Aquella misma noche subí al estudio de la torre y me senté frente a la máquina de escribir aunque sabía que estaba seco. Las ventanas estaban abiertas de par en par, pero Barcelona ya no quería contarme nada y fui incapaz de completar una sola página. Cuanto era capaz de conjurar me parecía banal y hueco. Me bastaba releerlas para comprender que mis palabras apenas valían la tinta en la que estaban impresas. Ya no era capaz de oír la música que desprende un pedazo decente de prosa. Poco a poco, como un veneno lento y placentero, las palabras de Andreas Corelli empezaron a gotear en mi pensamiento. Me quedaban por lo menos cien páginas para terminar aquella enésima entrega de las rocambolescas aventuras que tanto habían abultado los bolsillos de Barrido y Escobillas, pero supe en aquel mismo momento que no iba a terminarla. Ignatius B. Samson se había quedado tendido en los raíles frente a aquel tranvía, exhausto, y desangrada su alma en demasiadas páginas que nunca debieron ver la luz. Pero antes de irse me había dejado su última voluntad. Que le enterrase sin ceremoniales y que, por una vez en la vida, tuviese el valor de usar mi propia voz. Me legaba su considerable arsenal de humo y de espejos. Y me pedía que le dejase ir, porque él había nacido para ser olvidado. Tomé las páginas que llevaba escritas de su última novela y les prendí fuego, sintiendo cómo una losa se me quitaba de encima con cada página que entregaba a las llamas. Una brisa húmeda y calurosa soplaba aquella noche sobre los tejados, y al entrar por mis ventanas se llevó las cenizas de Ignatius B. Samson y las esparció entre los callejones de la ciudad vieja de donde nunca, por mucho que sus palabras se perdiesen para siempre y su nombre resbalase de la memoria de sus más devotos lectores, se marcharía. Al día siguiente me presenté en las oficinas de Barrido y Escobillas. La recepcionista era nueva, apenas una chiquilla, y no me reconoció.
—¿Su nombre?
—Hugo, Víctor.
La recepcionista sonrió y conectó la centralita para avisar a Herminia.
—Doña Herminia, don Hugo Víctor está aquí para ver al señor Barrido.
La vi asentir y desconectar la centralita.
—Dice que sale ahora mismo.
—¿Hace mucho que trabajas aquí? —pregunté.
—Una semana —respondió la muchacha, solícita.
Si no erraban mis cálculos, aquélla era la octava recepcionista que tenía Barrido y Escobillas en lo que iba de año. Los empleados de la casa que dependían directamente de la taimada Herminia duraban poco porque la Veneno, cuando descubría que tenían un par de dedos más de frente que ella y temía que le pudieran hacer sombra, cosa que sucedía nueve de cada diez veces, los acusaba de robo, hurto o alguna falta disparatada, y organizaba un rosario hasta que Escobillas los ponía en la calle y los amenazaba con enviarlos a algún sicario si por ventura se iban de la lengua.
—Qué alegría verte, David —dijo la Veneno—. Te veo más guapo. Con muy buen aspecto.
—Es que me ha atropellado un tranvía. ¿Está Barrido?
—Qué cosas tienes. Para ti, siempre está. Se va a poner muy contento cuando le diga que has venido a visitarnos.
—No tienes ni idea.
La Veneno me condujo hasta el despacho de Barrido, que estaba decorado como la cámara de un canciller de opereta, con profusión de alfombras, bustos de emperadores, naturalezas muertas y tomos encuadernados en piel y adquiridos a granel que, por lo que yo podía imaginar, debían de estar en blanco. Barrido me ofreció la más aceitosa de sus sonrisas y me estrechó la mano.
—Estamos ya todos impacientes por recibir la nueva entrega. Sepa usted que vamos reeditando las dos últimas y que nos las quitan de las manos. Cinco mil ejemplares más. ¿Qué le parece?
Me parecía que debían de ser por lo menos cincuenta mil, pero me limité a asentir sin entusiasmo. Barrido y Escobillas habían refinado al nivel de arreglo floral lo que en el gremio editorial barcelonés se conocía como la doble tirada. De cada título se hacía una edición oficial y declarada de unos pocos miles de ejemplares por los que se pagaba un margen ridículo al autor. Luego, si el libro funcionaba, había una o muchas ediciones reales y subterráneas de docenas de miles de ejemplares que nunca se declaraban y por las que el autor no veía una peseta. Estos últimos ejemplares podían distinguirse de los primeros porque Barrido los hacía imprimir de tapadillo en una antigua planta de embutidos situada en Santa Perpetua de Mogoda y, si uno los hojeaba, desprendían el inconfundible perfume del chorizo bien curado.
—Me temo que tengo malas noticias.
Barrido y la Veneno intercambiaron una mirada sin aflojar la mueca. En éstas, Escobillas se materializó por la puerta y me miró con aquel aire seco y displicente con que parecía tomarle a uno las medidas a ojo para un ataúd.
—Mira quién ha venido a vernos. Qué sorpresa tan agradable, ¿verdad? —preguntó Barrido a su socio, que se limitó a asentir.
—¿Qué malas noticias son ésas? —preguntó Escobillas.
—¿Lleva algo de retraso, amigo Martín? —añadió Barrido amistosamente—. Seguro que podemos acomodar.
—No. No hay retraso. Sencillamente no va a haber libro.
Escobillas dio un paso al frente y arqueó las cejas. Barrido dejó escapar una risita.
—¿Cómo que no va a haber libro? —preguntó Escobillas.
—Como que ayer le prendí fuego y no queda una sola página del manuscrito.
Se desplomó un espeso silencio. Barrido hizo un gesto conciliador y señaló la que se conocía como la butaca de las visitas, un trono negruzco y hundido en el que se acorralaba a autores y proveedores para que quedasen a la altura de la mirada de Barrido.
—Martín, siéntese y cuénteme. Algo le preocupa, lo noto. Puede usted sincerarse con nosotros, que está en familia.
La Veneno y Escobillas asintieron con convicción, mostrando el alcance de su aprecio en una mirada de embelesada devoción. Preferí quedarme de pie. Todos hicieron lo propio y me contemplaron como si fuese una estatua de sal que está a punto de echarse a hablar en cualquier momento. A Barrido le dolía la cara de tanto sonreír.
—¿Y?
—Ignatius B. Samson se ha suicidado. Ha dejado inédito un relato de veinte páginas en el que muere junto a Chloé Permanyer, abrazados ambos tras haber ingerido un veneno.
—¿El autor muere en una de sus propias novelas? —preguntó Herminia, confundida.
—Es su despedida avant-garde del mundo del serial. Un detalle que estaba seguro les iba a encantar a ustedes.
—¿Y no podría haber un antídoto o…? —preguntó la Veneno.
—Martín, no hará falta que le recuerde que es usted, y no el presuntamente difunto Ignatius, quien tiene suscrito un contrato… —dijo Escobillas. Barrido alzó la mano para acallar a su colega.
—Creo que sé lo que le pasa, Martín. Está usted agotado. Lleva años dejándose los sesos sin descanso, cosa que esta casa le agradece y valora, y necesita usted un respiro. Y lo entiendo. Lo entendemos, ¿verdad?
Barrido miró a Escobillas y a la Veneno, que procedieron a asentir con cara de circunstancias.
—Es usted un artista y quiere hacer arte, alta literatura, algo que le brote del corazón y que inscriba su nombre en letras de oro en los peldaños de la historia universal.
—Tal como lo explica usted suena ridículo —dije.
—Porque lo es —adujo Escobillas.
—No, no lo es —cortó Barrido—. Es humano. Y nosotros somos humanos. Yo, mi socio y Herminia, que siendo mujer y criatura de sensibilidad delicada es la más humana de todos, ¿no es así, Herminia?
—Humanísima —convino la Veneno.
—Y como somos humanos, le entendemos y queremos apoyarle. Porque estamos orgullosos de usted y convencidos de que sus éxitos serán los nuestros, y porque en esta casa, al fin y al cabo, lo que cuentan son las personas y no los números.
Al término del discurso, Barrido hizo una pausa escénica. Tal vez esperaba que rompiese a aplaudir, pero cuando vio que me quedaba quieto prosiguió su exposición sin más dilación.
—Por eso voy a proponerle lo siguiente: tómese usted seis meses, nueve si hace falta, porque un parto es un parto, y enciérrese en su estudio a escribir la gran novela de su vida. Cuando la tenga nos la trae y nosotros la publicaremos con su nombre, poniendo toda la carne en el asador y apostando el todo por el todo. Porque estamos a su lado.
Miré a Barrido y luego a Escobillas. La Veneno estaba a punto de romper en llanto por la emoción.
—Por supuesto, sin anticipo —puntualizó Escobillas.
Barrido dio una palmada eufórica al aire.
—¿Qué me dice?
Empecé a trabajar aquel mismo día. Mi plan era tan simple como descabellado. De día reescribiría el libro de Vidal y de noche trabajaría en el mío. Sacaría brillo a todas las malas artes que me había enseñado Ignatius B. Samson y las pondría al servicio de lo poco digno y decente, si es que lo había, que me quedaba en el corazón. Escribiría por gratitud, por desesperación y vanidad. Escribiría sobre todo para Cristina, para demostrarle que también yo era capaz de pagar mi deuda con Vidal y que David Martín, aunque estuviese a punto de caerse muerto, se había ganado el derecho a mirarla a los ojos sin avergonzarse de sus ridículas esperanzas.
No volví a la consulta del doctor Trías. No veía la necesidad. El día que no pudiese escribir una palabra más, ni imaginarla, yo sería el primero en darme cuenta. Mi fiable y poco escrupuloso farmacéutico me proporcionaba sin hacer preguntas cuantos dulces de codeína le solicitaba y, a veces, alguna que otra delicia que prendía fuego a las venas y dinamitaba desde el dolor hasta la conciencia. No le hablé a nadie de mi visita al doctor ni de los resultados de las pruebas.
Mis necesidades básicas las cubría el envío semanal que me hacía servir de Can Gispert, un formidable emporio de ultramarinos que quedaba en la calle Mirallers, detrás de la catedral de Santa María del Mar. El pedido era siempre el mismo. Solía traérmelo la hija de los dueños, una muchacha que se me quedaba mirando como un cervatillo asustado cuando la hacía pasar al recibidor y esperar mientras iba a buscar el dinero para pagarle.
—Esto es para tu padre, y esto es para ti.
Siempre le daba diez céntimos de propina, que aceptaba en silencio. Cada semana la muchacha volvía a llamar a mi puerta con el pedido, y cada semana le pagaba y le daba diez céntimos de propina. Durante nueve meses y un día, el tiempo que habría de llevarme la escritura del único libro que llevaría mi nombre, aquella muchacha cuyo nombre desconocía y cuyo rostro olvidaba cada semana, hasta que volvía a encontrarla en el umbral de mi puerta, fue la persona a la que vi más a menudo.
Cristina dejó de acudir sin previo aviso a nuestra cita de todas las tardes. Empezaba a temer que Vidal se hubiese percatado de nuestra estratagema cuando, una tarde en que la estaba esperando después de casi una semana de ausencia, abrí la puerta creyendo que era ella y me encontré a Pep, uno de los criados de Villa Helius. Me traía un paquete celosamente sellado de parte de Cristina que contenía el manuscrito entero de Vidal. Pep me explicó que el padre de Cristina había sufrido un aneurisma que le había dejado prácticamente inválido y que ella se lo había llevado a un sanatorio en el Pirineo, en Puigcerdà, donde al parecer había un joven doctor que era experto en el tratamiento de aquellas dolencias.
—El señor Vidal se ha hecho cargo de todo —explicó Pep—. Sin reparar en gastos.
Vidal nunca se olvidaba de sus sirvientes, pensé, no sin cierta amargura.
—Me pidió que le entregase esto en mano. Y que no le dijese nada a nadie.
El mozo me entregó el paquete, aliviado de librarse de aquel misterioso artículo.
—¿Te dejó alguna seña de dónde podía encontrarla si hacía falta?
—No, señor Martín. Todo lo que sé es que el padre de la señorita Cristina está ingresado en un lugar llamado Villa San Antonio.
Días más tarde Vidal me hizo una de sus visitas impromptu y se quedó toda la tarde en casa, bebiéndose mi anís, fumándose mis cigarrillos y hablándome de la desgracia de lo sucedido a su chófer.
—Parece mentira. Un hombre fuerte como un roble y, de un plumazo, cae redondo y ya no sabe ni quién es.
—¿Qué tal está Cristina?
—Puedes imaginártelo. Su madre murió años atrás y Manuel es la única familia que le queda. Se llevó con ella un álbum de fotografías de familia y se lo enseña todos los días al pobre a ver si recuerda algo.
Mientras Vidal hablaba, su novela —o debería decir la mía— descansaba en una pila de folios boca abajo sobre la mesa de la galería, a medio metro de sus manos. Me contó que en ausencia de Manuel había instado a Pep —al parecer un buen jinete— a empaparse del arte de la conducción, pero el joven, de momento, era un desastre.
—Dele tiempo. Un automóvil no es un caballo. El secreto es la práctica.
—Ahora que lo mencionas, Manuel te enseñó a conducir, ¿verdad?
—Un poco —admití—. Y no es tan fácil como parece.
—Si esta novela que te llevas entre manos no se vende, siempre puedes convertirte en mi chófer.
—No enterremos al pobre Manuel todavía, don Pedro.
—Un comentario de mal gusto —admitió Vidal—. Lo siento.
—¿Y su novela, don Pedro?
—En buen camino. Cristina se ha llevado a Puigcerdà el manuscrito final para pasarlo a limpio y ponerlo en forma mientras está junto a su padre.
—Me alegro de verle contento.
Vidal sonrió, triunfante.
—Creo que será algo grande —dijo—. Después de tantos meses que creía perdidos he releído las primeras cincuenta páginas que Cristina ha pasado a limpio y me he sorprendido de mí mismo. Creo que a ti también te va a sorprender. Va a resultar que aún me quedan algunos trucos que enseñarte.
—Nunca lo he dudado, don Pedro.
Aquella tarde Vidal estaba bebiendo más de lo habitual. Los años me habían enseñado a leer su abanico de inquietudes y reservas, y supuse que aquélla no era una visita simplemente de cortesía. Cuando hubo liquidado las existencias de anís le serví una generosa copa de brandy y esperé.
—David, hay cosas de las que tú y yo no hemos hablado nunca…
—De fútbol, por ejemplo.
—Hablo en serio.
—Usted dirá, don Pedro.
Me miró largamente, dudando.
—Yo siempre he tratado de ser un buen amigo para ti, David. ¿Lo sabes, verdad?
—Ha sido usted mucho más que eso, don Pedro. Lo sé yo y lo sabe usted.
—A veces me pregunto si no habría tenido que ser más honesto contigo.
—¿Respecto a qué?
Vidal ahogó la mirada en su copa de brandy.
—Hay cosas que no te he contado nunca, David. Cosas de las que quizá debería haberte hablado hace años…
Dejé transcurrir un instante que se hizo eterno. Fuera lo que fuese que Vidal quería contarme, estaba claro que ni todo el brandy del mundo iba a sacárselo.
—No se preocupe, don Pedro. Si han esperado años, seguro que pueden esperar a mañana.
—Mañana a lo mejor no tengo el valor de decírtelas.
Me di cuenta de que nunca le había visto tan asustado. Algo se le había atragantado en el corazón y empezaba a incomodarme verle en aquel lance.
—Haremos una cosa, don Pedro. Cuando se publiquen su libro y el mío nos reunimos para brindar y me cuenta usted lo que me tenga que contar. Me invita a uno de esos sitios caros y finos donde no me dejan entrar si no voy con usted y me hace todas las confidencias que me quiera hacer. ¿Le parece bien?
Al anochecer le acompañé hasta el paseo del Born, donde Pep esperaba al pie del Hispano-Suiza enfundado en el uniforme de Manuel, que le venía cinco tallas grande, lo mismo que el automóvil. La carrocería estaba perfumada de rasguños y golpes de aspecto reciente que dolían a la vista.
—Al trote relajado, ¿eh, Pep? —aconsejé—. Nada de galopar. Lento pero seguro, como si fuera un percherón.
—Sí, señor Martín. Lento pero seguro.
Al despedirse, Vidal me abrazó con fuerza y cuando subió al coche me pareció que llevaba el peso del mundo entero sobre los hombros.