25

Por último, Jessie recuperó en cierta medida el dominio de sí. Lo consiguió, aunque parezca bastante absurdo, recitando el pequeño mantra de Nora Callighan.

—Uno por los pies —dijo, y su reseca voz chasqueó y onduló por la alcoba vacía—, diez deditos, lindos cerditos, todos en fila. Dos por las piernas, largas y adorables, tres es mi sexo, donde todo anda mal.

Continuó voluntariosamente, recitando los pareados que podía recordar y saltándose los olvidados. Lo repitió al completo cosa de media docena de veces. Tuvo conciencia de que el ritmo de los latidos de su corazón disminuía y de que lo peor de su terror empezaba una vez más a desaparecer, pero no se percató conscientemente del cambio radical que había introducido en por lo menos uno de los cascabeleantes versitos de Nora.

Al término de la sexta repetición, abrió los ojos y echó una mirada por el cuarto, como una mujer que acaba de despertarse tras descabezar una breve y reparadora siesta. Sin embargo, eludió el rincón contiguo al tocador. No quería ver de nuevo el pendiente y, desde luego, tampoco deseaba contemplar la huella de pisada. «¿Jessie?», era una voz suave, vacilante. Jessie pensó que debía de tratarse de la voz de desprovista ya de su ardor estridente y de su febril abnegación. «¿Puedo decir una cosa, Jessie?».

—No —se apresuró a responder Jessie, con su voz chasqueante—. Vete a paseo. Quiero que todas vosotras me dejéis en paz de una puñetera vez.

«Por favor, Jessie. Por favor, escúchame».

Cerró los ojos y comprobó que ciertamente podía ver aquella parte de su personalidad a la que había dado en llamar seguía en el cepo, pero ahora levantaba la cabeza… un movimiento que no pudo ser nada fácil con la implacable traba de madera oprimiéndola la nuca. El pelo se apartó brevemente de su cara y Jessie observó con sorpresa que aquel rostro no era el de sino el de una jovencita.

«Sí, pero continúo siendo yo», pensó Jessie y le faltó poco para que se echara a reír. Si aquello no era un caso de psicología de tebeo, Jessie no sabía qué era. Un momento antes estuvo pensando en Nora y uno de los caballos de batalla de Nora fue siempre el modo en que las personas debían cuidar el «interior infantil». Nora declaraba que la causa más corriente de la infelicidad se debía al fallo en la alimentación y nutrición del niño que llevamos dentro.

Jessie inclinaba la cabeza solemnemente ante todo aquello, y se guardaba para sí la creencia de que tal idea era principalmente sensiblería de Nora. Nora siempre le había caído bien, después de todo, y aunque opinaba que mantenía demasiados esquemas y símbolos mentales de los últimos sesenta y los primeros setenta, ahora captaba ya claramente el «interior infantil» de Nora, y le parecía perfectamente adecuado. Jessie supuso que el concepto incluso podía tener cierta medida de validez simbólica y, dadas las circunstancias, el cepo constituía una imagen infernalmente idónea, ¿verdad que sí? La persona que estaba en el cepo era a la espera, a la espera, a la espera. Era la niña a la que su padre había llamado Punkin.

—Tanto hablar… —dijo Jessie.

Aún tenía los ojos cerrados, y una mezcla de tensión, hambre y sed se combinaron para hacer que la imagen de la chica prendida en el cepo resultase casi exquisitamente real. Pudo leer las palabras POR PROVOCACIÓN sexual escritas en una lámina de vitela clavada en la madera, encima de la cabeza de la muchacha. Las palabras estaban trazadas con lápiz labial Peppermint Yum-Yum de color rosa caramelo, naturalmente.

Pero la imaginación no había agotado sus recursos. Junto a Punkin estaba otro cepo, con otra moza. La muchacha tendría unos diecisiete años y estaba más que llenita. Su piel aparecía llena de espinillas. Detrás de las prisioneras se encontraba un ejido y, al cabo de un momento, Jessie vio unas vacas que pastaban en él. Alguien repicaba una campana —en la vertiente contraria de un monte cercano—, con monótona regularidad, como si el campanero pretendiese mantener aquel ritmo uniforme todo el día… o al menos hasta que las vacas volvieran a su establo.

«Te estás volviendo loca, Jess», pensó débilmente, y supuso que eso era verdad, pero que no tenía importancia. Incluso era posible que antes de mucho tiempo lo considerara una bendición. Desterró la idea de su mente y volvió a proyectar toda su atención sobre la chica del cepo. Al hacerlo, descubrió que la ternura y el enojo acababan de sustituir al enfurecimiento. Aquella versión de Jessie Mahout era mayor que la que se había visto acosada durante el eclipse, pero no mucho mayor… doce años, quizá, catorce como máximo. A esa edad no tenía por qué estar en el cepo del prado comunal por delito alguno… ¿pero precisamente por provocación sexual? ¿Qué clase de broma pesada era aquélla? ¿Cómo podía ser la gente tan cruel? ¿Tan deliberadamente ciega?

«¿Qué quieres decirme, Punkin?».

«Sólo que es real», articuló la muchacha del cepo. Su semblante estaba pálido de dolor, pero la expresión de sus ojos era grave, preocupada y lúcida. «Es real, ¿sabes?, y volverá por la noche. Creo que esta vez hará algo más que mirar. Tienes que librarte de las esposas antes de que se ponga el sol, Jessie. Tienes que salir de la casa antes de que eso vuelva».

Otra vez deseó llorar, pero las lágrimas no acudieron; en sus ojos no había más que un picor seco, de papel de lija.

«¡No puedo!», chilló. «¡Lo he intentado todo! ¡Yo sola no puedo salir del apuro!».

«Olvidas una cosa», dijo la chica del cepo. «No sé si es importante, pero a lo mejor sí lo es».

«¿Qué?».

La muchacha dio la vuelta a las manos dentro de los agujeros del cepo y enseñó las rosadas palmas.

«Dijo que había dos clases, ¿te acuerdas? M-17 y F-23. Creo que lo recordaste ayer. Quería las F-23, pero no fabrican muchas y escasean, de modo que tuvo que conformarse con dos pares de M-17. Te acuerdas de eso, ¿verdad? Te contó todo lo referente al asunto el día en que llevó las esposas a casa».

Jessie abrió los ojos y miró el grillete cerrado en torno a su muñeca derecha. Sí, desde luego, se lo contó todo; a decir verdad, habló como un adicto a la coca después de un par de dosis, empezando con un telefonazo desde la oficina, a última hora de la mañana. Quería saber si la casa estaba vacía —nunca se acordaba de los días que libraba el ama de llaves— y cuando le aseguró que lo estaba, Gerald le pidió que se pusiera algo cómodo. «Algo de rechupete», fueron sus palabras. Jessie recordaba que la había intrigado. Incluso por teléfono, Gerald parecía a punto de fundir los plomos y Jessie sospechó que se le estaban ocurriendo ideas raras. A ella le parecía bien; se acercaban a los cuarenta y si Gerald quería experimentar un poco, Jessie se prestaría a ello de mil amores.

Llegó en un tiempo de plusmarca (ella supuso que debió de dejar echando humo a su espalda los cinco kilómetros de la carretera de circunvalación 295), y lo que mejor recordaba Jessie de aquel día era el estado de alborotada excitación con que se movió por la alcoba, encendidas las mejillas, chispeantes los ojos. El sexo no era lo primero que acudía a la mente de Jessie cuando pensaba en Gerald (en una prueba de asociación de ideas, probablemente la primera palabra que surgiese sería «seguridad»), pero aquella vez las dos cosas lo hubieran sido todo menos intercambiables. Desde luego, el sexo era lo único que colmaba la cabeza de Gerald; Jessie creía que su normalmente cortés pene de abogado hubiera roto la bragueta de los pantalones de gabardina de haber sido él menos rápido a la hora de abrirla.

Una vez se quitó de encima pantalones y calzoncillos, se calmó un poco y, con ademanes ceremoniosos, abrió la caja de zapatillas Adidas que había llevado consigo al dormitorio. Sacó los dos juegos de esposas que iban dentro de la caja y las levantó para inspeccionarlas. Un latido había estado palpitándole en la garganta, un leve parpadeo tan rápido como el movimiento de las alas de un colibrí. También recordaba eso. Con todo, el corazón de Gerald debía de estar sometido igualmente a notable tensión.

«Me habrías hecho un gran favor, Gerald, si hubieses explotado allí y en aquel momento».

Deseó sentirse horrorizada ante aquel acerbo pensamiento hacia el hombre con el que había compartido una gran parte de la existencia, y comprobó que lo único que lograba sentir era un disgusto hacia sí misma poco menos que patológico. Y cuando los recuerdos volvieron al aspecto que Gerald presentaba aquel día —las mejillas encendidas, las pupilas chispeantes—, las manos de Jessie se cerraron poco a poco hasta convertirse en pequeños puños.

—¿Por qué no pudiste dejarme en paz? —le preguntó ahora—. ¿Por qué tuviste que armarla de aquella manera? ¿Por qué tanto farol?

«No importa. No pienses en Gerald; piensa en las esposas. Dos juegos de Trabas manuales de seguridad Kreig, tamaño M-17. La letra M significaba Masculino; el número 17 indicaba la cantidad de dientes de los pasadores del resbalón».

Una sensación de brillante calor le estalló en el estómago y en el pecho.

«No tienes que sentir eso», se aconsejó, «y si te es absolutamente imposible impedirlo, finge que se trata de una indigestión».

Sin embargo, eso último sí que resultaba imposible. Lo que sentía era esperanza, y de ninguna manera iba a rechazarla. Lo mejor que podía hacer era equilibrarla con la realidad, seguir recordándose que su primer intento de liberarse de las esposas había concluido en estrepitoso fracaso. No obstante, pese a sus esfuerzos para tener presente el dolor y el fracaso, se sorprendió pensando en lo cerca —lo puñeteramente cerca— que había estado de escapar. Poco más de medio centímetro tal vez le hubiera bastado para salirse con la suya, pensó entonces, y un centímetro y cuarto la habría permitido salirse de las esposas con toda seguridad. La protuberancia del hueso de la parte inferior del pulgar constituía un problema, sí, pero ¿es que iba a morir en aquella cama sólo porque era incapaz de tender un puente que salvase un espacio no mucho más amplio que el grosor de un labio? Con toda seguridad, no.

Jessie hizo un esfuerzo extraordinario para desterrar de su mente aquellas ideas y regresar al día en que Gerald llevó las esposas a casa. La forma en que las mantuvo frente a sus ojos, para contemplarlas con el mudo y reverencial respeto del joyero que despliega el collar de diamantes más esplendoroso que jamás pasó por sus manos. A propósito de ello, a Jessie también le impresionaron bastante. Recordaba lo brillantes que eran, los destellos que la luz que irrumpía por la ventana arrancaron al acero azul de los grilletes y las muescas curvadas de los cierres, que permitían ajustar las esposas a las distintas medidas de las muñecas.

Quiso saber dónde las adquirió —simple curiosidad, nada de acusación—, pero todo lo que pudo arrancarle fue que uno de los chorizos que andaban por el juzgado le ayudó a agenciárselas. Acompañó las palabras con un ambiguo semiguiño, como si por los distintos pasillos y antesalas de los tribunales del condado de Cumberland pululasen docenas de aquellos tipos de los bajos fondos y él los conociera a todos. La verdad es que aquella tarde se comportó como si se hubiese procurado un par de misiles Scud, en vez de dos juegos de esposas.

Tendida en la cama, con un picardías de encaje y medias de seda a juego, un conjunto poco menos que ideal, Jessie le miraba con una mezcla de divertido placer, curiosidad y excitación… claro que el divertido placer era algo que ocupaba aquella tarde el primer lugar en la parrilla de salida, ¿no es cierto? Sí. Ver a Gerald, que siempre se esforzaba en ser don Impávido, ir por el dormitorio de un lado para otro, como un león enjaulado, le parecía a Jessie verdaderamente divertido. El pelo se le había rizado hacia arriba, como espirales de sacacorchos, formando lo que el hermano pequeño de Jessie solía llamar kikirikíes, y llevaba los calcetines negros de nailon tipo «vestido para triunfar». Jessie recordaba que se mordió la parte interior de los carrillos —y fuerte, todo hay que decirlo— para evitar que la sonrisa aflorase a sus labios.

Don Impávido hablaba aquella tarde más deprisa que un subastador en el remate de una quiebra. Y luego, de pronto, se interrumpió en mitad de la perorata. Una expresión de cómica sorpresa se le fue extendiendo por la cara.

—¿Qué ocurre, Gerald? —le había preguntado.

—Acabo de darme cuenta de que no te he consultado sobre si esto te parece bien, si deseas siquiera considerarlo —replicó él—. No he hecho más que parlotear, venga a parlotear, dale que te pego al «ya sabes» y al «como salta a la vista», y ni una sola vez me he preocupado de preguntarte si…

Jessie sonrió entonces, en parte porque estaba harta de los pañuelos y no sabía cómo decírselo, pero sobre todo porque resultaba estupendo volver a verle otra vez tan animado por el sexo. Muy bien, quizás era un poco insólita la idea de poner las esposas a su mujer antes de sumergirse en aguas profundas con la larga verga blanca. Bueno, ¿y qué? Era un asunto entre ellos dos, ¿no?, y tampoco resultaba tan divertido… la verdad es que no más que una ópera bufa calificada X. Gilbert y Sullivan Do Bondage, soy sólo una dama esposada. Además, había numeritos más raros y caprichosos; Frieda Soames, la vecina de la acera de enfrente, le confesó una vez (después de trasegarse dos copas antes del almuerzo y media botella de vino durante el mismo) que a su ex marido le encantaba que le rociaran bien de polvos de talco y le pusieran pañales.

Morderse la parte interior de las mejillas no le dio resultado la segunda vez y estalló en una carcajada. Gerald se la quedó mirando, ligeramente ladeada la cabeza hacia la derecha y con una sonrisita tratando se asomarse por la comisura izquierda de la boca. Era una expresión que Jessie había llegado a conocer muy bien en el curso de los últimos diecisiete años: significaba que estaba dispuesto a mostrarse enojado o a corear sus risas. Era imposible adivinar qué opción elegiría.

—¿Quieres jugar? —había preguntado Gerald.

Jessie no contestó en seguida. En cambio, sí dejó de reír y le miró con lo que confiaba fuese una expresión digna de la más perversa de las diosas ninfómanas nazis, de esas cuyas imágenes suelen embellecer las portadas de la revista Man’s Adventure. Cuando juzgó que había conseguido el oportuno grado de gélida altivez, levantó los brazos y pronunció cinco improvisadas palabras, que impulsaron a Gerald a precipitarse sobre la cama, evidentemente ebrio de excitación:

—Ven aquí, hijo de puta.

Visto y no visto, Gerald le había puesto las esposas en las muñecas y cerrado los otros grilletes en torno a las columnas de la cama. El lecho matrimonial del dormitorio de Portland no tenía cabecera de tablas; si Gerald hubiese sufrido allí un ataque cardíaco, Jessie habría podido sacar las esposas deslizándolas hacia arriba por los postes. Gerald no dejaba de hablar mientras manipulaba los grilletes y frotaba deliciosamente con la rodilla la entrepierna de Jessie. Y una de las cosas que le contó se refería a las M y a las F, así como al funcionamiento de los cierres. Le dijo que él quería las F, porque las femeninas tienen veintitrés dientes o muescas en vez de diecisiete, que son los que tienen la mayoría de las esposas masculinas. Tener más dientes significaba que el círculo cerrado de las esposas femeninas era más pequeño. Lo malo es que resultaban difíciles de conseguir y cuando su amigote del juzgado le informó de que podía proporcionarle dos juegos de grilletes masculinos a un precio razonable, Gerald se lanzó de cabeza sobre la oportunidad.

—Algunas mujeres pueden salirse de las esposas masculinas —comentó Gerald—, pero tú tienes unos huesos bastante desarrollados. Además, no quería esperar. Ahora… vamos a ver…

Cerró el grillete en torno a la muñeca derecha, corriendo el cierre deprisa al principio, para luego ir más despacio, al acercarse al final, y preguntarle en cada paso de diente si le hacía daño. Todo fue bien hasta la última muesca, pero cuando le dijo que intentara liberar la mano, Jessie no pudo hacerlo. La muñeca pasó prácticamente en su totalidad por el hueco del grillete, sí, muy bien, y Gerald reconoció después que ni siquiera esperaba que cubriese tanto espacio, pero cuando llegó a la parte inferior del dorso de la mano y a la base del pulgar, la cómica expresión de ansiedad de Gerald se había esfumado.

—Creo que va a funcionar estupendamente —dijo. Jessie lo recordaba muy bien, como asimismo recordaba, incluso con mayor claridad, lo que articuló a continuación—: Con éstas lo vamos a pasar en grande.

Con el recuerdo de aquel día aún vivo en la primera línea del cerebro, Jessie empezó de nuevo a tirar hacia abajo, al tiempo que trataba de contraer las manos lo suficiente para que se deslizasen fuera del aro de las esposas. El dolor hizo su aparición antes que las veces anteriores, empezando por manifestarse no sólo en las manos, sino también en los sobrecargados músculos de brazos y hombros. Apretó los párpados, aguantándolos con todas sus fuerzas como si tratara así de cerrar el paso al dolor.

Las manos se unieron al coro de aquel agravio y, cuando de nuevo se acercaba al límite externo del apalancamiento muscular y el acero de las esposas se clavó en la escasa carne que recubría el dorso de las manos, éstas comenzaron a chillar.

«El ligamento posterior», pensó Jessie. «¡El ligamento posterior, el ligamento posterior, el cabronazo del ligamento posterior!».

Nada. No cede. Y empezó a recelar —a tener la fuerte sospecha— que aquello afectaba a algo más que a los ligamentos. Allí había huesos también, un par de miserables huesecillos que se extendían por los laterales externos de la mano, bajo la articulación inferior del pulgar, un par de indignos huesecillos que seguramente conseguirían que ella muriese.

Con un grito final en el que se mezclaban el dolor y la desilusión, Jessie dejó caer inertes las manos de nuevo. El agotamiento ponía temblores en sus hombros y en la parte alta de los brazos. Tanto trabajo para salir de aquellas esposas, sólo porque eran M-17, en lugar de F-23. La decepción era casi peor que el sufrimiento físico; era como pinchazos de ortigas venenosas.

«¡Mierda, joder!», vociferó al aire del vacío dormitorio. «¡Mierda, joder! ¡Mierda joder!».

En alguna parte, por las proximidades del lago —bastante más lejos que el día anterior, a juzgar por el ruido—, la motosierra empezó a zumbar, lo que enfureció todavía más a Jessie. El individuo de ayer ha vuelto en busca de más madera. Algún pelagatos de tres al cuarto con su camisa de franela a cuadros rojos y blancos, de L. L. Beans’s, que jugaba a dárselas de Paul Dame Coba Bunyan, metiéndole caña a su rugiente McCullough mientras soñaba con meterse en la cama con su chavala al final de la jornada… o quizá soñaba con el fútbol americano, o sólo con unos cuantos tragos de algo helado en el bar del puerto deportivo. Jessie veía al fulano de la camisa de franela a cuadros con la misma claridad con que había visto a la chica del cepo y si lo hubiese podido matar sólo con el pensamiento, la cabeza del sujeto habría saltado hecha pedazos en aquel mismo instante.

«¡No es justo!», aulló. «¡No es j…!».

Una especie de seco calambre le atenazó la garganta y se quedó silenciosa, entre muecas de miedo. Había notado las duras astillas de hueso que le impidieron salirse de las esposas —¡oh, Dios, claro que sí!—, aunque había estado muy cerca de lograrlo, a pesar de todo. Ahí residía el auténtico origen de su amargura… no en el dolor y, desde luego, tampoco en el para ella invisible leñador con su escandalosa sierra de cadena. Se daba perfecta cuenta de que estuvo muy cerca, pero no lo bastante. Podía seguir rechinando los dientes y resistiendo el dolor, pero ya había dejado de creer que eso le sirviera de algo.

Aquella distancia entre el medio centímetro y el centímetro y cuarto iba a continuar estando zumbonamente fuera de su alcance.

Lo único que conseguiría, si continuase tirando, sería un edema y la hinchazón de las muñecas, y empeorar su situación en vez de mejorarla.

—Y no me digas que soy admirable, que no se te ocurra —dijo con voz susurrante y regañona—. No quiero oír una palabra en ese sentido.

«Tienes que liberarte de ellas cueste lo que cueste», murmuró la joven. «Porque él —eso, lo que sea— va a volver de verdad. Esta noche. Cuando se haya puesto el sol».

—No lo creo —rezongó Jessie—. No creo que ese hombre sea real. No me importa lo de la pisada y el pendiente. No lo creo.

«Sí que lo crees».

«¡No, no lo creo!».

«Sí, lo crees».

Jessie dejó caer la cabeza a un lado, su cabellera descendió hasta casi llegar al colchón, sus labios temblaron ignominiosamente.

Sí, lo creía.