16

A los pocos días de haber puesto punto y final a las dos novelas, la de Vidal y la mía, Pep se presentó en mi casa sin previo aviso. Iba enfundado en aquel uniforme que había heredado de Manuel y que le confería el aspecto de un niño disfrazado de mariscal de campo. En principio supuse que traía algún mensaje de Vidal, o tal vez de Cristina, pero su sombrío semblante traicionaba una inquietud que me hizo descartar aquella posibilidad tan pronto cruzamos la mirada.

—Malas noticias, señor Martín.

—¿Qué ha pasado?

—Es el señor Manuel.

Mientras me explicaba lo sucedido se le hundió la voz, y cuando le pregunté si quería un vaso de agua casi se echó a llorar. Manuel Sagnier había fallecido tres días antes en el sanatorio de Puigcerdà tras una larga agonía. Por decisión de su hija le habían enterrado el día anterior en un pequeño cementerio al pie de los Pirineos.

—Dios santo —murmuré.

En vez de agua serví a Pep una copa de brandy bien cargada y lo aparqué en una butaca en la galería. Cuando estuvo más calmado, Pep me explicó que Vidal le había enviado a recoger a Cristina, que volvía aquella tarde en el tren que tenía prevista su llegada a las cinco.

—Imagínese cómo estará la señorita Cristina… —murmuró, acongojado ante la perspectiva de tener que ser él quien la recibiese y consolase de camino al pequeño apartamento sobre las cocheras de Villa Helius donde había vivido con su padre desde que era niña.

—Pep, no creo que sea una buena idea que vayas a recoger a la señorita Sagnier.

—Órdenes de don Pedro…

—Dile a don Pedro que yo asumo la responsabilidad.

A golpes de licor y retórica le convencí para que se marchase y dejase el asunto en mis manos. Yo mismo iría a recogerla y la llevaría a Villa Helius en un taxi.

—Se lo agradezco, señor Martín. Usted que es de letras sabrá mejor qué decirle a la pobre.

A las cinco menos cuarto me encaminé hacia la recién inaugurada estación de Francia. La Exposición Universal de aquel año había dejado la ciudad sembrada de prodigios, pero de entre todos ellos aquella bóveda de acero y cristal de aire catedralicio era mi favorito, aunque sólo fuese porque me quedaba al lado de casa y podía verla desde el estudio de la torre. Aquella tarde el cielo estaba sembrado de nubes negras que cabalgaban desde el mar y se anudaban sobre la ciudad. El eco de relámpagos en el horizonte y un viento cálido que olía a polvo y a electricidad hacían presagiar que se avecinaba una tormenta estival de considerable envergadura. Cuando llegué a la estación estaban empezando a verse las primeras gotas, brillantes y pesadas como monedas caídas del cielo. Para cuando me adentré en el andén a esperar la llegada del tren, la lluvia ya golpeaba con fuerza la bóveda de la estación y la noche pareció precipitarse de golpe, apenas interrumpida por las llamaradas de luz que estallaban sobre la ciudad y dejaban un rastro de ruido y furia. El tren llegó con casi una hora de retraso, una serpiente de vapor arrastrándose bajo la tormenta. Esperé a pie de locomotora a ver aparecer a Cristina entre los viajeros que se iban apeando de los vagones. Diez minutos más tarde todo el pasaje había descendido y seguía sin haber rastro de ella. Estaba por volver a casa, creyendo que al fin Cristina no habría tomado aquel tren, cuando decidí dar un último vistazo y recorrer todo el andén hasta el final con la mirada atenta a las ventanas de los compartimentos. La encontré en el penúltimo vagón, sentada con la cabeza apoyada en la ventana y la mirada extraviada. Subí al vagón y me detuve en el umbral del compartimento. Al oír mis pasos se volvió y me miró sin sorpresa, sonriendo débilmente. Se levantó y me abrazó en silencio.

—Bienvenida —dije.

Cristina no traía más equipaje que una pequeña maleta. Le ofrecí mi mano y bajamos al andén, que ya estaba desierto. Recorrimos el trayecto hasta el vestíbulo de la estación sin despegar los labios. Al llegar a la salida nos detuvimos. El aguacero caía con fuerza y la línea de taxis que había a las puertas de la estación cuando llegué se había evaporado.

—No quiero volver a Villa Helius esta noche, David. Todavía no.

—Puedes quedarte en casa si quieres, o podemos buscarte habitación en un hotel.

—No quiero estar sola.

—Vamos a casa. Si algo me sobra son habitaciones.

Avisté a uno de los mozos de equipajes que se había asomado a contemplar la tormenta y que sostenía un enorme paraguas en las manos. Me aproximé a él y me ofrecí a comprárselo por una cantidad unas cinco veces superior a su precio. Me lo entregó envuelto en una sonrisa servicial.

Al amparo de aquel paraguas nos aventuramos bajo el diluvio rumbo a la casa de la torre, adonde gracias a las ráfagas de viento y los charcos llegamos diez minutos más tarde completamente empapados. La tormenta se había llevado el alumbrado, y las calles estaban sumidas en una oscuridad líquida, apenas punteada por faroles de aceite o velas prendidas proyectados desde balcones y portales. No dudé que la formidable instalación eléctrica de mi casa debía de haber sido de las primeras en sucumbir. Tuvimos que subir las escaleras a tientas y, al abrir la puerta principal del piso, el aliento de los relámpagos desenterró su aspecto más fúnebre e inhóspito.

—Si has cambiado de idea y prefieres que busquemos un hotel…

—No, está bien. No te preocupes.

Dejé la maleta de Cristina en el recibidor y fui a la cocina a buscar una caja de velas y cirios varios que guardaba en la alacena. Empecé a prenderlos uno por uno, fijándolos en platos, vasos y copas. Cristina me observaba desde la puerta.

—Es un minuto —aseguré—. Ya tengo práctica.

Empecé a repartir velas por las habitaciones, por el pasillo y por los rincones hasta que toda la casa se sumió en una tenue tiniebla dorada.

—Parece una catedral —dijo Cristina.

La acompañé hasta uno de los dormitorios que nunca usaba pero que mantenía limpio y adecentado de alguna vez en que Vidal, demasiado bebido para volver a su palacio, se había quedado a pasar la noche.

—Ahora mismo te traigo toallas limpias. Si no tienes ropa para cambiarte te puedo ofrecer el amplio y siniestro vestuario estilo Belle Époque que los antiguos propietarios dejaron en los armarios.

Mis torpes amagos de humor apenas conseguían arrancarle una sonrisa y se limitó a asentir. La dejé sentada sobre el lecho mientras corría a buscar toallas. Cuando regresé permanecía allí, inmóvil. Dejé las toallas a su lado sobre el lecho y le acerqué un par de velas que había colocado a la entrada para que dispusiera de algo de luz.

—Gracias —musitó.

—Mientras te cambias voy a prepararte un caldo caliente.

—No tengo apetito.

—Te sentará bien igualmente. Si necesitas cualquier cosa, avísame.

La dejé a solas y me dirigí a mi habitación para desembarazarme de los zapatos empapados. Puse agua a calentar y me senté en la galería a esperar. La lluvia seguía cayendo con fuerza, ametrallando los ventanales con rabia y formando regueros, en los desagües de la torre y el terrado, que sonaban como pasos en el techo. Más allá, el barrio de la Ribera estaba sumido en una oscuridad casi absoluta.

Al rato oí que la puerta de la habitación de Cristina se abría y la escuché acercarse. Se había enfundado una bata blanca y se había echado a los hombros un mantón de lana que no iba con ella.

—Te lo he tomado prestado de uno de los armarios —dijo—. Espero que no te importe.

—Puedes quedártelo si quieres.

Se sentó en una de las butacas y paseó los ojos por la sala, deteniéndose en la pila de folios que había sobre la mesa. Me miró y asentí.

—La acabé hace unos días —dije.

—¿Y la tuya?

Lo cierto es que sentía ambos manuscritos como míos, pero me limité a asentir.

—¿Puedo? —preguntó, tomando una página y acercándola al candil.

—Claro.

La vi leer en silencio, una sonrisa tibia en los labios.

—Pedro nunca creerá que ha escrito esto —dijo.

—Confía en mí —repliqué.

Cristina devolvió la página a la pila y me miró largamente.

—Te he echado de menos —dijo—. No quería, pero lo he hecho.

—Yo también.

—Había días en que, antes de ir al sanatorio, me acercaba a la estación y me sentaba en el andén a esperar el tren que subía de Barcelona, pensando que a lo mejor te veía allí.

Tragué saliva.

—Pensaba que no querías verme —dije.

—Yo también lo pensaba. Mi padre preguntaba a menudo por ti, ¿sabes? Me pidió que cuidase de ti.

—Tu padre era un buen hombre —dije—. Un buen amigo.

Cristina asintió con una sonrisa, pero vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Al final ya no se acordaba de nada. Había días en que me confundía con mi madre y me pedía perdón por los años que pasó en la cárcel. Luego pasaban semanas en que apenas se daba cuenta de que estaba allí. Con el tiempo, la soledad se te mete dentro y no se va.

—Lo siento, Cristina.

—Los últimos días creí que estaba mejor. Empezaba a recordar cosas. Me había llevado un álbum de fotografías que él tenía en casa y le enseñaba otra vez quién era quién. Había una foto de hace años, en Villa Helius, en la que estáis tú y él subidos en el coche. Tú estás al volante y mi padre te está enseñando a conducir. Los dos os estáis riendo. ¿Quieres verla?

Dudé, pero no me atreví a romper aquel instante.

—Claro…

Cristina fue a buscar el álbum a su maleta y regresó con un pequeño libro encuadernado en piel. Se sentó a mi lado y empezó a pasar las páginas repletas de viejos retratos, recortes y postales. Manuel, como mi padre, apenas había aprendido a leer y a escribir, y sus recuerdos estaban hechos de imágenes.

—Mira, estáis aquí.

Examiné la fotografía y recordé exactamente el día de verano en que Manuel me había dejado subir en el primer coche que había comprado Vidal y me había enseñado los rudimentos de la conducción. Luego habíamos sacado el coche hasta la calle Panamá y, a una velocidad de unos cinco kilómetros por hora que a mí me pareció vertiginosa, habíamos ido hasta la avenida Pearson y habíamos vuelto conmigo a los mandos.

«Está usted hecho un as del volante —había dictaminado Manuel—. Si algún día le falla lo de los cuentos, considere su porvenir en las carreras».

Sonreí, recordando aquel momento que había creído perdido. Cristina me tendió el álbum.

—Quédatelo. A mi padre le hubiese gustado que lo tuvieses tú.

—Es tuyo, Cristina. No puedo aceptarlo.

—Yo también prefiero que lo guardes tú.

—Queda en depósito, entonces, hasta que quieras venir a por él.

Empecé a pasar las hojas del álbum, revisitando rostros que recordaba y otros que nunca había visto. Allí estaba la foto del casamiento de Manuel Sagnier y su esposa Marta, a la que tanto se parecía Cristina, retratos de estudio de sus tíos y abuelos, de una calle en el Raval por la que pasaba una procesión y de los baños de San Sebastián, en la playa de la Barceloneta. Manuel había coleccionado viejas postales de Barcelona y recortes de los periódicos con imágenes de un Vidal jovencísimo posando a las puertas del hotel Florida en la cima del Tibidabo, y otra en la que aparecía del brazo de una belleza de infarto en los salones del casino de la Rabasada.

—Tu padre veneraba a don Pedro.

—Siempre me dijo que se lo debíamos todo —repuso Cristina.

Seguí viajando a través de la memoria del pobre Manuel hasta dar con una página en la que aparecía una fotografía que no parecía encajar con el resto. En ella se apreciaba a una niña de unos ocho o nueve años caminando sobre un pequeño muelle de madera que se adentraba en una lámina de mar luminosa. Iba de la mano de un adulto, un hombre vestido con un traje blanco que quedaba cortado por el encuadre. Al fondo del muelle se podía apreciar un pequeño bote de vela y un horizonte infinito en el que se ponía el sol. La niña, que estaba de espaldas, era Cristina.

—Ésa es mi favorita —murmuró Cristina.

—¿Dónde está tomada?

—No lo sé. No recuerdo ese lugar, ni ese día. No estoy ni segura de que ese hombre sea mi padre. Es como si ese momento nunca hubiese existido. Hace años que la encontré en el álbum de mi padre y nunca he sabido lo que significa. Es como si quisiera decirme algo.

Fui pasando páginas. Cristina iba contándome quién era quién.

—Mira, ésta soy yo con catorce años.

—Ya lo sé.

Cristina me miró con tristeza.

—¿Yo no me daba cuenta, verdad? —preguntó.

Me encogí de hombros.

—No podrás perdonarme nunca.

Preferí pasar las páginas a mirarla a los ojos.

—No tengo nada que perdonar.

—Mírame, David.

Cerré el álbum e hice lo que me pedía.

—Es mentira —dijo—. Sí que me daba cuenta. Me daba cuenta todos los días, pero creía que no tenía derecho.

—¿Por qué?

—Porque nuestras vidas no nos pertenecen. Ni la mía, ni la de mi padre, ni la tuya…

—Todo pertenece a Vidal —dije con amargura.

Lentamente me tomó la mano y se la llevó a los labios.

—Hoy no —murmuró.

Sabía que la iba a perder tan pronto pasara aquella noche y el dolor y la soledad que se la comían por dentro fueran acallándose. Sabía que tenía razón, no porque fuera cierto lo que había dicho, sino porque en el fondo ambos lo creíamos y siempre sería así. Nos escondimos como dos ladrones en una de las habitaciones sin atrevernos a prender una vela, sin atrevernos ni siquiera a hablar. La desnudé despacio, recorriendo su piel con los labios, consciente de que nunca más volvería a hacerlo. Cristina se entregó con rabia y abandono, y cuando nos venció la fatiga se durmió en mis brazos sin necesidad de decir nada. Me resistí al sueño, saboreando el calor de su cuerpo y pensando que si al día siguiente la muerte quería venir a mi encuentro la recibiría en paz. Acaricié a Cristina en la penumbra, escuchando la tormenta alejarse de la ciudad tras los muros, sabiendo que iba a perderla pero que, por unos minutos, nos habíamos pertenecido el uno al otro, y a nadie más.

Cuando el primer aliento del alba rozó las ventanas abrí los ojos y encontré el lecho vacío. Salí al corredor y fui hasta la galería. Cristina había dejado el álbum y se había llevado la novela de Vidal. Recorrí la casa, que ya olía a su ausencia, y fui apagando una por una las velas que había prendido la noche anterior.