Celebré mi retorno al mundo de los vivos rindiendo pleitesía en uno de los templos más influyentes de toda la ciudad: las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial en la calle Fontanella. A la vista de los cien mil francos, el director, los interventores y todo un ejército de cajeros y contables entraron en éxtasis y me elevaron a los altares reservados a aquellos clientes que inspiran una devoción y una simpatía rayana en la santidad. Solventado el trámite con la banca, decidí vérmelas con otro caballo del Apocalipsis y me aproximé a un quiosco de prensa de la plaza Urquinaona. Abrí un ejemplar de La Voz de la Industria por la mitad y busqué la sección de sucesos que en su día había sido mía. La mano experta de don Basilio se olfateaba todavía en los titulares y reconocí casi todas las firmas, como si apenas hubiera pasado el tiempo. Los seis años de tibia dictadura del general Primo de Rivera habían traído a la ciudad una calma venenosa y turbia que no le sentaba del todo bien a la sección de crímenes y espantos. Apenas venían ya historias de bombas o tiroteos en la prensa. Barcelona, la temible «Rosa de Fuego», empezaba a parecer más una olla a presión que otra cosa. Estaba por cerrar el periódico y recoger mi cambio cuando lo vi. Era apenas un breve en una columna con cuatro sucesos destacados en la última página de sucesos.
UN INCENDIO A MEDIANOCHE EN EL RAVAL
DEJA UN MUERTO Y DOS HERIDOS GRAVES
Joan Marc Huguet / Redacción. Barcelona
En la madrugada del viernes se produjo un grave incendio en el número 6 de la plaza deis Ángels, sede de la editorial Barrido y Escobillas, en el que resultó fallecido el gerente de la empresa, Sr. D. José Barrido, y gravemente heridos su socio, Sr. D. José Luis López Escobillas, y el trabajador Sr. Ramón Guzmán, que fue alcanzado por las llamas cuando intentaba auxiliar a los dos responsables de la empresa. Los bomberos especulan con que la causa de las llamas pudiera haber sido la combustión de un material químico que estaba siendo empleado en la renovación de las oficinas. No se descartan por el momento otras causas, ya que testigos presenciales afirman haber visto salir a un hombre instantes antes de que se declarase el incendio. Las víctimas fueron trasladadas al Hospital Clínico, donde una ingresó cadáver y las otras dos permanecen ingresadas con pronóstico muy grave.
Llegué tan rápido como pude. El olor a quemado se podía apreciar desde la Rambla. Un grupo de vecinos y curiosos se habían congregado en la plaza frente al edificio. Briznas de humo blanco ascendían de un montón de escombros apilados a la entrada. Reconocí a varios empleados de la editorial intentando salvar de entre las ruinas lo poco que había quedado. Cajas con libros chamuscados y muebles mordidos por las llamas se amontonaban en la calle. La fachada había quedado ennegrecida, los ventanales reventados por el fuego. Rompí el círculo de mirones y entré. Un intenso hedor se me prendió en la garganta. Algunos de los trabajadores de la editorial que se afanaban por rescatar sus pertenencias me reconocieron y me saludaron cabizbajos.
—Señor Martín… una gran desgracia —murmuraban.
Atravesé lo que había sido la recepción y me dirigí a la oficina de Barrido. Las llamas habían devorado las alfombras y reducido los muebles a esqueletos de brasa. El artesonado se había desplomado en una esquina, abriendo una vía de luz al patio trasero. Un haz intenso de ceniza flotante atravesaba la sala. Una silla había sobrevivido milagrosamente al fuego. Estaba en el centro de la sala y en ella estaba la Veneno, que lloraba con la mirada caída. Me arrodillé frente a ella. Me reconoció y sonrió entre lágrimas.
—¿Estás bien? —pregunté.
Asintió.
—Me dijo que me fuese a casa, ¿sabes?, que ya era tarde y que fuera a descansar porque hoy íbamos a tener un día muy largo. Estábamos cerrando toda la contabilidad del mes… si me hubiese quedado un minuto más…
—¿Qué es lo que pasó, Herminia?
—Estuvimos trabajando hasta tarde. Era casi medianoche cuando el señor Barrido me dijo que me fuese a casa. Los editores estaban esperando a un caballero que venía a verlos…
—¿A medianoche? ¿Qué caballero?
—Un extranjero, creo. Tenía algo que ver con una oferta, no lo sé. Me hubiese quedado de buena gana, pero era muy tarde y el señor Barrido me dijo…
—Herminia, ese caballero, ¿recuerdas su nombre?
La Veneno me miró con extrañeza.
—Todo lo que recuerdo ya se lo he contado al inspector que ha venido esta mañana. Me ha preguntado por ti.
—¿Un inspector? ¿Por mí?
—Están hablando con todo el mundo.
—Claro.
La Veneno me miraba fijamente, con desconfianza, como si tratase de leer mis pensamientos.
—No saben si saldrá vivo —murmuró, refiriéndose a Escobillas—. Se ha perdido todo, los archivos, los contratos… todo. La editorial se acabó.
—Lo siento, Herminia.
Una sonrisa torcida y maliciosa afloró en sus labios.
—¿Lo sientes? ¿No es esto lo que querías?
—¿Cómo puedes pensar eso?
La Veneno me miró con recelo.
—Ahora eres libre.
Hice ademán de tocarle el brazo pero Herminia se incorporó y retrocedió un paso, como si mi presencia le produjese miedo.
—Herminia…
—Vete —dijo.
Dejé a Herminia entre las ruinas humeantes. Al salir a la calle me tropecé con un grupo de chiquillos que estaban hurgando entre las pilas de escombros. Uno de ellos había desenterrado un libro de entre las cenizas y lo examinaba con una mezcla de curiosidad y desdén. La cubierta había quedado velada por las llamas y el reborde de las páginas ennegrecido, pero por lo demás el libro estaba intacto. Supe por el grabado en el lomo que se trataba de una de las entregas de La Ciudad de los Malditos.
—¿Señor Martín?
Me volví para encontrarme con tres hombres ataviados con trajes de saldo que no acompañaban al calor húmedo y pegajoso que flotaba en el aire. Uno de ellos, que parecía el jefe, se adelantó un paso y me ofreció una sonrisa cordial, de vendedor experto. Los otros dos, que parecían tener la constitución y el temperamento de una prensa hidráulica, se limitaron a clavarme una mirada abiertamente hostil.
—Señor Martín, soy el inspector Víctor Grandes y éstos son mis colegas, los agentes Marcos y Castelo, del cuerpo de investigación y vigilancia. Me pregunto si sería usted tan amable de dedicarnos unos minutos.
—Por supuesto —respondí.
El nombre de Víctor Grandes me sonaba de mis años en la sección de sucesos. Vidal le había dedicado alguna de sus columnas y recordé particularmente una en la que lo calificaba como el hombre revelación del cuerpo, un valor sólido que confirmaba la llegada a la fuerza de una nueva generación de profesionales de élite mejor formados que sus predecesores, incorruptibles y duros como el acero. Los adjetivos y la hipérbole eran de Vidal, no míos. Supuse que el inspector Grandes no habría hecho sino escalar posiciones en Jefatura desde entonces y que su presencia allí evidenciaba que el cuerpo se tomaba en serio el incendio de Barrido y Escobillas.
—Si no tiene inconveniente podemos acércanos a un café donde hablar sin interrupciones —dijo Grandes sin aflojar un ápice la sonrisa de servicio.
—Como gusten.
Grandes me condujo hasta un pequeño bar que quedaba en la esquina de las calles Doctor Dou y Pintor Fortuny. Marcos y Castelo caminaban a nuestra espalda, sin quitarme los ojos de encima. Grandes me ofreció un cigarrillo, que rechacé. Volvió a guardar la cajetilla. No despegó los labios hasta que llegamos al café y me escoltaron a una mesa, al fondo, donde los tres se apostaron a mi alrededor. Si me hubiesen llevado a un calabozo oscuro y húmedo me hubiera parecido que el encuentro era más amigable.
—Señor Martín, creo que ya habrá tenido conocimiento de lo sucedido esta madrugada.
—Sólo lo que he leído en el periódico. Y lo que me ha contado la Veneno…
—¿La Veneno?
—Perdón. La señorita Herminia Duaso, adjunta a la dirección.
Marcos y Castelo intercambiaron una mirada impagable. Grandes sonrió.
—Interesante mote. Dígame, señor Martín, ¿dónde se encontraba usted ayer por la noche?
Bendita ingenuidad, la pregunta me pilló de sorpresa.
—Es una pregunta rutinaria —aclaró Grandes—. Estamos intentando establecer la presencia de todas las personas que pudieran haber tenido relación con las víctimas en los últimos días. Empleados, proveedores, familiares, conocidos…
—Estaba con un amigo.
Tan pronto abrí la boca lamenté la elección de mis palabras. Grandes lo advirtió.
—¿Un amigo?
—Más que un amigo se trata de una persona relacionada con mi trabajo. Un editor. Ayer por la noche tenía concertada una entrevista con él.
—¿Podría decir hasta qué hora estuvo usted con esta persona?
—Hasta tarde. De hecho, acabé pasando la noche en su casa.
—Entiendo. ¿Y la persona que usted define como relacionada con su trabajo se llama?
—Corelli. Andreas Corelli. Un editor francés.
Grandes anotó el nombre en un pequeño cuaderno.
—Parecería que el apellido fuese italiano —comentó.
—La verdad es que no sé con exactitud cuál es su nacionalidad.
—Es comprensible. Y este señor Corelli, sea cual sea su ciudadanía, ¿podría corroborar que ayer por la noche se encontraba con usted?
Me encogí de hombros.
—Supongo que sí.
—¿Lo supone?
—Estoy seguro de que sí. ¿Por qué no iba a hacerlo?
—No lo sé, señor Martín. ¿Hay algún motivo por el cual usted cree que no fuera a hacerlo?
—No.
—Tema zanjado, entonces.
Marcos y Castelo me miraban como si no me hubiesen oído pronunciar más que embustes desde que nos habíamos sentado.
—Para acabar, ¿podría usted aclararme la naturaleza de la reunión que mantuvo usted ayer noche con este editor de nacionalidad indeterminada?
—El señor Corelli me había citado para formularme una oferta.
—¿Una oferta de qué índole?
—Profesional.
—Ya veo. ¿Para escribir un libro, tal vez?
—Exactamente.
—Dígame, ¿es habitual que tras una reunión de trabajo se quede usted a pasar la noche en el domicilio de la, digamos, parte contratante?
—No.
—Pero me dice usted que se quedó a pasar la noche en el domicilio de este editor.
—Me quedé porque no me encontraba bien y no creí que pudiese llegar a mi casa.
—¿Le sentó mal la cena, quizá?
—He tenido algunos problemas de salud últimamente.
Grandes asintió con aire de consternación.
—Mareos, dolores de cabeza… —completé.
—¿Pero es razonable asumir que ya se encuentra usted mejor?
—Sí. Mucho mejor.
—Lo celebro. Lo cierto es que tiene usted un aspecto envidiable. ¿No es así?
Castelo y Marcos asintieron lentamente.
—Cualquiera diría que se ha quitado usted un gran peso de encima —apuntó el inspector.
—No le entiendo.
—Me refiero a los mareos y las molestias.
Grandes manejaba aquella farsa con un dominio del tempo exasperante.
—Disculpe mi ignorancia respecto a los pormenores de su ámbito profesional, señor Martín, ¿pero no es cierto que tenía usted suscrito un contrato con los dos editores que no expiraba hasta dentro de seis años?
—Cinco.
—¿Y no le ligaba ese contrato en exclusiva, por así decirlo, a la editorial de Barrido y Escobillas?
—Ésos eran los términos.
—Entonces, ¿por qué motivo habría usted de discutir una oferta con un competidor si su contrato le impedía aceptarla?
—Era una simple conversación. Nada más.
—Que sin embargo devino en una velada en el domicilio de este caballero.
—Mi contrato no me impide hablar con terceras personas. Ni pasar la noche fuera de mi casa. Soy libre de dormir donde quiera y hablar con quien quiera de lo que quiera.
—Por supuesto. No pretendía insinuar lo contrario, pero gracias por aclararme este punto.
—¿Puedo aclararle algo más?
—Sólo un pequeño matiz. En el supuesto de que fallecido el señor Barrido y, Dios no lo quiera, el señor Escobillas no se recuperase de sus heridas y falleciese también, la editorial quedaría disuelta y otro tanto ocurriría con su contrato. ¿Me equivoco?
—No estoy seguro. No sé exactamente en qué régimen estaba constituida la empresa.
—Pero ¿es probable que así fuera, diría usted?
—Es posible. Tendría que preguntárselo al abogado de los editores.
—De hecho ya se lo he preguntado. Y me ha confirmado que, de suceder lo que nadie quiere que suceda y el señor Escobillas pasara a mejor vida, así sería.
—Entonces ya tiene usted su respuesta.
—Y usted su plena libertad para aceptar la oferta del señor…
—… Corelli.
—Dígame, ¿la ha aceptado ya?
—¿Puedo preguntarle qué relación tiene eso con las causas del incendio? —espeté.
—Ninguna. Es una simple curiosidad.
—¿Es todo? —pregunté.
Grandes miró a sus colegas y luego a mí.
—Por mi parte, sí.
Hice ademán de levantarme. Los tres policías permanecieron clavados en sus asientos.
—Señor Martín, antes de que se me olvide —dijo Grandes—, ¿puede confirmarme si recuerda que hace una semana los señores Barrido y Escobillas le visitaron en su domicilio en el número treinta de la calle Flassaders en compañía del antes citado abogado?
—Lo hicieron.
—¿Se trataba de una visita social o de cortesía?
—Los editores vinieron a expresarme sus deseos de que me reintegrase al trabajo en una serie de libros que había dejado de lado para dedicarme unos meses a otro proyecto.
—¿Calificaría usted la conversación de cordial y distendida?
—No recuerdo que nadie levantase la voz.
—¿Y tiene usted memoria de haberles respondido, y cito textualmente, que «en una semana estarán ustedes muertos»?
Sin levantar la voz, por supuesto. Suspiré.
—Sí —admití.
—¿A qué se refería?
—Estaba enojado y dije lo primero que se me pasó por la cabeza, inspector. Eso no significa que hablase en serio. A veces se dicen cosas que uno no siente.
—Gracias por su sinceridad, señor Martín. Nos ha sido usted de gran ayuda. Buenos días.
Me fui de allí con las tres miradas clavadas como puñales en la espalda y la certeza de que si hubiese respondido a cada cuestión del inspector con una mentira no me habría sentido tan culpable.