Es hora de hablar de Raymond Andrew Joubert. No será fácil, pero lo haré lo mejor posible. De modo que sírvete otra taza de café, querida, y si tienes a mano una botella de coñac, vale más que te recetes una copita. Aquí viene Tercera Parte.
Encima de la mesa, junto a mí, tengo todos los recortes de prensa, y si consigo hacer acopio del valor suficiente para remitirte esta carta (empiezo a pensar que sí), incluiré fotocopias de ellos. Pero las noticias y los artículos no te dirán todo lo que yo sé, y mucho menos todo lo que hay que saber…, dudo de que alguien (incluido el propio Joubert) tenga la más ligera idea de todas las cosas que Joubert hizo, lo cual probablemente es una suerte. Lo que los periódicos apenas pudieron insinuar y lo que no publicaron en absoluto es forraje de pesadilla y, desde luego, yo no hubiera querido enterarme de todo eso. La mayor parte del material que no está en los periódicos me llegó en el curso de la semana pasada, por cortesía de un Brandon Milheron insólitamente tranquilo y extrañamente compuesto. Le había pedido que viniese a verme en cuanto la conexión entre la historia de Joubert y la mía fuera demasiado obvia como para pasarla por alto.
—Crees que era ese tipo, ¿verdad? —me preguntó—. El que estaba en la casa contigo, quiero decir.
—Brandon —repuse—. Sé que es ese individuo.
Suspiró, se contempló las manos durante un minuto y luego alzó la cabeza para mirarme. Estábamos en esta misma habitación, eran las nueve de la mañana y no había sombras que ocultasen su rostro.
—Te debo una excusa —declaró compungido—. No te creí entonces…
—Lo sé —dije yo, todo lo amablemente que pude.
—… pero ahora sí. Santo Dios. ¿Cuánto deseas saber?
Respiré hondo, antes de contestar:
—Todo lo que puedas averiguar.
Quiso saber por qué.
—Lo que pretendo decir es que, si afirmas que es asunto tuyo y que debo apartarme, supongo que tendré que aceptarlo, pero me estás pidiendo que vuelva a abrir un caso que la firma considera cerrado. Si alguien que sepa que estuve espiando para ti el pasado otoño se percata de que este invierno me dedico a husmear en torno a Joubert, no es imposible que…
—Que te metas en algún lío —concluí. Era algo que no se me había ocurrido.
—Sí —confirmó—, pero eso no me preocupa demasiado, soy un gran tipo y puedo cuidar de mí mismo… Al menos, eso creo. Tú me preocupas mucho más, Jess. Es posible que vuelvas a aparecer en las primeras páginas de los periódicos, después de todo lo que nos ha costado quitarte de ellas lo más rápida y apaciblemente posible. Incluso aunque eso no haya sido lo más importante… ni con mucho lo más importante. Éste es el más repugnante caso criminal que ha aparecido en el norte de Nueva Inglaterra desde la segunda guerra mundial. Quiero decir que parte de esta espantosa materia es radiactiva y tú no deberías meterte a bombo y platillos en la zona afectada por la lluvia sin tener una buena razón para ello. —Se echó a reír, un poco nerviosamente—. Rayos, tampoco yo debería aventurarme por ahí sin tener una buena razón.
Me levanté, fui hasta él y tomé con la mano izquierda una de las suyas.
—Ni en un millón de años podría explicarte el motivo —dije—, pero creo que puedo explicarte qué… se logrará con eso, al menos de entrada.
Al tiempo que Brandon inclinaba la cabeza, su mano se plegó sobre la mías.
—Hay tres cosas —dije—. Primera, necesito saber que él es real. Segunda, necesito saber que las cosas que hizo son reales. Tercera, necesito saber que nunca, cuando me despierte, lo veré de pie en mi dormitorio.
Eso trajo a mi mente todo lo pasado, Ruth, y rompí a llorar. En aquellas lágrimas no había truco alguno ni nada calculador; simplemente brotaron. No podía hacer nada para cortarlas.
—Ayúdame, por favor, Brandon —pedí—. Cada vez que apago la luz, está ahí quieto, al otro lado del cuarto, observándome desde la oscuridad, y me temo que, so pena de que le enfoque con un proyector, esto va a continuar eternamente. No hay nadie más a quien pueda preguntarle, y tengo que saber. Ayúdame, por favor.
Me soltó la mano, sacó un pañuelo de alguna parte de su escandalosamente pulcro traje de abogado y me secó el rostro con él. Lo hizo tan amorosamente como solía hacerlo mi madre cuando entraba en la cocina llorando a moco tendido porque me había despellejado la rodilla. Eso era en mis años infantiles de verdad, antes de que me convirtiese en la rueda chirriante de la familia, ¿comprendes?
—Está bien —accedió por último—. Averiguaré todo lo que pueda y te lo transmitiré…, es decir, hasta que me digas que lo deje. Pero tengo la impresión de que es mejor que te aprietes bien el cinturón de seguridad.
Descubrió una barbaridad de cosas y ahora voy a contártelas, Ruth, pero, te aviso: tenía razón cuando dijo lo del cinturón de seguridad. Si decides saltarte las páginas siguientes, lo entenderé. A mí me gustaría poder ahorrarme el escribirlas, pero me parece que eso es parte de la terapia. La última parte, confío.
Este capítulo de la historia —que supongo podríamos titular «El relato de Brandon»— empieza allá por mil novecientos ochenta y cuatro o mil novecientos ochenta y cinco. Fue cuando empezaron a producirse aquellos casos de vandalismo en diversos cementerios del distrito de los Lagos del Maine occidental. Se informó de otros similares en una docena de pequeñas poblaciones al otro lado de la frontera interestatal y en el interior de New Hampshire. Actos como levantamiento de losas funerarias, pintadas con pulverizador y robo de banderas conmemorativas son moneda corriente entre los gamberros con ganas de armarla y, naturalmente, siempre hay un montón de calabazas reventadas en el camposanto local el primero de noviembre, pero estos delitos iban mucho más allá de la trastada o la ratería en plan divertido. «Profanación», fue la palabra que empleó Brandon cuando vino, la semana pasada, con su primer informe, y ésa era también la palabra que había empezado a aparecer en la mayor parte de los impresos de informes criminales de la policía hacia mil novecientos ochenta y ocho.
Para las personas que los descubrían y para quienes se encargaban de investigarlos, aquellos delitos eran en sí mismos anormales, pero el modus operandi resultaba bastante sensato; minuciosamente organizados y proyectados. Alguien —posiblemente dos o tres alguien, aunque lo más probable era que se tratase de una sola persona— invadía criptas y mausoleos en los cementerios de pequeñas ciudades con la misma eficiencia del ladrón que allana una casa o una tienda. Al parecer, emprendía aquellos trabajos equipado con taladradoras, alicates universales, sierras para metales y hasta es posible que un torno… Brandon dice que un montón de vehículos de cuatro ruedas van provistos de ellos hoy en día.
Los allanamientos se producían siempre en criptas y mausoleos, nunca en sepulturas individuales, y casi todos ellos se llevaron a cabo en invierno, cuando el suelo está demasiado duro para excavarlo y los cadáveres se almacenan a la espera de que el hielo y la escarcha desaparezcan. Una vez el profanador forzaba la entrada, recurría a la taladradora y los alicates universales para abrir los ataúdes. Entonces despojaba sistemáticamente a los muertos de toda alhaja que pudiesen llevar encima desde que los enterraron; usaba unas tenazas para arrancarles las piezas dentarias y los empastes de oro.
Estos actos son despreciables, pero comprensibles. Sin embargo, el robo no era para este individuo más que el punto de partida. Luego sacaba los ojos, cortaba las orejas y degollaba a los muertos. En febrero de mil novecientos ochenta y nueve se encontraron en el cementerio del Recuerdo, de Chilton, dos cadáveres sin nariz…, al parecer se las habían quitado con martillo y escoplo. El agente que lo descubrió le dijo a Brandon:
—Debió de resultarle la mar de fácil… Sin duda estaban congeladas y lo más probable es que se quebraran como polos. El meollo de la cuestión es, ¿qué hace un tipo con dos narices congeladas, una vez las tiene en la mano? ¿Se las pone como adorno en el llavero? ¿Tal vez se prepara con ellas una tortilla, la espolvorea con queso y la pasa por el microondas? ¿Qué tal?
A casi todos los cadáveres profanados se los encontró sin pies ni manos, a veces también les faltaban las piernas y los brazos y, en algunos casos, el autor de aquellas barbaridades se llevó igualmente la cabeza y los órganos sexuales. Las pruebas forenses sugieren que utilizó un hacha y un cuchillo de carnicero para los trabajos a lo bestia y cierta variedad de escalpelos para las labores finas. Tampoco es que fuese malo. Uno de los agentes del condado de Chamberlain le comentó a Brandon: «Un aficionado con talento. No le dejaría practicar con mi vesícula, pero supongo que confiaría en su habilidad si se tratase de quitarme un lunar del brazo… es decir, si ese tipo estuviese lleno de Halcion o Prozac».
En unos cuantos casos abrió los cuerpos en canal y en otros hendió el cráneo y llenó la cabeza con excrementos de animales. Lo que encontró la policía con más frecuencia fueron casos de profanación sexual. Era un tipo adicto a la igualdad de oportunidades cuando se trataba de llevarse joyas, dientes de oro y piernas o brazos, pero cuando llegaba al equipo sexual —y a practicar el sexo con los muertos—, se ceñía estrictamente al comportamiento del caballero.
Lo cual puede que haya sido una suerte extraordinaria para mí.
Durante el mes siguiente a mi huida de la casa del lago aprendí mucho acerca de los sistemas de trabajo de los departamentos de policía rurales, pero eso no es nada en comparación con lo que he aprendido en el transcurso de la última semana. Una de las cosas más sorprendentes es lo discretos y circunspectos que pueden ser los agentes de las localidades pequeñas. Supongo que cuando, en la zona por la que patrulla, uno conoce y tutea a todo el mundo, e incluso está emparentado con una buena cantidad de ellos, la discreción se convierte en algo tan natural como respirar.
La manera en que trataron mi caso es un ejemplo de esta extraña y compleja discreción; el modo en que manejaron el de Joubert es otro. Recuerda que la investigación se prolongó a lo largo de siete años y, antes de que se diera por concluida, participaron en ella un sinfín de personas: dos departamentos de la policía estatal, cuatro sheriffs de condado, treinta y un agentes y Dios sabe cuántos policías, detectives y comisarios. Estaba allí, en primera línea de sus abiertos archivos y, en mil novecientos ochenta y nueve, tenían incluso un nombre: Rodolfo, como Valentino. Hablaban de Rodolfo en el Tribunal Federal, mientras aguardaban para declarar como testigos en otros casos, comparaban notas relativas a Rodolfo en los seminarios que sobre aplicación de la ley se desarrollaban en Augusta, Derry y Waterville, discutían acerca de aquel individuo en las pausas para tomar café. «Y lo llevábamos a casa», le dijo a Brandon uno de los policías, casualmente el mismo que le contó lo de las narices. «Apueste a que sí. Los tipos como nosotros siempre llevamos a casa a los sujetos como Rodolfo. Uno capta los últimos datos en las barbacoas de los patios traseros, puede tener la suerte de tropezar con un colega de otro departamento mientras observa a sus niños, que juegan la liga infantil. Porque uno nunca sabe cuándo va a dar con el detalle que le permitirá encajarlo todo y acertar de lleno en el blanco de la solución».
Pero ahora viene la parte realmente asombrosa (y es probable que vayas por delante de mí…, es decir, si no estás en el aseo arrojando los pastelitos): durante todos estos años, las autoridades conocían la existencia de ese monstruo vivo —un profanador de tumbas, en realidad— que campaba por la zona occidental del Estado, ¡y la historia no salió a la superficie hasta que cogieron a Joubert! En cierto sentido, a mí eso me pareció extraordinario y un poco fantasmagórico, pero en otro, mucho más amplio, lo consideré portentoso. Supongo que la aplicación de la ley es una batalla que no marcha muy bien en un montón de grandes ciudades, pero aquí, en East Overshoe, cualquier cosa que se haga parece funcionar de maravilla.
Naturalmente, puedes argumentar que queda una enorme cantidad de espacio para las mejoras, cuando piensas en los siete años que ha costado pescar a un psicópata como Joubert, pero Brandon me lo aclaró en un santiamén. Me explicó que el perpetrador (ésa fue la auténtica palabra que utilizaron) operaba exclusivamente en poblaciones pequeñas, donde los presupuestos son bajos y las autoridades policíacas sólo atienden los delitos más graves y los problemas inmediatos…, lo cual significa crímenes contra los vivos con preferencia a crímenes contra los muertos. La policía asegura que en la mitad occidental del estado operan al menos dos organizaciones de cacos automovilísticos y cuatro talleres que desmantelan los coches y los «colocan» luego por piezas, y ésos no son más que los que conocen. Después están los asesinos, los maridos que apalean a sus esposas, los ladrones, los que se saltan los límites de velocidad y los borrachos. Y, por encima de todo, el viejo asunto de la droga. Se compra, se vende, se expansiona y la gente se pelea o se mata por ella. Según Brandon, el jefe de policía de Norway ni siquiera se molesta ya en emplear la palabra cocaína: la llama Colocona en polvo, y en sus informes por escrito la designa así: Colocona en polvo. Me parece que he captado lo que pretende decir. Cuando eres un polizonte de pueblo tratando de mantener a raya a toda la compañía de monstruos en un Plymouth con cuatro años de vejez a cuestas y que parece que se va a desencuadernar en cuanto pasas de los ciento diez, ordenas en seguida tu trabajo según la importancia de cada tarea, y un fulano al que le gusta juguetear con los muertos dista mucho de figurar en los primeros puestos de la lista de prioridades.
Escuché todo eso y me mostré de acuerdo en parte, pero no en todo.
—Algo de eso puede que sea cierto, pero hay otras cosas que me parecen acomodaticias —comenté—. Quiero decir que lo que Joubert estaba haciendo… bueno, era algo más que simplemente juguetear con los muertos, ¿no es verdad? ¿O me equivoco?
—No te equivocas en absoluto —respondió Brandon.
A lo que ninguno de nosotros deseábamos llegar era a poner el dedo en la llaga y reconocer que, durante siete años, aquel alma aberrante había revoloteado de pueblo en pueblo, haciendo felaciones a los muertos, y a mí me parecía que poner coto a eso era muchísimo más importante que sorprender a quinceañeras mangando cosméticos en la perfumería local o identificar a la persona que se dedica a cultivar hierbas de tía maría en la arboleda del terreno situado detrás de la iglesia anabaptista.
Sin embargo, lo importante es que nadie se olvidó de él y que todos los polizontes siguieron comparando sus notas. Un perpetrador como Rodolfo pone nerviosos a los sabuesos por toda clase de razones, pero la principal es que un fulano lo bastante majareta como para hacer aquello a los muertos, también podría ser lo bastante chalado como para intentar repetir la jugada con los vivos…, aunque uno no seguiría vivo mucho tiempo después de que Rodolfo decidiera abrirle la cabeza con su fiel hacha. A la policía también le inquietaba el destino de las extremidades perdidas: ¿para qué las querría? Brandon dice que vio un memorándum, no muy digno de confianza, en el que se apuntaba: «Quizá Rodolfo el Amante es en realidad Aníbal el Caníbal», y que circuló fugazmente por la oficina del sheriff del condado de Oxford. Lo destruyeron, no porque se considerase una broma de mal gusto —que no lo era—, sino porque el sheriff temió que el comentario se filtrase a la prensa.
Cada vez que los departamentos locales de servidores de la ley disponían de hombres y de tiempo para dedicarlos a aquel caso, ponían agentes de guardia en uno u otro cementerio. Hay profusión de camposantos en el Maine occidental y supongo que, por la fecha en que el asunto se solucionó, aquellas misiones constituían para muchos de esos agentes una especie de entretenimiento. La teoría estriba en que si uno insiste en tirar los dados una y otra vez durante el tiempo suficiente, tarde o temprano acaba por conseguir los puntos que necesita.
Y eso, en esencia, es lo que al final ocurrió.
A principios de la semana pasada —ahora hace unos diez días—, el sheriff del condado de Castle, Norris Ridgewick, y uno de sus ayudantes estaban aparcados en la puerta de un granero abandonado, cerca del cementerio. Se encuentra en una carretera secundaria, junto al portón trasero. Eran las dos de la madrugada y se aprestaban a dar por concluida la vela nocturna cuando el ayudante, John LaPointe, oyó el ruido de un motor. No vieron la furgoneta hasta que frenó delante de la verja porque aquella noche nevaba y el individuo conducía con los faros apagados. El agente LaPointe quiso prender al fulano en cuanto le vieron apearse de su vehículo y poner manos a la obra, con una palanqueta, ante la verja de hierro forjado del cementerio, pero el sheriff le contuvo.
—Ridgewick es un tipo de aire extraño —me explicó Brandon—, pero conoce el valor de una buena metedura de pata. Nunca pierde de vista al tribunal, por muy tensa que sea una situación. Aprendió de Alan Panghorn, el hombre que le precedió en el cargo, y eso significa que tuvo el mejor de los maestros.
Diez minutos después de que la furgoneta franquease la entrada del cementerio, Ridgewick y LaPointe la siguieron, también con las luces apagadas y con las ruedas del coche patrulla apenas crujiendo sobre la nieve. Siguieron las rodadas de la furgoneta hasta estar casi totalmente seguros del destino de aquel sujeto: la cripta construida en la ladera de la colina. Tanto uno como otro pensaban en Rodolfo, pero ninguno de los dos lo expresó en voz alta. LaPointe dijo que hubiera sido como gafar a un jugador que no da pie con bola.
Ridgewick dijo a su ayudante que detuviera el automóvil en el lado del monte opuesto al de la cripta: quería proporcionar al fulano toda la soga que necesitara para ahorcarse. Al final, Rodolfo terminó con cuerda suficiente como para colgarse. Ridgewick y LaPointe se lanzaron con las armas empuñadas y las linternas encendidas, sorprendieron a Raymond Andrew Joubert en el instante en que tenía un ataúd a medio abrir. Empuñaba el hacha con una mano, tenía el pene en la otra y LaPointe manifestó que se disponía a atarearse con las dos.
Supongo que ambos debieron de llevarse un susto de muerte al iluminarle con las linternas, cosa que no me sorprende nada…, aunque, modestia aparte, estoy en mejores condiciones que la mayoría para imaginar la escena de aquel tipo sorprendido en la cripta de un cementerio a las dos de la madrugada. Dejando a un lado otras circunstancias, Joubert sufre acromegalia, progresivo crecimiento de manos, pies y rostro que se produce por disfunción de la hipófisis. Eso es lo que causó el abultamiento de su frente y la turgencia de sus labios. También tenía los brazos anormalmente largos; le colgaban a los costados hasta llegarle a las rodillas.
Cosa de un año antes se había producido un enorme incendio en Castle Rock —se quemó casi todo el centro de la urbe— y por aquellas fechas el sheriff tenía en chirona a los delincuentes más peligrosos de Chamberlain o Norway, pero ni al sheriff Ridkewick ni al agente LaPointe les hacía ninguna gracia conducir a las tres de la madrugada por carreteras cubiertas de nieve, de modo que llevaron al detenido al restaurado cobertizo que usaban entonces como cuartelillo.
—Alegaron lo tarde que era y lo nevadas que estaban las carreteras —dijo Brandon—, pero creo que había algo más que eso. No creo que el sheriff Ridgewick quisiera entregar la piñata a ningún otro colega hasta haber disfrutado de la ocasión de meterle mano él. De todas formas, Joubert no parecía estar en dificultades: sentado en el asiento posterior del coche patrulla, aparentemente tan dichoso como una almeja en pleamar, daba la impresión de ser un personaje recién salido de un episodio de Cuentos de la cripta e —Ridgewick y LaPointe juran que es cierto— iba cantando Los dos tan felices, esa vieja canción de los Turtles.
Ridgewick solicitó por radio que un par de agentes temporeros se reunieran con él. Se aseguró de que Joubert quedaba a buen recaudo y, antes de marcharse con LaPointe, comprobó que los agentes estuviesen armados de escopetas y dispusieran de una buena provisión de café. Se dirigieron nuevamente al cementerio de la Patria, en busca de la furgoneta. Ridgewick se enfundó los guantes, se sentó encima de una de esas bolsas Hefty de plástico verde que los polizontes llaman «mantas de pruebas», cuando las utilizan en un caso, y condujo el vehículo de regreso a la población. Lo llevaba con todas las ventanillas abiertas y dijo que la furgoneta apestaba como una carnicería después de estar seis días con la cámara frigorífica sin funcionar por falta de energía eléctrica.
Ridgewick tuvo ocasión de echar una buena mirada a la parte trasera de la furgoneta cuando paso bajó las luces del garaje municipal. En los compartimentos de almacenaje, a ambos lados de la caja del vehículo, colgaban varias extremidades en estado de descomposición. Había también una cesta de mimbre, mucho más pequeña que la que yo vi, y una caja de herramientas llena de útiles propios de los salteadores de viviendas. Cuando Ridgewick abrió la cesta de mimbre encontró en su interior seis penes colgados de una cuerda de yute trenzado. Dijo que supo en seguida qué era: un collar. Joubert reconoció posteriormente que solía ponérselo con frecuencia en sus expediciones a los cementerios y declaró que, de haberlo llevado en su última salida, jamás le hubiesen cogido. «Me trae buena suerte», dijo, y, si consideramos el tiempo que han tardado en apresarlo, Ruth, creo que convendrás en que no deja de tener bastante razón.
Lo peor de todo, sin embargo, era el bocadillo que encontraron en el asiento contiguo al del conductor. Lo que sobresalía entre las dos rebanadas de pan Maravilla era, evidentemente, una lengua humana. La había untado con una capa de esa mostaza amarillo brillante que tanto gusta a los críos.
—Ridgewick consiguió apearse de la furgoneta antes de devolver encima del bocadillo —me dijo Brandon—. Menos mal: la policía estatal le hubiese metido un buen paquete de haber soltado la vomitona sobre aquella prueba. Por otra parte, si no hubiese arrojado hasta la primera papilla, yo habría deseado que le apartaran del trabajo, por razones psicológicas.
Poco después de la salida del sol, trasladaron a Joubert a Chamberlain. Cuando Ridgewick, sentado en la parte delantera del coche, volvía la cabeza para leer a Joubert sus derechos a través de la malla de separación (era la segunda o la tercera vez que lo hacía: Ridgewick puede que no fuera otra cosa, pero metódico lo era mucho), Joubert le interrumpió para decir: «Si he hecho algo malo a papá y mamá, lo lamento terriblemente». Habían tenido tiempo para establecer, gracias a la documentación que Joubert llevaba en la cartera, que el detenido residía en Motton, pueblo agrícola que se alzaba frente a Chamberlain, justo al otro lado del río, y en cuanto Joubert quedó alojado en su nuevo aposento, Ridgewick informó a los funcionarios de Chamberlain y de Motton de todo lo que había declarado Joubert.
Durante el regreso a Castle Rock, LaPointe le preguntó a Ridgewick qué creía que iban a encontrar en casa de Joubert los agentes que fueran a registrarla. Ridgewick contestó:
—No lo sé, pero confío en que no se les olviden las máscaras antigás.
Una versión de lo que encontraron y de las conclusiones que extrajeron se publicó en la prensa en el curso de los días siguientes, aumentada de una fecha a la otra, naturalmente, pero, al término de la primera jornada que Joubert pasó entre rejas, la policía estatal y la oficina del Ministerio de Justicia de Maine ya tenían un cuadro bastante completo de lo que había estado ocurriendo en la granja de Kingston Road. La pareja a la que Joubert llamaba «papá y mamá» —en realidad eran su madrastra y el compañero de su madrastra— estaban bien muertos. Llevaban muertos varios meses, aunque Joubert seguía hablando como si el «algo malo» hubiese ocurrido sólo unos días o unas horas antes. Les había arrancado el cuero cabelludo a ambos y se había comido la mayor parte de «papá».
Diseminados por la casa, en todas partes, había trozos de cadáveres, algunos putrefactos, otros llenos de gusanos a pesar del frío, otros esmeradamente curados y conservados. La mayoría de esas partes curadas y conservadas eran órganos sexuales masculinos. En un estante, junto a la escalera del sótano, la policía encontró unos cincuenta tarros que contenían ojos, labios, dedos de pies y manos y testículos. Joubert era un especialista en conservas. La casa estaba también llena —y al decir llena quiero decir llena— de artículos robados, principalmente en casas de campo y de verano. Joubert los llamaba «mis cosas»; accesorios, electrodomésticos, herramientas, equipo de jardinería y suficiente cantidad de ropa blanca como para abastecer una boutique de la cadena Victoria’s Secret . Al parecer le gustaba ponérsela.
La policía aún está tratando de determinar qué trozos de cadáver pertenecen a las expediciones saqueadoras de tumbas y cuáles son los que corresponden a sus otras actividades. Calculan que, en el curso de los últimos cinco años, puede que haya matado a una docena de personas, todas ellas practicantes del auto-stop a las que recogía en su furgoneta. Es posible que el total alcance una cifra más alta, según Brandon, pero la labor del forense es muy lenta. Por su parte, Joubert no ayuda mucho, y no porque no quiera hablar, sino precisamente porque habla demasiado. Según Brandon, ha confesado ya más de trescientos crímenes, incluido el asesinato de George Bush. Parece creer que Bush es en realidad Dana Carvey, el actor que actúa en «La dama eclesiástica» del programa Noche viva del sábado.
Joubert ha pasado por diversas instituciones mentales desde que, cuando contaba quince años, le arrestaron por mantenimiento de relaciones sexuales ilícitas con su primo. El primo en cuestión tenía entonces dos años. Naturalmente, Joubert también era víctima de abusos sexuales: su padre, su padrastro y su madrastra, todos se lo habían cepillado. ¿Qué solían decir? ¿La familia que retoza unida permanece unida?
Lo enviaron a Gage Point —una especie de centro de desintoxicación, entre hogar e instituto mental para adolescentes, que se encuentra en el condado de Hancock—, acusado de abuso sexual flagrante, y lo pusieron en libertad cuatro años después, aparentemente curado, a la edad de diecinueve. Eso ocurría en mil novecientos setenta y tres. El segundo semestre de mil novecientos setenta y cinco y casi todo el año siguiente se lo pasó en el American Mental Healt Institute, de Augusta. Supongo que para Joubert ése fue sin duda el período de diversión con animales. Ya sé, Ruth, que no debería bromear con estas cosas —pensarás que soy una persona horrible— pero la verdad es que no sé cómo reaccionar. Noto a veces que, si no bromease, me echaría a llorar, y si rompo a llorar, luego no podré dejarlo. Metía gatos en cubos de basura y después los volaba en pedazos con esos petardos que llaman «revientalatas», a eso se dedicaba… y, de vez en cuando, para salir de la rutina, clavaba algún perrito al tronco de un árbol.
En el setenta y nueve lo enviaron a Juniper Hill por violar y cegar a un niño de seis años. Esta vez se supuso que para siempre, pero lo cierto es que, en lo que se refiere a la política y a los que dirigen las instituciones del Estado —en especial las instituciones mentales—, creo que es justo decir que nada es para siempre. Lo liberaron de Juniper Hill en mil novecientos ochenta y cuatro, una vez más con la consideración de «curado». Brandon opina —y yo también— que esta segunda cura tuvo mucho más que ver con el recorte de los presupuestos para las instituciones mentales del Estado que con cualquier milagro de la ciencia o la psiquiatría modernas. Sea como fuere, Joubert volvió a Motton para vivir con su madrastra y el compañero de ésta, y el Estado se olvidó de él…, salvo cuando se trató de concederle el permiso de conducir. Realizó una prueba de rodaje y obtuvo uno perfectamente legal —en muchos sentidos, esa circunstancia me parece lo más asombroso de todo— y en algún momento, entre últimos de mil novecientos ochenta y cuatro y principios de mil novecientos ochenta y cinco, empezó a utilizarlo para visitar los cementerios locales.
Era un chico atareado. Para el invierno tenía sus criptas y mausoleos; en el otoño y la primavera irrumpía en los campamentos y hogares de la parte occidental de Maine y arramblaba con todo lo que le seducía, lo que llamaba la atención de su capricho: «mis cosas», ya sabes. Al parecer, le hechizaban extraordinariamente las fotos enmarcadas. En el ático de la casa de Kingston Road encontraron un baúl lleno de ellas. Brandon dice que todavía están contándolas, pero que la cantidad total sobrepasará las setecientas.
Es imposible adivinar hasta qué punto «papá y mamá» participaron en lo que ocurría antes de que Joubert acabase con ellos. Debieron de colaborar bastante, puesto que éste nunca se esforzó lo más mínimo en disimular lo que estaba haciendo. En cuanto a los vecinos, parece que su consigna era: «Pagaban sus facturas y no se metían con nadie. La cosa no nos atañía». Es una espantosa máxima de perfección, ¿no crees? Gótico de Nueva Inglaterra, pasado por el diario de la psiquiatría aberrante.
En el sótano descubrieron otra cesta de mimbre de mayor tamaño. Brandon consiguió fotocopias de la policía que documentan este particular hallazgo, pero vaciló un poco al principio, antes de enseñármelas. Bueno…, lo cierto es que esto es un poco demasiado suave. Era el único sitio donde cedía a la tentación que todos los hombres parecen tener…, ya sabes a cuál me refiero, la de interpretar el papel de John Wayne. «Vamos, damisela, aguarda hasta que hayamos liquidado a todos esos indios y sigue contemplando el desierto. Ya te diré cuándo hemos terminado».
—Estoy dispuesto a aceptar que Joubert seguramente estaba contigo en la casa —dijo Brandon—. Tendría que ser un maldito avestruz con la cabeza enterrada en la arena si al menos no admitiera la idea: todo encaja. Pero contéstame a esto: ¿por qué seguir con ello, Jessie? ¿Qué beneficio puede reportar?
No pude responder a esa pregunta, Ruth, pero sabía algo: nada de lo que yo pudiera hacer pondría las cosas peor de lo que ya estaban. Así que me mantuve firme hasta que Brandon comprendió que la damisela no iba a subir a la diligencia hasta que hubiese echado un vistazo a los indios muertos. De modo que vi las fotografías. La que estuve mirando más tiempo era una que llevaba en una esquina el rótulo de DOCUMENTO 217 DE LA POLICÍA ESTATAL. Era como contemplar la videocinta que alguien ha tomado de tu peor pesadilla. La imagen mostraba una rectangular cesta de mimbre, abierta para que el fotógrafo retratase su contenido, compuesto por un montón de huesos mezclados con una extraña colección de joyas: algunas eran bisutería barata, otras eran valiosas; algunas eran robadas en las casas de verano, otras, evidentemente, habían sido arrancadas de las frías manos de cadáveres mantenidos en cámaras frigoríficas de pueblo.
Miré aquella fotografía, tan clara, escueta y gráfica como son siempre las fotos que la policía presenta como pruebas, y volví a encontrarme en la casa del lago: sucedió automáticamente, sin solución de continuidad. Sin recuerdos, ¿comprendes? Estoy allí, esposada e impotente, con la vista dirigida hacia las sombras en las que flota la cara sonriente y me escucho a mí misma decir que aquel hombre me aterra. Y entonces, él se inclina para coger la caja, sin apartar de mi rostro sus ojos febriles, y le veo —lo veo— meter la mano retorcida y deforme, y veo aquella mano que revuelve los huesos y las alhajas y oigo el ruido que hace aquello, como castañuelas sucias.
¿Y sabes lo que más me impresiona de todo? Que pensé que era mi padre, que era mi papá, que regresaba de entre los muertos para hacer lo que había querido hacer antes. «Adelante», le dije. «Adelante, pero prométeme que después me soltarás. Sólo prométeme eso».
Creo que habría dicho lo mismo aunque hubiera sabido quién era realmente, Ruth. ¿Creer? Sé que habría dicho lo mismo. ¿Comprendes? Le habría dejado meterme la polla —la polla que ha introducido en las putrefactas gargantas de hombres muertos—, a cambio de que me prometiera que yo no iba a morir a causa de las dentelladas del perro, de los calambres musculares, de las convulsiones que estaban esperándome. A cambio sólo de que hubiera prometido LIBERARME.
Jessie hizo un alto momentáneo y respiró con tal rapidez e intensidad que más parecía jadeo que otra cosa. Miró las palabras escritas en la pantalla —la increíble, inexpresable confesión— y experimentó la poderosa y apremiante urgencia de borrarlas. No porque la avergonzase el que Ruth las leyera; la avergonzaba, pero no era eso.
Lo que no quería era tratar con ellas, y suponía que, si no las borraba, iba a tener que hacer precisamente eso.
Las palabras tienen ciertas formas de crear sus propios imperativos.
«No hasta después de que se te hayan escapado de las manos», pensó Jessie. Alargó la mano, por delante el índice manchado de negro. Tocó la tecla de «Borrar» —casi llegó a pulsarla—, pero luego retiró el dedo. Lo que había puesto era la verdad, ¿no?
—Sí —articuló con la misma voz susurrante que tan a menudo utilizara durante sus horas de cautiverio…, sólo que, al menos, ahora no era la de la Bendita ni la de Ruth sonándole dentro de la cabeza; había logrado regresar a sí misma sin tener que rodear el establo de Robin Hood para hacerlo. Eso, de algún modo, era un adelanto—. Sí, es la verdad, desde luego.
La verdad y nada más que la verdad, y que Dios me ayude. No utilizaría la tecla de «Borrar» sobre la verdad, por muy desagradable que para algunas personas —incluida ella misma— resultase la verdad. La mantendría. Puede que, al final, decidiera no enviar la carta (ignoraba aún si sería justo enviarla, cargar sobre una mujer a la que no había visto en varios años toda aquella cuota de dolor y locura), pero no lo borraría. Y eso significaba que lo mejor que podía hacer era acabar ya, de una sentada, antes de que le abandonaran las últimas reservas de valor y se le agotaran las últimas existencias de energía.
Jessie se inclinó hacia adelante y empezó de nuevo a teclear.
Brandon dijo:
Hay una cosa que tienes que recordar y aceptar, Jessie: no se dispone de ninguna prueba empírica. Sí, ya sé que tus anillos han desaparecido, pero en lo que a ellos concierne puede que tuvieras razón la primera vez: ¡es posible que algún poli de mano lista se los haya quedado!
—¿Qué me dices del Documento 217? —le pregunté—. La caja o cesta de mimbre.
Se encogió de hombros y me asaltó uno de esos relámpagos de luminosa inspiración que los poetas llaman epifanías. Brandon sostenía la posibilidad de que la caja de mimbre había sido sólo una coincidencia. No resultaba fácil, pero era más fácil que tener que aceptar todo lo demás: sobre todo, el hecho de que un monstruo como Joubert pudiera afectar la vida de alguien a quien él, Brandon, conocía y apreciaba. Lo que vi aquel día en el semblante de Brandon Milheron era perfectamente simple: iba a pasar por alto todo un rimero de pruebas circunstanciales para concentrarse en la falta de pruebas empíricas. Intentaba creer que todo el asunto era sencillamente producto de mi imaginación, que me aferraba al caso Joubert para explicar las vívidas alucinaciones que tuve mientras permanecí esposada a las columnas de la cama.
Y a esa idea siguió otra, todavía más clara: la de que yo también podía hacerlo. Podía llegar a convencerme de que me equivoqué…, pero si llegaba a tal conclusión, arruinaría mi vida. Reaparecerían las voces: no sólo la tuya, la de Punkin o la de Nora Callinghan, sino también las de mi madre, mi hermana, mi hermano, y las de los chicos con los que tonteé en el instituto, las de las personas con las que pegué la hebra en las salas de espera de los médicos y Dios sabe las de cuánta gente más. Creo que la mayoría de ellas serían fantasmales voces extraterrestres.
No podía soportarlo, Ruth, porque en los dos meses que siguieron a la terrible experiencia que viví en la casa del lago recordé un sinfín de cosas que había estado reprimiendo durante un montón de años. Creo que el recuerdo importante salió a la superficie durante el período comprendido entre la primera y la segunda operación de la mano, cuando estaba «sedada» (expresión técnica que empleaban en el hospital para significar que una «tenía la calabaza colocada») casi continuamente. El recuerdo era el siguiente: en los dos años, más o menos, transcurridos entre el día del eclipse y el día de la fiesta de cumpleaños de Will —aquella en que me pinchó con el dedo durante el partido de croquet— estuve oyendo voces casi de manera continua. Quizás el pinchazo de Will actuó como una especie de tosca terapia accidental. Supongo que es posible; ¿no dicen que nuestros antepasados inventaron el arte culinario, la cocina, después de comer lo que quedaba en los bosques después de incendiarse? Aunque si aquellos días se produjo alguna terapia fruto de la casualidad, me parece que no fue como consecuencia de que Will me pinchara con el dedo, sino como resultado del golpe que le arreé en la boca por hacerlo…, y en cuanto a ese punto, tampoco importa nada. Lo que sí importa es que, después de aquel día en el porche, me pasé dos años compartiendo espacio en mi cabeza con una especie de coro susurrante, docenas de voces que opinaban y enjuiciaban cada una de mis palabras y cada uno de mis actos. Algunas voces eran amables y se podían aguantar, pero la mayoría eran voces de personas asustadas, personas confusas, personas que pensaban que Jessie era un artículo sin valor que tenía merecido cuanto le ocurría y que hubiera tenido que pagar el doble de lo que pagaba por las cosas buenas que conseguía. Oí esas voces durante dos años, Ruth, y cuando dejaron de sonar, las olvidé. No poco a poco, sino de golpe.
¿Cómo puede suceder algo así? No lo sé y, tampoco me importa. En ningún aspecto. Puede que si el cambio hubiese empeorado las cosas, sí que me importaría, pero no fue así: las mejoró inconmensurablemente. Me pasé los dos años comprendidos entre el eclipse y la fiesta de cumpleaños en una especie de estado amnésico, con el cerebro consciente roto en una miríada de fragmentos quisquillosos. Y la verdadera epifanía consistió en esto: si dejo que las cosas se hagan al modo que pretende el simpático y afectuoso Brandon Milheron, acabaré en el mismo punto donde estaba al principio: rumbo a la calle del Frenopático por el bulevar de la Esquizofrenia. Y esta vez no habría un hermano cerca para administrarme terapia de shock a lo bestia; esta vez tendría que arreglármelas yo sola, tal como tuve que arreglármelas por mi cuenta para liberarme de las malditas esposas de Gerald.
Brandon estaba observándome. Trataba de calcular el resultado de sus palabras.
No debía de serle factible, porque las repitió, esta vez de un modo ligeramente distinto.
—Has de tener presente que, al margen de lo que pueda parecer, podías estar equivocada. Y creo que debes resignarte ante el hecho de que, en un sentido o en otro, nunca lograrás saberlo con certeza.
—No, eso no es cierto.
Enarcó las cejas.
—Hay una oportunidad estupenda que me permitirá averiguarlo con absoluta seguridad. Y tú vas a ayudarme, Brandon.
Empezaba a esbozar de nuevo aquella sonrisa tipo «cualquier cosa, menos agradable», la que te apuesto algo a que ni siquiera sabe que figura en su repertorio, la que dice que una no puede convivir con ellos, pero que tampoco puede despedirlos.
—¿Ah? ¿Y cómo voy a ayudarte?
—Llevándome a ver a Joubert —dije.
—Ah, no —se negó—. Eso es algo que no voy a hacer ni loco… No puedo hacerlo… Ni hablar, Jessie.
Te ahorraré la hora dándole vueltas y vueltas al asunto que sucedió, una conversación que degeneraba hasta desembocar en el punto de declaraciones tan intelectualmente profundas como «Estás como una cabra, Jess» o «Deja de montarme la vida, Brandon». Pensé en agitar ante sus narices el garrote de la prensa —era lo único que, casi con toda seguridad, le obligaría a recapacitar—, pero al final no tuve que hacerlo. Todo lo que tuve que hacer fue llorar. En un sentido, el hecho de escribir esto hace que me sienta sórdida, pero en otro sentido, no; en otro sentido, reconozco que es un síntoma más de lo que no funciona bien entre hombres y mujeres en esta particular danza de figuras. Brandon no creyó que yo hablaba en serio hasta que me puse a llorar.
A fin de abreviar al menos un poco esta larga historia, te diré que fue en busca de un teléfono, hizo cuatro o cinco rápidas llamadas y luego volvió con la noticia de que Joubert comparecería al día siguiente ante el tribunal del condado de Cumberland, acusado de cierto número de cargos secundarios, en su mayoría de robo. Brandon dijo que si estaba dispuesta —y si tenía un sombrero con velo— me llevaría. Accedí al instante y, aunque la expresión del rostro de Brandon manifestaba que creía estar cometiendo una de las mayores equivocaciones de su vida, cumplió su palabra.
Jessie hizo otra pausa y, cuando empezó una vez más a darle al teclado, actuó más despacio y miró a través de la pantalla al día anterior, cuando los quince centímetros de nieve caídos por la noche no eran más que una tersa amenaza blanca en el cielo. Vio azules luces intermitentes en la calzada y oyó detenerse al Beamer azul de Brandon.
Llegamos tarde a la vista porque un camión con remolque había volcado en la 1-295, o sea en la ronda de circunvalación de la ciudad. Brandon no lo dijo, pero sé que albergaba la esperanza de que nos presentásemos allí demasiado tarde, cuando ya hubieran trasladado de nuevo a Joubert a su celda, en el ala de máxima seguridad de la cárcel del condado. El guardia que estaba a la puerta de la Audiencia dijo que la vista aún estaba celebrándose, aunque faltaba poco para que concluyese. Al abrirme Brandon la puerta de la sala, se inclinó para acercar sus labios a mi oído y murmuró: «Bájate el velo, Jessie, y manténlo echado». Le obedecí y Brandon apoyó una mano en mi cintura y me condujo al interior. El tribunal…
Jessie se interrumpió y, muy abiertos, grises y vacíos, sus ojos miraron por la ventana hacia el oscurecido atardecer. Recordaba.