Pasé la mañana entera dando vueltas por la casa, adecentando y poniendo orden, ventilando y limpiando objetos y rincones que no recordaba ni que existían. Bajé corriendo a una floristería del mercado y cuando regresé cargado de ramos me di cuenta de que no sabía dónde había escondido los jarrones en que ponerlos. Me vestí como si fuera a salir a buscar trabajo. Ensayé palabras y saludos que me sonaban ridículos. Me miré en el espejo y comprobé que Vidal tenía razón, tenía aspecto de vampiro. Por fin me senté en una butaca de la galería a esperar con un libro en las manos. En dos horas no pasé de la primera página. Finalmente, a las cuatro en punto de la tarde, oí los pasos de Cristina en la escalera y me levanté de un salto. Cuando llamó a la puerta, yo ya llevaba allí una eternidad.
—Hola, David. ¿Es un mal momento?
—No, no. Al contrario. Pasa, por favor.
Cristina sonrió cortés y se adentró en el pasillo. La guié hasta la sala de lectura de la galería y le ofrecí asiento. Su mirada lo examinaba todo con detenimiento.
—Es un sitio muy especial —dijo—. Pedro ya me había dicho que tenías una casa señorial.
—Él prefiere el término «tétrica», pero supongo que todo es cuestión de grado.
—¿Puedo preguntarte por qué viniste a vivir aquí? Es una casa un tanto grande para alguien que vive solo.
Alguien que vive solo, pensé. Uno acaba convirtiéndose en aquello que ve en los ojos de quienes desea.
—¿La verdad? —pregunté—. La verdad es que me vine a vivir aquí porque durante muchos años veía esta casa casi todos los días al ir y venir del periódico. Siempre estaba cerrada y al final empecé a pensar que me estaba esperando a mí. Acabé soñando, literalmente, que algún día viviría en ella. Y así ha sido.
—¿Se hacen realidad todos tus sueños, David?
Aquel tono de ironía me recordaba demasiado a Vidal.
—No —respondí—. Éste es el único. Pero tú querías hablarme de algo y te estoy entreteniendo con historias que seguramente no te interesan.
Mi voz sonó más defensiva de lo que hubiese deseado. Con el anhelo me había pasado como con las flores; una vez lo tenía en las manos no sabía dónde ponerlo.
—Quería hablarte de Pedro —empezó Cristina.
—Ah.
—Tú eres su mejor amigo. Le conoces. Él habla de ti como de un hijo. Te quiere como a nadie. Ya lo sabes.
—Don Pedro me ha tratado como a un hijo —dije—. De no haber sido por él y por el señor Sempere no sé qué habría sido de mí.
—La razón por la que quería hablar contigo es porque estoy muy preocupada por él.
—¿Preocupada por qué?
—Ya sabes que hace años empecé a trabajar para él como secretaria. La verdad es que Pedro es un hombre generoso y hemos acabado por ser buenos amigos. Se ha portado muy bien con mi padre y conmigo. Por eso me duele verle así.
—¿Así cómo?
—Es ese maldito libro, la novela que quiere escribir.
—Lleva años con ella.
—Lleva años destruyéndola. Yo corrijo y mecanografío todas sus páginas. En los años que llevo como secretaria suya ha destruido no menos de dos mil páginas. Dice que no tiene talento. Que es un farsante. Bebe constantemente. A veces le encuentro en su despacho, arriba, bebido, llorando como un niño…
Tragué saliva.
—… dice que te envidia, que quisiera ser como tú, que la gente miente y le elogia porque quieren algo de él, dinero, ayuda, pero que él sabe que su obra no tiene ningún valor. Con los demás mantiene la fachada, los trajes y todo eso, pero yo le veo todos los días y se está apagando. A veces me da miedo que cometa una tontería. Hace tiempo ya. No he dicho nada porque no sabía con quién hablar. Sé que si él se enterara de que he venido a verte montaría en cólera. Siempre me dice: a David no le molestes con mis cosas. Él tiene su vida por delante y yo ya no soy nada. Siempre está diciendo cosas así. Perdona que te cuente todo esto, pero no sabía a quién acudir…
Nos sumimos en un largo silencio. Sentí que me invadía un frío intenso, la certeza de que mientras el hombre al que debía la vida se había hundido en la desesperanza, yo, encerrado en mi propio mundo, no me había detenido ni un segundo para darme cuenta.
—Tal vez no debería haber venido.
—No —dije—. Has hecho bien.
Cristina me miró con una sonrisa tibia y, por primera vez, tuve la impresión de que no era un extraño para ella.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
—Vamos a ayudarle —dije.
—¿Y si no se deja?
—Entonces lo haremos sin que se dé cuenta.