Eso templó un poco mi cerebro, pero entonces pensé: «Puede haberse agachado ahí detrás, de forma que el retrovisor no lo refleje». Así que me las arreglé para dar media vuelta, aunque era increíble lo débil que me encontraba. El más ligero roce hacía que la mano empezase a dolerme como si alguien la pinchara con un atizador al rojo. Allí no había nadie, claro, y traté de convencerme de que la última vez que lo vi, aquel ser no era en realidad más que un conjunto de sombras…, sombras que mi mente moldeaba, trabajando horas extraordinarias.
Pero no podía creérmelo del todo, Ruth… ni siquiera con el Sol en lo alto del cielo y yo fuera de las esposas, fuera de la casa y refugiada en mi propio coche. Se me ocurrió que, si no estaba en el asiento posterior, estaría en el maletero o agazapado detrás del parachoques. En otras palabras, pensé que aún seguía junto a mí, que nunca dejó de estar conmigo. Eso es lo que necesito hacerte comprender, a ti o a cualquiera; eso es lo que necesito decir. Que desde entonces ha estado conmigo continuamente. Incluso cuando la razón decidía que cada vez que mis ojos lo contemplaban no era más que sombras y rayos de luna, él estaba allí conmigo. O tal vez debería decir: eso estaba allí conmigo. Mi visitante es «el hombre de la cara blanca» cuando el sol brilla, ¿comprendes?, pero es «la cosa de la cara blanca» cuando el sol se ha puesto. De cualquier modo, persona o cosa, mi razón estaba predispuesta a venirse abajo llegado el momento, aunque he comprobado que el asunto no se ha acercado lo suficiente. Porque cada vez que por la noche cruje una tabla en la casa, sé que eso ha vuelto; cada vez que baila una sombra extraña en la pared, sé que ha vuelto; cada vez que oigo acercarse pasos que no me son familiares, sé que ha vuelto… que ha vuelto para concluir la tarea. Estaba allí, en el Mercedes, cuando me desperté por la mañana, y ha estado aquí, en esta casa del Eastern Prom, casi todas las noches, quizás escondido detrás de los cortinajes o de pie junto a la alacena, con su cofre de mimbre entre los pies. No hay ninguna estaca mágica con la que atravesar el corazón de los monstruos reales y, ¡oh, Ruth, me ha agotado de tal modo todo esto!
Jessie hizo una pausa para vaciar el rebosante cenicero y encender otro cigarrillo. Lo hizo con deliberada lentitud. Un leve pero perceptible temblor ponía cierta inseguridad en sus manos y no quería quemarse. Una vez prendido el cigarrillo, le dio una profunda calada, exhaló el humo, dejó el pitillo en el cenicero y volvió al Mac.
No sé qué hubiera hecho de estar descargada la batería —supongo que me habría quedado sentada allí hasta que hubiera aparecido alguien, aunque eso representara pasarme todo el día esperando—, pero la batería estaba bien y el motor se puso en marcha al primer intento. Di marcha atrás para separarme del árbol contra el que había chocado y conseguí que el coche volviera al camino. Me dominaba el deseo de mirar por el retrovisor, pero temía hacerlo. Me aterraba la posibilidad de ver aquello. No porque estuviese allí, entiéndelo —sabía que no estaba—, sino porque la imaginación acaso me indujera a verlo.
Por último, al llegar a la Bay Lane, alcé la vista. No pude evitarlo. Naturalmente, en el retrovisor no había nada, salvo el asiento, por lo que el resto del trayecto fui un poco más tranquila. Desemboqué en 117 y seguí hasta el establecimiento del Dakin’s Country, que es uno de esos lugares donde haraganean los vecinos cuando están a dos velas y no pueden ir a Rangeley o a alguno de los bares de Motton. Allí se pasan las horas muertas sentados ante el mostrador de la cafetería, dedicados a comer rosquillas e intercambiar mentiras acerca de lo que hicieron el sábado por la noche. Detuve el coche detrás de los surtidores y permanecí allí sentada unos cinco minutos, sin hacer otra cosa que ver entrar y salir a los leñadores, guardas y empleados de la compañía de electricidad. No podía creer que aquello fuese real, ¿no parecía demasiado bonito? Pensé que eran fantasmas, que mis ojos se adaptarían en seguida a la luz del sol y entonces verían a través de sus cuerpos. Volvía a estar sedienta y cada vez que alguien salía con uno de aquellos vasos de plástico blanco lleno de café, mi sed se acentuaba, pero no podía apearme del coche… ir a codearme con los fantasmas, por decirlo así.
Supongo que hubiera acabado por hacerlo, pero antes de reunir el valor suficiente para accionar el cierre de la portezuela, llegó Jimmy Eggart y aparcó junto a mí. Jimmy Eggart es un censor jurado de cuentas, de Boston, ya jubilado, que, desde el fallecimiento de su esposa, en el ochenta y siete o el ochenta y ocho, vive todo el año en el lago. Se bajó de su Bronco, miró hacia mí, me reconoció y esbozó una sonrisa. De inmediato, le cambió la expresión, primero apareció en su rostro la preocupación y después el horror. Se llegó al Mercedes, se inclinó para mirar por la ventanilla y su sorpresa fue tan grande que le desaparecieron todas las arrugas de la cara. Lo recuerdo con absoluta claridad: la sorpresa hizo que Jimmy Eggart pareciese joven.
Observé que sus labios formaban la frase: «Jessie, ¿te encuentras bien?». Quise abrir la portezuela pero, una vez más, no me atreví. Aquella idea demencial surgió de nuevo en mi cabeza. La de que la criatura a la que llamaba Vaquero del Espacio también había estado en la casa de Jimmy, sólo que Jimmy no tuvo tanta suerte como yo. La criatura le había matado, le recortó la cara y luego se la puso ella, la cosa, como una máscara de Halloween. Desde luego, sabía que era una idea disparatada, pero saberlo no servía de mucho, porque me era imposible dejar de pensar. Y tampoco podía abrir la jodida portezuela del coche.
Ignoro hasta qué punto era horrible mi aspecto y tampoco quiero saberlo, pero debía de ser espantoso de verdad, porque Jimmy Eggart dejó en seguida de manifestar sorpresa. Pareció lo bastante asustado como para salir corriendo y lo bastante enfermo como para ponerse a vomitar. No hizo ni una cosa ni otra, bendito de Dios. Lo que sí hizo fue abrir la portezuela y preguntarme qué me había pasado, si había sufrido un accidente o si alguien me había herido.
No tuve más que echarle un vistazo para darme cuenta de que estaba alarmadísimo. Mi herida de la muñeca debía de haberse abierto en algún punto, porque la sangre había vuelto a empapar completamente la compresa. También tenía empapada de sangre la parte delantera de la falda, como si me hubiera venido de golpe la peor regla del mundo. Estaba sentada encima de una capa de sangre, había sangre en el volante, sangre en el tablero, sangre en la palanca del cambio de marchas…, había incluso salpicaduras de sangre en el parabrisas. La mayor parte estaba seca y tenía ese desagradable tono castaño oscuro que adquiere al agostarse —a mí me parece leche chocolatada—, pero aún la había húmeda y roja. Hasta que no ves algo como aquello, Ruth, no tienes idea de la cantidad de sangre que realmente lleva dentro una persona. No es extraño que Jimmy se impresionara.
Intenté apearme —creo que deseaba demostrarle que podía hacerlo por mí misma y que eso le tranquilizaría—, pero la mano derecha tropezó con el volante y entonces empecé a verlo todo blanco y gris. No me desmayé del todo, pero fue como si hubiesen cortado el último haz de cables que enlazaba el cerebro con el cuerpo. Noté que caía de bruces y recuerdo que pensé que me iba a romper los dientes contra el asfalto…, después de haberme gastado una fortuna en arreglarme la boca justamente el año anterior. Entonces Jimmy me cogió… por las tetas… todo hay que decirlo. Oí que gritaba a los del local. «¡Eh, eh, venid a echarme una mano!», con una voz chillona y cascada, de viejo, que hizo que me entrasen ganas de reír… sólo que estaba demasiado exhausta para reír. Apoyé la cabeza lateralmente en su camisa y jadeé en busca de aire. Adivinaba que mi corazón había acelerado sus latidos, pero no noté latido alguno, como si no tuviera por qué latir. Un color tenue, una leve claridad diurna inició el regreso, y me pareció distinguir borrosamente a media docena de hombres que acudían a ver qué pasaba. Lonnie Dakin era uno de ellos. Estaba comiendo un panecillo y vestía una camiseta de manga corta, de color rosa, con la frase AQUÍ NO HAY BORRACHOS PERMANENTES, TODOS NOS TURNAMOS. Es extraño las cosas que una recuerda cuando cree que le ha llegado la hora de morir, ¿verdad?
—¿Quién te hizo eso, Jessie? —preguntó Jimmy. Intenté contestarle, pero no pude pronunciar una sola palabra. Lo cual probablemente fue una suerte, considerando lo que pretendía decir. Creo que era: «Mi padre».
Jessie dio otra chupada al cigarrillo y luego bajó la vista sobre la fotografía que ilustraba el recorte de prensa que estaba encima de los demás. El rostro estrecho y singular de Raymond Andrew Joubert la miraba con ojos absortos…, tal como la había mirado desde el rincón de la alcoba, la primera noche, y desde el estudio del recién fallecido Gerald, la segunda. Estuvo casi cinco minutos dedicada a aquella silenciosa contemplación. Después, con el aire de alguien que se despierta tras dar una breve cabezada, Jessie encendió otro cigarrillo y la emprendió de nuevo con la carta. El indicador le anunció que estaba en la página siete. Se estiró, escuchó los casi inaudibles crujidos de su columna vertebral y reanudó el tecleo. El cursor inició otra vez su danza por la pantalla.
Veinte minutos después —veinte minutos durante los cuales descubrí lo amables, desasosegados y divertidamente majaretas que pueden llegar a ser los hombres (Lonnie Dakin me preguntó si me apetecía un poco de Midol)— me encontraba en una ambulancia del servicio de salvamento, que volaba rumbo al hospital Northern Cumberland con las luces centelleando y la sirena ululando. Al cabo de una hora yacía en una cama de manivela, contemplaba la sangre que descendía por un tubo para transfundirse en el brazo y escuchaba una canción country en la que un majadero contaba lo mal que le trataba la vida desde que su mujer le abandonó y su camioneta se le escacharró.
Así concluye la primera parte de mi historia, Ruth, titulada «La pequeña Nell a través del hielo» o «Cómo me escabullí de las esposas y me puse a salvo». Habrá otras dos partes, que creo se titularán «Secuelas» y «La pateadora». Me planteo «Secuelas» en plan un poco chapucero, en parte porque sólo resultará interesante si una se mete a fondo en el terreno del dolor y de los injertos de piel, pero sobre todo porque quiero emprenderla en seguida con «La pateadora», antes de que el cansancio o el empacho de ordenador me impidan contar las cosas tal como quiero contarlas. Esto se me acaba de ocurrir ahora, y no es nada más que la verdad desnuda, como solíamos decir. Después de todo, sin «La pateadora» lo más probable es que no estuviera escribiendo nada de esto.
Aunque antes de llegar a ese apartado tengo que contarte algunas cosas más acerca de Brandon Milheron, quien realmente resume todo el período de las «Secuelas» en lo que a mí respecta. Durante la fase inicial de mi recuperación, se presentó Brandon y, más o menos, me adoptó. Yo diría que es un encanto de hombre puesto que estuvo a mi lado durante una de las épocas más endemoniadas de mi vida, pero no es encanto lo que realmente le adorna…, si consideramos lo que Brandon pretende, disponemos de una visión clara desde todos los puntos de vista y estamos seguros de tenerlo todo dispuesto. Y tampoco eso es correcto —hay más y mejor que eso acerca de él—, pero ya es tarde y no me queda otro remedio que dejarlo. Baste decir que para un hombre cuya tarea consiste en velar por los intereses de una firma legal conservadora, al encontrarse en la estela de una situación potencialmente peligrosa en la que estaba involucrado uno de los socios, Brandon se comprometió una barbaridad, colaborando, ayudando y alentando a su compañero. A mí no me reprochó nunca el que llorara sobre su hombro y le manchase con mis lágrimas las solapas de la chaqueta de sus elegantes ternos. Si eso hubiera sido todo, probablemente no seguiría hablando de él, pero es que también hay algo más. Algo que hizo por mí ayer mismo. Ten fe, chica…, ahora llegamos a eso.
En el transcurso de los últimos catorce meses de la vida de Gerald, Brandon y él trabajaron mucho juntos: un pleito en el que estaba implicada una de las cadenas de supermercados más importantes de esta zona. Ganaron lo que se suponía tenían que ganar y, lo más importante, establecieron unas buenas relaciones. Tengo la impresión de que cuando los vejestorios que rigen la firma quiten del membrete el nombre de Gerald, Brandon ocupará su lugar. Mientras tanto, fue la persona perfecta para una tarea que, en su primer encuentro conmigo, en el hospital, él mismo definió como «control de daños».
Tiene un carácter dulce —sí, eso es— y siempre ha sido sincero conmigo, aunque, naturalmente, se ha atenido a su propia agenda desde el principio. Créeme si te digo que mis ojos no se apartan de esa pieza, querida, después de todo, he estado casada con un abogado casi veinte años y sé el rigor con que mantienen en sus correspondientes casilleros los diversos aspectos de sus vidas y personalidades. Supongo que eso es lo que les permite sobrevivir sin venirse abajo demasiadas veces, pero también es lo que hace que muchos de ellos sean realmente odiosos.
Brandon no fue nunca odioso, sino un hombre con una misión: tener siempre a punto la manta para cubrir automáticamente con ella cualquier publicidad negativa que pudiera mancillar al bufete. Esto significa tener a punto la manta para cubrir cualquier publicidad negativa referente a Gerald o a mí. Ésta es la clase de trabajo en la que un simple golpe de mala suerte puede fastidiar irreversiblemente a la persona que lo lleva a cabo, pero Brandon lo aceptó como si fuese la gran oportunidad…, y en su honor debo decir que en ningún momento ha insinuado siquiera que se hizo cargo de él por respeto a la memoria de Gerald. Lo aceptó porque el trabajo era lo que Gerald solía llamar un «empujoncito en tu carrera»…, el tipo de misión que te ofrece un atajo para subir un peldaño más, si sale bien. A Brandon le salió bien, y me alegro. Me trató con mucha amabilidad y comprensión, lo cual es motivo suficiente, supongo, para que me sienta feliz por él, pero hay otras dos razones más. Nunca se puso histérico cuando le contaba que alguien de la prensa me había telefoneado o se había presentado y nunca se comportó como si yo fuese una tarea…, un trabajo que cumplir y nada más. ¿Quieres saber lo que realmente creo, Ruth? Aunque tengo siete años más que el hombre del que te estoy hablando y aunque todavía parezco quebrantada, cosida y mutilada, creo que Brandon Milheron se ha enamorado un poquito de mí…, o de la heroica pequeña Nell que ve en su imaginación cuando me mira. No creo que se trate de sexo (todavía no, por lo menos; con mis escasos cincuenta kilos, parezco una gallina desplumada expuesta en el escaparate de una pollería), lo cual me viene muy bien; si nunca más vuelvo a meterme en la cama con un hombre, me sentiré encantada de la vida. Sin embargo, mentiría si dijese que no me gusta ver esa mirada en sus ojos, la mirada que dice que ahora soy parte de su agenda: yo, Jessie Angela Mahout Burlingame, tan opuesta a un inanimado zoquete que lo más probable es que los jefes de Brandon piensen en mí como «Ese desdichado caso Burlingame». Ignoro si figuro en la parte alta de la agenda de Brandon, si ando por la zona inferior o si estoy en el centro, pero tampoco me preocupa. Me basta con saber que figuro en ella y que soy algo más que…
En ese punto, Jessie hizo una pausa y se tamborileó los dientes con el índice de la mano izquierda, mientras reflexionaba cuidadosamente. Luego dio una profunda chupada al cigarrillo que tenía encendido y continuó.
… un efecto secundario digno de lástima.
Brandon estuvo junto a mí durante todos los interrogatorios de la policía, con su grabadora en marcha. Cortés pero firme recalcó en todas las entrevistas y a todos los presentes —incluidas taquígrafas y enfermeras— que quienquiera que filtrase algún detalle reconocidamente sensacionalista del caso, tendría que afrontar querellas judiciales que le iban a resultar muy desagradables, presentadas por una importante firma legal que contaba en su bufete con los más expertos e implacables abogados que pudieran imaginarse. Brandon debió de resultarles tan convincente como me resultó a mí, porque nadie se fue de la lengua con la prensa.
Lo peor del interrogatorio se produjo durante los tres días que pasé en el Northern Cumberland, «bajo custodia»…, casi todo el tiempo absorbiendo sangre, agua y electrolitos a través de tubos de plástico. Los informes de la policía resultantes de aquellas sesiones eran tan extraños que luego llegaban a parecer verosímiles, al publicarse en los periódicos como esas noticias insólitas de «hombre muerde perro» que aparecen de vez en cuando. Sólo que en esta ocasión se trataba realmente de una historia de «perro muerde hombre»… y mujer, también, la versión actual. ¿Quieres enterarte de lo que consigna el expediente? Muy bien, aquí lo tienes: Decidimos pasar el día en nuestra casa de verano del Maine occidental. Después de un entremés sexual que consistió en dos partes de trifulca y una de sexo, nos duchamos juntos. Gerald salió de la ducha y yo seguí allí, mientras me lavaba la cabeza. Se quejaba, diciendo que tenía acidez de estómago, producida seguramente por los bocadillos que habíamos comido durante el trayecto desde Portland, y me preguntó si había en casa sal de frutas o bicarbonato. Contesté que lo ignoraba pero que, de haberlos, estarían encima de la cómoda o en el estante de la cabecera de la cama. Al cabo de tres o cuatro minutos, cuando me enjuagaba el pelo, oí gritar a Gerald. Según parece, ese grito indicó el ataque coronario. A continuación se produjo un golpe sordo…, como el de un cuerpo que cae contra el suelo. Salí apresuradamente de la ducha y al entrar en el dormitorio perdí pie. Al caer, mi cabeza chocó con un lado del tocador y perdí el sentido.
De acuerdo con esta versión, dispuesta por el señor Milheron y la señora Burlingame —y aceptada con entusiasmo por la policía, me permito añadir— recobré parcialmente el conocimiento varias veces pero luego lo perdí de nuevo. La última vez que volví en mí, el perro se había cansado de Gerald y empezaba a mordisquearme. Me subí a la cama (según nuestra historia, Gerald y yo nos la encontramos donde estaba —probablemente la desplazaron allí los hombres que enceraron el piso— e íbamos tan calientes que no nos molestamos en volverla a poner en su sitio) y ahuyenté al perro arrojándole el vaso de agua y el cenicero del club estudiantil de Gerald. Después me desvanecí otra vez y me pasé las horas siguientes sin sentido y desangrándome encima de la cama. Después me desperté, fui hasta el coche y emprendí la marcha hacia la salvación…, no sin sufrir otro desmayo. Fue entonces cuando choqué contra el árbol que estaba al borde de la carretera.
Sólo le pregunté una vez a Brandon cómo había acogido la policía este conjunto de bobadas. Me contestó: «Ahora es una investigación a cargo de la policía estatal, Jessie y nosotros —por lo que yo represento en la firma— tenemos un montón de amigos en la policía estatal. Puedo pedir el pago de todos los favores que me deben, pero no he tenido que recurrir a muchos. Los policías también son seres humanos, ¿sabes? Esos muchachos se hicieron una idea bastante aproximada de lo que realmente sucedió en cuanto le echaron el ojo a las esposas que colgaban de las columnas de la cama. No era la primera vez que veían esposas así después de que a alguien le hirviera el carburador, créeme. Ni uno solo de esos policías —estatales o locales— deseaba veros, a ti y a tu marido, protagonizando una broma nauseabunda como consecuencia de algo que, en realidad, no fue más que un accidente grotesco».
Al principio no dije nada, ni siquiera a Brandon, del hombre al que creía haber visto, ni de la huella, ni del pendiente con perla, ni de nada de todo eso…, aguardaba a ver si aparecía algún indicio, supongo.
Jessie releyó lo último que había escrito, sacudió la cabeza y reanudó el tecleo.
No, eso es una tontería. La verdad es que esperaba que se presentase algún agente con una bolsa de plástico de esas en las que guardan las pruebas y me pidiera que identificase los anillos —sortijas, no pendientes— que contenía.
«Estamos casi seguros de que esto le pertenece», diría, «porque llevan sus iniciales y las de su marido grabadas en la parte interior, y también porque los encontramos en el suelo del estudio de su esposo».
Continué esperando eso porque, cuando me enseñaran los anillos, tendría la certeza absoluta de que el Visitante de Medianoche de la pequeña Nell sólo había sido una jugarreta de la imaginación de la pequeña Nell. Esperé y esperé, pero no ocurrió. Por último, poco antes de la primera intervención quirúrgica en la mano, le conté a Brandon que temía no haber estado sola en la casa, al menos no todo el tiempo. Le dije que tal vez fuera cosa de mi imaginación, cabía ciertamente esa posibilidad, pero que en aquellos momentos me pareció todo muy real. No le dije nada de los anillos perdidos, pero le conté con bastantes pelos y señales lo de la huella de pisada y el pendiente con la perla. Respecto al pendiente, creo que sería más correcto decir que parloteé, y creo conocer la razón: tenía que suplir lo que no me atrevía a contar ni siquiera a Brandon. ¿Comprendes? Y no hice más que decir constantemente cosas como «Y entonces creí ver» y «Casi estoy segura de eso». Tenía que decírselo, tenía que contárselo a alguien, porque el miedo me corroía por dentro como si fuera ácido, pero al mismo tiempo pretendía demostrarle por todos los medios que pudiera que no confundía sentimientos subjetivos con realidad objetiva. Por encima de todo, me esforzaba en impedir que se diese cuenta de lo asustada que estaba. Porque no quería que pensase que estaba loca. No me importaba que me creyera un poco histérica; ése era un precio que estaba dispuesta a pagar para impedir que se enterase de otro secreto sucio como el de lo que me hizo mi padre el día del eclipse, pero de ninguna manera deseaba que me tomase por loca. Ni siquiera quería que especulase con esa posibilidad.
Brandon me cogió la mano, me la palmeó y dijo que entendía tal idea; aseguró que, dadas las circunstancias, probablemente resultaba normal. Luego añadió que lo importante era tener presente que no era más real que la ducha que Gerald y yo tomamos después de nuestra feroz y atlética tremolina en la cama. La policía había ido a examinar la casa y si hubo alguien más en ella, casi con absoluta certeza encontrarían indicios de tal presencia. El hecho de que a la casa se la hubiera sometido recientemente a una limpieza a fondo, la del fin de verano, hacía aún más probable el que detectaran la existencia de tal visitante.
—Tal vez encontraron pruebas de esa presencia —dije—: Quizás algún agente se guardó el pendiente en el bolsillo. —En el mundo hay muchos polizontes que tienen la mano larga, lo concedo —repuso Brandon—; pero me cuesta trabajo creer que uno de esos agentes sea tan estúpido como para jugarse el sueldo y la carrera por un pendiente suelto, sin pareja. Me sería más fácil suponer que ese individuo que crees que estaba en la casa contigo volvió después y lo recogió.
—¡Sí! —exclamé—. Eso es posible, ¿verdad?
Empezó a negar con la cabeza, pero luego se encogió de hombros.
—Todo es posible, incluida la codicia y el error humano por parte de los funcionarios investigadores, pero… —hizo una pausa, me tomó la mano izquierda y me dedicó lo que creo era la expresión tipo tío holandés de Brandon—. Una gran parte de tu idea se basa en la suposición de que los funcionarios que llevan la investigación fueron a la casa, le echaron una ojeada superficial y lo dieron todo por bueno. Pero ése no fue el caso. Si hubiese habido allí una tercera persona, seguro que la policía la hubiese descubierto. Y si la policía hubiese localizado a esa tercera parte, yo lo sabría.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Porque una cosa así te colocaría en una situación difícil…, la clase de situación en la que los agentes dejarían de ser buenos chicos y procederían a leerte tus derechos.
—No entiendo lo que quieres decir —declaré, pero empezaba a darme cuenta de por dónde iban los tiros, Ruth; sí, de verdad. Gerald era un monstruo de los seguros y los agentes de tres compañías distintas me habían informado de que mi período de luto oficial (y unos cuantos años posteriores) lo pasaría en circunstancias muy acomodadas.
—John Harrelson realizó en Augusta una autopsia cuidadosa y completa a tu marido —dijo Brandon—. De acuerdo con su informe, Gerald falleció de lo que el médico forense llama «ataque cardíaco puro», lo que significa que no se vio complicado por intoxicación alimenticia, esfuerzo indebido o trauma físico general. —Evidentemente pretendía continuar, había entrado de lleno en lo que después he llegado a considerar estilo didáctico Brandon, pero observó algo en mi rostro que le detuvo—. ¿Jessie? ¿Qué te ocurre?
—Nada —contesté.
—Sí, algo te pasa… Tienes un aspecto terrible. ¿Te ha dado un calambre?
Acabé por convencerle de que me encontraba bien y, para entonces, casi lo estaba. Imagino que sabes en qué pensaba, Ruth, puesto que ya lo mencioné antes, en esta carta: en las dos patadas que le sacudí a Gerald cuando no se mostró dispuesto a hacer lo que debía y abrirme las esposas. Una en la parte baja del estómago, otra en las joyas de la familia. Pensaba en que había sido una suerte que dijera que nuestra sesión de sexo fue borrascosa, lo cual explicaba las magulladuras.
Por mi parte, creía que esas contusiones eran leves, puesto que el ataque al corazón se produjo como consecuencia inmediata de las patadas y, por lo tanto, el ataque cardíaco interrumpió el proceso de las magulladuras casi antes de que se iniciara.
Lo que nos conduce a otra cuestión, naturalmente: ¿fui yo la causante del ataque cardíaco al propinarle las patadas? Ninguno de los libros de medicina que he consultado responde de manera concluyente a la pregunta, pero seamos realistas: es muy probable que contribuyera. Sin embargo, me niego a pagar los platos rotos. Maldita sea. Estaba demasiado gordo, bebía más de la cuenta y fumaba como una puñetera chimenea. El ataque cardíaco estaba al caer: de no haber sido aquel día, lo hubiera tenido al cabo de una semana o de un mes. El diablo se limita a verlas venir, Ruth. Eso es lo que creo. Y si no estás de acuerdo, te invito cordialmente a que cojas tu opinión y te la metas donde te quepa. Da la casualidad de que tengo el convencimiento de que me he ganado el derecho a creer lo que quiero creer, al menos en este asunto. Especialmente en este asunto.
—Si tengo cara de haberme tragado un sapo —le dije a Brandon—, es porque estoy tratando de acostumbrarme a la idea de que alguien supone que he matado a Gerald para cobrar su seguro de vida.
Volvió a menear la cabeza negativamente, sin dejar de mirarme con ansiedad.
—Nadie lo cree. En absoluto. Harrelson dice que Gerald sufrió un ataque cardíaco, precipitado posiblemente por la excitación sexual, y la policía del Estado lo acepta porque John Harrelson es uno de los mejores profesionales del ramo, si no es el mejor. Como máximo, puede que haya algún que otro cínico que piense que hiciste de Salomé y te lo llevaste al huerto deliberadamente.
—¿Tú crees eso?
Me parece que quizá le sobresalté al plantearle la cuestión de un modo tan directo, y parte de mí sentía cierta curiosidad por ver la cara que pudiera poner un Brandon Milheron sobresaltado, pero yo debía conocer mejor el paño. Se limitó a sonreír.
—¿Crees que voy a suponer que tienes la imaginación necesaria para apagar el termostato de Gerald, pero no la suficiente como para no darte cuenta de que tú misma podías acabar muriendo esposada a la cama, como resultado de tu faena? No. Por si te sirve de algo, Jess, te confieso que, en mi opinión, las cosas ocurrieron tal como me las contaste. ¿Puedo ser sincero?
Me tocó a mí el turno de sonreír.
—Es lo único que te pido, no querría otra cosa.
—Está bien. Trabajé con Gerald y me llevaba muy bien con él, pero en el bufete había bastantes personas con las que no congeniaba. No era precisamente el hombre menos estrafalario del mundo. No me extraña ni tanto así que le pusiera como una moto la idea de hacer el amor con una mujer esposada a los postes de la cama.
Le lancé un rápido vistazo cuando dijo aquello. Era de noche, sólo estaba encendida la luz de la cabecera de mi cama y él se encontraba sentado entre las sombras, sólo se le veía de los hombros para abajo, pero estoy bastante segura de Brandon Milheron, el joven tiburón jurista de la ciudad, se había ruborizado.
—Si te he ofendido, lo lamento —se excusó con voz inesperadamente desmañada.
Me faltó poco para echarme a reír, hubiese sido poco delicado, pero es que Brandon habló como un muchacho de dieciocho años recién salido de la escuela preparatoria.
—No me has ofendido, Brandon —dije.
—Bueno. En lo que a mí concierne, eso está bien. Pero sigue siendo tarea de la policía considerar la posibilidad de juego sucio…, tener presente la idea de que podías haberte extralimitado un poco, con la esperanza de que tu marido sufriese un ataque de lo que en el ramo llaman «coronaria copulativa».
—¡Ignoraba completamente que tuviese problemas cardíacos! —aseguré—. Y parece que a las compañías de seguros les pasaba lo mismo. De haberlo sabido, no habrían suscrito las pólizas, ¿verdad?
—Las compañías de seguros suscriben pólizas a cualquiera que tenga suficiente dinero para pagarlas —repuso Brandon—, y los agentes de seguros de Gerald no le veían encender un cigarrillo con la colilla del otro, ni empinar el codo de la manera que lo hacía. Tú, sí. Protestas aparte, debiste saber que Gerald se estaba buscando ese ataque cardíaco. Los polis también lo saben. De forma que dicen: supongamos que la mujer invitó a un amiguito a la casa del lago y que no se lo dijo al marido. Y supongamos que ese amiguito sale del armario y se pone a gritar «Buga Buga» exactamente en el momento más oportuno para la mujer y más inoportuno para el esposo. Si los sabuesos descubren el menor indicio de que ha ocurrido algo parecido a eso, estarás hundida en un pozo de mierda, Jessie. Porque, en ciertas circunstancias selectas, un grito de «Buga Buga» a pleno pulmón puede considerarse asesinato en primer grado. El hecho de que estuvieras dos días esposada y de que te despellejases al librarte de la esposas puede ser un detalle convincente en contra de la idea del cómplice, pero, por otra parte, la mera existencia de las esposas hace que lo del cómplice resulte plausible para…, bueno, para cierta mentalidad policíaca.
Me lo quedé mirando, fascinada. Me sentí como una mujer que acaba de ejecutar un baile de figuras en el borde de un precipicio. Hasta entonces, mientras observaba los sombreados planos y curvas del rostro de Brandon, situado más allá del círculo de luz que proyectaba la lámpara de la cama, la idea de que la policía pensara que yo asesiné a Gerald sólo me había cruzado por la cabeza un par de veces, como una especie de chiste de humor negro. ¡Menos mal que, gracias a Dios, no bromeé con los policías sobre ello, Ruth!
—¿Comprendes, pues, por qué puede que sea mejor no decir nada de la posible intrusión de un individuo en la casa? —dijo Brandon.
—Sí —convine—. Es mejor dejar que los perros dormidos sigan descansando, ¿verdad?
En cuanto dije eso se me presentó la imagen de aquel maldito chucho que, apretadas las mandíbulas sobre el antebrazo de Gerald, arrastraba a éste por el piso… Vi de nuevo el trozo de piel suelta, caída a través del hocico del animal. A propósito, encontraron al pobre bicho un par de días después: se había preparado un pequeño refugio debajo del cobertizo de Laglan, a cosa de kilómetro y medio de la orilla del lago. Tenía allí un buen trozo de despojo de Gerald, lo que indica que debió de volver a la casa al menos una vez, después de que le asustase con los faros y la bocina del Mercedes. Lo mataron a tiros. Llevaba una chapa de bronce —no la chapa reglamentaria que exige el servicio de control de animales, mediante la cual se hubiera podido seguir las pista hasta el propietario y amargarle un poco la vida—, con el nombre del perro grabado en ella: Príncipe, ¿te imaginas? Cuando el comisario Harrington vino y me comunicó que lo habían matado, me alegré. No le culpo por lo que hizo —no estaba en mejor situación que yo, Ruth—, pero me alegré de que lo hubiesen matado y me sigue alegrando.
Claro que todo esto es irse por las ramas… Te contaba la conversación que mantuve con Brandon cuando le dije lo del extraño en la casa. Estuvo categóricamente de acuerdo en que lo mejor era dejar que los perros dormidos continuaran descansando. Supongo que yo podía sobrevivir con ello —representaba un gran alivio habérselo contado a alguien—, pero aún no estaba completamente lista para soltarlo todo.
—Lo que me convenció fue el teléfono —le dije—. Cuando me liberé de las esposas, estaba tan muerto como Abe Lincoln. En cuanto comprendí eso, tuve la certeza de que estaba en lo cierto: un individuo había estado en la casa y había cortado la línea telefónica que enlazaba con la carretera. La verdad es que fue eso lo que me impulsó a salir disparada por la puerta y precipitarme dentro del Mercedes. No te puedes hacer idea del susto que se te mete en el cuerpo, Brandon, darte cuenta, de pronto, que puedes encontrarte en mitad del bosque teniendo en casa un huésped al que no has invitado.
Brandon sonreía, pero me temo que aquella vez no era del todo la sonrisa del ganador. Era la clase de sonrisa que aparece siempre en la cara de los hombres cuando piensan en lo tontas que somos las mujeres y en lo mal que lo pasaríamos frente a la ley si se nos dejase sin paladines que nos defendieran.
—Cuando probaste el teléfono —el del dormitorio—, y viste que no daba tono, llegaste a la conclusión de que los cables estaban cortados, ¿no es eso?
No fue así exactamente y tampoco fue eso exactamente lo que pensé, pero incliné la cabeza en gesto afirmativo…, en parte porque me resultaba lo más fácil y en parte porque no servía de gran cosa precisar los acontecimientos a un hombre con aquella particular expresión en el rostro. Una expresión que dice: «¡Mujeres! ¡No es posible vivir con ellas, no se puede descerrajarles un tiro!». A menos que hayas cambiado radicalmente, Ruth, estoy segura de que sabes a qué me refiero, y estoy segura de que me entenderás si te digo que, llegados a aquel punto, lo único que deseaba era poner punto final a la conversación.
—Estaba desconectado, ni más ni menos —dijo Brandon. Hablaba ya como el señor Compostura explicando que, en ocasiones, parece que hay un monstruo debajo de la cama, pero que desde luego no lo hay—. Gerald quitó el enchufe de la pared. Lo más probable era que no desease que cualquier llamada de la oficina le estropeara la tarde, y mucho menos que le interrumpieran en plena fantasía con las esposas. También debió de desconectar la caja del vestíbulo de entrada, pero la conexión de la cocina estaba en su sitio y el teléfono funcionaba. Todo esto lo sé por los informes de la policía.
La luz se me encendió entonces, Ruth. Comprendí de pronto que todos ellos —todos los investigadores que fueron al lago— habían concebido sus propias suposiciones respecto a la forma en que manejé la situación y por qué había hecho las cosas que hice. La mayoría de ellos estaba a favor mío y eso simplificaba mucho las cosas, pero había algo indignante y lúgubre en la idea de que llegaban a casi todas sus conclusiones, no a través de lo que yo había dicho o de las evidencias que encontraron en la casa, sino basándose en el hecho de que yo era una mujer y lo lógico es que las mujeres se comporten de acuerdo con determinadas pautas previsibles.
Cuando lo miras desde ese punto de vista, resulta que no hay diferencia alguna entre Brandon Milheron, con su elegante traje de tres piezas, y el viejo comisario Harrington, con sus pantalones vaqueros de enorme culera y sus rojos tirantes de cuartelillo de bomberos. Acerca de nosotras, los hombres piensan lo mismo que han pensado siempre, Ruth…, estoy segura. Un montón de ellos ha aprendido a decir las cosas que se deben decir en el momento oportuno pero, como solía repetir mi madre: «Hasta un caníbal puede aprender a recitar el credo de los apóstoles».
¿Y sabes una cosa? Brandon Milheron me admira, y admira el modo en que me las arreglé después de que Gerald se desplomara muerto. Sí, me admira. Lo he visto en su cara una y otra vez y si se deja caer por aquí esta tarde, como acostumbra hacer, confío en que volveré a verlo de nuevo. Brandon opina que hice un trabajo condenadamente estupendo, un trabajo endemoniadamente valeroso…, para una mujer. A decir verdad, creo que para cuando mantuvimos la primera conversación acerca de mi hipotético visitante, él había decidido que, en mi misma situación, él hubiera actuado del mismo modo que yo…, es decir, si al mismo tiempo que afrontaba todo aquello le acosaba una fiebre muy alta. Me parece que tengo una idea respecto a cómo creen la mayoría de los hombres qué pensamos las mujeres: cree que pensamos como abogados con malaria. Eso, desde luego, explicaría en gran medida su comportamiento, ¿verdad?
Hablo acerca de la condescendencia —hombre frente a mujer—, pero también incluyo un montón de cosas endiabladamente más importantes e infernalmente más aterradoras. Brandon no lo entendió, ¿comprendes?, y eso no tiene nada que ver con las diferencias entre los sexos; es la maldición del ser humano, y la prueba más firme de que en realidad todos nosotros estamos solos. En aquella casa ocurrieron cosas terribles, Ruth, hasta después no he sabido lo verdaderamente terribles que fueron, pero Brandon no lo entiende. Le he explicado que hice las cosas que hice para evitar que el pánico me comiese viva, y él ha asentido, me ha sonreído, me ha compadecido y creo que eso me ha hecho algún bien, pero aunque ha sido el mejor de todos, nunca se ha encontrado a un tiro de piedra de la verdad…, de cómo el terror parecía aumentar y seguir aumentando hasta conseguir que toda la negrura de esa obsesión de la casa me llenara la cabeza. Eso aún está allí, de pie junto a la puerta, me invita a volver y entrar, en cualquier momento que quiera, pero nunca quiero volver y entrar, aunque a veces me sorprendo a mí misma volviendo y, en el preciso instante en que entro en la casa, la puerta se cierra de golpe a mi espalda y la llave gira sola en la cerradura.
Bueno, no importa. Supongo que debo sentirme aliviada por saber que mi intuición acerca de las líneas telefónicas era errónea, pero no es así. Porque hay una parte de mi cerebro que creía —y aún sigue creyendo— que el teléfono de la alcoba no habría funcionado ni siquiera aunque me hubiese metido por detrás de la silla para conectar de nuevo el enchufe, que quizás el aparato de la cocina daba tono después, pero que seguro que no funcionaba entonces, que se trataba de salir corriendo de la casa y meterse en el Mercedes a toda prisa o morir a manos de la criatura.
Brandon se inclinó hacia adelante y la luz de la cabecera de la cama le dio en el rostro.
—No había ningún hombre en la casa, Jessie —manifestó—, y lo mejor que puedes hacer con esa idea es abandonarla.
Estuve a punto de contarle lo de los anillos, pero me encontraba cansadísima, tenía unos terribles dolores y, al final, no le dije nada. Después de que se marchase estuve mucho tiempo despierta en la cama… ni siquiera la pastilla analgésica conseguiría que conciliara el sueño aquella noche. Pensé en la operación de injerto de piel a que me iban a someter al día siguiente, pero probablemente no pensé en ella tanto como pudieras creer. A lo que le di más vueltas en la cabeza fue a los anillos y a la huella de pisada que, salvo yo, nadie había visto, y a la posibilidad de que él —eso— hubiera vuelto para poner las cosas en su sitio. Acabé por llegar a la conclusión, poco antes de quedarme dormida, de que nunca hubo huella de pisada ni pendiente con perla. Y de que algún agente encontró mis anillos en el suelo del estudio, junto a la estantería de los libros, y se limitó a cogerlos. Pensé que seguramente estarían en aquel momento en el escaparate de alguna tienda de empeños. Tal vez la idea debería irritarme, pero no fue así. Me hizo sentirme como aquella mañana, cuando me desperté al volante del Mercedes: llena de una increíble sensación de paz y bienestar. Ningún extraño; ningún extraño; ningún extraño en ninguna parte. Sólo un polizonte de mano larga, que echaba un vistazo por encima del hombro para asegurarse de que nadie le veía y luego, pum, zas, al bolsillo. En cuanto a los anillos en sí, no me importó entonces lo que pudiera haber sido de ellos y tampoco me importa ahora. En el curso de los últimos meses, cada vez he llegado a convencerme más de que la única razón por la que un hombre te coloca un anillo en el dedo consiste en que la ley ya no le permite colocártelo en la nariz. Pero no importa; la mañana se ha convertido en tarde, la tarde transcurre rápidamente y no es hora de tratar cuestiones de mujeres. Es hora de hablar de Raymond Andrew Joubert.
Jessie se echó hacia atrás en la silla y encendió otro cigarrillo, vagamente consciente de que le escocía la punta de la lengua de tanto rozar el tabaco, de que le dolía la cabeza y de que los riñones gemían a causa de la maratoniana sesión delante del Mac. Los riñones protestaban enérgicamente. Un silencio sepulcral reinaba en la casa: un tipo de silencio que sólo podía significar que la menuda Megan Landis había ido al supermercado y a la tintorería. A Jessie le extrañó que Meggie se hubiera marchado sin intentar, aunque sólo hubiera sido una vez más, arrancarla de la pantalla del ordenador. Después supuso que el ama de llaves sabía que iba a ser un esfuerzo inútil. «Será mejor dejarla que haga las cosas a su manera, sea la que fuere, debió de pensar Meggie. Y, al fin y al cabo, aquello no era para la mujer más que un empleo. Este último pensamiento lanzó un dardo a través del corazón de Jessie».
Crujió una tabla en el piso de arriba. El cigarrillo de Jessie se detuvo a dos centímetros de los labios.
«¡Ha vuelto!», chilló «¡Oh, Jessie, ha vuelto!».
Sólo que no había vuelto. Los ojos de Jessie vagaron hacia el estrecho semblante que la miraba desde el montón de recortes de periódicos y pensó: «Sé dónde estás exactamente, hijo de perra. ¿Verdad que sí?».
Lo sabía, pero en el fondo de su mente algo continuaba insistiendo en que era el mismo… no, él, no, eso, el Vaquero del Espacio, el espectro del amor, que había vuelto para la cita final. Sólo había esperado a que la casa estuviera vacía, y si ella descolgaba el teléfono de la esquina del escritorio, descubriría que estaba mudo, lo mismo que todos los teléfonos de la casa del lago habían estado mudos aquella noche.
«Tu amigo Brandon puede sonreír irónicamente todo lo que quiera, pero nosotros sabemos la verdad, ¿no es así, Jessie?».
Con gesto repentino, Jessie disparó la mano sana, agarró el auricular y se lo llevó a la oreja. En seguida oyó el tranquilizador zumbido que le indicaba que tenía línea. Volvió a dejar el aparato en su horquilla. Una extraña y pálida sonrisa le aleteó en las comisuras de la boca.
«Sí, sé exactamente dónde estás, hijo de puta. Piensen lo que piensen y todas las demás voces, Punkin y yo sabemos que vistes un mono de color naranja y estás sentado en una celda de la cárcel del condado…, la del fondo del ala vieja, dijo Brandon, para que los demás presos compañeros tuyos no puedan joderte antes de que el Estado te lleve ante un tribunal de tus semejantes…, si es que tienes semejantes. Puede que ahora no estemos enteramente libres de ti aún, pero lo estaremos. Te prometo que lo estaremos».
Sus ojos regresaron a la pantalla del monitor, y aunque la imprecisa somnolencia acarreada por la mezcla de la pastilla y el emparedado no se había desvanecido del todo, sintió un cansancio que le llegaba a la médula y tuvo el convencimiento absoluto de que no sería capaz de concluir lo que había empezado.
«Es hora de hablar de Raymond Andrew Joubert», tenía escrito, ¿pero era así? ¿Podría hacerlo? ¡Estaba tan fatigada! Claro que lo estaba; se había pasado casi todo el día impulsando aquel maldito cursor de un lado a otro de la pantalla. Forzando el sobre, lo llaman a eso, y si una lo fuerza durante el tiempo suficiente y con la potencia suficiente, acaba por rasgarlo y abrirlo del todo. Tal vez lo mejor sería subir y echarse una siestecita. Más vale tarde que nunca, y todo eso. Lo archivaría en la memoria del Mac, lo recuperaría a la mañana siguiente y reanudaría el trabajo en el punto donde…
Le interrumpió la voz de Punkin. Le llegaba ahora en rarísimas ocasiones, y Jessie solía escucharla con atención cuando aparecía.
«Si optas por dejarlo ahora, Jessie, no te molestes en archivar el documento. Bórralo. Tú y yo sabremos que no tendrás agallas para volver a enfrentarte con Joubert…, no del modo que una persona tiene que enfrentarse a una cosa sobre la que está escribiendo, ¿verdad? Deja que salga todo de ese rincón del fondo de tu cerebro en el que lo tienes y ponlo en la pantalla».
—Sí —murmuró Jessie—. Corazón para parar un tren. Quizá más.
Dio una chupada al cigarrillo, y luego lo apagó a medio consumir. Hojeó los recortes otra vez y echó un vistazo por la ventana hacia el declive del Eastern Prom. Había dejado de nevar y el sol relucía luminosamente, aunque no lo haría durante mucho rato; en Maine, los días de febrero eran desgastados y melancólicos.
—¿Qué opinas tú, Punkin? —preguntó Jessie a la habitación vacía. Habló con el altivo tono de voz de Elizabeth Taylor que tanto le había gustado practicar en la infancia y que tan frenética ponía a su madre—. ¿Debemos seguir adelante, querida?
No hubo respuesta, pero Jessie tampoco la necesitaba. Se inclinó hacia adelante en la silla y el cursor se puso en movimiento una vez más. Durante mucho tiempo no interrumpió su labor para nada, ni siquiera para encender un cigarrillo.