«¿Punkin? ¿Te ocurre algo?».
«No, pero… asusta un poco, ¿verdad?».
Ahora que no tiene que mirar por la caja reflectora sabe que está pasando algo; el día se oscurece como cuando una nube oculta el sol. Pero esto no es ninguna nube; la oscuridad se ha desenmarañado y las nubes que hay están en los confines del este.
«Sí», pronuncia él, y, al mirarle, comprende lo que trata de decirle y se siente extraordinariamente aliviada. «¿Quieres sentarte en mis rodillas, Jess?».
«¿Puedo?».
«Faltaría más».
Así que se sienta en su regazo, contenta de estar pegada a él y de percibir su agradable olor —el olor de papá—, mientras el día sigue oscureciéndose. Se alegra sobre todo porque está un poco asustada, más de lo que imaginó que estaría. Le asusta principalmente el modo en que se desvanecen sus sombras sobre el porche. Nunca había visto apagarse así las sombras y tiene la certeza casi total de que tampoco volverá a verlo jamás. Esto es estupendo, piensa, y se aprieta más contra el hombre, contenta de volver a ser (al menos durante ese ligeramente encantado interludio) de su padre, en vez de la simple Jessie de siempre, demasiado larguirucha, demasiado desgarbada… demasiado chirriante.
«¿Puedo mirar ya a través del cristal ahumado, papá?».
«Aún no». Su mano, pesada y cálida, sobre la pierna. Jessie pone la suya encima, vuelve la cabeza y le sonríe.
«Es excitante, ¿no?».
«Sí. Sí, lo es, Punkin. En realidad, bastante más de lo que hubiera imaginado».
Jessie se remueve otra vez, tratando de encontrar un modo de coexistir con aquella parte dura de su padre sobre la que descansa ahora el culo de la chica. Tom Mahout deja escapar por encima del labio inferior una rápida y sibilante bocanada de aire.
«¿Papá? ¿Peso demasiado? ¿Te hago daño?».
«No. Nada de eso».
«¿Puedo mirar ya por el cristal?».
«Todavía no, Punkin. Pero falta muy poco».
El mundo ya ha dejado de tener ese aspecto que presenta cuando el Sol se zambulle en una nube; ahora parece como si hubiese llegado el crepúsculo en mitad de la tarde. Un escalofrío la estremece al oír al viejo búho ulular entre los árboles.
La voz de Debbie Reynolds se desvanece a través de y la de Marvin Gaye no tardará en sustituir a la del pinchadiscos que ha entrado en antena.
«¡Mira el lago!», le dice su padre, y cuando Jessie lo hace, observa una extraña media luz que se desliza sobre un mundo mate, al que han sustraído todos los colores fuertes y sólo quedan mortecinos tonos pastel. Se estremece y le dice a su padre que es espeluznante; él le contesta que trate de no asustarse demasiado y que lo disfrute, consejo que Jessie analizará después cuidadosamente —demasiado cuidadosamente, quizá— por su doble sentido.
Y ahora…
«Papá. ¿Papá? Ha desaparecido. ¿Puedo…?».
«Sí. Ahora ya todo está bien. Pero cuando te diga que lo dejes, lo dejas. Sin discutir, ¿entendido?».
Le pasa tres cristales ahumados, pero antes le da una manopla. Se la entrega porque ha preparado los trozos de cristal cortándolos de una ventana del cobertizo y tiene muy poca confianza en su pericia como cortacristales. Y mientras baja la vista sobre la manopla en esta experiencia que es a la vez sueño y recuerdo, el cerebro de Jessie da un súbito salto hacia más atrás, con la agilidad de un acróbata que ejecuta un volatín, y le oye decir:
«Lo último que me faltaría…».