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Mi debut literario sobrevivió al bautismo de fuego, y don Basilio, fiel a su palabra, me ofreció la oportunidad de publicar un par más de relatos de corte similar. Pronto la dirección decidió que mi fulgurante carrera tendría periodicidad semanal, siempre y cuando siguiera desempeñando puntualmente mis labores en la redacción por el mismo precio. Intoxicado de vanidad y agotamiento, pasaba mis días recomponiendo textos de mis compañeros y redactando al vuelo crónicas de sucesos y espantos sin cuento, para poder consagrar luego mis noches a escribir a solas en la sala de la redacción un serial por entregas bizantino y operístico que llevaba tiempo acariciando en mi imaginación y que bajo el título de Los misterios de Barcelona mestizaba sin rubor desde Dumas hasta Stoker pasando por Sue y Féval. Dormía unas tres horas al día y lucía el aspecto de haberlas pasado en un ataúd. Vidal, que nunca había conocido esa hambre que nada tiene que ver con el estómago y que se le come a uno por dentro, era de la opinión de que me estaba quemando el cerebro y de que, al paso que iba, celebraría mi propio funeral antes de los veinte años. Don Basilio, a quien mi laboriosidad no escandalizaba, tenía otras reservas. Me publicaba cada capítulo a regañadientes, molesto por lo que consideraba un excedente de morbosidad y un desafortunado desaprovechamiento de mi talento al servicio de argumentos y tramas de dudoso gusto.

Los misterios de Barcelona pronto alumbraron a una pequeña estrella de la ficción por entregas, una heroína que había imaginado como sólo se puede imaginar a una femme fatale a los diecisiete años. Chloé Permanyer era la princesa oscura de todas las vampiresas. Demasiado inteligente y todavía más retorcida, Chloé Permanyer vestía siempre las más incendiarias novedades de corsetería fina y oficiaba como amante y mano izquierda del enigmático Baltasar Morel, cerebro del inframundo que vivía en una mansión subterránea poblada de autómatas y macabras reliquias cuya entrada secreta estaba en los túneles sepultados bajo las catacumbas del Barrio Gótico. El método predilecto de Chloé para acabar con sus víctimas era seducirlas con una danza hipnótica en la que se desprendía de su atavío, para luego besarlas con un pintalabios envenenado que les paralizaba todos los músculos del cuerpo y las hacía morir de asfixia en silencio mientras ella las miraba a los ojos, para lo cual previamente se bebía un antídoto disuelto en Dom Pérignon de fina reserva. Chloé y Baltasar tenían su propio código de honor: sólo liquidaban escoria y limpiaban el mundo de matones, sabandijas, santurrones, fanáticos, cazurros dogmáticos y todo tipo de cretinos que hacían de este mundo un lugar más miserable de la cuenta para los demás en nombre de banderas, dioses, lenguas, razas o cualquier basura tras la que enmascarar su codicia y su mezquindad. Para mí eran unos héroes heterodoxos, como todos los héroes de verdad. Para don Basilio, cuyos gustos literarios se habían aposentado en la edad de oro del verso español, aquello era un disparate de dimensiones colosales, pero a la vista de la buena acogida que tenían las historias y del afecto que a su pesar me tenía, toleraba mis extravagancias y las atribuía a un exceso de calentura juvenil.

—Tiene usted más oficio que buen gusto, Martín. La patología que le aflige tiene un nombre y ese nombre es grand guignol, que viene ser al drama lo que la sífilis es a las vergüenzas. Su obtención tal vez es placentera, pero de ahí en adelante todo es cuesta abajo. Tendría que leer a los clásicos, o al menos a don Benito Pérez Galdós, para elevar sus aspiraciones literarias.

—Pero a los lectores les gustan los relatos —argumentaba yo.

—El mérito no es de usted. Es de la competencia, que de tan mala y pedante es capaz de sumir a un burro en estado catatónico en menos de un párrafo. A ver si madura de una puñetera vez y se cae ya del árbol de la fruta prohibida.

Yo asentía fingiendo contrición, pero secretamente acariciaba aquellas palabras prohibidas, grand guignol, y me decía que cada causa, por frívola que fuera, necesitaba de un campeón que defendiese su honra.

Empezaba a sentirme el más afortunado de los mortales cuando descubrí que a unos cuantos compañeros del diario los incomodaba que el benjamín y mascota oficial de la redacción hubiera empezado a dar sus primeros pasos en el mundo de las letras cuando sus propias aspiraciones y ambiciones literarias languidecían desde hacía años en un gris limbo de miserias. El hecho de que los lectores del diario leyesen con avidez y apreciasen aquellos modestos relatos más que cualquier otro contenido publicado en el rotativo en los últimos veinte años sólo empeoraba las cosas. En apenas unas semanas, vi cómo el orgullo herido de quienes hasta hacía poco había considerado mi única familia los transformaba en un tribunal hostil que empezaba a retirarme el saludo, la palabra y se complacía en afinar su talento despechado en dedicarme expresiones de sorna y desprecio a mis espaldas. Mi buena e incomprensible fortuna se atribuía a la ayuda de Pedro Vidal, a la ignorancia y estupidez de nuestros suscriptores y al extendido y socorrido paradigma nacional que estipulaba sin reservas que alcanzar cierta medida de éxito en cualquier ámbito profesional era prueba irrefutable de incapacidad y falta de merecimiento.

A la vista de aquel inesperado y ominoso giro de los acontecimientos, Vidal trataba de animarme, pero yo empezaba a sospechar que mis días en la redacción estaban contados.

—La envidia es la religión de los mediocres. Los reconforta, responde a las inquietudes que los roen por dentro y, en último término, les pudre el alma y les permite justificar su mezquindad y su codicia hasta creer que son virtudes y que las puertas del cielo sólo se abrirán para los infelices como ellos, que pasan por la vida sin dejar más huella que sus traperos intentos de hacer de menos a los demás y de excluir, y a ser posible destruir, a quienes, por el mero hecho de existir y de ser quienes son, ponen en evidencia su pobreza de espíritu, mente y redaños. Bienaventurado aquel al que ladran los cretinos, porque su alma nunca les pertenecerá.

—Amén —convenía don Basilio—. Si no hubiese usted nacido rico debería haber sido cura. O revolucionario. Con sermones así se desploma contrito hasta un obispo.

—Sí, ríanse ustedes —protestaba yo—. Pero al que no pueden ver ni en pintura es a mí.

Pese al abanico de enemistades y recelos que mis esfuerzos me estaban labrando, la triste realidad era que, a pesar de mis ínfulas de autor popular, mi sueldo no me alcanzaba más que para subsistir por los pelos, comprar más libros de los que tenía tiempo de leer y alquilar un cuartucho en una pensión sepultada en un callejón junto a la calle Princesa regentada por una gallega devota que respondía al nombre de doña Carmen. Doña Carmen exigía discreción y cambiaba las sábanas una vez al mes, por lo cual se aconsejaba a los residentes que se abstuviesen de sucumbir a las tentaciones del onanismo o de meterse en la cama con la ropa sucia. No era necesario restringir la presencia de féminas en las habitaciones porque no había una sola mujer en toda Barcelona que hubiese accedido a entrar en aquel agujero ni bajo amenaza de muerte. Allí aprendí que casi todo se olvida en la vida, empezando por los olores, y que si a algo aspiraba en el mundo era a no morir en un lugar como aquél. En horas bajas, que eran la mayoría, me decía que si algo iba a sacarme de allí antes de que lo hiciese un brote de tuberculosis, era la literatura, y si a alguien le picaba en el alma o en las vergüenzas, por mí podía rascárselas con un ladrillo.

Los domingos a la hora de la misa, en que doña Carmen partía para su cita semanal con el Altísimo, los huéspedes aprovechaban para reunirse en el cuarto del más veterano de todos nosotros, un infeliz llamado Heliodoro que de joven tenía aspiraciones de llegar a matador pero que se había quedado en comentarista taurino y encargado de los urinarios de la zona sol de la plaza Monumental.

—El arte del toreo ha muerto —proclamaba—. Ahora todo es un negocio de ganaderos codiciosos y toreros sin alma. El público no sabe distinguir entre el toreo para la masa ignorante y una faena con arte que sólo los entendidos saben apreciar.

—Ay, si a usted le hubiesen dado la alternativa, don Heliodoro, otro gallo nos cantaría.

—Es que en este país sólo triunfan los incapaces.

—Diga que sí.

Tras el sermón semanal de don Heliodoro llegaba el festejo. Apilados como longanizas junto al ventanuco de la habitación, los residentes podían ver y oír a través del tragaluz los estertores de una vecina del inmueble contiguo, Marujita, apodada la Piquillo por lo picante de su verbo y por su generosa anatomía en forma de pimiento morrón. Marujita se ganaba las perras fregando establecimientos de medio pelo, pero los domingos y las fiestas de guardar los dedicaba a un novio seminarista que bajaba de incógnito a la ciudad en tren desde Manresa y se empeñaba con brío y ganas al conocimiento del pecado. Estaban mis compañeros de alojamiento embutidos contra la ventana a fin de capturar una visión fugaz de las titánicas nalgas de Marujita en uno de aquellos vaivenes que las esparcían como masa de rosco de Pascua contra el cristal de su respiradero, cuando sonó el timbre de la pensión. Ante la falta de voluntarios para acudir a abrir y arriesgarse así a la pérdida de una localidad con buena vista al espectáculo, desistí de mi afán de unirme al coro y me encaminé hacia la puerta. Al abrir me encontré con una visión insólita e improbable en tan miserable marco. Don Pedro Vidal en todo su genio, figura y traje de seda italiana sonreía en el rellano.

—Se hizo la luz —dijo entrando sin esperar invitación. Vidal se detuvo a contemplar la sala que hacía las veces de comedor y ágora de aquel tugurio, y suspiró con disgusto.

—Casi mejor que vayamos a mi habitación —sugerí.

Le guié hasta mi cuarto. Los gritos y vítores de mis cohuéspedes en honor de Marujita y sus venéreas acrobacias perforaban las paredes de júbilo.

—Qué lugar tan alegre —comentó Vidal.

—Haga el favor de pasar a la suite presidencial, don Pedro —le invité.

Entramos y cerré la puerta. Tras echar un vistazo sumarísimo a mi habitación, se sentó en la única silla que había y me miró con displicencia. No me costaba imaginar la impresión que mi modesto hogar debía de haberle causado.

—¿Qué le parece?

—Encantador. Estoy por mudarme aquí yo también.

Pedro Vidal vivía en Villa Helius, un monumental caserón modernista de tres pisos y torreón, recostado sobre las laderas que ascendían por Pedralbes en el cruce de las calles Abadesa Olzet y Panamá. La casa había sido un obsequio que su padre le había hecho diez años antes con la esperanza de que sentase la cabeza y formase una familia, empresa en la que Vidal llevaba ya varios lustros de retraso. La vida había bendecido a don Pedro Vidal con muchos talentos, entre ellos el de decepcionar y ofender a su padre con cada gesto y cada paso que daba. Verle confraternizar con indeseables como yo no ayudaba. Recuerdo que en una ocasión en que había visitado a mi mentor para llevarle unos papeles del diario me tropecé con el patriarca del clan Vidal en una de las salas de Villa Helius. Al verme, el padre de don Pedro me ordenó que fuese a buscar un vaso de gaseosa y un paño limpio para limpiarle una mancha en la solapa.

—Creo que se confunde usted, señor. No soy un criado…

Me dedicó una sonrisa que aclaraba el orden de las cosas en el mundo sin necesidad de palabras.

—El que te confundes eres tú, chaval. Eres un criado, lo sepas o no. ¿Cómo te llamas?

—David Martín, señor.

El patriarca paladeó mi nombre.

—Sigue mi consejo, David Martín. Márchate de esta casa y vuelve al lugar al que perteneces. Te ahorrarás muchos problemas y me los ahorrarás a mí.

Nunca se lo confesé a don Pedro, pero acto seguido acudí a la cocina corriendo a por la gaseosa y el paño y pasé un cuarto de hora limpiando la chaqueta del gran hombre. La sombra del clan era alargada, y por mucho que don Pedro gustase de afectar un donaire de bohemia, su vida entera era una extensión de la red familiar. Villa Helius quedaba convenientemente situada a cinco minutos de la gran mansión paterna que dominaba el tramo superior de la avenida Pearson, un amasijo catedralicio de balaustradas, escalinatas y mansardas que contemplaba toda Barcelona a lo lejos como un niño contempla sus juguetes tirados. Cada día una expedición de dos criados y una cocinera de la casa grande, como el domicilio paterno era denominado en el entorno de los Vidal, acudía a Villa Helius para limpiar, abrillantar, planchar, cocinar y acolchar la existencia de mi acaudalado protector en un lecho de comodidad y perpetuo olvido de los engorrosos incordios de la vida cotidiana. Don Pedro Vidal se desplazaba por la ciudad en un flamante Hispano-Suiza pilotado por el chófer de la familia, Manuel Sagnier, y probablemente no había subido a un tranvía en toda su vida. Como buena criatura de palacio y alcurnia, a Vidal se le escapaba ese lúgubre y macilento encanto que tenían las pensiones de baratillo en la Barcelona de la época.

—No se contenga, don Pedro.

—Este sitio parece una mazmorra —proclamó finalmente—. No sé cómo puedes vivir aquí.

—Con mi sueldo, a duras penas.

—Si es necesario, yo te pago lo que te falte para que vivas en un sitio que no huela ni a azufre ni a meados.

—Ni soñarlo.

Vidal suspiró.

—Murió de orgullo y en la asfixia más absoluta. Ahí lo tienes, un epitafio gratis.

Durante unos instantes, Vidal se dedicó a deambular por la estancia sin abrir la boca, deteniéndose a inspeccionar mi minúsculo armario, mirar por la ventana con cara de asco, palpar la pintura verdosa que cubría las paredes y golpear suavemente con el dedo índice la bombilla desnuda que pendía del techo, como si quiera comprobar que la calidad de todo ello era ínfima.

—¿Qué le trae por aquí, don Pedro? ¿Demasiado aire puro en Pedralbes?

—No vengo de casa. Vengo del diario.

—¿Y eso?

—Tenía curiosidad por ver dónde vives y, además, traigo algo para ti.

Extrajo un sobre de pergamino blanco de la chaqueta y me lo tendió.

—Ha llegado hoy a la redacción, a tu nombre.

Tomé el sobre y lo examiné. Estaba cerrado con un sello de lacre en el que se apreciaba el dibujo de una silueta alada. Un ángel. Aparte de eso, lo único que se podía ver era mi nombre pulcramente escrito en una caligrafía escarlata de trazo exquisito.

—¿Quién lo envía? —pregunté, intrigado.

Vidal se encogió de hombros.

—Algún admirador. O admiradora. No lo sé. Ábrelo.

Abrí el sobre cuidadosamente y extraje una cuartilla doblada en la que, en la misma caligrafía, podía leerse lo siguiente:

Querido amigo:

Me permito escribirle para transmitirle mi admiración y felicitarle por el éxito cosechado por Los misterios de Barcelona durante esta temporada en las páginas de La Voz de la Industria. Como lector y amante de la buena literatura, me produce gran placer encontrar una nueva voz rebosante de talento, juventud y promesa. Permítame, pues, como muestra de mi gratitud por las buenas horas que me ha proporcionado la lectura de sus relatos, invitarle a una pequeña sorpresa que confío resulte de su agrado esta noche a las 12 h. en El Ensueño del Raval. Le estarán esperando.

Afectuosamente,

A. C.

Vidal, que había estado leyendo por encima de mi hombro, enarcó las cejas, intrigado.

—Interesante —murmuró.

—¿Interesante cómo? —pregunté—. ¿Qué clase de lugar es El Ensueño?

Vidal extrajo un cigarrillo de su pitillera de platino.

—Doña Carmen no deja fumar en la pensión —advertí.

—¿Por qué? ¿El humo enturbia el olor a cloaca?

Vidal encendió el cigarrillo y lo saboreó con doble placer, como se disfruta de todo lo prohibido.

—¿Has conocido a alguna mujer, David?

—Pues claro. Montones.

—Quiero decir en el sentido bíblico.

—¿En misa?

—No, en la cama.

—Ah.

—¿Y?

Lo cierto es que no tenía gran cosa que contar que pudiera impresionar a alguien como Vidal. Mis andanzas y amoríos de adolescencia se habían caracterizado hasta la fecha por su modestia y una notable falta de originalidad. Nada en mi breve catálogo de pellizcos, arrumacos y besos robados en portales y salas de cinematógrafo en penumbra podía aspirar a merecer la consideración del maestro consagrado en las artes y las ciencias de los juegos de alcoba de la Ciudad Condal.

—¿Qué tiene eso que ver con nada? —protesté.

Vidal adoptó un aire de magisterio y procedió a soltar uno de sus discursos.

—En mis tiempos mozos, lo normal era que, al menos los señoritos como yo, nos iniciásemos en estas lides de la mano de una profesional. Cuando yo tenía tu edad, mi padre, que era y aún es habitual de los establecimientos más finos de la ciudad, me llevó a un lugar llamado El Ensueño, que quedaba a pocos metros de ese palacio macabro que nuestro querido conde Güell se empeñó en que Gaudí le construyese junto a la Rambla. No me digas que no has oído nunca hablar de él.

—¿Del conde o del lupanar?

—Muy gracioso. El Ensueño solía ser un establecimiento elegante para una clientela selecta y con criterio. La verdad es que pensaba que había cerrado hacía años, pero supongo que no debe de ser el caso. A diferencia de la literatura, algunos negocios siempre están en alza.

—Entiendo. ¿Es esto idea suya? ¿Una especie de broma?

Vidal negó.

—¿De alguno de los cretinos de la redacción, entonces?

—Detecto cierta hostilidad en tus palabras, pero dudo que nadie que se dedique al noble oficio de la prensa en grado de soldado raso se pueda permitir los honorarios de un lugar como El Ensueño, si es el que yo recuerdo.

Resoplé.

—Tanto da, porque no pienso ir.

Vidal alzó las cejas.

—No me salgas ahora con que no eres un descreído como yo y quieres llegar impoluto de corazón y de bajos al lecho nupcial, que eres una alma pura que ansía esperar ese momento mágico en que el amor verdadero te lleve a descubrir el éxtasis de la carne y el alma en unísono bendecido por el Espíritu Santo y así poblar el mundo de criaturas que lleven tu apellido y los ojos de su madre, esa santa mujer dechado de virtud y recato de cuya mano entrarás en las puertas del cielo bajo la benevolente y aprobadora mirada del Niño Jesús.

—No iba a decir eso.

—Me alegro, porque es posible, y subrayo posible, que ese momento no llegue nunca, que no te enamores, que no quieras ni puedas entregarle la vida a nadie y que, como yo, cumplas un día los cuarenta y cinco años y te des cuenta de que ya no eres joven y que no había para ti un coro de cupidos con liras ni un lecho de rosas blancas tendido hacia el altar, y la única venganza que te quede sea robarle a la vida el placer de esa carne firme y ardiente que se evapora más rápido que las buenas intenciones, y que es lo más parecido al cielo que encontrarás en este cochino mundo donde se pudre todo, empezando por la belleza y acabando por la memoria.

Dejé deslizarse una pausa grave a modo de ovación silenciosa. Vidal era un gran aficionado a la ópera y habían acabado por pegársele el tempo y la declamación de las grandes arias. Nunca faltaba a su cita con Puccini en el Liceo desde el palco familiar. Era uno de los pocos, sin contar a los infelices apelotonados en el gallinero, que acudían allí a escuchar la música que tanto amaba y que tanto tendía a influenciar los discursos sobre lo divino y lo humano con que a veces, como aquel día, me regalaba los oídos.

—¿Qué? —preguntó Vidal, desafiante.

—Ese último párrafo me suena.

Sorprendido con las manos en la masa, suspiró y asintió.

—Es de Asesinato en el Círculo del Liceo —admitió Vidal—. La escena final en la que Miranda LaFleur dispara al inicuo marqués que ha destrozado su corazón, traicionándola en una noche de pasión en la suite nupcial del hotel Colón en brazos de la espía del zar Svetlana Ivanova.

—Ya me lo parecía. No podía haber elegido mejor. Es su obra cumbre, don Pedro.

Vidal me sonrió el elogio y calibró si encender otro cigarrillo.

—Lo cual no quita que haya algo de verdad en todo eso —remató.

Vidal se sentó en el alféizar de la ventana, no sin antes poner un pañuelo encima para no manchar sus pantalones de alto caché. Vi que el Hispano-Suiza estaba aparcado abajo, en la esquina de la calle Princesa. El chófer, Manuel, estaba sacando brillo a los cromados con un paño como si se tratase de una escultura de Rodin. Manuel siempre me había recordado a mi padre, hombres de la misma generación que habían pasado demasiados días de infortunio y que llevaban la memoria escrita en la cara. Había oído decir a algunos de los sirvientes de Villa Helius que Manuel Sagnier había pasado una larga temporada en la cárcel y que al salir había sufrido años de penuria porque nadie le ofrecía empleo más que como estibador descargando sacos y cajas en los muelles, un oficio para el que ya no tenía ni edad ni salud. La casuística aseguraba que, en una ocasión, Manuel, poniendo en peligro su propia vida, había salvado a Vidal de perecer atropellado por un tranvía. En agradecimiento, Pedro Vidal, al conocer lo penoso de la situación del pobre hombre, decidió ofrecerle trabajo y la posibilidad de mudarse con su esposa y su hija al pequeño apartamento que había encima de las cocheras de Villa Helius. Le aseguró que la pequeña Cristina estudiaría con los mismos tutores que cada día acudían a la casa paterna, en la avenida Pearson, para impartir lecciones a los cachorros de la dinastía Vidal, y que su esposa podía desempeñar su oficio de costurera para la familia. Él andaba pensando en adquirir uno de los primeros automóviles que iban a comercializarse en Barcelona y, si Manuel se avenía a instruirse en el arte de la conducción motorizada y dejar atrás el carromato y la tartana, Vidal iba a necesitar un chófer, porque por entonces los señoritos no posaban sus manos sobre máquinas de combustión ni ingenios con escapes gaseosos. Manuel, por supuesto, aceptó. Tras semejante rescate de la miseria, la versión oficial aseguraba que Manuel Sagnier y su familia sentían una devoción ciega por Vidal, eterno paladín de los desheredados. Yo no sabía si creerme aquella historia al pie de la letra o atribuirla a la larga retahíla de leyendas tejidas en torno al carácter de bondadoso aristócrata que cultivaba Vidal, a quien a veces parecía que sólo le faltase aparecerse a alguna pastorcilla huerfanita envuelto en un halo luminoso.

—Se te ha puesto esa cara de granuja de cuando te entregas a pensamientos maliciosos —apuntó Vidal—. ¿Qué tramas?

—Nada. Pensaba en lo bondadoso que es usted, don Pedro.

—Con tu edad y posición, el cinismo no abre puertas.

—Eso lo explica todo.

—Anda, saluda al bueno de Manuel, que siempre pregunta por ti.

Me asomé a la ventana y, al verme, el chófer, que siempre me trataba como a un señorito y no como al pardillo que era, me saludó de lejos. Devolví el saludo. Sentada en el asiento del pasajero estaba su hija Cristina, una criatura de piel pálida y labios a pincel que me llevaba un par de años y que me tenía robado el aliento desde que la vi la primera vez que Vidal me invitó a visitar Villa Helius.

—No la mires tanto que la vas a romper —murmuró Vidal a mi espalda. Me volví y me encontré con aquel semblante maquiavélico que Vidal reservaba para los asuntos del corazón y otras vísceras nobles.

—No sé de qué está hablando.

—Qué gran verdad —replicó Vidal—. Entonces, ¿qué vas a hacer con lo de esta noche?

Releí la nota y dudé.

—¿Frecuenta usted ese tipo de locales, don Pedro?

—Yo no he pagado por una mujer desde que tenía quince años y, técnicamente, pagó mi padre —replicó Vidal sin jactancia alguna—. Pero a caballo regalado…

—No sé, don Pedro…

—Claro que sabes.

Vidal me dio una palmadita en la espalda de camino a la puerta.

—Te quedan siete horas hasta la medianoche —dijo—. Lo digo por si te quieres echar una cabezadita y coger fuerzas.

Me asomé a la ventana y le vi alejarse rumbo al coche. Manuel le abrió la puerta y Vidal se dejó caer en el asiento trasero con desidia. Escuché el motor del Hispano-Suiza desplegar su sinfonía de pistones y émbolos. En aquel instante la hija del chófer, Cristina, alzó la vista y miró hacia mi ventana. Le sonreí, pero me di cuenta de que ella no recordaba quién era yo. Un instante después apartó la mirada y la gran carroza de Vidal se alejó de regreso a su mundo.