34

Lo primero que pensó, al volver en sí, fue que la oscuridad significaba que había muerto.

Lo segundo, que, si de verdad estaba muerta, la mano derecha no tendría que dolerle como si, tras abrasársela con napalm, se la hubieran despellejado después con navajas barberas.

Lo tercero consistió en que, si estaba oscuro y tenía los ojos abiertos —como parecía tenerlos—, eso significaba que se había puesto el sol.

Tal idea la impulsó a saltar del punto intermedio en el que estaba echada, no del todo inconsciente sino sumida en la languidez subsiguiente a la conmoción, acosada por las prisas. Al principio no pudo comprender por qué el hecho de que se hubiese ocultado el sol tenía que ser tan aterrador, pero luego

(«Vaquero del Espacio-monstruo de amor»)

irrumpió precipitadamente en su cerebro como una sacudida eléctrica. Las estrechas mejillas, cadavéricamente blancas; la frente despejada; los ojos profundos.

Mientras Jessie permaneció medio inconsciente encima de la cama, el viento se había levantado otra vez con bastante fuerza y la puerta de atrás tableteaba de nuevo contra el marco. Durante unos minutos, la puerta y el viento fueron los únicos sonidos pero, después, un prolongado y penetrante alarido onduló en el aire. A Jessie le pareció el ruido más espantoso que había escuchado jamás; el que se imaginaba proferiría la víctima de un sepelio prematuro, cuando la desenterrasen, viva pero loca, y la sacaran del ataúd. El alarido se disolvió en la noche (era de noche, no cabía duda), pero se repitió al cabo de unos instantes: un falsete inhumano, impregnado de terror idiota. Se precipitó sobre ella como algo vivo, le provocó un estremecimiento desesperanzado, mientras, tendida encima de la cama, trataba de cubrirse los oídos. Consiguió taparse las orejas con las manos, pero no pudo impedir que, cuando sonó por tercera vez, aquel grito horrible penetrase en su cerebro.

—¡Oh, no! —gimió. Nunca había sentido tanto frío, tanto frío, tanto frío—. ¡Oh, no… no!

El aullido se hundió en la ventosa noche como si lo engullera un embudo y no volvió a repetirse inmediatamente. Jessie dispuso de unos segundos para recobrar el aliento y entonces comprendió que, después de todo, no fue más que el ladrido de un perro… Probablemente, el perro, en realidad, el chucho que hizo de Gerald su personal restaurante McDonald’s para automovilistas. Después, el aullido se elevó de nuevo en al aire, y resultaba imposible creer que una criatura de nuestro mundo natural pudiese producir semejante sonido; seguramente se trataba de una bruja o de algún vampiro que se retorcía con la estaca clavada en el corazón. Mientras el alarido ascendía hacia su cumbre cristalina, Jessie comprendió el motivo que impulsaba al animal a producir aquel sonido.

Eso había vuelto, exactamente como ella temía. De algún modo, el perro lo presentía, lo sabía.

Los escalofríos sacudieron a Jessie. Sus ojos exploraron febrilmente el rincón donde la noche anterior viera al visitante… el rincón en el que había dejado el pendiente de la perla y la huella única. Estaba demasiado oscuro para distinguir alguna de ambas cosas (siempre dando por supuesto que estuvieran allí), pero durante una fracción de segundo Jessie creyó ver a la propia criatura y notó que un grito le subía a la garganta. Cerró los ojos, apretó con fuerza los párpados, volvió a abrirlos y lo único que pudo ver, a través de la ventana occidental, fue la sombra de los árboles agitados por el viento. En esa misma dirección, más allá de las contorsionantes formas de los pinos, vislumbró una franja áurea en la línea del horizonte.

«Puede que sean las siete, pero si aún veo la puesta de sol probablemente ni siquiera es tan tarde. Lo que quiere decir que sólo he estado sin sentido cosa de una hora…, hora y media, como máximo. A lo mejor no es demasiado tarde para marchar de aquí. A lo mejor…».

Esa vez, el perro pareció chillar de verdad. El sonido hizo que a Jessie le dominara el deseo de gritar a su vez. Se agarró a uno de los postes de la cama, porque las piernas empezaron a temblarle de nuevo, y entonces se dio cuenta, súbitamente, de que ni siquiera se había levantado de encima del colchón. Hasta tal punto la alucinó el maldito perro.

«Domínate, muchacha. Respira hondo y conserva el control de ti misma».

Aspiró profundamente, y el olor que pasó por sus fosas nasales junto con el aire era un efluvio que ya conocía. Era parecido a la suave emanación mineral que la había obsesionado durante todos aquellos años —el olor que, para ella, significaba sexo, agua y padre—, pero no era exactamente el mismo. En aquella versión odorífera algún otro olor, algunos otros olores, parecían haberse mezclado: ajos de cosechas pasadas… cebollas viejas… polvo… pies sucios, quizás. Aquel olor hizo retroceder a Jessie un sinfín de años y la llenó de ese terror inarticulado y desalentador que experimentan los niños cuando presienten que alguna criatura sin rostro y sin nombre —algún coco— espera pacientemente debajo de la cama a que ellos asomen una pierna o dejen colgando un brazo…

El viento soplaba. La puerta batía. Y en alguna parte, muy cerca, una tabla crujió sigilosamente del modo en que crujen las tablas cuando alguien anda sobre ellas con furtiva ligereza.

«Vuelve», susurró el cerebro de Jessie. Ahora eran todas las voces, entrelazadas como hilos de una trenza. «Eso es lo que olfatea el perro, eso es lo que tú hueles, Jessie; eso es lo que ha hecho crujir la tabla. La cosa que estuvo aquí anoche ha vuelto a buscarte».

—¡Oh, Dios, no! —gimió Jessie—. ¡Oh, Dios, no! ¡Oh, Dios, no! ¡Oh, Dios querido, no permitas que eso sea verdad!

Intentó moverse, pero tenía los pies petrificados en el suelo y la mano izquierda clavada al poste de la cama. El miedo la había inmovilizado con la misma eficiencia con que los faros de un automóvil dejan paralizado en mitad de la carretera al ciervo o conejo deslumbrados. Hubiera seguido allí, gimiendo en tono bajo o intentando rezar, hasta que llegase a ella, hasta que fuera a por ella… el Vaquero del Espacio, el segador del amor, sólo un vendedor de muerte a domicilio, que iba de puerta en puerta con su muestrario de huesos y anillos, en vez de productos de limpieza Amway o cepillos Fuller.

El grito ululante del perro se elevó en el aire, ascendió dentro de la cabeza de Jessie, quien llegó a temer que acabaría enloqueciéndola.

«Estoy soñando», se dijo. «Por eso no podía recordar que me encontraba de pie; los sueños son como las versiones de obras resumidas del Reader’s Digests, cuando una se desmaya, luego no puede recordar cosas insignificantes como ésa. Perdí el sentido, sí… eso es lo que ha pasado, en realidad, sólo que en vez de entrar en coma, he caído en un sueño natural. Supongo que eso quiere decir que la hemorragia se ha cortado, porque no creo que las personas que se desangran hasta la muerte tengan pesadillas cuando hincan el pico. He estado durmiendo, eso es todo. Y, mientras dormía, he tenido la abuela de todas las pesadillas».

Una idea fabulosamente reconfortante, sólo que tenía un fallo: no era verdad. Las sombras de los árboles que danzaban sobre la pared del tocador eran reales. Lo mismo que aquel olor insólito que flotaba por la casa. Ella estaba despierta y tenía que salir de allí.

«¡No puedo moverme!», gimió.

«Sí que puedes», le replicó Ruth en tono severo. «No te liberaste de esas jodidas esposas para ahora morir de miedo, encanto. Muévete de una vez… No tengo que decirte lo que tienes que hacer, ¿verdad?».

—No —susurró Jessie, al tiempo que golpeaba levemente el poste de la cama con el dorso de la mano derecha. La consecuencia fue un automático e inmenso estallido de dolor. La tenaza de pánico que la retenía saltó en mil pedazos como un cristal y cuando el perro lanzó al aire otro de aquellos alaridos paralizantes, Jessie apenas lo oyó: su mano derecha estaba mucho más cerca y aullaba mucho más fuerte.

«Y sabes lo que tienes que hacer ahora, encanto… ¿verdad que sí?».

Sí… había llegado el momento de convertirse en jugador de hockey sobre hielo y lanzar el disco fuera de allí. Pensó durante un segundo en el rifle de Gerald, pero apartó aquella imagen de su mente. No tenía la más remota idea de dónde estaba el arma, ni siquiera de si se encontraba en la casa.

Lenta y cautelosamente, Jessie echó a andar sobre sus temblorosas piernas a través del cuarto. De vez en cuando, levantaba el brazo izquierdo para conservar el equilibrio. El pasillo situado al otro lado de la puerta del dormitorio era un tiovivo de sombras móviles, con la puerta del cuarto de invitados abierta a la derecha. A la izquierda estaba la puerta del cuartito que Gerald usaba como gabinete de trabajo. Más allá, también a la izquierda, el arco que daba paso a la cocina y al salón. Y, a mano derecha, la mal cerrada puerta trasera… el Mercedes… y tal vez la libertad.

«Cincuenta pasos», pensó Jessie. «No puede haber más de cincuenta pasos, probablemente sean menos. De modo que sigue andando, ¿de acuerdo?».

Pero, al principio, le resultó imposible. Por extraño que indudablemente le pareciera a alguien que había pasado lo que ella pasó durante las últimas veinticuatro horas, el dormitorio representaba una especie de austero y seguro refugio. En cambio, el pasillo… cualquier cosa podía estar allí al acecho. Cualquier cosa. Entonces, resonó un chasquido como si alguien hubiera arrojado un guijarro contra la pared del lado oeste de la casa, inmediatamente debajo de la ventana. A Jessie se le escapó un pequeño grito de terror antes de comprender que sólo había sido una rama de la vieja picea azul que crecía junto al porche.

«Domínate», recomendó Punkin severamente. «Sujeta los nervios y sal de aquí».

Avanzó insegura, tambaleante, extendido aún el brazo izquierdo, contando mentalmente los pasos. Llevaba doce cuando pasó por delante del cuarto de invitados. A los quince llegó al estudio de Gerald y entonces oyó un silbido apagado, en tono bajo, como de vapor que se escapa de un radiador viejo. De momento, Jessie no asoció aquel ruido con el estudio, creyó que lo producía ella misma. Luego, cuando alzaba el pie derecho para dar el paso número dieciséis, el silbido intensificó su volumen. En esa ocasión, al registrarlo con mayor claridad, Jessie comprendió que no lo producía ella, porque estaba conteniendo la respiración.

Despacio, muy despacio, volvió la cabeza hacia el estudio en el que su marido ya no volvería a trabajar nunca más en sus informes legales mientras encadenaba los Marlboros y tarareaba viejos éxitos de los Beach Boys. La casa gruñía ahora en torno a Jessie como un buque que surcase las aguas de un mar moderadamente picado. También crujía en las diversas ensambladuras, sacudidas por los ramalazos del frío viento. Además del tableteo de la puerta de atrás, oyó el batir de una persiana, pero aquellos sonidos estaban en otro sitio, en un mundo en el que no se ponían esposas a las mujeres, los maridos no se negaban a escuchar y las criaturas nocturnas no estaban al acecho. Al volver la cabeza, Jessie percibió el ruido de los músculos y tendones de su cuello, que chirriaron igual que los muelles de un somier. Le abrasaban los ojos en las órbitas como si fueran ascuas de carbón vegetal.

«¡No quiero mirar!», chilló el cerebro. «¡No quiero mirar, no quiero verlo!».

Pero no tuvo más remedio que mirar. Era como si unas manos invisibles la obligasen a volver la cabeza a la fuerza, mientras el viento seguía lanzando sus ráfagas, la puerta trasera chocaba contra el marco, la persiana palmeaba y el perro disparaba una vez más la espiral de su espeluznante y desolado aullido hacia el negro cielo de octubre. Volvió la cabeza hasta que la mirada pudo adentrarse por el estudio de su marido y, sí, ciertamente, allí estaba, una figura alta, erguida junto a la silla Eames de Gerald, delante de la puerta corredera de cristal. El estrecho y blanco rostro parecía suspendido en la oscuridad como una calavera alargada. La sombra oscura y casi cuadrada del maletín se encontraba en el suelo, entre sus pies.

Respiró hondo para poder chillar, pero todo lo que salió de su garganta fue un pitido como el de una tetera con el sistema de aviso estropeado: «Iuuuuuuuhhhh».

Nada más que eso.

En alguna parte, en aquel otro mundo, una corriente de orina cálida descendió por sus piernas; había vuelto a mojarse las bragas y batió de nuevo un récord por segundo día consecutivo. El viento también soplaba en aquel otro mundo, lo que hacía estremecer la casa hasta sus cimientos. La picea azul lanzó otra vez su enramada contra la pared occidental. El gabinete de Gerald era una laguna de sombras danzarinas y a Jessie volvió a costarle trabajo determinar qué estaba viendo… o si en realidad veía algo.

El perro insistió en su agudo y horrible grito, lo que indujo a Jessie a pensar: «Ah, lo estás viendo, desde luego. Acaso no lo veas con la misma claridad con que el perro lo huele, pero lo ves».

Como si deseara alejar de la mente de Jessie cualquier duda que pudiese subsistir, el visitante alargó la cabeza con una especie de parodia de curiosidad y permitió a la mujer lanzarle una diáfana pero misericordiosamente breve mirada. El rostro parecía el de un alienígena que hubiese intentado sin mucho éxito imitar los rasgos de la mímica humana. Era, por ejemplo, demasiado estrecho…, más angosto que cualquier semblante que Jessie hubiese visto jamás. La nariz parecía no tener más grosor que el filo de un cuchillo de mantequilla. La alta frente tenía la forma abultada de un bulbo. Los ojos eran simples círculos negros bajo el arco de V invertida que formaban las delgadas cejas; los labios, color de hígado, parecían hacer pucheros y fundirse al mismo tiempo.

«No, fundirse, no», pensó Jessie con esa brillante lucidez que a veces cobra vida, como el rutilante filamento de una bombilla, dentro de la esfera del terror absoluto. «De fundirse, nada, sonríe. Trata de sonreírme».

A continuación, aquel ser se inclinó hacia adelante para coger el estuche y su rostro volvió a desaparecer caritativamente de la vista. Jessie retrocedió un paso, vacilante, e intentó gritar de nuevo, pero sólo consiguió emitir un susurro inconexo y vidrioso. Aumentó de volumen el gemido del viento alrededor de los aleros del tejado.

El visitante enderezó el cuerpo y, mientras sostenía el estuche con una mano, empleó la otra para abrir los cierres. Jessie comprendió dos cosas instintivamente, no porque lo deseara, sino porque su aptitud mental para resolver y elegir lo que tuviera lógica había quedado destrozada del todo. La primera se relacionaba con el olor que había percibido antes. No era a ajos, ni a cebollas, ni a sudor, ni a polvo. Era a carne putrefacta. La segunda tenía que ver con los brazos de la criatura. Ahora que estaba más cerca y lo veía mejor (no por su gusto, pero así era), le impresionaron intensamente. Extremidades monstruosas, anormalmente alargadas que parecían ondular como tentáculos entre las sombras agitadas por el viento. Le presentaban la caja, como si buscaran su aprobación, y Jessie observó que no era un maletín de agente de ventas, sino una cesta de mimbre semejante a una desmesurada nasa de pescador.

«He visto una canasta parecida en alguna parte», pensó Jessie. «No sé si fue en un programa de televisión antiguo o en la vida real, pero la he visto. De jovencita. Salía de un largo automóvil negro con puerta trasera».

En su interior sonó repentinamente una suave y siniestra voz extraterrestre.

«Hubo un tiempo, Jessie, cuando el presidente Kennedy aún vivía, todas las jovencitas eran Punkin y aún no se habían inventado los sacos de plástico con cremallera para trasladar cadáveres —allá por la Época del Eclipse, digamos—, en que eran muy corrientes los cofres como éste. Los había de todas las medidas, desde la talla extra para adultos, hasta el tamaño para aborto de seis meses. Tu amigo guarda sus recuerdos en una de esas bolsas de sepulturero antiguas, Jessie».

Al tiempo que comprendía eso, también comprendió otra cosa. Era evidente a todas luces, una vez se pensaba en ello. Si su visitante olía tan mal era porque estaba muerto. Lo que ocupaba el estudio de Gerald era un cadáver ambulante.

«No…, no, eso no es posible…».

Pero lo era. Había percibido el mismo tufo en Gerald, no hacía tres horas. Lo había olido en Gerald, fermentando en su carne como una enfermedad exótica que sólo pudieran coger los muertos.

El visitante abría ahora la caja y la adelantaba hacia ella. De nuevo, Jessie vio el brillo dorado y el centelleo de los diamantes entre el montón de huesos. De nuevo, Jessie vio adelantarse la delgada mano del hombre, que empezó a remover el contenido del pequeño ataúd de mimbre: un cofre en otro tiempo destinado a albergar cadáveres de recién nacidos o de niños muy pequeños. De nuevo, Jessie oyó el batir y el chasquear tenebroso de los huesos, un sonido semejante al de unas castañuelas con una costra de polvo pegada encima.

Jessie lo contempló, hipnotizada y casi extática de terror. Su cordura empezó a flaquear; notó, casi oyó, que se le iba, y era algo que no podría evitar el Dios de la verde Tierra.

«¡Sí, ya está! ¡Puedes salir corriendo! ¡Tienes que salir corriendo, ahora mismo!».

Era Punkin, y su voz era un chillido…, pero lejano, perdido en las profundidades de algún pétreo desfiladero de la cabeza de Jessie. Había allí infinidad de desfiladeros, lo estaba descubriendo, y una infinidad de retorcidas cañadas y cuevas oscuras, ninguna de las cuales había visto jamás la luz del sol: lugares en los que podía decirse que el eclipse era perpetuo. Resultaba interesante. Resultaba interesante descubrir que el cerebro de una persona no era en realidad más que un cementerio construido en una hondonada por cuyo fondo serpenteaban disformes reptiles como aquél. Interesante.

Fuera, el perro lanzó otro aullido. Jessie, por fin, recobró la voz. También aulló con ella, emitió un sonido canino del que parecían haber eliminado toda la cordura. No le costaba trabajo imaginarse a sí misma en un manicomio prorrumpiendo en sonidos como aquél. Durante el resto de su vida. Se dio cuenta de que podía imaginárselo con suma facilidad.

«¡Jessie, no! ¡Recupera la razón y sal corriendo de aquí! ¡Márchate ya!».

El visitante le sonreía, los labios se curvaban para dejar al descubierto las encías y, de nuevo, Jessie vio destellos de oro en la parte interior de la boca, leves centelleos que la recordaron a Gerald. Dientes de oro. Tenía piezas dentarias de oro y eso significaba que era…

«Significa que es real, sí, pero eso ya lo hemos determinado, ¿no? Lo único que queda por determinar es qué vas a hacer ahora. ¿Alguna idea, Jessie? Si es así, vale más que la saques a relucir en seguida, porque el tiempo se te está quedando terriblemente corto».

La aparición dio un paso hacia adelante, aún sosteniendo la caja abierta, como si esperase que Jessie admirara su contenido. La criatura llevaba un collar… una especie de collar extraño. Se intensificaba aquel olor denso y desagradable. Lo mismo que la inequívoca sensación de malevolencia. Jessie trató de retroceder un paso, para contrarrestar el que había avanzado su visitante, pero comprobó que le era imposible mover los pies. Era como si estuviese atornillada al piso.

«Eso quiere decir que va a matarte, preciosa», dijo Ruth, y Jessie comprendió que era cierto. «¿Vas a dejar que lo haga?». En la voz de Ruth no había sarcasmo alguno, sólo curiosidad. «Después de pasar todo lo que has pasado, ¿realmente vas a permitirlo?».

El perro aulló. La mano de la aparición se agitó. Los huesos susurraron. Los diamantes y rubíes despidieron su débil destello nocturno.

Prácticamente sin percatarse de lo que hacía y mucho menos de por qué lo hacía, Jessie cogió sus anillos, los que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda, con el pulgar y el índice de la frenéticamente temblorosa mano derecha. El dolor que atravesó el dorso de esa mano, mientras apretaba, le resultó tenue y distante. Siempre, a lo largo de todos los días y años de su matrimonio, había llevado puestos casi constantemente aquellos anillos, y la última vez que se los quitó tuvo que ponerse jabón en el dedo. Esta vez no. Esta vez salieron con toda facilidad.

Tendió la ensangrentada mano a aquella criatura, que había cubierto ya con su caja toda la distancia que le separaba del umbral del estudio. Los anillos formaban un místico ocho en la palma de la mano de Jessie, un poco más allá del tosco vendaje hecho con la compresa. La criatura se detuvo. La sonrisa de sus gruesos labios deformados se difuminó para transformarse en una nueva expresión que muy bien podía ser de rabia o sólo de confusión.

—Tenga —dijo Jessie con áspero gruñido sofocado—. Tenga, cójalos. Lléveselos y déjeme en paz.

Antes de que aquel ser pudiera moverse, arrojó los anillos a la caja abierta, como en otras ocasiones había arrojado a las bolsas de importe EXACTO las monedas correspondientes al peaje en la autopista de New Hampshire. Estaba a menos de metro y medio, la boca del cofre era amplia y ambos anillos cayeron dentro. Oyó claramente el doble ruido metálico que produjeron cuando los aros de compromiso y de boda chocaron con los huesos de desconocidos.

Los labios del visitante se separaron otra vez de los dientes y, de nuevo, dejó oír aquel siseo cremoso y sibilante. Avanzó otro paso y algo —algo que yacía aturdido y perplejo en el suelo de la mente de Jessie— se despertó de pronto.

—¡No! —chilló.

Dio media vuelta y echó a andar tambaleándose por el pasillo, mientras el viento soplaba, la puerta tableteaba, la persiana batía, el perro aullaba y aquella criatura le pisaba los talones… Estaba allí, inmediatamente detrás de ella, oía su sibilante siseo y en cualquier momento alargaría la mano, una mano estrecha y blanca que flotaba en el extremo de un brazo fantástico como un largo tentáculo, y ella sentiría cerrarse alrededor de su garganta aquellos putrefactos dedos lívidos…

Y entonces se encontró ante la puerta trasera, la abrió, se precipitó a través del porche y tropezó con su propio pie derecho; mientras se desplomaba hacia el suelo recordó que debía retorcer el cuerpo para aterrizar sobre el costado izquierdo. Lo hizo, pero el impacto fue lo bastante violento como para que viera las estrellas. Rodó sobre sí misma para ponerse boca arriba, alzó la cabeza y miró fijamente la puerta, temerosa de ver perfilarse al otro lado de la tela metálica de la entrada el rostro blanco y estrecho del vaquero del espacio. No apareció allí, como tampoco oyó Jessie el siseo que lo acompañaba. No es que eso significara gran cosa; podía presentarse a la vista en cualquier momento, echarle las manos encima y destrozarle la garganta.

Jessie bregó para ponerse en pie, logró dar un paso y luego, temblorosas a causa de una combinación de miedo y pérdida de sangre, las piernas le fallaron y volvió a caer sobre las tablas del piso, junto al compartimiento donde se depositaba la basura. Gimió y alzó la vista hacia el cielo, donde la luna en cuarto creciente afiligranaba unas nubes que corrían de este a oeste a fantástica velocidad. Las sombras se deslizaron por su rostro como fabulosos tatuajes móviles. En aquel momento, el perro volvió a aullar, muy cerca ahora, puesto que Jessie estaba ya fuera de la casa, y eso le proporcionó la pequeña dosis de incentivo adicional que necesitaba. Levantó la mano izquierda para alcanzar el borde inferior de la inclinada cubierta del compartimiento de la basura, agarró el asa y se ayudó con ella para levantarse. Una vez en pie, siguió aferrada al asa, a la espera de que el mundo dejara de bambolearse. Después se soltó y echó a andar despacio hacia el Mercedes, alzados ambos brazos para equilibrarse.

«¡A la luz de la casa parece una calavera!», se maravilló, al volver la cabeza y lanzar una mirada a su espalda, desorbitados los ojos. «¡Es igual que una calavera! ¡La puerta es la boca, los ventanas son los ojos, las sombras de los árboles son el pelo…!».

Se le ocurrió otra idea que, sin duda, le pareció muy graciosa, ya que lanzó una estentórea carcajada en medio de la ventosa noche.

«Y el cerebro… no te olvides del cerebro. El cerebro es Gerald, naturalmente. La casa está muerta y el cerebro se descompone».

Al tiempo que alargaba la mano hacia el automóvil, volvió a reír, todavía más fuerte que antes, y el perro le respondió con su aullido. «Mi perro tiene pulgas, le pican en las rodillas», pensó Jessie. A ella se le doblaron las rodillas y se agarró al picaporte de la portezuela, sin dejar un segundo de reír. No alcanzaba a comprender exactamente de qué y por qué se reía. Entendería que algunas partes de su cerebro que se cerraron como medida de autodefensa volvieran a despertarse, pero eso no iba a ocurrir hasta que se encontrase fuera de allí. Si alguna vez lo lograba.

—Me imagino que también necesitaré una transfusión, llegado el momento —dijo en voz alta, y eso le provocó otro estallido de carcajadas. Con torpes movimientos llevó la diestra al bolsillo izquierdo, sin interrumpir sus risas. Tanteaba en busca de las llaves cuando comprendió que la fetidez había vuelto y que la criatura de la cesta de mimbre estaba de pie a su espalda.

Jessie volvió la cabeza, con una carcajada aún en la garganta y una sonrisa todavía dibujada en los labios, y durante unos segundos vio aquellas flacas mejillas y los profundos ojos sin fondo. Pero sólo los vio a causa

(«del eclipse»)

del miedo que la invadía, no porque allí hubiese algo real; el porche trasero estaba desierto, la puerta de tela metálica era un alto rectángulo de oscuridad.

«Pero vale más que te des prisa», aconsejó Esposa Burlingame. «Sí, es mejor que actúes como el jugador de hockey sobre hielo, ahora que todavía estás a tiempo, ¿no crees?».

—Imitaré a las amebas y me dividiré —convino Jessie, y continuó riendo mientras sacaba la llave del bolsillo. Casi se le escurrió de entre los dedos, pero pudo retenerla sosteniéndola por la gran placa del llavero. «Cosa cachonda», comentó Jessie, y volvió a emitir una alegre carcajada, en el momento en que resonaba la puerta trasera y el Vaquero de espectro del amor salía de la casa precipitadamente envuelto en una blanca nube de polvo de huesos. Pero cuando Jessie se volvió (y casi se le cayó la llave, pese al descomunal tamaño del llavero), allí no había nada. Era sólo el viento, que impulsaba la puerta contra el marco… sólo eso y nada más que eso.

Abrió la portezuela del coche, se deslizó hasta situarse al volante y consiguió arrastrar las temblonas piernas tras de sí. Cerró la portezuela de golpe, y mientras bajaba el seguro de todas las demás puertas (incluida la del maletero, naturalmente; nada en el mundo superaba la eficiencia germana), una indecible sensación de alivio la inundó. Alivio y algo más. Un algo más que se identificaba con la cordura, y pensó que en su vida había experimentado nada comparable a aquella dulce y perfecta sensación de retorno… salvo aquel primer trago de agua bebida a chorro bajo el grifo, claro. Jessie empezaba a pensar que aquel agua iba a terminar siendo eterno champaña.

«¿Habré estado muy cerca de volverme loca ahí? ¿Cuánto me habrá faltado realmente?».

«Es posible que eso no llegues a saberlo con exactitud nunca, encanto», repuso Ruth Neary en tono grave.

No, puede que no. Jessie introdujo la llave de ignición y le dio media vuelta. No pasó nada.

Se le secó la risa en los labios, pero no le dominó el pánico; aún se sentía cuerda y relativamente completa. «Piensa, Jessie». Reflexionó y la respuesta llegó en seguida. El Mercedes ya tenía sus años de rodaje (Jessie no estaba segura de que hiciese algo tan vulgar como envejecer) y la transmisión había empezado últimamente a hacer de las suyas, eficiencia germana o no. Una de las pegas que le gustaba poner consistía en negarse a arrancar a menos que el conductor tirase de la palanca del cambio de marchas, la removiera en su soporte, entre los asientos, y la accionase con fuerza. Girar la llave de arranque y al mismo tiempo tirar de la palanca de cambio era una operación que requería el empleo de las dos manos, y la derecha aún le dolía terriblemente. La idea de tener que utilizarla para mover la palanca del cambio de marchas la acobardó, y no sólo por el dolor en sí. Estaba completamente segura de que el esfuerzo haría que la profunda incisión de la parte interna de la muñeca se abriese de nuevo.

—Por favor, Dios mío, necesito un poco de ayuda ahí —susurró Jessie, y giró otra vez la llave de ignición. Nada. Ni siquiera un leve chasquido. Una nueva idea se coló en su cerebro como un ladronzuelo antipático: su ineptitud para poner en marcha el motor del coche no tenía nada que ver, en absoluto, con aquel fallo insignificante de la transmisión. Aquello era obra del visitante. Había cortado los cables de la línea telefónica; también había levantado la capota del Mercedes el tiempo suficiente para quitar la tapa del distribuidor y arrojarla entre los árboles.

La puerta trasera batió contra el marco. Jessie lanzó una mirada nerviosa en aquella dirección y tuvo el convencimiento de que, durante unos segundos, vislumbró en la oscuridad de la entrada el rostro blanco y sonriente de la criatura. En cuestión de un instante, estaría fuera. Cogería una piedra, rompería la ventanilla y con una de las astillas del cristal de seguridad…

Jessie pasó el brazo izquierdo a través de la cintura y empujó la palanca del cambio con todas sus fuerzas (aunque la verdad es que esas fuerzas le parecieron escasas). Luego llevó la derecha por debajo del arco inferior del volante, cogió la llave de ignición y la accionó de nuevo.

Mas nada. Salvo la silenciosa risa burlona del monstruo que la observaba. Pudo oírla con toda claridad, aunque sólo sonara en su cerebro.

«Por favor, Dios mío, ¿no puedo tener un puñetero golpecito de suerte?», chilló. La palanca del cambio se removió un poco bajo la palma de su mano y cuando Jessie giró la llave de ignición hacia la posición de arranque, el motor cobró rugiente vida… «Ja, mein Führer!». Sollozó de puro alivio y encendió los faros. Un par de brillantes ojos amarillo naranja la miraron desde el camino de acceso a la casa. Lanzó un grito, mientras sentía que el corazón trataba de liberarse del angosto tubo que lo oprimía para subírsele a la garganta y asfixiarla. Era el perro, naturalmente… el perro vagabundo que había sido, por expresarlo así, el último cliente de Gerald.

El antiguo Príncipe estaba allí inmóvil, momentáneamente deslumbrado por el resplandor de los faros. Si Jessie hubiera metido la primera y arrancado en aquel momento, lo más probable es que lo hubiera atropellado y matado. Ese pensamiento cruzó por su cabeza, pero de un modo remoto, casi académico. El miedo y el odio hacia el perro habían desaparecido. Vio lo esquelético que estaba y las espinas de lampazo que sobresalían en su pelo enmarañado… un pelo tan escaso que poca protección iba ofrecerle durante el invierno que ya estaba al caer. Pero, principalmente, lo que observó fue la manera en que se encogía frente a la luz, caídas las orejas, aplastados los cuartos traseros contra el firme de la avenida.

«Me parece imposible», pensó Jessie, «pero me veo ante algo que todavía está más asustado que yo».

Aplicó el dorso de la mano izquierda a la bocina del Mercedes. Produjo un sonido corto y seco, más eructo que pitido, pero fue suficiente para que el perro entrara en movimiento. Dio media vuelta y se perdió en la arboleda sin molestarse en mirar atrás más de una vez.

«Sigue su ejemplo, Jessie. Lárgate de aquí mientras puedas».

Buena idea. A decir verdad, era la única idea. Cruzó la mano izquierda sobre el cuerpo, esa vez para poner la palanca de cambio en primera. Cogió la marcha con el tranquilizador tirón de costumbre y el automóvil empezó a rodar despacio por el pavimentado camino. A impulsos del viento, los árboles abanicaban la noche como sombras de bailarines que ejecutaran sus danzas a ambos lados del automóvil; el viento también organizaba remolinos de tornado con las primeras hojas que el otoño había desprendido, a las que lanzaba dando vueltas de un lado para otro.

«Lo estoy consiguiendo», pensó Jessie, admirada. «Lo estoy logrando, voy a lanzar mi disco fuera de aquí».

Avanzaba por la avenida, rodando hacia la pista forestal que la llevaría a que a su vez la conduciría a 117 y a la civilización. Mientras contemplaba la casa (parecía más que nunca una inmensa calavera blanca, bajo la claridad de la luna de aquella noche ventosa), reducida en el espejo retrovisor, Jessie pensó: «¿Por qué me deja marchar? ¿Me deja marchar? ¿Realmente va a dejarme marchar?».

Parte de ella —la parte enloquecida por el miedo que nunca escaparía del todo de las esposas y de la habitación matrimonial de la casa de la bahía norte del lago Kashwakamak— le aseguró que no; la criatura del cesto de mimbre sólo se entretuvo en juguetear con ella, del mismo modo que un gato se entretiene jugueteando con un ratón herido. Antes de que fuese muy lejos, desde luego, antes de que llegara al final de la avenida de acceso, aquel ser acudiría corriendo tras ella, con sus largas piernas de personaje de tebeo, y extendería sus largos brazos de personaje de tebeo para echar mano al parachoques trasero y detener en seco el automóvil. La eficacia alemana era estupenda, pero cuando una trata con algo que ha vuelto de la muerte… pues.

Sin embargo, la casa seguía disminuyendo de tamaño en el retrovisor. Jessie llegó al final del camino de acceso a la casa, torció a la derecha y, conduciendo con la mano izquierda, siguió las rodadas de la estrecha pista forestal, que resplandecían bajo la luz de los faros y que la llevarían a Todos los años, el dos o el tres de agosto, una brigada de voluntarios reclutados entre los veraneantes, bien abastecidos de cerveza y cotilleos, limpiaban de maleza y podaban las ramas demasiado bajas, despejando el camino pero aquel verano se lo habían pasado por alto y la pista forestal resultaba ahora mucho más estrecha de lo que a Jessie le gustaba. Cada vez que la rama de un árbol golpeaba el techo del automóvil, la mujer se encogía un poco.

Sin embargo, escapaba. Una tras otra, las señales del camino que a copia de años de verlas se había aprendido de memoria iban apareciendo a la luz de los faros para luego empequeñecerse por detrás: el enorme peñasco descabezado, el gigantesco portillo con su descolorido letrero de ESCONDRIJO DEL NÓMADA, la picea arrancada de raíz que se apoyaba en otras más pequeñas como un borracho de gran estatura al que llevaran a casa unos amigotes de francachela más bajitos y resistentes. La picea ebria se encontraba a poco más de cincuenta metros y desde allí quedarían poco más de tres kilómetros hasta la autopista.

—Puedo arreglármelas bien si me lo tomo con calma —dijo, y apretó con el pulgar, cuidadosamente, el botón que encendía la radio. Suave, majestuoso y, sobre todo, racional, Bach inundó el ámbito del Mercedes de un extremo a otro. Cada vez mejor—. Tómatelo con calma —se repitió Jessie—. Sé untuosa. —Hasta el último sobresalto. El perro vagabundo mirándola fijamente con sus ojos color naranja parecía haberse disipado ya un poco, aunque aún notaba conatos de estremecimientos—. No tendré ningún problema, si me lo tomo con calma.

Se las estaba arreglando estupendamente, desde luego… tal vez se excedía en lo de la tranquilidad. La aguja del cuentakilómetros apenas llegaba a la señal de los dieciséis kilómetros por hora. Estar a salvo en el refugio familiar del propio coche de una era maravillosamente fortificante —ya había empezado a preguntarse si no se habría estado asustando tontamente por unas sombras inofensivas—, pero aquél sería un momento inoportuno para dar por sentadas ciertas cosas. Si hubo alguien en la casa, él (eso, insistió una voz profunda, la voz extraterrestre de todas las voces extra-terrestre) podía haber salido de la casa por alguna de las otras puertas. Podía estar siguiéndola en aquel momento. Incluso era posible que, si ella continuaba su huida pisando huevos, a una velocidad de dieciséis kilómetros por hora, un perseguidor realmente decidido la alcanzase. Jessie lanzó una ojeada al retrovisor, con ánimo de tranquilizarse, de confirmar que esa idea era sólo producto de la paranoia inducida por la tensión y el agotamiento, y el alma se le cayó a los pies. La mano izquierda dejó el volante y se abatió sobre el regazo, encima de la mano derecha. El golpe tenía que producirle un dolor de todos los diablos, pero no hubo dolor alguno… absolutamente ninguno.

El desconocido estaba sentado en el asiento trasero, con sus sobrenaturalmente largas manos apretando ambos lados de la cabeza, igual que el mono que se niega a escuchar la voz del mal. Los negros ojos se clavaban en Jessie con un interés sublimemente vacío.

«¡Tú ves… yo veo… nosotras vemos… nada más que sombras!», exclamó Punkin, pero su grito fue más que lejano; pareció tener su origen en la otra punta del universo.

Y no era cierto. Lo que Jessie veía en el retrovisor era algo más que sombras. La cosa sentada allí detrás aparecía enredada entre sombras, sí, pero no formaba parte de ellas. Vio su rostro: la abultada frente, los redondos ojos negros, la nariz afilada como la hoja de un cuchillo, los labios gruesos y deformados.

—¡Jessie! —susurró con voz extasiada el Vaquero del Espacio—. ¡Nora! ¡Ruth! ¡Madre mía, oh, madre mía! ¡Bombón de Punkin!

Los ojos de Jessie, petrificados sobre el retrovisor, observaron que el pasajero inclinaba su frente tumefacta, acercándosela a la oreja derecha como si la criatura quisiera contarle un secreto. Vio los gruesos labios separarse de las sobresalientes y descoloridas encías para dibujar una mueca, una sonrisa insípida. Fue en ese punto donde el cerebro de Jessie Burlingame inició su desintegración definitiva.

«¡No!», chilló, con voz tan aguda como la de una vocalista en un antiguo disco rayado de setenta y ocho revoluciones por minuto. «¡No, por favor, no! ¡No es justo!».

—¡Jessie! —Su aliento pestilente era tan áspero como una escofina y tan frío como el aire de un congelador de carne—. ¡Nora! ¡Jessie! ¡Ruth! ¡Jessie! ¡Punkin! ¡Santa Esposa! ¡Jessie! ¡Mamá!

Los desorbitados ojos de Jessie observaron que el largo rostro blanco estaba ahora medio oculto por el pelo y que la boca sonriente casi le besaba la oreja mientras le susurraba una y otra vez el encantador secreto: «¡Jessie! ¡Nora! ¡Bendita! ¡Punkin! ¡Jessie! ¡Jessie! ¡Jessie!».

Se produjo una blanca explosión de aire en los ojos de Jessie, y lo que quedó detrás fue un enorme agujero negro. Al adentrarse Jessie en él, tuvo un coherente pensamiento final: «No debí mirar ahí. Al final, me he abrasado los ojos».

Sufrió un desmayo y cayó sobre el volante. Cuando el Mercedes chocó contra uno de los grandes pinos que jalonaban aquel trecho del camino, el cinturón de segundad se tensó sobre el cuerpo de Jessie, lo retuvo y lo impulsó hacia atrás. El impacto probablemente habría puesto automáticamente en funcionamiento la bolsa de aire protectora, si el Mercedes hubiera sido un modelo reciente, pero era antiguo y no estaba equipado con tal sistema de seguridad. De todas formas, el choque tampoco fue lo suficientemente violento como para averiar el motor, ni siquiera le impidió seguir funcionando; la vieja y estupenda eficiencia germana había triunfado una vez más. El parachoques y el radiador quedaron bastante abollados y el adorno de la capota se había torcido, pero el motor siguió en marcha, al ralentí, ronroneando satisfecho.

Al cabo de cinco minutos un circuito integrado hundido en las interioridades del salpicadero advirtió que el motor ya estaba lo bastante caliente y disparó el dispositivo oportuno. Debajo del tablero, los ventiladores empezaron a zumbar con suavidad.

Jessie se había inclinado lateralmente y estaba caída contra la portezuela del automóvil, con la mejilla apoyada en el cristal. Tenía el aspecto de una niña cansada que, por fin, se había dado por vencida y se fue a la cama, en casa de la abuelita, al otro lado del monte.

Por encima de ella, el espejo retrovisor reflejaba el asiento trasero vacío y, más allá, la pista forestal, desierta bajo la luz de la Luna.