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El arte de llegar

Había estado nevando toda la mañana —un tiempo tristón, pero muy adecuado para escribir cartas— y cuando una franja de sol cayó sobre el teclado del Mac, Jessie alzó la cabeza, sorprendida, sobresaltada ante la interrupción de su ensimismamiento. Lo que vio por la ventana hizo algo más que encantarla; la llenó de una emoción que no había experimentado en mucho tiempo y que no había confiado en experimentar de nuevo durante mucho tiempo más, si es que alguna vez volvía a vivirla. Era una sensación de alegría, de una alegría profunda y compleja que nunca hubiera podido explicarse.

No había dejado de nevar —no del todo, por lo menos—, pero un rutilante sol de febrero acababa de abrirse paso a través del encapotado cielo, para conferir un brillo diamantinamente blanco a los quince centímetros de nieve que cubrían el suelo y a los copos que aún flotaban en el aire. La ventana ofrecía una panorámica general del Portland’s Eastern Promenade, una vista que siempre aliviaba y hechizaba a Jessie, en todas las situaciones meteorológicas y en todas las estaciones del año, pero jamás había contemplado nada como aquello; la combinación de nieve y sol transformaba la atmósfera grisácea que envolvía Casco Bay en un joyero fabuloso de arcos iris entrelazados.

«Si viviesen personas de verdad en esos globos de nieve donde una puede montarse una ventisca siempre que lo desee, podrían contemplar continuamente esta maravilla de tiempo», pensó, y se echó a reír. La carcajada resonó de un modo tan quiméricamente extraño en sus oídos como insólita le resultó a su corazón la sensación de alegría que le produjo y Jessie tardó un momento en comprender el motivo: no se había reído ni una sola vez desde el mes de octubre anterior. Aludía a aquellas horas, a aquellas últimas horas que intentó pasar en Kashwakamak (o en cualquier otro lago, daba lo mismo), llamándolas simplemente «mi época difícil». Consideraba que esa frase, y ninguna otra, era necesaria. Y así le gustaba.

«¿Ninguna risa desde entonces? ¿Nada? ¿Cero? ¿Estás segura?».

Absolutamente segura, no. Suponía que era posible que se hubiera reído en sueños —bien sabía Dios que en bastantes de ellos había llorado—, pero en lo que afectaba a las horas en que estuvo despierta, ni una insignificante carcajada hasta aquel momento. Recordaba con toda claridad la última vez que se echó a reír: pasaba la mano izquierda por delante del cuerpo para coger las llaves que llevaba en el bolsillo derecho de la falda pantalón, mientras decía a la ventosa oscuridad que iba a ser como una ameba y que se dividiría. Ésa, que ella supiera, fue la última vez que se rió…, hasta ahora.

—Sólo esa vez y ninguna otra —murmuró Jessie. Se sacó del bolsillo de la falda una cajetilla y encendió un cigarrillo. Dios, cómo conseguía aquella frase que todo volviera… había descubierto que lo único con capacidad para hacerlo rápida y completamente era aquella espantosa canción de Marvin Gaye. La oyó una vez por la radio cuando regresaba de una de aquellas aparentemente inacabables visitas al médico que habían maquillado su vida aquel invierno. La quejumbrosa voz de Marvin desgranaba: «Todo el mundo sabe… en especial vosotras, las chicas…», con su tono suave e insinuante. Apagó la radio instantáneamente, pero empezó a temblar de tal forma que le fue imposible seguir conduciendo. Aparcó el coche y esperó a que se le pasaran los estremecimientos. Se le pasaron, pero por las noches, cuando no se despertaba murmurando aquella frase de El cuervo una y otra vez sobre la almohada empapada de sudor, se oía a sí misma cantar «Un testigo, un testigo». En lo que a Jessie concernía eran seis de uno y medio millón de la otra.

Dio una profunda chupada al cigarrillo, exhaló el humo en tres perfectos anillos y los contempló mientras se elevaban perezosamente en el aire por encima del susurrante Mac.

Cuando alguien era lo bastante estúpido o tenía el suficiente mal gusto para preguntarle acerca de la prueba que había sufrido (y Jessie había comprobado que existían muchas más personas estúpidas y de mal gusto de lo que jamás hubiera supuesto), le respondía que no recordaba gran cosa de lo sucedido. Tras las primeras dos o tres entrevistas con la policía, empezó a decir lo mismo a los agentes y a todo el mundo, salvo a uno de los colegas de Gerald. Esa única excepción era Brandon Milheron. A él le contó toda la verdad, en parte porque necesitaba su ayuda, pero principalmente porque Brandon fue el único que manifestó cierta comprensión acerca de lo que ella había pasado… y lo que todavía estaba pasando. No la había hecho perder tiempo con expresiones compasivas, lo cual representó un enorme alivio. Jessie había descubierto que la compasión era algo que resultaba barato y, en consecuencia, se derrochaba después de una tragedia… y que toda la compasión del mundo tenía el mismo valor que las lágrimas de un millar de cocodrilos.

De todas formas, tanto los polizontes como los periodistas aceptaron su amnesia —y el resto de la historia— a pies juntillas, lo que no dejaba de ser importante. ¿Y por qué no iban a aceptarla? Las personas que sufren traumas físicos y mentales serios a menudo bloquean su memoria; los policías saben eso incluso mejor que los abogados, y Jessie lo sabía mucho mejor que cualquiera de ellos. Desde el mes de octubre anterior había aprendido una barbaridad sobre traumas físicos y mentales. Los libros y los artículos que leyó le ayudaron a encontrar razones plausibles para abstenerse de hablar de lo que no quería hablar aunque, aparte de eso, no la habían ayudado gran cosa. O quizás era que no había dado aún con los estudios clínicos adecuados… los que se referían a mujeres esposadas que se veían en la forzosa situación de ver a sus maridos convertirse en alimento para perros Purina.

Jessie se sorprendió a sí misma soltando otra carcajada… una buena carcajada esa vez. ¿Aquello era gracioso? Al parecer, sí, pero también se trataba de una de esas cosas que no se podían contar a nadie nunca. Como, por ejemplo, lo del padre de una que se excita tanto por culpa de un eclipse solar que acaba soltando toda su carga de esperma sobre la culera de las bragas de una. O como —y hete aquí una verdadera asquerosidad— pensar que porque un poco de semen vaya a parar a sus posaderas, una va a quedar embarazada.

De todas formas, la mayoría de los casos clínicos sugieren que el cerebro humano reacciona ante un trauma extremo como un calamar frente al peligro: lanzando una oleada de tinta para oscurecer todo el paisaje. Una sabía que algo sucedió, que fue un día cualquiera y en el parque, pero no pasa de ahí. Todo lo demás se ha esfumado, lo ocultó la cortina de tinta oscurecedora. Una infinidad de casos así dicen lo mismo: personas violadas, personas protagonistas de accidentes automovilísticos, personas sorprendidas por un incendio y que se encerraron en armarios para morir así, incluso está el caso de una paracaidista a la que no se le abrió el paracaídas y a la que rescataron, con graves heridas pero milagrosamente viva, en la blanda ciénaga donde había aterrizado.

«¿Qué sintió mientras descendía?», preguntaron a la dama paracaidista. «¿Qué pensó al comprobar que el paracaídas no se le abría, que no iba a abrírsele?». Y la dama paracaidista respondió: «No me acuerdo. Sólo recuerdo que el juez de salida me dio una palmada en la espalda, y me parece que incluso me dio un empujón, pero lo único que consigo recordar, después de eso, es que me encontraba estirada en una camilla y que le pregunté a uno de los hombres que me metían en la ambulancia si mis heridas eran muy graves. Entre un momento y otro, sólo neblina. Supongo que debí de rezar, pero ni siquiera de eso estoy realmente segura».

«O tal vez lo recordabas todo muy bien, amiga dama paracaidista», pensaba Jessie, «y mentiste igual que mentí yo. Incluso por los mismos motivos. Por lo que a mí me consta, todos los protagonistas de cada uno de los malditos casos clínicos que se refieren en cada uno de esos malditos libros que he leído no hicieron más que mentir».

Quizá sí. Pero tanto si mentían como si no, perduraba el hecho de que ella no había olvidado las horas que permaneció esposada…, desde el chasquido de la llave en el segundo cierre hasta el paralizante momento en que miró por el retrovisor y vio que la criatura de la casa se había convertido en la criatura del asiento trasero, lo recordaba todo. Se acordaba de aquellos momentos durante el día y luego los revivía por la noche en forma de horribles pesadillas en las que el vaso de agua se deslizaba por el plano inclinado del estante e iba a hacerse añicos en el suelo, en las que el perro vagabundo eludía el fiambre que estaba en el suelo para dedicarse a la comida caliente de encima de la cama, en las que el espantoso visitante nocturno del rincón preguntaba: «¿Me quieres, Punkin?», con la voz del padre de Jessie y los gusanos se retorcían como semen salido de la punta del pene erecto.

Pero recordar algo y revivir algo no obligaba a contar a nadie ese algo, aun cuando los recuerdos le hagan a una sudar y las pesadillas le impulsen a una a chillar. Había perdido más de cuatro kilos y medio desde el mes de octubre (bueno, eso era enmascarar un poco la verdad; lo cierto es que eran cerca de ocho), había vuelto a fumar (paquete y medio diario, más un porro del tamaño de un El Producto, antes de meterse en la cama), su cutis y su aspecto se habían ido al infierno y ahora las canas invadían su cabeza por todas partes y no se limitaban sólo a platearle las sienes. Esto último podía arreglarlo —¿no lo había estado haciendo durante los últimos cinco años?—, pero es que, sencillamente, no había hecho el suficiente acopio de energías para telefonear al Oh Pretty Woman de Westbrook y pedir hora. Además, ¿para quién tenía que acicalarse? ¿Acaso pretendía darse una vuelta por cuatro o cinco bares de solteros y pasar revista a los ligones locales?

«No es mala idea», pensó. «Algún galancete me preguntará si puede invitarme a una copa, le diré que sí, y luego, mientras aguardamos a que el camarero nos sirva las consumiciones, le contaré —como quien no quiere la cosa— que por la noche suelo tener ese sueño en el que mi padre eyacula gusanos en vez de esperma. Con un tema de conversación tan interesante como ese, estoy segura de que se apresura a invitarme a su piso. Ni siquiera me pedirá un certificado médico que garantice que doy negativo en los análisis del virus de inmunodeficiencia humana».

A mediados de noviembre, cuando empezó a creer que la policía iba a dejarla en paz y el punto de vista sexual de la historia iba a abandonar definitivamente las páginas de los periódicos (procuraba ir despacio en eso de creer tal cosa, ya que la publicidad era lo que más había temido de todo el asunto), decidió probar de nuevo la terapia de Nora Callighan. Tal vez no deseaba aquellas sesiones de buceo interno ni pasarse los siguientes treinta o cuarenta años expulsando vapores ponzoñosos mientras se iba corrompiendo. ¿Habría sido muy distinta su vida de haberle contado a Nora lo que sucedió el día del eclipse? Por la misma regla de tres, ¿habrían sido las cosas muy diferentes si aquella muchacha no hubiera entrado en la cocina cuando lo hizo, aquella noche en la rectoría de Neuworth? Quizá no hubiera cambiado nada… tal vez, mucho.

Acaso una barbaridad.

De modo que marcó el número de Nuevo Hoy, Nuevo Mañana, la asociación libre de consejeros a la que Nora había estado afiliada, y se quedó de piedra, sin saber qué decir, cuando la recepcionista le informó de que Nora había muerto de leucemia el año anterior: una variedad extraña y traicionera, que actuaba con éxito escondida en los callejones más recónditos del sistema límbico hasta que era demasiado tarde para que hubiese solución. La recepcionista preguntó si no querría Jessie ver a Laurel Stevenson, pero Jessie recordaba a Laurel, una preciosidad morena, de ojos oscuros, que calzaba zapatos de tacón alto, con el talón descubierto, y tenía todo el aspecto de la que sólo disfrutaba al máximo del sexo cuando se ponía encima. Jessie respondió a la recepcionista que lo pensaría. Y eso fue todo lo que hizo en cuanto a asesoramiento.

En los tres meses que transcurrieron desde que se enteró del fallecimiento de Nora, Jessie tuvo días buenos (en los que sólo pasaba miedo) y días malos (en los que se sentía tan aterrada que ni siquiera se atrevía a abandonar el cuarto y mucho menos la casa), pero sólo Brandon Milheron había oído una versión que se acercaba algo a la historia completa del trago que pasó Jessie Mahout en la casa a orillas del lago… y Brandon no se llegó a creer los aspectos más demenciales de dicha historia. Se mostró comprensivo, sí, pero no los creyó. De cualquier modo, no al principio.

—Nada de pendiente con perla —le informó al día siguiente de que le hablase por primera vez del extraño de la cara blanca y alargada—. Nada tampoco de huella de pisada con barro. Al menos, los informes escritos no lo citan.

Jessie se encogió de hombros y no hizo ningún comentario. Podía haber dicho cosas, pero le pareció más seguro callarlas. Durante las semanas inmediatas a su huida de la casa de verano había necesitado a toda costa tener algún amigo, y Brandon cumplía ese papel a las mil maravillas. No deseaba distanciarle ni apartarlo por completo de ella contándole un sinfín de lo que pudieran considerarse disparates. Así que no le dijo lo que, desde luego, él era lo bastante inteligente para imaginárselo solo: que un pendiente con perla podía muy bien haber desaparecido en el bolsillo de alguien y que una huella embarrada cerca del tocador podía muy bien haber pasado inadvertida. Al fin y al cabo, se trató al dormitorio como escenario de un accidente, no de un asesinato.

Y había también otra cosa, algo sencillo y directo: quizá Brandon tenía razón. Quizás el visitante no pasó de ser una chispa de rayo de luna, después de todo.

Poco a poco, Jessie había llegado a convencerse, al menos durante las horas en que estaba despierta, de que aquélla era la verdad del asunto. Su Vaquero del Espacio había sido una especie de imagen de test de Rorschach, no hecha con tinta y papel, sino a base de sombras agitadas por el viento y de imaginación. Sin embargo, no se culpaba a sí misma por ello: todo lo contrario. De no ser por su imaginación, no habría sido capaz de hacerse con el vaso de agua… e incluso aunque lo hubiese alcanzado, nunca se le habría ocurrido fabricarse una paja con una tarjeta de suscripción de una revista. No, pensaba que su imaginación se había ganado su derecho a unas cuantas veleidades alucinativas, pero no dejaba de ser trascendental para ella recordar que aquella noche había estado sola. Si la recuperación empezaba en algún punto, como creía ella, ese punto de partida era la aptitud para disociar la realidad de la fantasía. De forma que contó a Brandon algo de eso. Brandon le sonrió, le dio un abrazo, le besó en la frente y le aseguró que había mejorado en todos los aspectos.

Luego, el viernes anterior, la mirada de Jessie tropezó con el reportaje principal de la sección «Noticias del condado» del Press Herald’s. Entonces, todas las suposiciones de Jessie empezaron a alterarse y dieron un giro de ciento ochenta grados cuando el trabajo de Raymond Andrew Joubert emprendió una marcha que le impulsaría con firmeza, ascendiéndole de la condición de artículo de relleno del calendario de la comunidad y de la ronda de la policía del condado a información de primera página presentada con grandes titulares. Luego, ayer… siete días después de que el nombre de Joubert apareciese por primera vez en la página del condado…

Llamaron a la puerta, y la primera reacción de Jessie, como siempre, fue de instintivo sobresalto temeroso. Brotaba allí y luego desaparecía casi antes de que ella se diera cuenta. Casi… pero no del todo.

—¿Meggie? ¿Eres tú?

—Nadie más, señora.

—Entra.

Megan Landis, el ama de llaves que Jessie había contratado en diciembre (cuando recibió el primer sustancioso cheque que los del seguro le enviaron por correo certificado), entró con un vaso de leche encima de una bandeja. Junto al vaso había una pequeña píldora gris y rosa. Al ver el vaso, Jessie notó que la muñeca derecha empezaba a picarle de mala manera. No le ocurría siempre, pero tampoco era una cosa desacostumbrada. De todas formas, las contracciones nerviosas y aquella sensación de «la piel está serpenteando sobre los huesos» había disminuido hasta prácticamente desaparecer del todo. Hubo una época, antes de Navidad, durante la cual Jessie creyó que iba a tener que pasarse el resto de su vida bebiendo en vasos de plástico.

—¿Qué tal está hoy la zarpa? —preguntó Meggie, como si hubiera captado el picor de Jessie mediante alguna especie de telepatía sensorial. A Jessie no le parecía ridícula aquella idea. A veces consideraba las preguntas de Meggie —y las intuiciones que las promovían— un tanto inquietantes, pero nunca ridículas.

La mano en cuestión, que permanecía ahora en reposo bajo la caricia de los rayos de sol que habían inducido a Jessie a suspender la redacción de lo que tecleaba en el Mac, aparecía enfundada en un guante negro revestido de un polímero antifricción tipo era espacial. Jessie imaginaba que aquel guante protector —porque eso es lo que era— lo habían perfeccionado en el curso de alguna pequeña guerra sucia. No es que, de saberlo a ciencia cierta, se hubiera negado a llevarlo, y tampoco es que dejara de sentirse agradecida. La verdad es que se sentía muy agradecida. Después del tercer injerto de piel, una se da perfecta cuenta de que la postura de agradecimiento es una de las pocas barreras fiables que la vida puede levantar frente a la locura.

—No demasiado mal, Meggie.

Se levantó la ceja izquierda de Meggie, para detenerse más o menos a la altura del «Lo dudo mucho».

—¿No? Si has estado aporreando ese teclado durante tres horas largas, que es el tiempo que llevas ahí, apuesto a que es como para estar cantando el Ave María.

—¿De verdad he estado tanto tiempo…? —Jessie echó una ojeada a su reloj y comprobó que era cierto. Miró el indicador de la parte superior de la pantalla del monitor y vio que iba por la quinta página del documento que había empezado poco después del desayuno. Ahora era casi la hora de almorzar, y lo más sorprendente es que no se había apartado tanto de la verdad como sugería el fruncimiento de ceja de Meggie: realmente, la mano no estaba mal. Hubiera podido esperar una hora más a tomar la pastilla, de ser necesario.

A pesar de ello, se la tomó, engulléndola con la leche. Mientras sorbía el último trago, sus ojos fueron de nuevo al monitor y leyeron las palabras que llenaban la pantalla:

«Nadie me encontró aquella noche; me desperté sola, al amanecer de la mañana siguiente. El motor había acabado por pararse, pero el coche todavía estaba caliente. Oí cantar a los pájaros en el bosque y a través de los árboles pude ver el lago, liso como un espejo, con pequeñas cintas de espuma levantándose aquí y allá. Tenía un aspecto precioso de veras y, al mismo tiempo, verlo despertó en mí el odio… y desde entonces, no he dejado de odiar su mero recuerdo. ¿Puedes entenderlo, Ruth? Yo, maldito si lo entiendo.

«Me dolía la mano de un modo infernal —hacía mucho tiempo que las aspirinas dejaron de servirme de algo—, pero a pesar de ese dolor experimentaba la más increíble sensación de paz y bienestar. Aunque algo me estaba reconcomiendo. Algo que había olvidado. Al principio me fue imposible recordar qué era. Luego, de pronto, reapareció en mi cabeza. Él había estado en el asiento trasero, se había inclinado hacia adelante y me había susurrado al oído los nombres de todas mis voces.

«Miré por el retrovisor y vi que el asiento posterior estaba vacío. Eso me tranquilizó un poco, pero entonces».

El texto escrito se interrumpía en ese punto y, en el espacio siguiente al de la última letra de la inacabada frase, el cursor parpadeaba expectante. Parecía hacerle guiños, apremiarla a seguir adelante y, de pronto, Jessie recordó un poema del estupendo librito de Kenneth Patchen. El volumen se titulaba Pero aun así… y el poema decía algo parecido a: «Si quisiéramos lastimarte, cariño,/¿te habríamos traído aquí,/a la parte más oscura/de esta boscosa espesura?».

«Buena pregunta», pensó Jessie, y dejó que su mirada se trasladase de la pantalla del monitor al rostro de Meggie Landis. A Jessie le caía muy bien aquella irlandesa, le caía formidable —rayos, le debía mucho—, pero si hubiera sorprendido a la menuda ama de llaves curioseando las palabras de la pantalla del Mac, Meggie se encontraría de patitas en la calle, bajando por la avenida Forest con la indemnización por despido en el bolsillo, antes de que hubiera podido deletrear: «Querida Ruth: Supongo que te extrañará recibir noticias mías al cabo de tantos años».

Pero Meggie no miraba la pantalla del ordenador personal; contemplaba la panorámica del Eastern Prom y extendida más allá. El sol aún brillaba y la nieve seguía cayendo, aunque se aclaraba a ojos vista.

—El diablo está zurrando a su mujer —observó Meggie.

—¿Perdón? —preguntó Jessie, sonriente.

—Es lo que solía decir mi madre cuando sale el Sol antes de que deje de nevar —Meggie parecía un poco violenta, mientras alargaba la mano para hacerse cargo del vaso vacío—. Pero no puedo decir que esté segura de lo que significa realmente.

Jessie asintió con la cabeza. La expresión de incomodidad del semblante de Meggie reflejaba algo más: algo que a Jessie le pareció inquietud. Durante unos segundos no tuvo idea de lo que pudiera haber provocado la aparición de aquel gesto en el rostro de Meggie, pero luego lo comprendió: era algo tan evidente como para que resultara fácil pasarlo por alto. Era la sonrisa. Meggie no estaba acostumbrada a ver sonreír a Jessie. Ésta deseó decirle que todo iba bien, que la sonrisa no significaba que ella, Jessie, tuviera la menor intención de levantarse de un salto de la silla, dispuesta a degollar al ama de llaves.

Pero, en cambio, lo que manifestó fue:

—Mi madre solía decir: «El Sol no calienta todos los días el culo del mismo perro». Y yo tampoco he sabido nunca lo que significaba.

Meggie miró en dirección al Mac, pero en sus ojos no había más que desaprobación: «Ya es hora de dejar los juguetes, señora», declaraban las pupilas.

—La pastilla te va a dar sueño como no le eches encima un poco de comida. Tengo un emparedado esperándote, y sopa calentándose en el hornillo.

Sopa y bocadillo…, comida para chavales, el almuerzo que le ponen a una cuando se ha pasado toda la mañana dando vueltas en un trineo aprovechando que se suspendió la clase por culpa del viento del noreste; cosas que una se zampa mientras el frío aún sigue enrojeciéndole las mejillas como una fogata. Parecía absolutamente magnífico, pero…

—Voy a pasar, Meg.

Meggie frunció el ceño y las comisuras de la boca trazaron una línea descendente. Era una expresión que Jessie había visto con frecuencia durante las primeras jornadas laborales de Meggie en la casa, cuando, a veces, la necesidad de tomarse una pastilla extra era tan perentoria que Jessie rompía a llorar. Sin embargo, Megan Landis nunca cedió ante las lágrimas. Jessie suponía que ésa era la razón por la que había contratado a la pequeña irlandesa. Dio por sentado desde el principio que Meggie no era una entreguista. En realidad, era flexible, cuando tenía que serlo…, pero en esa ocasión no estaba dispuesta a ceder.

—Tienes que comer, Jess. Estás hecha un espantapájaros. —El rebosante cenicero atrajo entonces el látigo de su mirada—. Y es preciso que dejes también esa basura.

«Conseguiré que dejes de fumar, mi bella y soberbia dama», declaró Gerald en el cerebro de Jessie, a la que sacudió un escalofrío.

—¿Jessie? ¿Estás bien? ¿Hay corriente de aire?

—Bueno, ya sabes: «Puesta la calabaza al viento, se enfría lo que tiene dentro», eso es todo. —Esbozó una sonrisa melancólica—. Parece que nos ha dado hoy por las frases hechas, ¿eh?

—Se te ha advertido repetidamente que no exageres la nota…

Jessie extendió la diestra, enguantada en negro, y tocó con timidez la mano izquierda de Meggie.

—Mi mano está cada vez mejor, de verdad, ¿a que sí?

—Sí, claro. Si puedes darle a esa máquina con ella, aunque sólo sea durante cierto tiempo, durante tres horas o así, y no pedir a grito pelado la pastilla en cuanto asomo la cabeza, entonces supongo que mejoras mucho más deprisa de lo que esperaba el doctor Magliore. A pesar de todo…

—A pesar de todo, está mejorando, y eso es bueno…, ¿vale?

—Naturalmente que es bueno.

El ama de llaves miró a Jessie como si ésta hubiera perdido el juicio.

—Bueno, ahora estoy tratando de sacarle partido al resto de mi mejoría. La fase primera consiste en escribir una carta a una vieja amiga. Me prometí —en octubre pasado, durante mis momentos difíciles— que si salía de aquel apuro, la escribiría. Pero lo he estado dejando. Y ahora, por fin, he empezado a hacerlo y no me atrevo a dejarlo. Puede que perdiera las agallas.

—Pero la pastilla…

—Creo que dispongo de tiempo suficiente para acabar la carta, imprimirla y meterla en el sobre antes de que el sueño me ataque y me impida trabajar. Luego dormiré una buena siesta y, cuando me despierte, tomaré una cena temprana. —Volvió a rozar con la diestra la mano izquierda de Meggie, un gesto tranquilizador que era torpón y amable a la vez—. Una cena opípara y deliciosa.

El ceño de Meggie continuó fruncido.

—No es sano saltarse las comidas, Jessie, y lo sabes.

—Hay algunas cosas más importantes que las comidas —repuso Jessie muy amablemente—. Y también lo sabes igual que yo, ¿verdad?

Meggie volvió la cabeza en dirección al monitor, luego suspiró y dijo que sí con la cabeza. Cuando habló, lo hizo con el tono de la mujer que se somete ante un convencionalismo en el que ella dista mucho de creer.

—Supongo. Pero incluso aunque no lo supiera, tú eres el jefe.

Jessie asintió, al tiempo que se daba cuenta por primera vez de que aquello era algo más que una ficción a la que se atenían dos mujeres en bien de las conveniencias.

—Supongo que sí, ya que lo dices.

Meggie había puesto el entrecejo a media asta.

—¿Qué te parece si traigo el emparedado y lo dejo ahí, en la esquina del escritorio?

Jessie sonrió.

—¡Adjudicado!

Esa vez, Meggie le devolvió la sonrisa. Cuando al cabo de tres minutos se presentó con el emparedado, Jessie estaba sentada de nuevo frente a la fulgurante pantalla, inmersa en lo que iba tecleando despacio, mientras el reflejo del monitor teñía su piel de un enfermizo tono verde propio de historieta gráfica. La irlandesa menuda no se esforzó lo más mínimo para evitar ruidos —era la clase de mujer incapaz probablemente de andar de puntillas, aunque su vida dependiera de ello—, pero a pesar de todo Jessie no la oyó entrar ni salir. Había interrumpido su tecleo para sacar del cajón superior del escritorio un montón de recortes de periódicos y estaba ojeándolos atentamente. La mayor parte de esos recortes iban ilustrados con fotografías, con fotografías de un hombre cuyo singular rostro era alargado y estrecho, de mentón hundido y frente abultada. Sus ojos eran profundos, oscuros, redondos y perfectamente vacuos, ojos que hicieron pensar a Jessie, de modo simultáneo, en Dondi, el niño abandonado de las tiras ilustradas, y en Charles Manson. Bajo la hoja afilada de la nariz, los labios eran protuberantes, gruesos, con el espesor de rodajas de fruta.

Meggie permaneció un momento junto a Jessie, a la espera de que le dijese algo, pero al final emitió un susurrado «¡Hummf!» y abandonó la estancia. Tres cuartos de hora después, más o menos, Jessie miró a su izquierda y vio el emparedado de tostadas con queso. Ya estaba frío, coagulado el queso en grumos, pero no obstante se lo devoró en cinco rápidos mordiscos. Luego volvió a encararse con el Mac. El cursor empezó de nuevo a danzar ante sus ojos y la condujo firmemente hacia la profunda espesura del bosque.