«Si vas a sobrevivir a esta experiencia, Jess, te aconsejaría que dejases de revisar el pasado y pensaras en lo que vas a hacer en el futuro… empezando con los próximos diez minutos o así. No creo que morirse de sed en esta cama sea muy agradable, ¿no te parece?».
No, no es muy agradable que digamos… y Jessie pensó que la sed distaría mucho de ser lo peor de todo. La crucifixión había permanecido en el fondo de su cerebro casi desde el mismo instante en que se despertó, sobrenadando como algo desagradable que no acababa de sumergirse y que se encontraba tan saturado que tampoco podía elevarse hasta emerger en la superficie. Con vistas a una clase de historia de la facultad, había leído un artículo sobre ese encantador antiguo método de tortura y ejecución, y para ella no dejó de ser una sorpresa enterarse de que el viejo truco de las manos y los pies atravesados por clavos sólo fuera el principio. Como las suscripciones a revistas y las calculadoras de bolsillo, la crucifixión había sido la gracia que perduraba a lo largo de los años.
Con los calambres y espasmos llegaba el verdadero sufrimiento. Aunque a regañadientes, Jessie no tuvo más remedio que reconocer que los dolores que la acosaron hasta entonces, inclusive aquel calambre paralizante que puso fin a su primer ataque de pánico, habían sido simples pellizcos comparados con los que la esperaban. La desgarrarían los brazos, el diafragma y el abdomen y, a medida que transcurrieran las horas irían haciéndose más angustiosos, más frecuentes, más intensos y amplios. Llegado el caso, el entumecimiento empezaría a deslizarse por las extremidades, por mucho que ella se esforzara en mantener la circulación de la sangre, pero ese entumecimiento no aportaría ningún alivio; para entonces, habría empezado ya a sufrir los calambres más atroces en el pecho y en el estómago. Los clavos no le atravesaban los pies ni las manos y estaba tendida boca arriba, en vez de colgar de una cruz al borde de un camino, como uno de los derrotados gladiadores de Espartaco, pero aquellas variantes no hacían más que prolongar su agonía.
«Así, pues, ¿qué vas a hacer ahora, cuando todavía no han empezado a cebarse en ti los dolores y aún puedes pensar?».
—Lo que pueda —gruñó Jessie—, de modo que cállate y deja que me concentre un poco.
«Adelante… estás en tu casa».
Empezaría con la solución más evidente y continuaría partir de ahí… si no le quedaba más remedio. ¿Y cuál era la solución más evidente? Las llaves, desde luego. Continuaban encima del tocador, donde las había dejado. Dos llaves, pero ambas eran exactamente iguales. Gerald, que cuando le daba por ahí podía mostrarse cautivadoramente festivo, se refirió a ellas varias veces como y la de Recambio (Jessie percibió con toda la claridad las mayúsculas en la voz de su marido).
Vamos a suponer, aunque sólo sea por debatir el asunto, que fuese capaz de deslizarse fuera de la cama y cruzar la estancia hasta el tocador. ¿Podría echar mano a una de las llaves y utilizarla? A la fuerza, Jessie comprendió que no había nada que hacer, ni la menor posibilidad de conseguirlo. Imaginó que lograba ponerse entre los dientes una de aquellas llaves. Pero, entonces, ¿qué? Seguiría siéndole imposible introducirla en la cerradura; su experiencia con el vaso de agua le indicó que habría un trecho más o menos insalvable, por mucho que ella se estirase.
Vale; descarta las llaves. Baja un peldaño en la escala de probabilidades. ¿Qué puede venir ahora?
Se forzó las meninges infructuosamente durante cinco minutos, dándole vueltas y vueltas en la cabeza al problema como si se tratara del cubo de Rubik, y sin dejar de subir y bajar los brazos mientras meditaba. En algún punto, durante esas reflexiones, sus ojos tropezaron con el teléfono colocado encima de la mesita que había cerca de la ventana de la parte oriental. Lo había desechado antes, pero quizá se precipitó. La mesita, después de todo, estaba más cerca que el tocador y el teléfono era mucho más grande que una llave de esposas.
Si pudiese arrastrar la cama, acercarla a la mesita del teléfono, ¿no sería capaz de levantar con el pie el receptor y quitarlo de encima de la horquilla? Y si lograra hacerlo, quizá pudiera apretar con el dedo gordo del pie el botón de Operador de la parte inferior del aparato, entre las teclas marcadas * y #. Parecía algo propio de un vodevil delirante, pero…
«Aprieta el botón, espera un poco y luego ponte a chillar como una loca».
Sí, y media hora después la gran ambulancia azul de Medcu, de Norway, o la no menos imponente, aunque de color naranja, con el letrero de Equipo de rescate del condado de Castle, se presentaría allí, la acomodarían en una camilla con ruedas y la pondrían a salvo. Una idea loca, sí, pero también lo era la de convertir en una paja la tarjeta de suscripción de una revista. Loca o no, igual salía bien… ésa era la cuestión. Ciertamente, sus posibilidades potenciales eran mayores que las de empujar la cama a través del cuarto e intentar luego introducir una llave en la cerradura de las esposas. Sin embargo, la idea de llegar al teléfono planteaba un problema considerable: tendría que dar con el modo de trasladar la cama hacia la derecha, lo que resultaba una tarea ardua a todo serlo. Calculó que, con las tablas de caoba de la cabecera y de los pies, la cama pesaría un mínimo de ciento treinta y cinco kilos, y eso contando por lo bajo.
«Pero lo menos que puedes hacer es intentarlo, nena, y acaso te lleves una sorpresa… recuerda que enceraron el piso el primer lunes de septiembre, Día del Trabajo. Si un esquelético perro vagabundo, al que se le ven todas las costillas, ha podido arrastrar a tu esposo, quizá tú consigas mover esta cama. Por intentarlo no pierdes nada, ¿verdad?».
Un argumento convincente.
Jessie llevó las piernas hacia el lado izquierdo de la cama, al tiempo que trasladaba pacientemente la espalda y los hombros hacia la parte derecha. Cuando llegó todo lo lejos que podía llegar, se dio la vuelta sobre la cadera izquierda. Los pies rebasaron el borde de la cama… y de súbito las piernas y el torso no sólo estuvieron moviéndose hacia la izquierda, sino que se deslizaron, como un alud que empezara a manifestarse. Un espantoso calambre en zigzag le recorrió el costado izquierdo, mientras el cuerpo se estiraba de una forma que ni en las mejores condiciones hubiera pretendido Jessie exigírselo. Sintió como si alguien le pasara rápida y violentamente por el costado un atizador al rojo, desgarrándole la carne.
Se tensó la corta cadena que enlazaba los dos grilletes de la mano derecha y, durante un momento, los renovados ramalazos agónicos del brazo y el hombro derechos borraron las noticias procedentes del costado izquierdo. Tuvo la impresión de que alguien trataba de retorcerle y arrancarle el brazo de cuajo. «Ahora sé lo que siente un pavo cuando le desgajan una pata», pensó.
El talón izquierdo chocó contra el piso; el derecho quedó colgando, siete centímetros y medio por encima. El cuerpo estaba retorcido anormalmente hacia la izquierda, con el brazo derecho proyectado firmemente hacia la espalda en una especie de onda congelada. Al naciente sol de la mañana, la tensa cadena brillaba despiadadamente por encima de su manguito de goma.
Le asaltó de pronto a Jessie la certeza absoluta de que iba a morir en aquella postura, entre los chillidos del costado izquierdo y los del brazo derecho. Tendría que seguir tendida allí, cada vez más entumecida, mientras su languideciente corazón perdía la batalla y no lograba enviar sangre vitalizadora a todos los puntos de su estirado y retorcido cuerpo. El pánico volvió a apoderarse de ella y aulló pidiendo ayuda, olvidada de que no había nadie por los alrededores, salvo un asqueroso perro vagabundo con la barriga llena de carne de abogado. Agitó frenéticamente la mano derecha en dirección a la columna de la cama, pero se había deslizado un poco más de la cuenta; la caoba teñida de oscuro estaba centímetro y pico más allá de la punta de los dedos de Jessie.
—¡Socorro! ¡Por favor! ¡Socorro!
No hubo respuesta. Los únicos ruidos que se producían en aquel cuarto eran los suyos: los altos chillidos de su voz ronca, el rechinante aliento, el sordo repiqueteo de los latidos del corazón. Nadie, excepto ella, y, a menos que consiguiera volver a ponerse bien encima de la cama, moriría como una mujer colgada del gancho de un matadero. No es que la situación no pudiera empeorar: el trasero seguía resbalando hacia el borde de la cama, tirando constantemente hacia atrás de su brazo derecho en un ángulo cada vez más y más excesivo.
Sin pensarlo ni planearlo (so pena de que el cuerpo, aguijoneado por el dolor, pensara a veces por su cuenta), Jessie afirmó el descalzo pie izquierdo en el suelo y se impulsó hacia atrás todo lo que pudo. Era el único punto de apoyo que le quedaba a su penosamente contorsionado cuerpo y la maniobra resultó. Se arqueó la parte inferior de la anatomía, la cadena que enlazaba los grilletes de la mano derecha se aflojó y Jessie pudo agarrarse al poste de la cama con el empavorecido ardor de la mujer que se está ahogando y tiene la oportunidad de aferrarse a un salvavidas. Tiró de sí misma hacia atrás, sin preocuparse del grito que lanzaron su espalda y sus bíceps. Cuando volvió a tener los pies en el aire, chapoteó frenéticamente desde el borde, como si los tuviera hundidos en un estanque lleno de crías de tiburón y se hubiera percatado de ello con el tiempo justo para salvar los dedos.
Por último, recobró nuevamente la postura sedante, encogido el cuerpo, apoyada la espalda en las tablas de la cabecera, estirados los brazos y con la rabadilla descansando sobre la funda de algodón de la almohada, arrugada y empapada de sudor. Dejó descansar la cabeza contra los travesaños de caoba, mientras respiraba aceleradamente, cubiertos los desnudos pechos por la capa de una transpiración cuya humedad no podía permitirse perder. Cerró los párpados y emitió una risita débil.
«Vaya, fue un rato excitante, ¿verdad, Jessie? Creo que tu corazón nunca había palpitado a un ritmo tan rápido desde el año mil novecientos ochenta y cinco, cuando en la fiesta de Navidad le faltó el canto de un beso para que te fueses a la cama con Tommy Delguidace. Pensaste que nada se perdía con intentarlo, ¿eh? Supongo que habrás cambiado de opinión».
«Sí. Y también sabía una cosa más».
«¿Ah, sí? ¿Qué es ello, encanto?».
—Sé que ese cabrito de teléfono está fuera de mi alcance —dijo.
Sí, desde luego. Cuando un momento antes se impulsó con el talón izquierdo lo hizo recurriendo a todo el peso de sus cincuenta y seis kilos… y puso en el empuje todo el entusiasmo de un pánico que le congelaba la sangre. La cama no se había movido un ápice y, ahora que Jessie tenía ocasión de meditar en ello, se alegraba de que no lo hiciera. Porque si hubiera logrado arrastrarla a través del cuarto hasta la mesita del teléfono, entonces…
—Habría quedado colgada del jodido lado contrario de la cama —dijo, medio riendo, medio sollozando—. Jesús, es para que alguien me pegue un tiro.
«La cosa no parece que tenga buen aspecto», intervino una de las voces extraterrestre, una voz sin la cual, decididamente, ella podía pasarse muy bien. «A decir verdad, parece como si el Gran Espectáculo de Jessie Burlingame acabase de recibir el aviso de que se cancelaba la función».
—He de buscar otra alternativa —dijo Jessie con voz ronca—. Ésta no me gusta.
«No hay ninguna otra. De entrada, había muy pocas, y me temo que ya las has repasado todas».
Volvió a cerrar los ojos y, por segunda vez desde el inicio de aquella pesadilla, vio el campo de juegos del viejo instituto Falmouth de la avenida Central. Sólo que esta vez no llenaba su cerebro la imagen de dos niñas balanceándose en un columpio; en vez de eso, vio a un niño —su hermano Will—, que «desollaba el gato en la barra del mono».
Jessie abrió los ojos, se encogió todavía más y torció la cabeza para mirar más de cerca la cabecera de la cama. «Desollar el gato» era colgarse de una barra horizontal, doblar las piernas hacia arriba y elevarlas hasta pasarlas por encima de los hombros. El movimiento se remataba mediante un pequeño y rápido giro que permitía aterrizar de pie. Will había sido tan adicto a aquel ejercicio limpio y económico que a Jessie le pareció que ejecutarlo era para él como dar saltos mortales en sus propias manos.
«Supongamos que fueras capaz de hacerlo. Desollar el gato por encima del borde de esta maldita cabecera. Levantar el cuerpo, pasarlo por encima y…».
—Y aterrizar de pie —susurró.
Durante unos minutos le pareció peligroso, pero factible. Tendría que separar la cama de la pared, claro —una no puede desollar el gato si no tiene espacio para maniobrar y poner el pie en el suelo al caer—, pero se consideraba competente para realizarlo. En cuanto apartase el estante (sería facilísimo quitarlo de los soportes, puesto que no estaba sujeto a ellos), voltearía las piernas por encima de la cabeza y apoyaría en la pared la planta de los pies, más arriba del borde superior de la cabecera de la cama. No había podido moverla lateralmente, pero apoyándose en la pared…
—El mismo peso, pero con una fuerza de palanca diez veces mayor —murmuró—. Física moderna en su más pura expresión.
Se disponía a alargar la mano izquierda, a fin de empujar con la punta de los dedos los soportes en forma de L, cuando sus ojos se posaron de nuevo en las malditas esposas policíacas y sus cadenas suicidamente cortas. Si Gerald hubiese puesto los grilletes un poco más arriba —entre el primer y el segundo travesaños, por ejemplo—, tal vez ella tuviese alguna posibilidad; la maniobra quizá le provocara la rotura de las muñecas, pero Jessie había llegado a un punto en el que la fractura de un par de muñecas le parecía un precio aceptabilísimo a cambio de evadirse de aquello… al fin y al cabo, se curarían, ¿no? Sin embargo, en vez de estar entre el primero y el segundo, las esposas se cerraban entre el segundo y el tercero, lo que resultaba demasiado abajo. Cualquier tentativa de voltear el cuerpo por encima de la cabecera de la cama acabaría con algo más que un par de muñecas rotas; le dislocaría los hombros, le descoyuntaría los huesos, al cargarse allí todo el peso del cuerpo en su descenso.
«Intenta entonces mover esta maldita cama, con las muñecas rotas y los hombros dislocados. ¿Eso te parece divertido?».
—No —reconoció Jessie, hosca la voz—. No demasiado.
«Vayamos directamente al grano, Jess… estás atascada ahí. Puedes decir que soy la voz de la desesperanza, si eso hace que te sientas mejor, o si te ayuda a conservar la cordura durante un rato más —Dios sabe que contra viento y marea estoy a favor de la cordura—, pero lo que realmente soy es la voz de la verdad, y la verdad de esta situación es que te encuentras atascada ahí».
Jessie volvió vivamente la cabeza hacia un lado, nada deseosa de oír aquella supuesta voz de la verdad, y comprobó que era tan incapaz de acallarla como lo fue de acallar a las otras.
«Éstas son unas auténticas esposas, no esas monerías con los grilletes acolchados por dentro y un resorte oculto que puedes accionar y que te permite librarte de ellas si alguien lleva las cosas demasiado lejos. Estás verdaderamente aprisionada y da la casualidad de que no eres ni un fakir capaz de contorsionarse como una galleta de lazo ni un artista del escapismo como Harry Houdini o David Copperfield. Te digo las cosas tal como las veo, ¿vale? Y tal como las veo, eres la estrella».
Jessie recordó de pronto lo ocurrido después de que su padre saliera del dormitorio aquel día del eclipse… cuando ella se echó de bruces encima de la cama y estuvo llorando hasta que parecía que su corazón iba a estallar, a derretirse o a dejar para siempre de latir. Y ahora, mientras empezaban a temblarle los labios, creyó encontrarse en una situación anímica notablemente parecida a la de entonces: cansada, confusa, asustada y perdida. Perdida más que ninguna otra cosa.
Rompió a llorar, pero tras unas cuantas lágrimas iniciales, sus ojos se negaron a seguir produciéndolas; al parecer surtían efecto medidas de razonamiento más estrictas. De todas maneras, no dejó de llorar, sin lágrimas, con la garganta plena de sollozos secos como papel de lija.