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Boutique Encajes y Lilas, Iberville Street, Barrio Francés.

Ocho meses después

Bride McTierney miraba la carta que tenía en la mano sin dar crédito a lo que veían sus ojos. Parpadeó. Y volvió a parpadear.

No podía decir lo que ella creía que decía.

¿O sí?

¿Sería una broma?

Sin embargo, mientras la leía por cuarta vez, supo que no lo era. El cobarde y cerdo hijo de puta acababa de cortar con ella utilizando su propia cuenta con la compañía de reparto.

Lo siento, Bride.

Pero necesito una mujer más acorde con mi imagen pública. Tengo que hacer acto de presencia en muchos lugares y necesito llevar a mi lado el tipo de mujer que me ayude, no que me obstaculice. Te enviaré tus cosas a tu bloque de apartamentos. Aquí tienes dinero para que pases la noche en un hotel, en caso de que no tengas ninguno libre.

Te deseo lo mejor,

Taylor

—Eres un mamón patético y un lameculos —masculló mientras la releía, embargada por un dolor tan intenso que la dejó al borde de las lágrimas. Su novio acababa de cortar con ella después de cinco años… ¿mediante una carta cuya entrega tenía que pagar ella misma?—. ¡Vete a la puta mierda, traidor asqueroso!

Por regla general, no decía tacos, antes prefería cortarse la lengua. Sin embargo, la ocasión… la ocasión merecía unos cuantos tacos bien gordos.

Y un hacha con la que decapitar a su ex novio.

Contuvo las ganas de gritar. Y el impulso de meterse en el coche, salir pitando hasta el edificio de la cadena de televisión donde él trabajaba y hacerlo picadillo.

¡Hijo de puta!

Una lágrima resbaló por su mejilla. Se la enjugó y sorbió por la nariz. No iba a llorar por eso. Él no se lo merecía.

Ni de lejos se lo merecía y, en el fondo, aquello tampoco la había pillado por sorpresa. Porque llevaba seis meses viéndolo venir. Lo presentía cada vez que Taylor la obligaba a probar una nueva dieta o la apuntaba a un nuevo programa de ejercicio físico.

Por no mencionar la importantísima cena que se había celebrado hacía dos semanas en el Aquarium y a la que no quiso que lo acompañara.

«No hace falta que te arregles tanto para una cosa tan aburrida. De verdad. Es mejor que vaya solo.»

En cuanto pronunció la última palabra, supo que no tardaría mucho en dejarla.

Pero, de todos modos, le había hecho daño. De todos modos, dolía. ¿Cómo podía hacerle algo así?

«¡Y de esta manera, además!», pensó enfadada mientras agitaba la carta en mitad de la tienda como si estuviera loca de remate.

Claro que sabía muy bien por qué. Taylor nunca había sido feliz con ella. La única razón por la que empezaron a salir fue porque su primo era el director de una cadena de televisión local. Taylor quería trabajar allí y, como una idiota, ella lo había ayudado.

Y cuando ya estaba bien establecido en su puesto y se había hecho con una buena audiencia, le daba la patada.

Muy bien. De todas formas no lo necesitaba.

Estaba mejor sin él.

Claro que eso no la ayudaba a mitigar el amargo y horroroso dolor que sentía en el pecho y que la hacía desear acurrucarse en un rincón y llorar hasta quedar agotada.

—No lo haré —se dijo, limpiándose otra lágrima—. No le daré la satisfacción de llorar.

Tiró la carta al suelo y cogió la aspiradora con afán vengativo. Su pequeña boutique necesitaba una limpieza a fondo.

«Acabas de pasar la aspiradora», le recordó su mente.

Qué más daba, podía volver a pasarla hasta deshilachar la puñetera moqueta.

Vane Kattalakis estaba hecho polvo. Acababa de salir del despacho de Grace Alexander, donde la estupenda (adjetivo que utilizaba con retintín) psicóloga le había asegurado que no había nada que pudiera curar a su hermano hasta que este no quisiera ponerse bien.

Eso no era precisamente lo que necesitaba escuchar. Las gilipolleces psicológicas eran para los humanos, no para los lobos que necesitaban salir por patas si no querían acabar en una zanja.

Desde que se largó como pudo del pantano la noche del Mardi Gras con su hermano a cuestas, habían estado escondidos en el Santuario, un bar regentado por un clan de osos katagarios que acogía a todos los descarriados sin importar su procedencia; humanos, daimons, apolitas, Cazadores Oscuros, Cazadores Oníricos, Cazadores Arcadios o Cazadores Katagarios. Siempre y cuando se mantuviera la paz y no se amenazara a nadie, los osos daban cobijo a cualquiera. Sin despedazarlo.

Sin embargo, por mucho que los Peltier intentasen tranquilizarlo, era muy consciente de la verdad. Sobre ellos pendía una sentencia de muerte y no había ningún lugar seguro. Tenían que quitarse de en medio antes de que su padre averiguara que seguían con vida.

En cuanto lo hiciera, enviaría una horda de asesinos a por ellos. En circunstancias normales no supondría el menor problema encargarse de ellos, pero si tenía que arrastrar a un lobo comatoso de más de cincuenta kilos…

Necesitaba a Fang despierto y alerta. Y sobre todo necesitaba que su hermano recuperase las ganas de seguir luchando.

No obstante, nada parecía hacerlo reaccionar y aún seguía en la cama.

—Te echo de menos, Fang —susurró entre dientes y con un nudo en la garganta. Era muy duro estar solo en el mundo. No tener a nadie con quien hablar. Nadie en quien confiar.

Deseaba tanto tener a su lado a su hermano y a su hermana que vendería su alma para lograrlo.

Pero los dos se habían marchado. No le quedaba nadie. Nadie.

Con un suspiro, se metió las manos en los bolsillos y echó a andar por Iberville Street hacia el centro del Barrio Francés.

Ni siquiera daba con una razón para seguir adelante. Bien podía dejar que su padre lo atrapara. ¿Qué más daba?

El problema era que llevaba toda la vida luchando. Era lo único que conocía y que comprendía.

No podía imitar a Fang y echarse a morir. Debía de haber algo, lo que fuera, que hiciera reaccionar a su hermano.

Algo que los motivara, a ambos, para seguir viviendo.

Se detuvo al aproximarse a una de esas tiendas femeninas que abundaban en el Barrio Francés. Era un enorme edificio de ladrillo rojo con molduras en color negro y borgoña. La fachada era de cristal y dejaba a la vista el interior del local, rebosante de prendas femeninas de encaje y de delicada bisutería.

Sin embargo, no fueron los objetos a la venta lo que llamó su atención.

Fue ella.

La mujer que pensó que jamás volvería a ver.

Bride.

Solo la había visto una vez y de forma muy breve, cuando protegía a Sunshine Runningwolf en Jackson Square mientras la artista vendía sus objetos de artesanía a los turistas. Ajena a su presencia, Bride se había acercado a Sunshine, con la que había charlado unos minutos. Y después se marchó, saliendo de su vida por completo. Aunque deseó seguirla, fue muy consciente de que no debía hacerlo. Los humanos y los lobos no se mezclaban.

Y mucho menos si el lobo en cuestión estaba tan jodido como él.

Así que se limitó a seguir sentado mientras su cuerpo le pedía a gritos que fuera tras ella.

Bride era la mujer más hermosa que había visto en la vida.

Y lo seguía siendo.

Se había recogido la larga melena castaño rojiza en un desastroso moño en la coronilla, aunque algunos mechones se habían soltado y acariciaban su rostro de alabastro. Llevaba un vestido largo y suelto de color negro que flotaba a su alrededor mientras pasaba la aspiradora frenéticamente sobre la moqueta.

Todos sus instintos animales cobraron vida cuando volvió a verla. La sensación fue visceral. Exigente.

Apremiante.

Y no había modo de refrenarla.

En contra de su voluntad, se descubrió poniendo rumbo a la tienda. No se dio cuenta de que ella estaba llorando hasta que abrió la puerta.

Lo embargó una furia arrolladora. Ya tenía bastante con que su vida fuera un asco, no tenía por qué empeorar al ver llorar a alguien como ella.

Bride se detuvo y alzó la vista cuando escuchó que alguien entraba en la tienda. Se quedó sin aliento. Jamás había visto a un hombre tan guapo.

Nunca.

En un primer momento su pelo le pareció castaño oscuro, pero en realidad tenía mechones de todos los colores: grises, rojizos, castaños, negros e incluso rubios. Jamás había visto a nadie con un pelo así. Largo y ondulado, lo llevaba recogido en una coleta muy sexy.

Pero lo mejor era la camiseta blanca de manga corta que se amoldaba a un cuerpo digno de un anuncio. Un cuerpo creado para el sexo. Alto y fibroso, ese cuerpo suplicaba las caricias de una mujer, aunque solo fuera para comprobar si era tan duro y perfecto como parecía.

Su apuesto rostro tenía rasgos afilados, cincelados, además de una barba de un día. Era el rostro de un rebelde que pasaba de las tendencias de la moda; uno que vivía la vida a su manera. Era obvio que nadie le dictaba las reglas a ese hombre.

Estaba… como un… tren.

No podía verle los ojos porque llevaba unas gafas de sol de cristales muy oscuros, pero sintió su mirada. Como una abrasadora caricia.

Ese hombre era duro. Salvaje. Cosa que le provocó un pánico atroz.

¿Para qué iba a entrar un tipo semejante en una tienda de complementos femeninos?

No pensaría robar, ¿verdad?

La aspiradora, que no se había movido ni un milímetro desde que él entrara en la tienda, comenzó a echar humo y a emitir ruidos extraños a modo de protesta. Con un jadeo, la apagó y comenzó a abanicar el motor con la mano.

—¿En qué puedo ayudarlo? —le preguntó al recién llegado al tiempo que intentaba meter la aspiradora detrás del mostrador.

Sintió que le ardían las mejillas al ver que el motor seguía echando humo y haciendo ruido. Por no mencionar el desagradable olor a polvo quemado que se mezclaba con la fragancia de las velas aromáticas que utilizaba.

Le ofreció una sonrisa avergonzada al impresionante dios que se paseaba tan campante por la tienda.

—Lo siento…

Vane cerró los ojos mientras saboreaba el melodioso acento sureño de su voz. Un acento que lo desarmó y le provocó un calentón inmediato. Con la consecuente erección.

El impulso de tomar lo que deseaba y pasar de las consecuencias fue bestial.

El problema era que Bride le tenía miedo. Su mitad animal lo percibía. Y eso era lo último que quería su mitad humana.

Alzó una mano y se quitó las gafas de sol al tiempo que le sonreía con timidez.

—Hola.

No sirvió de mucho. En todo caso, verle los ojos la puso aún más nerviosa.

Joder.

Bride estaba pasmada. Jamás se habría imaginado que esa pícara sonrisa aumentara su atractivo. Pero así era.

Aunque fue mucho peor el efecto de la mirada salvaje y penetrante de esos ojos verdosos. De repente se echó a temblar, por la emoción y el deseo. Nunca había visto a un hombre que estuviera ni la mitad de bueno que ese.

—Hola —le dijo, correspondiendo al saludo. Y sintiéndose como una idiota de campeonato.

Su mirada la abandonó mientras se daba una vuelta por la tienda para echar un vistazo a las vitrinas.

—Estoy buscando un regalo —le dijo con una voz grave e hipnótica. Podría escucharlo durante horas y, por alguna razón que no atinaba a comprender, quería escucharlo pronunciar su nombre.

Carraspeó y se desentendió de esas ideas tan absurdas al tiempo que salía de detrás del mostrador. Si su ex novio, un tipo bastante mono, no podía soportar su físico, ¿por qué iba a fijarse en ella un dios como el que tenía delante?

Así que decidió tranquilizarse antes de ponerse en ridículo.

—¿Para quién es?

—Para alguien muy especial.

—¿Su novia?

Volvió a mirarla, haciéndola temblar aún más, y negó con la cabeza.

—Jamás tendré esa suerte —contestó con voz ronca y seductora.

Qué respuesta más extraña para alguien como él. Era inconcebible que tuviera problemas a la hora de conseguir a cualquier mujer que se le antojara. ¿¡Quién iba a decirle que no a alguien así!?

Claro que, pensándolo bien, esperaba no encontrarse nunca con una mujer tan guapa. Si lo hacía, se sentiría con la obligación moral de atropellarla.

—¿Cuánto quiere gastarse?

El tipo se encogió de hombros.

—El dinero me da igual.

Tuvo que parpadear varias veces. Como un tren y forrado. Joder, la chica en cuestión tenía mucha suerte…

—De acuerdo. Tengo unas cuantas gargantillas. Siempre son un buen regalo.

Vane la siguió hasta una vitrina empotrada en la pared del fondo, donde había una multitud de gargantillas de cuentas y pendientes colocados en sus correspondientes expositores.

Su aroma lo puso a cien. Le costó la misma vida no inclinar la cabeza hasta su hombro para aspirar ese olor y embriagarse con él. Clavó los ojos en la pálida y delicada piel de su cuello…

Se lamió los labios e intentó imaginarse su sabor. Intentó imaginarse lo que sentiría si tuviera esas voluptuosas y generosas curvas pegadas a él. O si viera esos labios hinchados por sus besos y esos ojos mirándolo con las pupilas dilatadas por la pasión mientras le hacía el amor.

La cosa empeoró porque percibía que ella también estaba excitada, lo que incrementó su deseo.

—¿Cuál es tu preferida? —le preguntó, aunque sabía la respuesta.

Una de las gargantillas de estilo Victoriano estaba impregnada con su aroma. Era obvio que se la había probado hacía poco.

—Esta —contestó, señalándola.

La observó acariciar las cuentas negras de ónice y se le puso dura como una piedra. Lo único que deseaba en ese momento era acariciar ese brazo extendido, esa pálida y suave piel, hasta llegar a su mano. Una mano que estaba deseando mordisquear.

—¿Te importaría probártela?

Bride se echó a temblar al escuchar la ronca pregunta. ¿Por qué la ponía tan nerviosa?

Aunque la respuesta estaba clara. Era un hombre muy viril y el escrutinio al que la estaba sometiendo era tan intenso como desconcertante.

Intentó abrocharse la gargantilla, pero le temblaban tanto las manos que fue incapaz de hacerlo.

—Permíteme… —se ofreció él.

Tragó saliva y asintió con la cabeza.

Sintió el cálido roce de esas manos sobre las suyas y su nerviosismo empeoró. Alzó la vista hasta el espejo y se percató de que los ojos verdosos la miraban con tal pasión que la dejaron helada y ardiendo a la vez.

Era sin lugar a dudas el tío más bueno que jamás había pisado la Tierra, y ahí estaba, tocándola. ¡Era para desmayarse!

Le abrochó la gargantilla sin problemas y sus dedos se demoraron un minuto en su cuello antes de retroceder sin dejar de observar su imagen en el espejo.

—Preciosa —susurró, pero no estaba mirando la gargantilla. La miraba a ella a través del espejo. La miraba a los ojos—. Me la llevo.

Dividida entre el alivio y la tristeza, apartó la vista y alzó las manos para quitarse la gargantilla. A decir verdad, le encantaba y no le gustaba deshacerse de ella. La había comprado para exponerla en la tienda, pero su intención había sido la de quedarse con ella.

Pero ¿para qué? Era una obra de arte hecha a mano que costaba seiscientos dólares. No tendría ocasión de ponérsela. Sería un despilfarro y la irlandesa pragmática que había en ella no le permitiría cometer semejante estupidez.

Se la quitó, tragó saliva para librarse del nudo que volvía a tener en la garganta y se encaminó hacia la caja registradora.

Vane la observó sin perder detalle. Estaba mucho más triste que antes. ¡Por los dioses, lo único que quería era verla sonreír! ¿Qué le decía un hombre a una mujer para hacerla feliz?

Las lobas no sonreían, al menos no como las humanas. Sus sonrisas eran mucho más ladinas, más seductoras. Más incitantes. Su gente no sonreía cuando era feliz.

Copulaban cuando eran felices y, en su opinión, ese era el mayor beneficio de ser un animal. Era mejor que ser humano. Los humanos tenían reglas al respecto que nunca había entendido.

Entretanto, Bride colocó la gargantilla en una caja blanca con fondo acolchado.

—¿Se la envuelvo para regalo?

Asintió con la cabeza.

Ella le quitó la etiqueta, la dejó al lado de la caja registradora y sacó un trozo de papel de regalo previamente cortado. Sin mirarlo, envolvió la caja con rapidez y le dijo el precio:

—Son seiscientos veintitrés dólares con ochenta y cuatro centavos.

Seguía sin mirarlo. Sus ojos parecían clavados en el suelo, en algún punto cercano a sus pies. Sintió el extraño impulso de agacharse hasta que sus miradas se cruzaran. Se refrenó mientras sacaba la cartera y le ofrecía la American Express.

Era para partirse de la risa… un lobo con una tarjeta de crédito humana. Claro que estaba en pleno siglo XXI y los que no se adaptaban a los tiempos con rapidez acababan exterminados. Al contrario que muchos de sus congéneres, él tenía propiedades e inversiones. ¡Joder, si hasta tenía un asesor financiero personal!

Bride cogió la tarjeta y la pasó por el terminal.

—¿Trabajas aquí sola? —le preguntó, y no tardó en comprender que había metido la pata, porque su miedo regresó con tal fuerza que estuvo a punto de escapársele un taco.

—No —contestó ella.

Le estaba mintiendo. Lo percibía.

Vas muy bien, imbécil, se dijo para sus adentros. Humanos… jamás los entendería. Pero claro, eran débiles. Sobre todo sus hembras.

Bride le tendió el tíquet de compra.

Molesto consigo mismo por haber aumentado su malestar, firmó y se lo devolvió.

Ella comparó la firma con la que aparecía en la tarjeta de crédito y frunció el ceño.

—Vane Katta…

—Kattalakis —concluyó él—. Es griego.

Se le iluminaron los ojos un poquito mientras le devolvía la tarjeta.

—Es muy diferente a nuestro idioma. No será la primera vez que lo deletrea…

—No.

Guardó su copia del tíquet en un cajón y metió la caja en una bolsita con asas de cordones.

—Gracias —le dijo en voz baja al tiempo que la dejaba en el mostrador, frente a él—. Que tenga un buen día, señor Kattalakis.

Asintió con la cabeza y echó a andar hacia la puerta con el alma en los pies porque no había conseguido hacerla feliz.

—¡Espere! —exclamó ella justo cuando agarraba el picaporte—. Se olvida la gargantilla.

La miró por última vez, a sabiendas de que jamás volvería a verla. Ese rostro tan delicado como el de una diosa, con esos ojazos ambarinos, era precioso. Había algo en ella que le recordaba a los ángeles de Rubens. Era etérea y encantadora.

Y demasiado frágil para un animal.

—No —la corrigió en voz baja—. La he dejado con la mujer que quiero que la tenga.

Bride se quedó boquiabierta y dejó que su respuesta flotara un instante entre ellos.

—No puedo aceptarla.

Él abrió la puerta y salió a la calle.

Bride cogió la bolsa y lo siguió. Iba hacia el centro del Barrio.

Francés y caminaba tan deprisa que tuvo que echar a correr para alcanzarlo.

Lo agarró del brazo y le sorprendió la dureza de sus músculos cuando le dio un tirón para que se detuviera. Sin aliento, alzó la vista hasta su rostro, hasta esos seductores ojos verdosos.

—No puedo aceptarlo —repitió, ofreciéndole la bolsa—. Es demasiado.

Él se negó a cogerla.

—Quiero que la tengas tú.

Sus palabras rezumaban tal sinceridad que solo atinó a mirarlo boquiabierta.

—¿Por qué?

—Porque las mujeres hermosas se merecen cosas hermosas.

Nadie, con excepción de su familia y amigos, le había dicho nunca nada tan bonito. Y ese día en concreto, más que cualquier otro, necesitaba escuchar cosas así. Nunca había imaginado que un hombre pudiera pensar en ella en esos términos. Y escucharlo de boca de un desconocido que estaba como un tren la desarmó por completo.

Sus palabras le calaron tan hondo que… que…

Que se echó a llorar.

Vane se quedó allí plantado sin saber qué hacer. ¿Qué significaba aquello? Los lobos no lloraban. Una loba era capaz de desgarrarle el cuello con los dientes a un hombre que la cabreara, pero jamás lloraba y mucho menos cuando alguien la halagaba.

—Lo siento —le dijo, sin comprender qué había hecho mal—. Pensé que te alegraría. No quería herir tus sentimientos.

Eso la hizo llorar aún más.

¿Qué se suponía que debía hacer? Echó un vistazo a su alrededor, pero no había nadie a quien preguntarle.

A la mierda con su parte humana… Sus dictados le resultaban incomprensibles. De modo que se dejó llevar por su parte animal, que sabía por instinto cómo consolar a un herido.

La alzó en brazos y la llevó de vuelta a la tienda. Los animales siempre estaban más a gusto en su entorno familiar, así que fue cuestión de lógica suponer que con los humanos sucedía lo mismo. Era mucho más fácil superar los problemas rodeado de cosas familiares.

Ella le echó los brazos al cuello y siguió llorando a lágrima viva mientras desandaba el camino. La calidez de sus lágrimas le erizó la piel y le provocó un deseo palpitante.

¿Cómo podía enmendar las cosas?

Bride se odiaba a sí misma por haberse derrumbado de ese modo. ¿Qué coño le pasaba? ¡La estaba llevando en brazos!

¡En brazos! Y no se quejaba de su gordura ni de su peso y tampoco parecía acusar el esfuerzo. El día que se fueron a vivir juntos, le pidió a Taylor medio en broma que cruzara la puerta con ella en brazos y él se echó a reír antes de preguntarle si quería provocarle una hernia.

Esa misma noche le aseguró que lo haría si le regalaba una carretilla elevadora…

Y ese completo desconocido la llevaba en brazos por la calle como si nada. Por primera vez en la vida se sintió casi liviana.

Aunque no se engañaba a sí misma ni mucho menos. Bride McTierney no había sido liviana desde que cumpliera seis meses de edad.

Cuando llegaron a la tienda, él abrió la puerta, entró y la cerró con el talón. Siguió caminando hasta el taburete alto que había tras el mostrador. La sentó con mucha delicadeza, se sacó la camiseta de los pantalones y la utilizó para enjugarle las lágrimas.

—¡Ay! —exclamó. Había estado a punto de sacarle un ojo… Menos mal que no llevaba lentes de contacto o a esas alturas estaría ciega.

—Lo siento —se disculpó él con aire arrepentido.

—No pasa nada —lo tranquilizó, mirándolo con los ojos llenos de lágrimas—. Soy yo la que tiene que disculparse. No tenía intención de que me viera en plena crisis emocional.

—¿Eso es lo que te ha pasado?

¿Estaba hablando en serio?, se preguntó. Eso parecía. Tomó una entrecortada bocanada de aire y se limpió los ojos con las manos.

—No. En fin, lo que pasa es que soy imbécil. Lo siento muchísimo.

Él le ofreció una sonrisa fugaz y seductora.

—No pasa nada. De verdad. O eso creo.

Lo miró sin dar crédito a lo que estaba pasando. ¿Por qué estaba siendo ese hombre tan amable con ella? No tenía sentido.

¿Estaría soñando?

En un intento por recuperar un poco de su dignidad, abrió la caja registradora y sacó el importe exacto de la gargantilla.

—Aquí tiene —le dijo al tiempo que se lo ofrecía.

—¿Por qué me lo das?

—¡Venga ya! Nadie le regala una gargantilla tan cara a una completa desconocida.

Pero se negó a aceptar el dinero. En cambio, abrió la bolsa y sacó la caja. Lo observó mientras la desenvolvía y volvía a ponerle la gargantilla. El contraste entre la calidez de sus manos y la frialdad de las cuentas le provocó un escalofrío.

Se demoró acariciando los mechones que se le habían escapado del recogido sin dejar de mirarla como si fuera un manjar delicioso que se muriera por degustar.

Nadie la había mirado así en toda su vida. No era normal que un hombre tan guapo la mirara de ese modo.

—Te pertenece. Ninguna otra mujer le haría justicia.

Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero parpadeó para librarse de ellas antes de que él llamara a los loqueros. El roce de su mano en el cuello resultaba abrasador.

—¿Qué pasa, ha perdido una apuesta o algo así?

—No.

—Entonces, ¿por qué está siendo tan amable conmigo?

Él ladeó la cabeza como si su pregunta le extrañara.

—¿Necesito un motivo?

—Sí.

Vane estaba confundido. ¿Los humanos necesitaban una razón para mostrarse amables entre ellos? No era de extrañar que los suyos los evitaran.

—No sé qué decir —admitió—. No sabía que había reglas para hacer regalos o para intentar animar a alguien. Parecías tan triste cuando entré, que lo único que quería era hacerte sonreír. —Respiró hondo y le devolvió el dinero—. Quédate con la gargantilla, por favor. Te sienta fenomenal y no tengo a nadie a quien regalársela. Estoy seguro de que mi hermano no la querrá. Es posible que intentara metérmela en algún lugar incómodo si se la diera. Claro que me acojonaría más que no lo intentara…

Eso le arrancó una carcajada. Su risa le aligeró el corazón de inmediato.

—¿Eso que veo es una sonrisa? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza y sorbió con delicadeza por la nariz antes de volver a reírse.

Le devolvió la sonrisa mientras alzaba la mano hasta su fresca mejilla. Estaba preciosa cuando se reía. Sus oscuros ojos ambarinos resplandecían. Antes de pensarlo dos veces, inclinó la cabeza y le besó los párpados, humedecidos por las lágrimas.

Bride se quedó sin respiración cuando sintió el ardiente roce de esos labios sobre la piel. Nadie la había tratado así nunca. Ni siquiera Taylor, con quien había esperado casarse algún día.

Aspiró el aroma dulzón de Vane. Un ligero toque de alguna loción para después del afeitado mezclado con el delicioso olor masculino de su piel.

¡Señor! Era estupendo que la abrazaran justo en ese momento, cuando su vida se estaba desmoronando.

Antes de ser consciente de lo que estaba haciendo, rodeó esa cintura estrecha con los brazos y apoyó la cabeza en su musculoso pecho. Escuchaba los poderosos latidos de su corazón bajo la oreja. Por extraño que pareciera, se sintió segura. Cómoda.

Y sobre todo se sintió deseable. Como si, después de todo, no fuera una auténtica perdedora.

Él aceptó su abrazo sin protestar. Al contrario, dejó que se apoyara en su pecho y, con la mano aún en su rostro, siguió acariciándole la mejilla con el pulgar. Inclinó la cabeza y le dio un casto beso en la coronilla.

El deseo se apoderó de ella de repente. Un deseo que surgió del fondo de su alma y que se extendió por su cuerpo sin más. Un deseo que no comprendía en absoluto.

Bride McTierney jamás había hecho otra cosa en su vida que aquello que se esperaba de ella. Se había graduado en el instituto y había seguido viviendo con sus padres mientras estudiaba en Tulane, donde apenas había salido con nadie y en cuya biblioteca había pasado más noches que en casa.

Después de licenciarse, consiguió un puesto de gerente en un centro comercial, donde estuvo trabajando hasta que su abuela murió y le dejó en herencia el edificio donde había montado la tienda. Había trabajado en ella todos los días sin excepción. Sin importar lo enferma o cansada que estuviera.

Bride McTierney jamás se había desmelenado. El temor y la responsabilidad habían regido su vida desde que nació.

Sin embargo, ahí estaba, abrazando a un completo desconocido. A un desconocido guapísimo que se había mostrado más amable con ella que cualquier otra persona.

Y quería darse el gusto con él. Quería saber, por una vez en la vida, lo que se sentía al besar a un hombre como ese.

Alzó la cabeza, lo miró a los ojos y se echó a temblar a causa de ese intenso e incomprensible deseo. Estaba completamente a su merced.

No, le dijo la voz de la razón.

Se desentendió de ella, alzó las manos y le deshizo la coleta. Una vez suelta, esa melena oscura enmarcó el rostro de un ángel.

La abrasadora mirada de esos ojos verdosos la estaba derritiendo. Lo vio inclinar la cabeza hasta que sus bocas quedaron a una peligrosa distancia, como si estuviera pidiéndole permiso.

Sin aliento, acortó la distancia y lo besó en los labios. Escuchó el gruñido animal que escapó de su garganta antes de que el beso se tornara voraz y apasionado.

Su reacción le resultó sorprendente y de lo más excitante. Ningún hombre había demostrado disfrutar tanto de sus besos como lo estaba haciendo él. Le había tomado la cara entre las manos mientras la devoraba a besos como si estuviera muriéndose de deseo por ella y solo por ella.

Vane la acercó a su cuerpo mientras su parte animal cobraba vida. La deseaba con una desesperación rayana en la locura. Y ella parecía sentir lo mismo, o eso le decían sus apasionados besos. Y el ritmo de su corazón, que latía al compás del suyo.

Además, olía su deseo y eso lo hacía ansiar mucho más. Su parte animal no quedaría satisfecha hasta que la hubiera saboreado a conciencia.

En su mundo, el sexo carecía de significado desde el punto de vista emocional. Era un acto biológico entre dos criaturas, que se realizaba con la finalidad de saciar el celo de la hembra y el deseo del macho. Si no estaban emparejados, era imposible que la loba quedara preñada, como también era imposible la transmisión de enfermedades sexuales entre ellos.

Si Bride fuera una de los suyos, ya estaría desnuda en el suelo.

Pero no era una loba…

Las hembras humanas eran diferentes. Nunca había hecho el amor con ninguna y no estaba seguro de cuál sería su reacción si lo hiciera al estilo habitual entre los de su especie. En comparación con las lobas, las humanas parecían muy frágiles.

A decir verdad, no sabía el motivo del calentón que ella le había provocado. No era normal. Ni una sola vez a lo largo de todos los siglos de su existencia se le había pasado por la cabeza tener una amante humana.

Pero esa…

No podía detenerse. Todos sus instintos le exigían que la hiciera suya.

Su alma de lobo quería saborearla. Quería aspirar su aroma y dejar que su dulzor aliviara la soledad que había padecido su corazón durante los últimos meses mientras sufría por la pérdida de sus hermanos.

Quería dejar de sentirse solo aunque fuera por un instante.

Bride se estremeció cuando los labios de Vane abandonaron su boca y, dejando a su paso un reguero de besos, se trasladaron hasta el cuello donde comenzó a mordisquearla. La barba le raspaba la piel, excitándola hasta que se le endurecieron los pezones. ¡Madre mía!, pensó, ese tío exudaba virilidad por todos los poros de su cuerpo. Estaba cañón. Y cada vez que le daba un lametón se le encogía el estómago en respuesta.

Lo que estaba haciendo era impensable en ella. No tenía por costumbre darse el lote con hombres a los que conocía poco. Mucho menos con desconocidos.

De todas formas, no quería detenerlo. Por una vez en su vida, quería hacer algo extraordinario. Sabía sin lugar a dudas que sería espectacular.

Aterrorizada por lo que estaba a punto de hacer, respiró hondo y se preparó para su rechazo.

—¿Te importaría hacer el amor conmigo?

En lugar de la carcajada que esperaba escuchar, él dejó de mordisquearle el cuello para echar un vistazo a los escaparates de la tienda.

—¿Te da igual que sea aquí?

Le ardieron las mejillas al comprender que en el exterior estaba oscuro y cualquiera que hubiera pasado por la calle los habría visto dándose el lote como dos adolescentes en pleno subidón hormonal.

—Espera —le dijo mientras se bajaba del taburete para cerrar la puerta, poner el cartel de «Cerrado» y bajar la intensidad de las luces.

En ese momento deseó disponer de un apartamento al que llevarlo, pero tal vez aquello fuera mejor. Si salían de allí, era posible que acabara rajándose. Aunque esa sería la opción más inteligente.

O tal vez fuera él quien cambiara de opinión.

No. Quería hacerlo. Deseaba a ese hombre.

Lo cogió de la mano y lo guió hacia la puerta de acceso al almacén. Cuando la abrió, él la detuvo.

Echó un vistazo hacia atrás por encima del hombro y vio que estaba observando el probador situado a su derecha. Sus labios esbozaban una maliciosa sonrisa.

Tiró de ella hacia el probador y, una vez dentro, corrió las cortinas.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó.

Él se quitó la camiseta.

¡Madre del amor hermoso!, pensó sin respiración mientras contemplaba por primera vez su torso desnudo. Había adivinado que tenía un cuerpo fantástico, pero eso…

Sobrepasaba todos sus sueños. Vane tenía unos hombros anchos y un torso que se iba estrechando hasta llegar a una cintura que parecía una deliciosa tableta de chocolate. Sus increíbles abdominales se contraían con el menor movimiento. Una ligera capa de vello le otorgaba un aspecto más masculino si cabía.

Alrededor del hombro izquierdo y del bíceps de ese mismo brazo se apreciaban algunas cicatrices bastante grandes. Una de ellas se asemejaba mucho al mordisco de algún animal.

Tuvo que contenerse para no babear.

Y para no desmayarse.

A decir verdad, ninguna mortal debería estar en presencia de un hombre así sin una bombona de oxígeno…

En ese instante, se desabrochó el botón de los vaqueros y volvió a abrazarla.

—No tengas miedo —susurró—. No te haré daño.

Pero no era eso lo que la asustaba. Lo que la asustaba era su reacción cuando la viera desnuda. ¡Por el amor de Dios! Ahí estaba él, sin un gramo de grasa en todo el cuerpo… ¡y ella con una talla 48!

No tardaría mucho en salir pitando por la puerta entre alaridos…

Sin embargo, en lugar de huir, alzó las manos para soltarle el pelo y se lo colocó alrededor de los hombros. Mientras le pasaba los dedos por los mechones, se acercó a ella y volvió a apoderarse de sus labios.

Encantada con su reacción, soltó un gemido. Estaba claro que ese hombre sabía sacarle partido a su lengua. Podría estar todo el día besándolo sin cansarse.

Deslizó las manos por esos duros pectorales y le sorprendió el maravilloso tacto de su piel. Pasó los dedos sobre los endurecidos pezones y los acarició a conciencia, satisfecha con el ronco gemido que escuchó en respuesta.

Hasta que él hizo ademán de desabrocharle el vestido.

—El almacén es más oscuro —le dijo.

—¿Para qué necesitamos que esté oscuro? —replicó él.

Se encogió de hombros. Taylor siempre había insistido en hacerlo en la más absoluta oscuridad.

Sintió un escalofrío cuando acabó de desabrocharle el vestido y este cayó al suelo. Se preparó para verlo alejarse de ella.

Pero no lo hizo. Aún seguía mirándola con esa expresión ardiente y excitante, y eso que estaba en ropa interior. Gracias a Dios que llevaba las braguitas y el sujetador a juego y que no era uno de sus conjuntos viejos.

Vane jamás se había sentido tan inseguro como en esos momentos. Le tomó la cara con ambas manos y la besó con suma delicadeza, temeroso de hacerle daño. Desde que alcanzó la pubertad, había escuchado historias de lobos que habían matado accidentalmente a humanas mientras copulaban con ellas.

Los huesos humanos carecían de la densidad de los de su especie. Su piel se magullaba con mucha más facilidad.

La instó a apoyarse en la pared con mucho cuidado, de modo que pudiera sentir cada centímetro de ese voluptuoso cuerpo contra el suyo. La mezcla del aroma de su piel con el perfume que llevaba era embriagadora. Le costó la misma vida contener un aullido triunfal.

Mientras intentaba desabrocharle el sujetador, se apartó de sus delicados labios para mordisquearle el mentón. Escuchó el suspiro aliviado que exhaló cuando liberó sus pechos. Eran generosos y turgentes. No conseguía abarcarlos con las manos. Jamás había visto nada más hermoso. Inclinó la cabeza para chuparle un pezón y entretanto ella le enterró los dedos en el pelo.

Cerró los ojos y soltó un gemido de placer cuando lamió el enhiesto pezón.

Llevaba casi un año sin tocar a una hembra; todo un récord para él. Sin embargo, desde la noche que murió su hermana, su vida había ido cuesta abajo y sin frenos y no había deseado a ninguna.

Por no mencionar que el recuerdo de Bride lo había atormentado desde que la vio aquel día en Jackson Square. Todas las noches había soñado con poseerla en todas las posiciones conocidas. Con recorrer cada centímetro de ese delicioso cuerpo.

Había pasado horas arrepintiéndose por no haberla seguido y dejar que Sunshine se las apañara sólita.

Proteger a Sunshine le había costado todo lo que tenía y ¿para qué? ¿Para que un puto Cazador Oscuro fuera feliz?

«Todas las buenas obras reciben su castigo.»

Esa era el dicho preferido de Fury. Un lobo sinvergüenza, informal y egoísta como nadie, pero que en ocasiones se mostraba sorprendentemente perspicaz.

No obstante, con esa mujer entre los brazos, con ese cuerpo delicado y suave pegado a él, sentía una extraña sensación de bienestar desconocida desde hacía meses.

No hizo desaparecer el dolor que sentía por la pérdida de sus hermanos, pero sí lo mitigó.

Y solo por eso esa mujer era magnífica.

Bride era incapaz de hilar un solo pensamiento mientras observaba a Vane darse un festín con sus pechos. Parecía estar degustando un manjar divino. Se sintió arder de deseo. Ese hombre era espectacular.

Había entornado los párpados y sus ojos parecían muy oscuros. Observó el reflejo de su espalda en el espejo y contempló con extrañeza las cicatrices que desfiguraban esa suave piel bronceada. Las acarició con la yema de los dedos mientras él dejaba su pecho derecho para torturar el izquierdo.

¿Qué le habría pasado para tener tantas cicatrices? Nunca había visto nada parecido. Algunas de ellas parecían hechas por garras y dientes afilados, como si lo hubiera atacado algún animal salvaje. Había una particularmente larga y profunda. Bajaba desde la parte inferior del hombro hasta uno de los costados.

Estaba rodeado por una especie de aura letal y, sin embargo, se comportaba con una ternura exquisita. En esos momentos estaba acariciándole el vientre y sus dedos dejaban un rastro ardiente a su paso.

Con los ojos entrecerrados, observó en el espejo cómo introducía una mano bajo el elástico de sus braguitas negras para tocarla de forma más íntima.

La sensación de esos dedos largos internándose en el lugar más sensible de su cuerpo le arrancó un gemido. Y volvió a gemir a medida que contemplaba en el espejo el movimiento de esa mano cuyos dedos la iban penetrando con suavidad.

Verlo y sentirlo era demasiado.

Además, gracias a los espejos podía verlo desde varios ángulos distintos, lo que era extraño. Podía ver cómo le hacía el amor.

Debería sentirse avergonzada, pero no era así. Ni siquiera estaba incómoda. En todo caso, sentía una euforia muy extraña.

Que un hombre como ese se mostrara tan excitado con ella…

Era inimaginable.

Siguió besándola hasta que llegó al vientre. Una vez allí, sacó la mano de las braguitas y se las quitó desgarrándolas con los dientes. Le quitó las sandalias y, antes de arrojarlas al suelo por encima del hombro, se tomó tiempo para acariciarle el empeine de los pies.

Se arrodilló frente a ella y la miró con una expresión ardiente, apasionada y voraz. Aunque estaba desnuda, él todavía no se había quitado los vaqueros.

Vane era incapaz de respirar mientras la contemplaba. Aún percibía cierto miedo en ella, pero quedaba sofocado por el deseo.

Quería aplastarla contra él y tomarla como el animal salvaje que era. Quería enseñarle cómo copulaba su especie, con ímpetu y con grandes dosis de dominación.

Pero no quería asustarla. Sobre todo, no quería hacerle daño.

Era demasiado vulnerable.

Una loba adoptaría forma humana para la cópula. Caminaría contoneándose alrededor de los machos disponibles, volviéndolos locos de deseo hasta que estuvieran preparados para matarse por ella.

Como hacían en ocasiones.

Siempre había pelea para conseguir a la hembra. Después, ella elegía al que más la hubiera impresionado con su físico y sus habilidades. Por regla general, era el vencedor el que copulaba, aunque no siempre sucedía así. Su primera amante lo había reclamado a pesar de haber perdido la lucha porque le había gustado la pasión que había demostrado al pelear por ella.

Una vez que hacía la elección, la loba se desnudaba y se ofrecía a su campeón. El macho la inmovilizaba en el suelo y procedía a demostrarle durante toda la noche el vigor que poseía. A su vez, ella pasaba la noche poniéndolo a prueba. Intentaba quitárselo de encima, cosa que el macho debía evitar a toda costa. Si mostraba signos de cansancio antes de que amaneciera o de que ella quedara totalmente satisfecha, otro ocuparía su lugar.

Esa era la mayor ignominia que podía sucederle a un lobo. Que una hembra tuviera que reclamar un segundo macho.

Él jamás había pasado por esa vergüenza.

Y jamás había poseído a una mujer como Bride. Una que no mordía y que no le clavaba las uñas mientras le exigía que la complaciera. En el fondo de su alma, debía reconocer que apreciaba la novedad.

La ternura.

En una vida regida por la violencia, por el afán territorial y por la sangre, era agradable encontrarse con un respiro. Con las suaves caricias de una amante.

Su parte humana lo ansiaba.

La ansiaba a ella.

Bride se mordió el labio inferior mientras él le separaba las piernas. Su aliento la abrasó. Lo vio cerrar los ojos y apoyar la cabeza en su muslo como si estuviera saboreando el simple hecho de estar con ella. La ternura del gesto le provocó un nudo en la garganta.

Acarició una de sus ásperas mejillas y el roce de su barba avivó aún más el deseo. Él giró la cabeza para mordisquearle los dedos con afán juguetón.

Sonrió sin dejar de mirarlo hasta que le separó los muslos aún más y la acarició con la boca. Siseó de placer y notó que se le aflojaban las rodillas.

Tuvo que echar mano de todas sus fuerzas para no caerse al suelo. Entretanto, él se dispuso a devorarla. No encontraba otra palabra que lo describiera mejor. La lamió y la excitó hasta que todo comenzó a darle vueltas y cuando se corrió, el orgasmo fue intenso y largo. Gritó mientras sus caricias la consumían.

Escuchar a Bride gritar de placer le arrancó un gruñido. Al igual que su sabor. Como todos los machos de su especie, se enorgullecía de los orgasmos de sus compañeras. No había nada más maravilloso que escuchar los gritos de una amante en pleno éxtasis. No había nada más maravilloso que saberse capaz de satisfacer a una hembra.

Dejó un reguero de besos por su cuerpo a medida que se ponía en pie. Ella lo estaba mirando con el asombro pintado en las profundidades ambarinas de sus ojos. La cogió de la mano y se la colocó sobre su palpitante erección.

Bride tragó saliva mientras introducía la mano bajo los vaqueros. El crespo vello púbico le hizo cosquillas cuando encontró lo que buscaba. Cuando lo rodeó con los dedos escuchó el ronco gemido que brotó de su garganta, un sonido salvaje como el de un animal. La tenía muy grande y ya estaba humedecida y durísima.

Mientras lo acariciaba, él le tomó la cara con ambas manos y le dio un beso abrasador. La simple idea de tener esa polla dura bien dentro la hacía temblar de deseo.

Vane se alejó de ella un instante para quitarse las botas. Cuando se llevó las manos a la cremallera, contuvo el aliento. Lo observó sumida en una especie de trance sensual mientras se bajaba los pantalones y se quedaba…

¡En bolas!

No había nada más sexy que un tío que se atreviera a ir sin ropa interior. Claro que tampoco había nada más sexy que el tío que tenía frente a ella en esos momentos.

Dominante y atrevido. Salvaje. Y la hacía temblar de un modo incontrolable.

Tras arrojar los vaqueros a un rincón, la apartó de la pared. Menos mal que el probador era más espacioso de lo habitual, pensó. Lo diseñó de ese modo pensando en las mujeres que tuvieran que entrar con cochecitos de bebé o con niños pequeños. Así que tenían espacio de sobra.

Vane se colocó a su espalda y ella lo miró a través del espejo. Le sacaba una cabeza y la sonrisa torcida que esbozaban sus labios en esos momentos acabó de desarmarla.

—Eres tan hermosa… —le dijo, con voz ronca y rebosante de pasión.

Jamás se había sentido así. Por regla general, evitaba mirarse al espejo. Sin embargo, había algo tremendamente erótico en el hecho de estar contemplándose mutuamente en los tres espejos del probador.

Vane le apartó el pelo del cuello para darle un mordisquito en esa zona tan sensible y notó que deslizaba la lengua sobre las cuentas de la gargantilla. Sus manos, entretanto, le cubrieron los pechos antes de que una de ellas volviera a bajar hacia los rizos rojizos de su entrepierna.

No supo muy bien cómo lo hizo, pero logró que ambos acabaran en el suelo a la vez, sin separarse. ¡Menuda fuerza tenía! Se echó hacia atrás hasta rozar la parte más ardiente, dura y masculina de su cuerpo…

Notó que le lamía los pliegues de la oreja antes de darle un profundo lametón al tiempo que la penetraba desde atrás. La sensación de tenerlo dentro le arrancó un grito de placer.

Lo vio alzar la cabeza para poder observarla mientras se hundía hasta el fondo en ella.

No podía respirar ni pensar a causa del abrumador asalto del placer. Se limitó a mirarlo mientras le hacía el amor. A mirar su mano mientras la acariciaba al ritmo de sus poderosas embestidas.

Vane soltó otro gruñido cuando se sintió rodeado por la humedad del cuerpo femenino. Un cuerpo mucho más delicado que el de una loba. Puesto que eran luchadoras innatas, las hembras de su especie tenían cuerpos musculosos y resistentes. A esas alturas, cualquiera de ellas estaría intentando morderle. Estaría clavándole las uñas en el brazo, exigiéndole que siguiera satisfaciéndola. Exigiéndole que se moviera más rápido para volver a correrse.

Pero Bride no lo hacía.

Bride no le exigía nada mientras se tomaba su tiempo y la poseía despacio y con delicadeza. No intentó apartarse de él. Al contrario, se apoyó en su pecho y comenzó a soltar los gemidos más increíbles que jamás había escuchado cada vez que se hundía en ella. Se rindió por completo.

El gesto exigía una gran dosis de confianza.

Jamás había experimentado nada parecido.

Llevaba meses soñando con lo que sentiría si la tuviera entre los brazos. Y por fin lo sabía.

Era una mujer sublime. En ese momento, Bride alzó la mano para enterrar los dedos en su pelo y acercarlo más a ella.

—Dios, Vane… —musitó mientras se frotaba contra su mejilla.

Notó que sus poderes aumentaban cuando le besó la mejilla e incrementó el ritmo de las caricias de sus dedos. Bride dio un respingo y volvió a gemir en respuesta. En ese instante notó que su miembro se alargaba. El lobo que había en él gruñó de satisfacción.

Aulló ante la húmeda y ardiente sensación del cuerpo que lo rodeaba. Como siempre sucedía, sus poderes alcanzaron el punto álgido. El sexo siempre tenía ese efecto en los miembros de su especie, los fortalecía.

Los hacía más peligrosos.

Una de las manos de Bride cubrió la suya. Verla expuesta ante él mientras la penetraba una y otra vez le desbocó el corazón. Sus poderes vibraban por su cuerpo hasta un punto casi insoportable.

Bride no podía respirar a causa del intenso placer que Vane le estaba provocando. Ese era el mejor polvo de su vida. Lo sentía duro y enorme en su interior. Imparable. Y por extraño que pareciera, tenía la impresión de que seguía aumentando de tamaño. Ya la llenaba a tope, pero no le resultaba doloroso ni mucho menos.

El siguiente orgasmo fue aún más intenso que el anterior. Gritó con tal fuerza que se quedó ronca. Exhausta. Su cuerpo se estremecía de forma incontrolable mientras Vane continuaba dándole placer.

—Así, nena —le susurró—. Córrete otra vez.

Y lo hizo. Como nunca lo había hecho hasta entonces. Fue una experiencia tan intensa que no tenía muy claro si podría sobrevivir. ¡Madre del amor hermoso! ¿Habría algo más maravilloso que eso?

Cada embestida de sus caderas incrementaba el placer y la sensibilidad. ¡Ese debía ser el orgasmo más largo de su vida!

Vane la estrechó con fuerza cuando se sintió al borde del clímax. Incrementó el ritmo de sus movimientos a medida que se acercaba al momento. Ella giró la cabeza en ese instante y le dio un beso en los labios, un beso rebosante de ternura. Y que lo arrojó al precipicio. La abrazó mientras se corría en su interior. Al contrario de lo que les sucedía a los humanos, la cosa no acababa allí. Su orgasmo duraría varios minutos.

Sin dejar de abrazarla, utilizó sus poderes para intensificar el placer, de modo que no se percatara del tiempo que seguía enterrado en ella hasta quedar saciado. Apoyó la cabeza en su cuello y aspiró su maravilloso aroma. Se embriagó con él.

Enterrado aún en ella, la movió con suma delicadeza mientras el orgasmo llegaba a su fin, dejando tras él una absurda sensación de paz y tranquilidad.

No podía dejar de mirarla a medida que su cuerpo se relajaba. Poco a poco. Con suma placidez.

La mantuvo en su regazo y observó la sonrisilla que aún le curvaba los labios. Esa mujer era una diosa. Simple y llanamente. Con sus generosos encantos y su voluptuosidad, era el sueño de cualquier hombre.

—Ha sido increíble —musitó ella, alzando una mano para acariciarle el mentón con la punta de los dedos.

—Sí —susurró en voz baja, todavía sorprendido por lo que había sentido al poseer a una humana.

Tal vez Aquerón tuviera razón después de todo. Tal vez fuese más humano de lo que creía. Era la única explicación que se le ocurría para la extraña placidez que sentía.

Al otro lado de la cortina del probador sonó un teléfono.

Bride dio un respingo y miró su reloj de pulsera.

—¡Ay, no! —exclamó—. Esa debe de ser Tabitha. He quedado para cenar con ella y con su hermana.

Vane suspiró. Por alguna razón que no atinaba a comprender, no quería dejarla marchar. No quería que se separara de su lado.

Si fuera una loba, ni siquiera se le pasaría por la cabeza dejarlo antes del amanecer.

Pero no lo era.

Y quedarse era una locura. Él era un lobo sobre el que pendía una sentencia de muerte y ella, una humana.

Habían compartido algo excepcional, pero ya era hora de sacársela de la cabeza.

Para siempre.

Salió de ella al tiempo que le daba un beso en la mejilla y se puso en pie para vestirse.

Bride fue sintiéndose un poco incómoda a medida que Vane le tendía la ropa. Ni siquiera le pidió su número de teléfono ni nada por el estilo mientras se ponía los vaqueros y las botas.

¿Se arrepentía de lo que habían hecho?

Quería pedirle el teléfono, pero su orgullo se lo impedía. Tal vez fuese una estupidez, pero después de lo de Taylor no quería arriesgarse a que su ego sufriera un nuevo golpe la misma noche.

Vane le abotonó el vestido antes de ponerse la camisa.

—¿Tienes el coche cerca? —le preguntó.

—Está aparcado en la parte de atrás, pero pensaba ir andando al restaurante. Está a un par de manzanas de aquí.

Él le acarició el pelo con delicadeza. Había cierto aire de tristeza en sus ademanes.

—¿Te gustaría que te acompañara?

Asintió con la cabeza.

Vane descorrió la cortina para dejarla pasar, aunque ella se demoró para observarlo mientras se metía la camiseta por la cintura de los vaqueros y se pasaba la mano por el pelo para peinárselo un poco.

No había ni rastro de alegría en él. En cambio, parecía estar rodeado por un aura intensa, violenta.

La esperó en el exterior mientras ella conectaba la alarma y cerraba la puerta.

La incomodidad aumentó en la calle, cuando consiguió mirarlo con una sonrisa. La noche era un poco fría, pero él no parecía notarlo. Cuando echaron a andar hacia el restaurante preferido de Tabitha, el Acme Oyster House, Vane le echó el brazo por los hombros.

Caminaron en silencio. Le habría gustado hablar, pero ¿qué podía decirle al tío con el que acababa de echar el mejor polvo de su vida?

A un tío que no conocía.

A un tío al que, posiblemente, no volvería a ver jamás.

¡Qué asco de momento!, pensó. Era la primera vez en su vida que había tenido un rollo de una noche. Y resultaba desconcertante haber hecho algo tan íntimo con un completo desconocido.

Vane aminoró el paso cuando se acercaron al restaurante.

Ella echó un vistazo al interior a través del enorme ventanal pintado. Había estado en lo cierto. Sus amigas ya estaban sentadas y Tabitha estaba utilizando el móvil. Seguro que había sido ella quien había llamado y si no entraba rápido, comenzaría a preocuparse.

—En fin —dijo, apartándose de él—, supongo que ahora es cuando nos decimos adiós.

Vane asintió con la cabeza y le ofreció una sonrisa afable.

—Gracias, Bride.

—No —lo corrigió, acariciando la gargantilla que le había regalado—. Gracias a ti.

Él le besó la mano antes de darse la vuelta, meterse las manos en los bolsillos y alejarse despacio hacia Bourbon Street. Con el corazón en un puño, observó sus andares, masculinos y letales.

—¿Bride?

Cuando se giró, se encontró con Mina Devereaux en el vano de la puerta.

—¿Estás bien? —le preguntó su amiga.

Hizo un gesto afirmativo y se obligó a entrar en el restaurante. Mina la condujo a una mesa situada cerca del ventanal, donde las esperaba su hermana Tabitha.

—Hola, Bride —la saludó esta mientras desenvolvía un panecillo—. ¿Estás bien? Pareces un poco distraída.

—No sé —contestó al tiempo que tomaba asiento frente a su amiga—. He tenido el día más extraño de mi vida y creo que acabo de cometer el error más garrafal de todos los tiempos.

Claro que no sabía si el error había sido el de echar un polvo con un extraño o el de haberlo dejado marchar sin más.