24

El taxi ascendía lentamente hasta los confines de la barriada de Gracia rumbo al solitario y sombrío recinto del Park Güell. La colina estaba punteada de caserones que habían visto mejores días asomando entre una arboleda que se mecía al viento como agua negra. Vislumbré en lo alto de la ladera la gran puerta del recinto. Tres años atrás, a la muerte de Gaudí, los herederos del conde Güell habían vendido al ayuntamiento aquella urbanización desierta, que nunca había tenido más habitante que su arquitecto, por una peseta. Olvidado y desatendido, el jardín de columnas y torres hacía pensar ahora en un edén maldito. Indiqué al conductor que se detuviese frente a las rejas de la entrada y le aboné la carrera.

—¿Está seguro el señor de que quiere bajarse aquí? —preguntó el conductor, que no las tenía todas consigo—. Si lo desea, puedo esperarle unos minutos…

—No será necesario.

El murmullo del taxi se perdió colina abajo y me quedé a solas con el eco del viento entre los árboles. La hojarasca se arrastraba a la entrada del parque y se arremolinaba a mis pies. Me acerqué a las rejas, que estaban cerradas con cadenas corroídas de herrumbre, y escruté el interior. La luz de la luna lamía el contorno de la silueta del dragón presidiendo la escalinata. Una forma oscura descendía los peldaños muy lentamente, observándome con ojos que brillaban como perlas bajo el agua. Era un perro negro. El animal se detuvo al pie de las escaleras y sólo entonces advertí que no estaba solo. Dos animales más me observaban en silencio. Uno se había aproximado con sigilo por la sombra que proyectaba la casa del guarda, apostada a un lado de la entrada. El otro, el más grande de los tres, se había aupado al muro y me contemplaba desde la cornisa apenas a un par de metros. La bruma de su aliento destilaba entre sus colmillos expuestos. Me retiré muy lentamente, sin quitarle la mirada de los ojos y sin darle la espalda. Paso a paso, gané la acera opuesta a la entrada. Otro de los perros había trepado al muro y me seguía con los ojos. Escruté el suelo en busca de algún palo o de una piedra que poder utilizar como defensa si decidían saltar y venir a por mí, pero cuanto había eran hojas secas. Sabía que, si apartaba la mirada y echaba a correr, los animales me darían caza y que no podría ni completar una veintena de metros antes de que se me echasen encima y me despedazasen. El mayor de los animales se adelantó unos pasos sobre el muro y tuve la certeza de que iba a saltar. El tercero, el único que había visto al principio y que probablemente actuaba de señuelo, empezaba a escalar la parte baja del muro para unirse a los otros dos. Aquí estoy, pensé.

En aquel instante un destello de claridad prendió e iluminó los rostros lobunos de los tres animales, que se detuvieron en seco. Miré por encima del hombro y vi el montículo que se elevaba a medio centenar de metros de la entrada del parque. Las luces de la casa se habían encendido, las únicas en toda la colina. Uno de los animales emitió un gemido sordo y se retiró hacia el interior del parque. Los otros le siguieron un instante más tarde. Sin pensarlo dos veces, me encaminé en dirección a la casa. Tal como había indicado Corelli en su invitación, el caserón se levantaba sobre la esquina de la calle Olot con San José de la Montaña. Era una estructura esbelta y angulosa de tres pisos en forma de torre coronada de mansardas que contemplaba como un centinela la ciudad y el parque fantasmal a sus pies.

La casa quedaba al final de una empinada pendiente y unas escalinatas que dejaban a su puerta. Halos de luz dorada exhalaban de los ventanales. A medida que ascendía las escaleras de piedra me pareció distinguir una silueta recortada en una balaustrada del segundo piso, inmóvil como una araña tendida sobre su red. Llegué al último peldaño y me detuve a recuperar el aliento. La puerta principal estaba entreabierta y una lámina de luz se extendía hasta mis pies. Me acerqué lentamente y me detuve en el umbral. Un olor a flores muertas emanaba del interior. Golpeé la puerta con los nudillos y cedió unos centímetros hacia el interior. Frente a mí había un recibidor y un largo corredor que se adentraba en la casa. Pude detectar un sonido seco y repetitivo, como el de un postigo golpeando la ventana por el viento, que provenía de algún lugar de la casa y que recordaba el latido de un corazón. Me adentré unos pasos en el recibidor y vi que a mi izquierda se encontraban las escaleras que ascendían por la torre. Creí oír pasos ligeros, pasos de niño, escalando los últimos pisos.

—¿Buenas noches? —llamé.

Antes de que el eco de mi voz se perdiese por el corredor, el sonido percusivo que latía en algún lugar de la casa se detuvo. Un silencio absoluto descendió a mi alrededor y una corriente de aire helado me acarició el rostro.

—¿Señor Corelli? Soy Martín. David Martín…

Al no obtener respuesta, me aventuré por el corredor que avanzaba hacia el interior de la casa. Las paredes estaban recubiertas con fotografías de retratos enmarcadados en diferentes tamaños. Por las poses y las ropas de los sujetos supuse que la mayoría tenían por lo menos entre veinte y treinta años. Al pie de cada marco había una pequeña placa con el nombre del retratado y el año en que había sido tomada la imagen. Estudié aquellos rostros que me observaban desde otro tiempo. Niños y viejos, damas y caballeros. A todos los unía una sombra de tristeza en la mirada, una llamada silenciosa. Todos miraban a la cámara con un anhelo que helaba la sangre.

—¿Le interesa la fotografía, amigo Martín? —dijo la voz a mi lado. Me volví sobresaltado. Andreas Corelli contemplaba las fotografías junto a mí con una sonrisa prendida de melancolía. No le había visto ni oído aproximarse y cuando me sonrió sentí un escalofrío.

—Creía que no vendría.

—Yo también.

—Entonces permítame que le invite a una copa de vino para brindar por nuestros errores.

Le seguí hasta una gran sala con amplios ventanales orientados hacia la ciudad. Corelli me indicó que tomase asiento en una butaca y procedió a servir dos copas de una botella de cristal que había sobre una mesa. Me tendió la copa y tomó asiento en la butaca opuesta.

Probé el vino. Era excelente. Lo apuré casi de un sorbo y pronto sentí que la calidez que me descendía por la garganta me templaba los nervios. Corelli olfateaba su copa y me observaba con una sonrisa serena y amigable.

—Tenía usted razón —dije.

—Suelo tenerla —replicó Corelli—. Es un hábito que raramente me proporciona alguna satisfacción. A veces pienso que pocas cosas me agradarían más que tener la certeza de haberme equivocado.

—Eso tiene fácil arreglo. Pregúnteme a mí. Yo siempre me equivoco.

—No, no se equivoca. Me parece que ve usted las cosas casi tan claras como yo y que eso tampoco le reporta satisfacción alguna.

Escuchándole se me ocurrió que en aquel instante lo único que me podía proporcionar alguna satisfacción era prenderle fuego al mundo entero y arder con él. Corelli, como si hubiese leído mi pensamiento, sonrió enseñando los dientes y asintió.

—Yo puedo ayudarle, amigo mío.

Me sorprendí a mí mismo esquivando su mirada y concentrándome en aquel pequeño broche con un ángel de plata en su solapa.

—Bonito broche —dije, señalándolo.

—Recuerdo de familia —respondió Corelli.

Me pareció que ya habíamos intercambiado suficientes gentilezas y trivialidades para toda la velada.

—Señor Corelli, ¿qué estoy haciendo aquí?

Los ojos de Corelli brillaban con el mismo color del vino que se mecía lentamente en su copa.

—Es muy sencillo. Está usted aquí porque por fin ha entendido que éste es su lugar. Está usted aquí porque hace un año le hice una oferta. Una oferta que en aquel momento no estaba usted preparado para aceptar, pero que no ha olvidado. Y yo estoy aquí porque sigo pensando que usted es la persona que busco y por eso he preferido esperar doce meses antes de pasar de largo.

—Una oferta que nunca llegó usted a detallar —recordé.

—De hecho, lo único que le di fueron los detalles.

—Cien mil francos por trabajar un año entero para usted escribiendo un libro.

—Exactamente. Muchos pensarían que eso era lo esencial. Pero no usted.

—Me dijo que cuando me explicase qué clase de libro quería que escribiese para usted, lo haría incluso si no me pagaba.

Corelli asintió.

—Tiene usted buena memoria.

—Tengo una memoria excelente, señor Corelli, tanto que no recuerdo haber visto, leído u oído hablar de ningún libro editado por usted.

—¿Duda de mi solvencia?

Negué intentando disimular el anhelo y la codicia que me corroían por dentro. Cuanto más desinterés mostraba, más tentado por las promesas del editor me sentía.

—Simplemente me intrigan sus motivos —apunté.

—Como debe ser.

—En cualquier caso le recuerdo que tengo un contrato en exclusiva con Barrido y Escobillas por cinco años más. El otro día recibí una visita muy ilustrativa de su parte en compañía de un abogado de aspecto expeditivo. Pero supongo que tanto da, porque un lustro es demasiado tiempo y si algo tengo claro es que lo que menos tengo es tiempo.

—No se preocupe por los abogados. Los míos tienen un aspecto infinitamente más expeditivo que los de ese par de pústulas y nunca pierden un caso. Deje los detalles legales y la litigación de mi cuenta.

Por el modo en que sonrió al pronunciar aquellas palabras pensé que más me valía no tener nunca una entrevista con los consejeros legales de Éditions de la Lumière.

—Le creo. Supongo que eso deja entonces la cuestión de cuáles son los otros detalles de su oferta, los esenciales.

—No hay un modo sencillo de decir esto, así que lo mejor será que le hable sin ambages.

—Por favor.

Corelli se inclinó hacia adelante y me clavó los ojos.

—Martín, quiero que cree una religión para mí.

Al principio pensé que no le había oído bien.

—¿Cómo dice?

Corelli me sostuvo aquella mirada con sus ojos sin fondo.

—He dicho que quiero que cree una religión para mí.

Le contemplé durante un largo instante, mudo.

—Me está tomando el pelo.

Corelli negó, saboreando su vino con deleite.

—Quiero que reúna todo su talento y que se dedique en cuerpo y alma durante un año a trabajar en la historia más grande que haya usted creado: una religión.

No pude más que echarme a reír.

—Está usted completamente loco. ¿Ésa es su oferta? ¿Ése es el libro que quiere que le escriba?

Corelli asintió serenamente.

—Se ha equivocado de escritor. Yo no sé nada de religión.

—No se preocupe por eso. Yo sí. Lo que busco no es un teólogo. Busco un narrador. ¿Sabe usted lo que es una religión, amigo Martín?

—A duras penas recuerdo el Padrenuestro.

—Una oración preciosa y bien trabajada. Poesía aparte, una religión viene a ser un código moral que se expresa mediante leyendas, mitos o cualquier tipo de artefacto literario a fin de establecer un sistema de creencias, valores y normas con los que regular una cultura o una sociedad.

—Amén —repliqué.

—Como en literatura o en cualquier acto de comunicación, lo que le confiere efectividad es la forma y no el contenido —continuó Corelli.

—Me está usted diciendo que una doctrina viene a ser un cuento.

—Todo es un cuento, Martín. Lo que creemos, lo que conocemos, lo que recordamos e incluso lo que soñamos. Todo es un cuento, una narración, una secuencia de sucesos y personajes que comunican un contenido emocional. Un acto de fe es un acto de aceptación, aceptación de una historia que se nos cuenta. Sólo aceptamos como verdadero aquello que puede ser narrado. No me diga que no le tienta la idea.

—No.

—¿No le tienta crear una historia por la que los hombres sean capaces de vivir y morir, por la que sean capaces de matar y dejarse matar, de sacrificarse y condenarse, de entregar su alma? ¿Qué mayor desafío para su oficio que crear una historia tan poderosa que trascienda la ficción y se convierta en verdad revelada?

Nos miramos en silencio durante varios segundos.

—Creo que ya sabe cuál es mi respuesta —dije finalmente. Corelli sonrió.

—Yo sí. El que creo que no lo sabe todavía es usted.

—Gracias por la compañía, señor Corelli. Y por el vino y los discursos. Muy provocativos. Ándese con ojo a quién se los suelta. Le deseo que encuentre a su hombre y que el panfleto sea todo un éxito.

Me incorporé y me dispuse a marcharme.

—¿Le esperan en algún sitio, Martín?

No contesté pero me detuve.

—¿No siente uno rabia cuando sabe que podría haber tantas cosas por las que vivir, con salud y fortuna, sin ataduras? —dijo Corelli a mi espalda—. ¿No siente uno rabia cuando se las arrancan de las manos?

Me volví lentamente.

—¿Qué es un año de trabajo frente a la posibilidad de que todo cuanto uno desea se haga realidad? ¿Qué es un año de trabajo frente a la promesa de una larga existencia de plenitud?

Nada, dije para mis adentros, a mi pesar. Nada.

—¿Es ésa su promesa?

—Ponga usted el precio. ¿Quiere prenderle fuego al mundo y arder con él? Hagámoslo juntos. Usted fija el precio. Yo estoy dispuesto a darle aquello que usted más quiera.

—No sé qué es lo que más quiero.

—Yo creo que sí lo sabe.

El editor sonrió y me guiñó un ojo. Se incorporó y se aproximó a una cómoda sobre la que reposaba una lámpara. Abrió el primer cajón y extrajo un sobre de pergamino. Me lo tendió, pero no lo acepté. Lo dejó sobre la mesa que había entre nosotros y se sentó de nuevo, sin decir palabra. El sobre estaba abierto y en su interior se entreveía lo que parecían varios fajos de billetes de cien francos. Una fortuna.

—¿Guarda usted todo ese dinero en un cajón y deja su puerta abierta? —pregunté.

—Puede contarlo. Si le parece insuficiente, mencione la cifra. Ya le dije que no iba a discutir de dinero con usted.

Miré aquel pedazo de fortuna durante un largo instante, y finalmente negué. Al menos lo había visto. Era real. La oferta y la vanidad que me compraba en aquellos momentos de miseria y desesperanza eran reales.

—No puedo aceptarlo —dije.

—¿Cree que es dinero sucio?

—Todo el dinero es sucio. Si estuviese limpio nadie lo querría. Pero ése no es el problema.

—¿Entonces?

—No puedo aceptarlo porque no puedo aceptar su oferta. No podría aunque quisiera.

Corelli sopesó mis palabras.

—¿Puedo preguntarle por qué?

—Porque me estoy muriendo, señor Corelli. Porque me quedan sólo semanas de vida, tal vez días. Porque no me queda nada que ofrecer.

Corelli bajó la mirada y se sumió en un largo silencio. Escuché el viento arañar las ventanas y reptar sobre la casa.

—No me diga que no lo sabía usted —añadí.

—Lo intuía.

Corelli permaneció sentado, sin mirarme.

—Hay muchos otros escritores que pueden escribir ese libro para usted, señor Corelli. Le agradezco su oferta. Más de lo que imagina. Buenas noches. Me encaminé hacia la salida.

—Digamos que pudiera ayudarle a superar su enfermedad —dijo.

Me detuve a medio pasillo y me volví. Corelli estaba apenas a dos palmos de mí y me miraba fijamente. Me pareció que era más alto que cuando le había visto por primera vez en el corredor y que sus ojos eran más grandes y oscuros. Pude ver mi reflejo en sus pupilas encogiéndose a medida que éstas se dilataban.

—¿Le inquieta mi aspecto, amigo Martín?

Tragué saliva.

—Sí —confesé.

—Por favor, vuelva a la sala y siéntese. Deme la oportunidad de explicarle más. ¿Qué tiene que perder?

—Nada, supongo.

Me puso la mano sobre el brazo con delicadeza. Tenía los dedos largos y pálidos.

—No tiene nada que temer de mí, Martín. Soy su amigo.

Su tacto era reconfortante. Me dejé guiar de nuevo a la sala y tomé asiento dócilmente, como un niño esperando las palabras de un adulto. Corelli se arrodilló junto a la butaca y posó su mirada sobre la mía. Me tomó la mano y la apretó con fuerza.

—¿Quiere usted vivir?

Quise responder pero no encontré palabras. Me di cuenta de que se me hacía un nudo en la garganta y los ojos se me llenaban de lágrimas. No había comprendido hasta entonces lo mucho que ansiaba seguir respirando, seguir abriendo los ojos cada mañana y poder salir a la calle para pisar las piedras y ver el cielo y, sobre todo, seguir recordando.

Asentí.

—Voy a ayudarle, amigo Martín. Sólo le pido que confíe en mí. Acepte mi oferta. Déjeme ayudarle. Déjeme que le entregue lo que más desea. Ésa es mi promesa.

Asentí de nuevo.

—Acepto.

Corelli sonrió y se inclinó sobre mí para besarme en la mejilla. Tenía los labios fríos como el hielo.

—Usted y yo, amigo mío, vamos a hacer grandes cosas juntos. Ya lo verá —murmuró.

Me brindó un pañuelo para que me secase las lágrimas. Lo hice sin sentir la vergüenza muda de llorar frente a un extraño, algo que no había hecho desde que murió mi padre.

—Está usted agotado, Martín. Quédese aquí a pasar la noche. En esta casa sobran las habitaciones. Le aseguro que mañana se encontrará mejor y verá las cosas con más claridad.

Me encogí de hombros, aunque comprendí que Corelli tenía razón. Apenas me tenía en pie y tan sólo deseaba dormir profundamente. No me veía con ánimos ni de levantarme de aquella butaca, la más cómoda y acogedora en la historia universal de todas las butacas.

—Si no le importa, prefiero quedarme aquí.

—Por supuesto. Le voy a dejar descansar. Muy pronto se sentirá mejor. Le doy mi palabra.

Corelli se aproximó a la cómoda y apagó la lámpara de gas. La sala se sumergió en la penumbra azul. Se me desplomaban los párpados y una sensación de embriaguez me inundaba la cabeza, pero atiné a ver la silueta de Corelli cruzar la sala y desvanecerse en la sombra. Cerré los ojos y escuché el susurro del viento tras los cristales.