Abrí los ojos. Columnas de piedra gruesas como árboles ascendían en penumbra hacia una bóveda desnuda. Agujas de luz polvorienta caían en diagonal e insinuaban hileras interminables de camastros. Pequeñas gotas de agua se desprendían de las alturas como lágrimas negras que explotaban en eco al tocar el suelo. La penumbra olía a moho y a humedad.
—Bienvenido al purgatorio.
Me incorporé y me volví para descubrir a un hombre vestido de harapos que leía un periódico a la luz de un farol y blandía una sonrisa a la que le faltaban la mitad de los dientes. La portada del diario que tenía en las manos anunciaba que el general Primo de Rivera asumía todos los poderes del Estado e inauguraba una dictadura de guante blando para salvar al país de la inminente hecatombe. Aquel diario tenía por lo menos seis años.
—¿Dónde estoy?
El hombre me miró por encima del periódico, intrigado.
—En el hotel Ritz. ¿No lo huele?
—¿Cómo he llegado aquí?
—Hecho unos zorros. Le han traído esta mañana en camilla y lleva usted durmiendo la mona desde entonces.
Palpé mi chaqueta y comprobé que todo el dinero que llevaba encima había desaparecido.
—Cómo está el mundo —exclamó el hombre ante las noticias de su periódico—. Se conoce que, en las fases más avanzadas del cretinismo, la falta de ideas se compensa con el exceso de ideologías.
—¿Cómo se sale de aquí?
—Si tanta prisa tiene… Hay dos maneras, la permanente y la temporal. La permanente es por el tejado: un buen salto y se libra usted de toda esta bazofia para siempre. La salida temporal está por allí, al fondo, donde anda aquel atontado puño en alto al que se le caen los pantalones y hace el saludo revolucionario a todo el que pasa. Pero si sale por ahí, tarde o temprano volverá aquí.
El hombre del diario me observaba divertido, con esa lucidez que sólo brilla de vez en cuando en los locos.
—¿Es usted el que me ha robado?
—La duda ofende. Cuando le han traído ya estaba usted limpio como una patena y yo sólo acepto títulos negociables en Bolsa.
Dejé a aquel lunático en su camastro con su atrasado diario y sus avanzados discursos. La cabeza todavía me daba vueltas y a duras penas conseguía andar cuatro pasos en línea recta, pero conseguí llegar hasta una puerta en uno de los laterales de la gran bóveda que daba a unas escalinatas. Una tenue claridad parecía filtrarse en lo alto de la escalera. Ascendí cuatro o cinco pisos hasta sentir una bocanada de aire fresco que entraba por un portón al final de las escaleras. Salí al exterior y comprendí por fin adónde había ido a parar.
Frente a mí se desplegaba un lago suspendido sobre la arboleda del Parque de la Ciudadela. El sol empezaba a ponerse sobre la ciudad y las aguas recubiertas de algas ondulaban como vino derramado. El Depósito de las Aguas tenía las trazas de un tosco castillo o de una prisión. Había sido construido para abastecer de agua los pabellones de la Exposición Universal de 1888, pero con el tiempo sus tripas de catedral laica habían acabado por servir de cobijo a moribundos e indigentes que no tenían otro lugar donde refugiarse cuando arreciaba la noche o el frío. El gran embalse de agua suspendido en la azotea era ahora un lago cenagoso y turbio que se desangraba lentamente por las grietas del edificio.
Fue entonces cuando reparé en la figura apostada en uno de los extremos de la azotea. Como si el mero roce de mi mirada le hubiese alertado, se dio la vuelta bruscamente y me miró. Todavía me sentía algo aturdido y tenía la visión nublada, pero me pareció ver que la figura se estaba acercando. Lo hacía demasiado rápido, como si sus pies no tocasen el suelo al caminar y se desplazase con sacudidas bruscas y demasiado ágiles para que la mirada las captase. Apenas podía apreciar su rostro al contraluz, pero pude distinguir que se trataba de un caballero que tenía unos ojos negros y relucientes que parecían demasiado grandes para su rostro. Cuanto más cerca de mí estaba, mayor era la impresión de que su silueta se alargaba y crecía en estatura. Sentí un escalofrío ante su avance y retrocedí unos pasos sin darme cuenta de que me estaba dirigiendo hacia el borde del lago. Sentí que mis pies perdían el firme y empezaba ya a caer de espaldas a las aguas oscuras del estanque cuando el extraño me sostuvo del brazo. Tiró de mí con delicadeza y me guió de regreso a terreno seguro. Me senté en uno de los bancos que rodeaban el estanque y respiré hondo. Alcé la vista y le vi por primera vez con claridad. Sus ojos eran de tamaño normal, su estatura como la mía, sus pasos y gestos los de un caballero como cualquier otro. Tenía una expresión amable y tranquilizadora.
—Gracias —dije.
—¿Se encuentra bien?
—Sí. Es sólo un mareo.
El extraño tomó asiento junto a mí. Iba enfundado en un traje oscuro de tres piezas de factura exquisita y tocado con un pequeño broche plateado en la solapa de la chaqueta, un ángel de alas desplegadas que me resultó extrañamente familiar. Se me ocurrió que la presencia de un caballero de impecable atavío en aquella azotea resultaba un tanto inusual. Como si pudiese leer mi pensamiento, el extraño me sonrió.
—Confío en no haberle alarmado —ofreció—. Supongo que no esperaba usted encontrar a nadie aquí arriba.
Le miré, perplejo. Vi el reflejo de mi rostro en sus pupilas negras, que se dilataban como una mancha de tinta sobre el papel.
—¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?
—Lo mismo que a usted: grandes esperanzas.
—Andreas Corelli —murmuré.
Su rostro se iluminó.
—Qué gran placer poder saludarle finalmente en persona, amigo mío.
Hablaba con un leve acento que no supe localizar. Mi instinto me decía que me levantase y me marchase de allí a toda prisa antes de que aquel extraño pronunciase una palabra más, pero había algo en su voz, en su mirada, que transmitía serenidad y confianza. Preferí no preguntarme cómo había podido saber que me encontraría en aquel lugar cuando ni yo mismo sabía dónde estaba. Me reconfortaban el sonido de sus palabras y la luz de sus ojos. Me tendió la mano y se la estreché. Su sonrisa prometía un paraíso perdido.
—Supongo que debería agradecerle todas las gentilezas que ha tenido usted conmigo a lo largo de los años, señor Corelli. Me temo que estoy en deuda con usted.
—En absoluto. Soy yo quien está en deuda, amigo mío, y quien debe disculparse por abordarle así, en un lugar y un momento tan inconvenientes, pero confieso que hace ya tiempo que quería hablar con usted y no sabía encontrar la ocasión.
—¿Qué puedo hacer, entonces, por usted? —pregunté.
—Quiero que trabaje para mí.
—¿Perdón?
—Quiero que escriba para mí.
—Por supuesto. Olvidaba que es usted editor.
El extraño rió. Tenía una risa dulce, de niño que nunca ha roto un plato.
—El mejor de todos. El editor que ha estado esperando toda la vida. El editor que le hará a usted inmortal.
El extraño me tendió una de sus tarjetas de visita, idéntica a la que aún conservaba y había encontrado en mis manos al despertar de mi sueño con Chloé.
—Me siento halagado, señor Corelli, pero me temo que no me es posible aceptar su invitación. Tengo un contrato suscrito con…
—Barrido y Escobillas, lo sé. Gentuza con la que, sin ánimo de ofenderle, no debería usted mantener relación alguna.
—Es una opinión que comparten otras personas.
—¿La señorita Sagnier, tal vez?
—¿La conoce usted?
—De oídas. Parece la clase de mujer cuyo respeto y admiración uno daría cualquier cosa por ganar, ¿no es así? ¿No le anima ella a que abandone a ese par de parásitos y sea fiel a usted mismo?
—No es tan simple. Tengo un contrato que me liga en exclusiva a ellos durante seis años más.
—Lo sé, pero eso no debería preocuparle. Mis abogados están estudiando el tema y le aseguro que hay diversas fórmulas para disolver definitivamente cualquier atadura legal en el caso de que se aviniera usted a aceptar mi propuesta.
—¿Y su propuesta es?
Corelli sonrió con aire juguetón y malicioso, como un colegial que disfruta desvelando un secreto.
—Que me dedique un año en exclusiva para trabajar en un libro de encargo, un libro cuya temática discutiríamos usted y yo a la firma del contrato y por el que le pagaría, por adelantado, la suma de cien mil francos.
Le miré, atónito.
—Si esa suma no le parece adecuada estoy abierto a estudiar la que usted estime oportuna. Le seré sincero, señor Martín, no voy a pelearme con usted por dinero. Y, en confianza, creo que usted tampoco va a querer hacerlo, porque sé que cuando le explique la clase de libro que quiero que escriba para mí, el precio será lo de menos.
Suspiré y reí para mis adentros.
—Veo que no me cree.
—Señor Corelli, soy un autor de novelas de aventuras que ni siquiera llevan mi nombre. Mis editores, a quien al parecer usted ya conoce, son un par de estafadores de medio pelo que no valen su peso en estiércol, y mis lectores no saben ni que existo. Llevo años ganándome la vida en este oficio y todavía no he escrito una sola página de la que me sienta satisfecho. La mujer que quiero cree que estoy desperdiciando mi vida y tiene razón. También cree que no tengo derecho a desearla, que somos un par de almas insignificantes cuya única razón de ser es la deuda de gratitud que tenemos con un hombre que nos ha sacado a los dos de la miseria, y puede que también tenga razón en eso. Poco importa. El día menos pensado cumpliré treinta años y me daré cuenta de que cada día me parezco menos a la persona que quería ser cuando tenía quince. Eso si los cumplo, porque mi salud últimamente es casi tan consistente como mi trabajo. Hoy por hoy, si soy capaz de armar una o dos frases legibles por hora me tengo que dar por satisfecho. Ésa es la clase de autor y de hombre que soy. No la que recibe visitas de editores de París con cheques en blanco para escribir el libro que cambie su vida y haga realidad todas sus esperanzas.
Corelli me observó con gesto grave, sopesando mis palabras.
—Creo que es usted un juez demasiado severo consigo mismo, lo cual es siempre una cualidad que distingue a las personas de valía. Créame cuando le digo que a lo largo de mi carrera he tratado con infinidad de personajes por los que no hubiera dado usted un escupitajo y que tenían un altísimo concepto de sí mismos. Pero quiero que sepa que, aunque usted no me crea, sé exactamente la clase de autor y de hombre que es. Hace años que le sigo la pista, usted ya lo sabe. He leído desde el primer relato que escribió para La Voz de la Industria hasta la serie de Los misterios de Barcelona, y ahora cada una de las entregas de los seriales de Ignatius B. Samson. Me atrevería a decir que le conozco mejor de lo que se conoce usted mismo. Por eso sé que, al final, aceptará mi oferta.
—¿Qué más sabe?
—Sé que tenemos algo, o mucho, en común. Sé que perdió a su padre y yo también. Sé lo que es perder a un padre cuando todavía se le necesita. Al suyo se lo arrebataron en trágicas circunstancias. El mío, por motivos que no hacen al caso, me repudió y expulsó de su casa. Casi le diría que eso puede ser más doloroso. Sé que se siente solo, y créame cuando le digo que ése es un sentimiento que también conozco profundamente. Sé que alberga en su corazón grandes esperanzas, pero que ninguna de ellas se ha cumplido, y sé que eso, sin que usted se dé cuenta, le está matando un poco cada día que pasa. Sus palabras trajeron un largo silencio.
—Sabe usted muchas cosas, señor Corelli.
—Las suficientes para pensar que me gustaría conocerle mejor y ser su amigo. Y creo que usted no tiene muchos amigos. Yo tampoco. No confío en la gente que cree tener muchos amigos. Es señal de que no conocen a los demás.
—Pero no busca usted un amigo, busca un empleado.
—Busco a un socio temporal. Le busco a usted.
—Está usted muy seguro de sí mismo —aventuré.
—Es un defecto de nacimiento —replicó Corelli, levantándose—. Otro es la clarividencia. Por eso comprendo que quizá es todavía pronto para usted y que no le basta con oír la verdad de mis labios. Necesita usted verla con sus propios ojos. Sentirla en su carne. Y, créame, la sentirá.
Me tendió la mano y no la retiró hasta que se la estreché.
—¿Puedo al menos quedarme con la tranquilidad de que pensará en lo que he le dicho y que volveremos a hablar? —preguntó.
—No sé qué decir, señor Corelli.
—No me diga nada ahora. Le prometo que la próxima vez que nos encontremos lo verá usted mucho más claro.
Con estas palabras me sonrió cordialmente y se alejó hacia las escaleras.
—¿Habrá una próxima vez? —pregunté.
Corelli se detuvo y se volvió.
—Siempre la hay.
—¿Dónde?
Las últimas luces del día caían sobre la ciudad y sus ojos brillaban como dos brasas.
Le vi desaparecer por la puerta de las escaleras. Sólo entonces me di cuenta de que, durante toda la conversación, no le había visto pestañear una sola vez.