En la ciudad de Nueva York, los miembros de plantilla del programa Today habían dado por concluido el trabajo. En la emisora asociada de que cubría las zonas meridional y occidental de Maine los sustituyó en antena primero un espacio local de entrevistas (una señora de imponente aspecto maternal, con delantal de algodón, demostró lo sencillo que resultaba guisar judías a fuego lento en su «Crockpot»), le sucedió después un programa concurso en el que determinadas celebridades soltaban chistes y los concursantes emitían orgásmicos y ruidosos alaridos de alegría cuando ganaban un coche, una barca o una aspiradora pintada de rojo brillante, modelo Diablo del Polvo. En casa de los Burlingame, sobre el pintoresco lago Kashwakamak, la reciente viuda dormitaba intranquila sobre sus dominios. Después empezó de nuevo a soñar. Una pesadilla, que la misma superficialidad del sueño hacía más viva y convincente.
En el sueño, Jessie volvía a estar tendida en la oscuridad, y un hombre —o algo con aspecto humano— estaba de pie en un rincón, al otro lado del cuarto. El hombre no era su padre; el hombre no era su marido; el hombre era un extraño, el extraño, el que alienta todas nuestras enfermizas obsesiones más paranoicas y nuestros miedos más profundos. Era el rostro de una criatura que Nora Callighan, con sus buenos consejos y su dulce naturaleza práctica, nunca había tenido en cuenta. A aquel negro ser no se le podía ahuyentar con algo como ismos u ologías. Era una imprevisibilidad cósmica.
«Pero tú me conoces», dijo el extraño del alargado semblante blanco. Se inclinó para coger el asa de su estuche sin sorpresa ninguna, Jessie observó que el asa era una quijada y que la propia caja estaba hecha de piel humana. El desconocido levantó aquella especie de maletín, accionó los cierres y lo abrió. De nuevo, Jessie vio los huesos y las joyas; y, otra vez, la mano de aquel sujeto se hundió en el interior de la mezcolanza que contenía el estuche y se movió en lentos círculos, para producir aquellos espantosos chasquidos, crujidos, choques y golpes.
«No, no le conozco», repuso Jessie. «No sé quién es, no lo sé, no lo sé, ¡no lo sé!».
«Soy claro, y volveré esta noche. Sólo que esta noche haré algo más que permanecer inmóvil en el rincón; creo que esta noche saltaré sobre ti… más o menos… ¡así!».
Se precipitó hacia adelante, dejó caer el estuche (huesos, dijes, pendientes y collares se desparramaron hacia el lugar donde Gerald yacía tendido, con su mutilado brazo señalando la puerta del pasillo) y lanzó las manos hacia adelante. Jessie vio los dedos, rematados por uñas sucias y negras, tan largas como las de auténticas garras… y entonces se despertó, jadeante, con un respingo que agitó e hizo tintinear la cadena de las esposas mientras ella movía las manos en gesto defensivo. Susurraba una y otra vez la palabra «No» con tartamudeante monotonía.
«¡Era un sueño! ¡Basta ya, Jessie, que no era más que un sueño!».
Bajó las manos despacio y dejó que de nuevo colgaran inertes dentro de los grilletes. Naturalmente, sólo había sido… una variante de la pesadilla que tuvo la noche anterior. Aunque con más realismo, se dijo, Dios, sí. Mucho peor, si una lo pensaba bien, que la del partido de croquet e incluso que aquella en la que evocó el entreacto furtivo y desdichado con su padre durante el eclipse. Era sumamente extraño que dedicara tanto tiempo aquella mañana a recordar tales sueños y tan poco al más pavoroso de todos. Lo cierto era que hasta el momento en que un poco más que medio dormida soñó con ella, Jessie no había pensado realmente en la criatura de los brazos extravagantemente largos y la espantosa caja de recuerdos.
Acudió a su mente cierto fragmento de una canción, algo de la Última Edad Psicodélica: «Algunos me llaman vaquero del espacio… sí… otros me llaman pistolero del amor…».
Jessie se estremeció. El vaquero del espacio. En cierto modo, eso estaba bien. Un intruso, alguien que no tiene relación alguna con nada, una imprevisibilidad cósmica, un…
—Un extraño —susurró Jessie, y recordó de pronto el modo en que sus mejillas se arrugaron cuando esbozó una sonrisa. Y en cuanto ese detalle encajó en su sitio, otros empezaron también a ocupar el que les correspondía. La pieza de oro que brillaba en el fondo de la boca sonriente. Los labios fruncidos en pucheros de mal talante. El lívido entrecejo y la nariz afilada. Y estaba también el maletín, naturalmente, algo que cualquiera esperaría ver chocando contra la pierna del viajante de comercio que corre para coger el tren…
«Basta, Jessie… deja de atormentarte con esos horrores. ¿No tienes ya bastantes problemas para encima preocuparte por el hombre del saco?».
Ciertamente, los tenía, pero comprobó que una vez había empezado a pensar en el sueño, no podía dejarlo. Y lo peor era que cuanto más pensaba en él, menos le parecía que fuese una pesadilla.
«¿Y si estuviese despierta?», se le ocurrió de pronto, y nada más concebir la idea descubrió aterrada que una parte de ella misma lo creía así. Sólo estaba esperando que el resto se mostrara de acuerdo con tal idea.
«Ah, no, sólo era un sueño, nada más…».
«Pero ¿y si no lo fuese? ¿Y si no lo fuese?» «La Muerte», confirmó el extraño de rostro cadavérico. «Has visto a esta noche, Jessie. Y mañana por la noche tendré tus anillos en mi caja, junto a todos mis preciosos tesoros… mis recuerdos».
Jessie se dio cuenta de que se estremecía violentamente, como si hubiera pillado un fuerte catarro. Sus desorbitados ojos miraron desesperadamente hacia el vacío rincón donde estuvo
(«el vaquero del espacio, el pistolero del amor»)
el rincón que ahora aparecía brillantemente iluminado por el sol de la mañana, pero que la noche, cuando llegara, llenaría de oscuridad con sus sombras. La carne de gallina afloró sobre su piel. Volvió a hacerse patente la ineludible verdad: probablemente moriría allí.
«En su momento, alguien acabaría por encontrarla pero, para entonces, era muy posible que Jessie llevara muerta bastante tiempo. Lo primero que supondrían era que la pareja había salido a disfrutar de una loca aventura de amor. ¿Por qué no? ¿Acaso Gerald y tú no ofrecíais la aparente imagen externa de un matrimonio que disfruta de un segundo decenio de felicidad conyugal? Sólo vosotros dos sabíais que, al final, Gerald únicamente conseguía cierto grado de efectividad si tú estabas esposada a la cama. Lo que hace que te preguntes si no practicaría alguien con él algunos numeritos el día del eclipse, ¿eh?».
—Deja ya de hablar —murmuró—. Precisamente tú, calla de una vez.
«Tarde o temprano, sin embargo, algunas personas se inquietarán y empezarán a buscaros. Probablemente los compañeros de Gerald que mantienen la maquinaria en funciones, ¿no crees? Quiero decir que en Portland hay un par de mujeres a las que llamas amigas, pero a las que nunca has hecho partícipe de tu vida, ¿verdad? En realidad, no pasan de ser simples conocidas, damas con las que tomar el té e intercambiar catálogos. Ninguna de ellas se va a preocupar mucho si desapareces de la circulación durante ocho o diez días. Pero Gerald tendrá compromisos y citas concertadas y cuando el viernes no haya dado señales de vida, me parece que algunos de sus colegas empezarán a llamar por teléfono y a hacer preguntas. Sí, es probable que la cosa empiece de ese modo, pero creo que seguramente será el guarda quien descubra los cadáveres, ¿verdad? Apuesto a que volverá la cara mientras te cubre con la manta de repuesto que guardas en el armario, Jessie. No querrá ver el modo en que tus dedos aferran las esposas, tan rígidos como lápices y tan blancos como velas. Tampoco querrá ver tu boca petrificada, ni la espuma, tanto tiempo seca ya en tus labios que se ha convertido en escamas. Y lo que menos querrá mirar es la expresión horrorizada de tus ojos, de modo y manera que desviará la vista mientras te tapa con la manta».
Jessie movió la cabeza de izquierda a derecha, en lento y desesperanzado gesto de negación.
«Bill llamará a la policía, que se presentará aquí con la unidad forense y el juez de primera instancia del condado. Se quedarán ahí, alrededor de la cama, con sus cigarros humeantes (Doug Rowe, sin duda embutido en su horrible trinchera blanca, aguardará fuera, acompañado de su equipo de filmación, naturalmente), y cuando el juez levante la manta, todos darán un respingo. Sí… creo que hasta los más curtidos se sobresaltarán un poco y es posible que más de uno dé media vuelta y salga de la habitación. Sus compañeros le tomarán el pelo después. Y los que aguanten frente al cadáver asentirán y comentarán entre ellos que la persona tendida en la cama tuvo una muerte atroz. “No tienes más que verla para comprender eso”, dirán. Pero no sabrán ni la mitad. Ignorarán que la verdadera razón por la que los ojos tienen la mirada fija y la boca está congelada en un grito se debe a lo que una vio al final. Lo que una vio surgir de la oscuridad. Puede que tu padre fuese tu primer amante, Jessie, pero el último va a ser ese extraño de la alargada cara blanca y el maletín de viajante hecho con piel humana».
—Oh, por caridad, ¿no puedes dejarlo? —gimió Jessie—. Más voces, no, por favor; más voces, no.
Pero esa voz no estaba dispuesta a callar; ni siquiera a darse por aludida. Continuó, erre que erre, susurrando directamente al interior del cerebro de Jessie, desde algún recóndito lugar del fondo de su mente. Escucharla era como sentir el roce de un trozo de seda empapada en cieno que se le deslizara por el rostro.
«Te llevarán a Augusta y el médico oficial encargado de la autopsia te abrirá para examinar tus intestinos. Eso es lo que estipula la ley en los casos de muerte inesperada o sospechosa, y en la tuya se dan ambas circunstancias. Le echará un vistazo a los restos de tu última comida —el emparedado de salami y queso de Amato’s, de Gorham—, seccionará un pequeño fragmento de cerebro para examinarlo con el microscopio y, cuando acabe, dictaminará muerte accidental. “La dama y el caballero practicaban un juego que normalmente es inofensivo”, diría el informe, “pero el caballero tuvo el mal gusto de sufrir un ataque cardíaco y la dama se quedó… bueno, vale más no entrar en detalles. Mejor aún, no pensar siquiera en ello, salvo lo estrictamente necesario. Baste decir que la dama tuvo una muerte terrible… sólo hacía falta echarle una ojeada para comprenderlo.” Así es como va a resultar, Jess. Puede que alguien observe que falta tu anillo de casada, pero no dedicarán mucho tiempo a buscarlo, si dedican alguno. Ni el doctor que realice la autopsia se percatará de que uno de tus huesos —un huesecillo sin importancia, la tercera falange del pie derecho, por ejemplo—, ha desaparecido. Pero nosotras lo sabremos, ¿verdad, Jessie? Lo cierto es que lo sabemos ya. Sabremos que el anillo y el hueso se los llevó él. El desconocido cósmico; el vaquero del espacio. Sabremos que…».
Jessie echó la cabeza hacia atrás con tal violencia que el golpe contra las tablas de la cabecera hizo que estallara un banco de peces blancos a través de su campo visual. Le dolió —le dolió una barbaridad—, pero la voz del cerebro cortó el ramalazo del mismo modo que un apagón interrumpe el funcionamiento del receptor de radio, cosa que mereció la pena.
—¡Vaya! —dijo—. Y si vuelves a empezar, lo repetiré. No bromeo, tampoco. Estoy harta de escuchar.
Fue su propia voz, que sin darse cuenta pronunció las palabras en la habitación vacía, la que intervino como un fallo de la corriente eléctrica. Cuando los puntitos de delante de sus ojos empezaron a disiparse, Jessie vio el reflejo de los rayos de sol de la mañana sobre algo que estaba a unos cuarenta y cinco centímetros de la extendida mano de Gerald. Era un objeto pequeño, con una hebra de oro retorcida en el centro, lo que le daba un aspecto parecido al del símbolo ying y yang. Al principio, Jessie creyó que era una sortija, pero resultaba demasiado pequeño para eso. No se trataba de un anillo, sino de un pendiente con perla. Sin duda se cayó al suelo cuando el visitante removió el contenido de su estuche para enseñárselo a ella.
—No —susurró Jessie—. No es posible.
Pero allí estaba, relucía al recibir los rayos del sol y cada centelleo era tan real como el hombre muerto que parecía señalarlo con el dedo: un pendiente de perla en el que resplandecía una delicada incrustación de oro.
«¡Es uno de los míos! ¡Se me cayó del joyero, ha estado ahí todo el verano y lo veo ahora!».
Salvo que sólo tenía unos pendientes con perla, carecían de adorno de oro y estaban en Portland.
Salvo que los hombres de Skip’s estuvieron allí encerando el piso durante la semana que siguió al Día del Trabajo y, de haber quedado en el suelo algún pendiente, uno de aquellos empleados lo habría recogido y dejado en el tocador… o en su propio bolsillo.
Salvo que también había algo más.
«No, no lo hay. No hay nada más y no te atrevas a decir que lo hay».
Estaba inmediatamente detrás del pendiente suelto.
«Incluso aunque lo hubiera, no debes mirarlo».
Salvo que no podía dejar de mirarlo. Sus ojos fueron más allá del pendiente y se detuvieron en un punto del suelo de la parte interior de la puerta del pasillo delantero. Había allí una manchita de sangre, pero no fue la sangre lo que llamó su atención. La sangre pertenecía a Gerald. La sangre no tenía nada de chocante. Lo que preocupó a Jessie fue la huella de pisada que había junto a la mancha de sangre.
«Si hay una huella ahí, ¡estaba antes!».
Pero por mucho que Jessie deseara creer eso, la verdad es que la pisada no estaba antes. El día anterior ni siquiera la huella de una pantufla mancillaba el suelo, así que mucho menos una pisada. Ni Gerald ni ella dejaron la que estaba mirando en aquel momento. Tenía la forma de un zapato, en barro seco, que probablemente sería del camino cubierto de maleza que serpenteaba por la orilla del lago a lo largo de kilómetro y medio, para después adentrarse en la arboleda y atajar en dirección sur, hacia Motton.
Al parecer, alguien había estado la noche anterior con ella en el cuarto, después de todo.
Cuando la idea se afincó inexorablemente en su cerebro tenso y superagotado, Jessie empezó a chillar. Fuera, en el porche trasero, el perro vagabundo levantó de entre las patas, durante unos segundos, su rasguñado hocico. La oreja buena se erizó, vertical. Pero el perro en seguida perdió su interés y bajó la cabeza de nuevo. No se trataba de un ruido originado por algo peligroso, al fin y al cabo; era sólo el amo hembra. Además, el olor de la cosa oscura que había llegado por la noche estaba ahora sobre ella, sobre el amo hembra. Era un olor con el que el perro vagabundo estaba familiarizado. Era el olor de la muerte.
El antiguo Príncipe cerró los ojos y volvió a dormirse.