejemplo.
Isabella miró alrededor.
—Todo está desordenado.
—La ocasión la pintan calva.
Isabella asintió y partió al encuentro del caos y el desorden que reinaban en mi morada con determinación militar. Escuché sus pasos alejarse por el pasillo y seguí leyendo. El relato que me había traído apenas tenía hilo argumental. Relataba con una sensibilidad afilada y palabras bien articuladas las sensaciones y ausencias que pasaban por la mente de una muchacha confinada en una estancia fría en un ático del barrio de la Ribera desde la cual contemplaba la ciudad y las gentes ir y venir en las callejas angostas y oscuras. Las imágenes y la música triste de su prosa delataban una soledad que bordeaba la desesperación. La muchacha del cuento pasaba las horas prisionera de su mundo y, a ratos, se enfrentaba a un espejo y se abría cortes en los brazos y en los muslos con un cristal roto, dejando cicatrices como las que podían adivinarse bajo las mangas de Isabella. Estaba a punto de finalizar la lectura cuando advertí que la muchacha me miraba desde la puerta de la galería.
—¿Qué?
—Perdone la interrupción, pero ¿qué hay en la habitación al fondo del pasillo?
—Nada.
—Huele raro.
—Humedad.
—Si quiere puedo limpiarla y…
—No. Esa habitación no se usa. Y, además, tú no eres mi criada y no tienes por qué limpiar nada.
—Sólo quiero ayudar.
—Ayúdame sirviéndome otra taza de café.
—¿Por qué? ¿El relato le da sueño?
—¿Qué hora es, Isabella?
—Deben de ser las diez de la mañana.
—¿Y eso significa?
—… que no hay sarcasmo hasta el mediodía —replicó Isabella. Sonreí triunfante y le tendí la taza vacía. La tomó y partió con ella rumbo a la cocina.
Cuando regresó con el café humeante, ya había finalizado la última página. Isabella se sentó frente a mí. Le sonreí y degusté con calma el exquisito café. La muchacha se retorcía las manos y apretaba los dientes, lanzando miradas furtivas a las cuartillas de su relato que yo había dejado boca abajo en la mesa. Aguantó un par de minutos sin abrir la boca.
—¿Y? —dijo finalmente.
—Soberbio.
Se le iluminó el rostro.
—¿Mi relato?
—El café.
Me miró, herida, y se levantó a recoger sus cuartillas.
—Déjalas donde están —ordené.
—¿Para qué? Está claro que no le han gustado y que piensa que soy una pobre idiota.
—No he dicho eso.
—No ha dicho nada, que es peor.
—Isabella, si realmente quieres dedicarte a escribir, o al menos escribir para que otros te lean, vas a tener que acostumbrarte a que a veces te ignoren, te insulten, te desprecien y casi siempre te muestren indiferencia. Es una de las ventajas del oficio.
Isabella bajó la mirada y respiró profundamente.
—Yo no sé si tengo talento. Sólo sé que me gusta escribir. O, mejor dicho, que necesito escribir.
—Mentirosa.
Levantó la mirada y me miró con dureza.
—Muy bien. Tengo talento. Y me importa un comino si usted cree que no lo tengo.
Sonreí.
—Eso ya me gusta más. No podía estar más de acuerdo.
Me miró confundida.
—¿En lo de que tengo talento o en lo de que usted no cree que lo tengo?
—¿A ti qué te parece?
—Entonces, ¿cree usted que tengo posibilidades?
—Creo que tienes talento y ganas, Isabella. Más del que crees y menos del que esperas. Pero hay muchas personas que tienen talento y ganas, y muchas de ellas nunca llegan a nada. Ése es sólo el principio para hacer cualquier cosa en la vida. El talento natural es como la fuerza de un atleta. Se puede nacer con más o menos facultades, pero nadie llega a ser un atleta sencillamente porque ha nacido alto o fuerte o rápido. Lo que hace al atleta, o al artista, es el trabajo, el oficio y la técnica. La inteligencia con la que naces es simplemente munición. Para llegar a hacer algo con ella es necesario que transformes tu mente en un arma de precisión.
—¿Y lo del símil bélico?
—Toda obra de arte es agresiva, Isabella. Y toda vida de artista es una pequeña o gran guerra, empezando con uno mismo y sus limitaciones. Para llegar a cualquier cosa que te propongas hace falta primero la ambición y luego el talento, el conocimiento y, finalmente, la oportunidad.
Isabella consideró mis palabras.
—¿Le suelta usted este discurso a todo el mundo o se le acaba de ocurrir?
—El discurso no es mío. Me lo soltó, como tú dices, alguien a quien hice las mismas preguntas que tú me estás haciendo a mí. De eso hace muchos años, pero no hay día que pase que no me dé cuenta de la razón que tenía.
—¿Entonces puedo ser su ayudante?
—Lo pensaré.
Isabella asintió, satisfecha. Se había sentado a una esquina de la mesa sobre la que descansaba el álbum de fotografías que había dejado Cristina. Lo abrió casualmente por la última página y se quedó mirando un retrato de la nueva señora de Vidal tomado a las puertas de Villa Helius dos o tres años antes. Tragué saliva. Isabella cerró el álbum y paseó la mirada por la galería hasta volver a posarla sobre mí. Yo la observaba con impaciencia. Me sonrió azorada, como si la hubiese sorprendido curioseando donde no debía.
—Tiene usted una novia muy guapa —dijo.
La mirada que le lancé le borró la sonrisa de un plumazo.
—No es mi novia.
—Ah.
Medió un largo silencio.
—Supongo que la quinta regla es que mejor no me meta donde no me llaman, ¿verdad?
No respondí. Isabella asintió para sí misma y se incorporó.
—Entonces, mejor que le deje en paz y no le moleste más por hoy. Si le parece, vuelvo mañana y empezamos.
Recogió sus cuartillas y me sonrió tímidamente. Correspondí con un asentimiento.
Isabella se retiró discretamente y desapareció por el pasillo. Escuché sus pasos alejándose y luego el sonido de la puerta al cerrarse. En su ausencia, noté por primera vez el silencio que embrujaba aquella casa.