22

Jessie cambió ligeramente de postura. Tintinearon las cadenas; los grilletes también resonaron contra la madera de los postes de la cama. La luz entraba a raudales por las ventanas del este.

—«Porque no podrían mantenerlo en secreto», dijo Jessie con voz apagada. «Porque si al final esto va a salir a la luz, Jessie, es mejor para nosotros que salga ahora a que lo haga dentro de una semana o dentro de un mes, o dentro de un año. Incluso dentro de diez años».

Con qué habilidad la manipuló… primero la disculpa, después las lágrimas y, finalmente, el truco del sombrero, gracias al cual convirtió su problema en el problema de Jessie. «¡Br’er Fox, Br’er Fox, haz lo que te plazca, pero no me tires en ese zarzal!». Hasta que, finalmente, le juró que guardaría el secreto eternamente, que los torturadores no se lo arrancarían ni aunque utilizasen tenazas y carbones encendidos.

Se acordaba de la escena, se veía a sí misma prometiéndole algo como eso, entre un diluvio de lágrimas ardientes y horrorizadas. Al final, Tom dejó de menear la cabeza y se limitó a mirar a través de la habitación con los párpados entrecerrados y los labios comprimidos. Jessie lo vio por el espejo y tuvo la casi absoluta certeza de que él sabía que estaba observándole.

—No podrás contárselo a nadie nunca —había dicho Tom por último, y Jessie recordaba el arrebato de alivio que sintió al oír aquellas palabras.

Lo que su padre estaba diciendo era mucho menos importante que el tono en que lo decía. Jessie había oído aquel tono muchas veces, y no ignoraba que a su madre le ponía frenética el que ella, Jessie, le indujese a hablar así con mayor frecuencia que la propia Sally. «He cambiado de idea», significaba. «Va en contra de mi buen juicio, pero he cambiado de parecer; me pongo de tu parte».

—No —había asentido Jessie. Su voz fue titubeante y le costó trabajo contener las lágrimas—. No lo diría, papá… nunca jamás.

—No sólo a tu madre —insistió Tom—, sino a nadie. En la vida. Es una responsabilidad tremenda para una chiquilla, Punkin. Puedes caer en la tentación. Por ejemplo, si a la salida de clase vas a estudiar con Caroline Cline o Tammy Hough y una de ellas te cuenta un secreto suyo, es posible que luego tú quieras corresponder…

—¿Contárselo a ellas? ¡Jamás, jamás de los jamases!

Y su padre sin duda vio la verdad en la expresión de Jessie: la mera idea de que Caroline o Tammy se enterasen de que su padre la había magreado llenó a Jessie de horror. Satisfecho en cuanto a aquel punto, Tom pasó a lo que, supuso Jessie, había constituido su principal preocupación.

—O a tu hermana. —La empujó, apartándola de sí y, durante largo rato, la contempló con gesto severo—. Puede surgir una ocasión, verás, en que desees decirle…

—Papá, yo nunca…

—Calla y déjame terminar, Punkin. Vosotras dos estáis muy unidas, lo sé, como también sé que a veces las chicas sentís el apremiante deseo de compartir confidencias que, normalmente, no contaríais. Si a ti te ocurriera eso con Maddy, ¿podrías mantener la boca cerrada?

—¡Sí! —En su desesperada necesidad de convencerle, Jessie había empezado a llorar otra vez. Claro que era muy probable que se lo contara a Maddy… si en el mundo existía alguien con quien ella pudiera compartir un secreto, ese alguien sería su hermana mayor… salvo por un detalle. Maddy y Sally tenían la misma clase de confianza íntima que Jessie y Tom habían compartido, y si en un momento de debilidad Jessie hubiera contado a su hermana lo ocurrido en el porche, las probabilidades de que su madre lo supiera antes de que anocheciese eran muy altas. De acuerdo con esa idea, Jessie pensó que quedaría descartada fácilmente la tentación de contárselo a Maddy.

—¿Estás segura de verdad? —preguntó Tom, dubitativamente.

—¡Sí! ¡Segurísima de verdad!

Tom había empezado a menear de nuevo la cabeza de manera un tanto pesarosa, lo cual volvió a asustar a Jessie.

—Creo, Punkin, que quizá sea mejor explicarlo todo claramente y en seguida. Tomar la medicina de una vez. Quiero decir, que tu madre tampoco va a matarnos…

Sin embargo, Jessie había oído el enojo de Sally cuando Tom propuso que se excusara a la niña de la excursión al monte Washington… y no sólo se trataba de enojo. No le hacía gracia pensar en ello, pero en aquel punto no le era posible permitirse el lujo de negarlo. También había celos y algo muy próximo al odio en la voz de su madre. Una imagen, momentánea, pero de paralizante diafanidad, acudió a la mente de Jessie mientras estaba con su padre en el umbral de la entrada al dormitorio, mientras intentaba convencerle de que podía estar tranquilo: a ambos los habían arrojado juntos al camino, como Hansel y Gretel, y eran dos seres sin hogar, que iban de un lado a otro, a través de Estados Unidos…

… y que dormían juntos, naturalmente. Dormían juntos por la noche.

Jessie entonces se vino abajo, su llanto se hizo histérico y empezó a asegurar con voz quejumbrosa que nunca diría nada y a prometerle que siempre sería buena. Su padre la dejó llorar hasta que consideró llegado el momento oportuno de decir en tono grave:

—¿Sabes? Tienes una energía tremenda para ser una niña pequeña, Punkin.

Jessie alzó la cabeza para mirarle, húmedas las mejillas y rebosantes los ojos de nuevas esperanzas.

Tom Mahout asintió despacio y luego procedió a secarle las lágrimas con la misma toalla que había utilizado él para enjugarse la cara.

—Nunca he podido negarte nada que realmente desearas y tampoco voy a hacerlo ahora. En fin, lo intentaremos a tu modo.

Jessie se arrojó en sus brazos y empezó a cubrirle de besos el rostro. En algún punto recóndito de su cerebro temió que aquello pudiera

(«animarle a seguir»)

reanudar los problemas, pero su agradecimiento había aniquilado por completo todo asomo de cautela y, por suerte, no se produjo ninguna dificultad.

—¡Gracias! ¡Gracias, papá! ¡Muchas gracias!

Tom la cogió por los hombros y la retuvo a la distancia de los brazos extendidos, esta vez sonriente en vez de grave. Pero la tristeza continuaba presente en su rostro, y ahora, al cabo de cerca de treinta años, Jessie no creía que aquella expresión hubiera sido parte del espectáculo. Su pesadumbre era auténtica y, de una manera o de otra, más que mejorarla, empeoraba aquella acción horrible que había cometido.

—Me parece que hemos hecho un trato —dijo Tom—. Yo no digo nada, tú no dices nada. ¿Conforme?

—¡Conforme!

—A ninguna otra persona, ni siquiera el uno al otro. Por los siglos de los siglos, amén. Cuando salgamos de esta habitación, Jess, no habrá sucedido nada. ¿Vale?

Jessie se manifestó de acuerdo inmediatamente, pero, al mismo tiempo, el recuerdo de aquel olor acudió a su memoria y comprendió que tenía que hacerle al menos una pregunta más antes de que «nunca hubiera ocurrido nada».

—Y hay una cosa que no tengo más remedio que repetir. Necesito decirte otra vez, Jess, que lo siento. Hice algo despreciable y vergonzoso.

Jessie recordaba que su padre desvió la mirada al decirlo. No había apartado los ojos de Jessie durante todo el tiempo que dedicó a conducirla deliberadamente hacia la histeria del sentimiento de culpa, el miedo y la inminencia de la condena, y a amenazarla con contarlo todo precisamente para asegurarse de que ella no diría nada. Cuando se disculpó por última vez, sin embargo, sus ojos fueron a posarse en los dibujos al carboncillo y al pastel de las sábanas que dividían el dormitorio. El recuerdo la llenó simultáneamente de dolor y de rabia. Su padre había sido capaz de mirarle a la cara mientras la engañaba; la verdad había sido lo que finalmente le obligó a apartar la mirada.

Recordaba que ella había abierto la boca para decirle que no tenía por qué pedir perdón, y que luego cerró los labios… en parte porque temía que lo que dijera acaso le hiciese cambiar de idea, pero principalmente, porque, incluso a los diez años de edad, se daba cuenta de que tenía derecho a una disculpa.

—Sally lleva una temporada muy fría… cierto, pero como excusa eso es triste basura. No sé qué es lo que me pasó. —Soltó una risita tonta, aún sin atreverse a mirar a Jessie—. Quizá fue el eclipse. De ser así, menos mal que, gracias a Dios, jamás volveremos a ver otro. —Después, como si hablara para sí, dijo—: Jesús, si mantenemos cerrada la boca y al final Sally acaba enterándose…

Jessie tenía la cabeza apoyada en el pecho de su padre.

—No se enterará —dijo—. Yo nunca diré nada, papá. —Hizo una pausa, antes de añadir—: De todas formas, ¿qué podría decir?

—Exacto. —Tom sonrió—. Porque no ha ocurrido nada.

—Y yo no… quiero decir que no podría…

Jessie alzó la mirada, con la esperanza de que, sin necesidad de que ella lo preguntara, su padre le dijese lo que necesitaba saber, pero el hombre se limitó a devolverle la mirada, enarcadas las cejas en silenciosa interrogación. Una expresión cautelosa, expectante, había sustituido a la sonrisa.

—¿No podría quedar embarazada, entonces? —estalló.

Tom Mahout dio un respingo, y luego su rostro se contrajo como si realizara un esfuerzo para reprimir una emoción intensa. Horror o pena, pensó Jessie entonces; sólo al cabo de los años se le ocurrió que lo único que debía intentar su padre era contener la risa, no estallar en una carcajada de alivio. Sea como fuere, Tom Mahout se dominó y le dio un beso en la punta de la nariz.

—No, dulzura, claro que no. Eso que deja a las mujeres embarazadas no ha pasado. Ni por asomo. Sólo he bregado un poco contigo, nada más…

—Y me pinchaste con el dedo. —Jessie recordaba claramente que le había dicho eso—. Me clavaste el dedo, eso es lo que hiciste.

Tom sonrió.

—Sí. Más o menos, eso es. Pero sigues tan estupendamente como siempre, Punkin. Veamos, ¿qué te parece? ¿Damos por concluido el asunto?

Jessie asintió.

—No volverá a ocurrir nunca nada parecido… lo sabes, ¿verdad?

Ella volvió a decir que sí con la cabeza, pero su propia sonrisa se había esfumado. Las palabras de su padre debieron tranquilizarla y así fue, en cierta medida, pero el tono grave de la voz y la expresión triste del rostro del hombre a punto estuvieron de encender de nuevo la chispa del pánico en el ánimo de Jessie. Recordaba que le cogió las manos y se las apretó con toda la fuerza que pudo.

—A pesar de todo, me quieres, ¿verdad, papá? Todavía me quieres, ¿no es cierto?

Tom inclinó la cabeza afirmativamente y aseguró que la quería más que nunca.

—Entonces, abrázame. ¡Abrázame fuerte!

Él lo hizo, pero ahora Jessie se acordaba de otro detalle: la parte inferior del cuerpo de su padre no rozó siquiera la de ella.

«Ni entonces, ni nunca más», pensó Jessie. «Al menos, que yo recuerde. Incluso cuando me gradué en la facultad, la única vez en que volví a verle llorar por mi causa, me dio uno de esos abrazos remilgados que se dan por compromiso y en los que no se corre peligro alguno de tropezar con la ingle de la persona a la que se abraza. Pobre, pobre hombre. Me pregunto si alguna de las personas con las que se relacionó comercialmente a lo largo de los años le vio en algún momento tan consternado y nervioso como le vi yo aquel día del eclipse. Y todo aquel dolor, ¿para qué? Un accidente sexual aproximadamente tan grave como un tropezón de la puntera del pie. ¡Jesús, qué vida! ¡Qué vida más perra!».

Empezó a mover los brazos como si accionara una bomba, casi sin tener conciencia de ello, con el único deseo de que la sangre siguiera circulando por las manos, las muñecas y los antebrazos. Calculó que probablemente serían las ocho de la mañana, o cerca. Llevaba dieciocho horas encadenada a aquella cama. Increíble, pero cierto.

Habló la voz de Ruth Neary, tan repentinamente que la sobresaltó. Era una voz repleta de disgustado asombro.

«Todavía le estás buscando excusas, ¿eh? Al cabo de todos estos años, sigues dejándole al margen de la cuestión y echándote toda la culpa. Incluso ahora. Fabuloso».

—¡Ya está bien! —exclamó Jessie, ronca la voz—. Eso no tiene nada que ver con el apuro en que me encuentro ahora…

«¡Mira que llegas a ser ingenua, Jessie!».

—… y aunque así fuera —continuó, alzando ligeramente el tono—, aunque así fuera, maldito si tiene algo que ver con la manera de salir de este aprieto, ¡de modo que cierra el pico!

«Tú no eres ninguna Lolita, Jessie, por mucho que él pueda habértelo hecho creer. Estás a tropecientos años luz de Lolita».

Jessie se abstuvo de contestar. Ruth lo hizo mejor, se abstuvo de callar.

«Si continúas creyendo que tu papaíto era un perfecto caballero dedicado en cuerpo y alma a defenderte casi continuamente de tu mamaíta dragón y de su ígnea respiración, vale más que recapacites un poco».

—Cierra el pico. —Jessie aceleró el movimiento ascendente y descendente de los brazos. Las cadenas tintinearon; las esposas repicaron—. ¡Calla de una vez!

«Lo tenía planeado, Jessie. ¿Es que no te das cuenta? No fue un acto imprevisto, un padre que está a dieta y que va tan salido que, de pronto, no puede contenerse y se corre; lo tenía planeado».

—¡Mentira! —gruñó Jessie. El sudor resbalaba de sus sienes en gruesas y claras gotas.

«¿Ah, sí? Bueno, pues pregúntate una cosa: ¿de quién fue la idea de que te pusieras el vestido de playa? Aquel tan cortito y tan ceñido. ¿Quién sabía que tú ibas a estar escuchando —admirativamente— la conversación que mantenía con tu madre, liándola a modo? ¿Quién te puso las manos sobre las tetas y quién llevaba aquel día pantalones cortos de deporte y nada de calzoncillos debajo?».

Se imaginó de pronto a Bryant Gumbel, hecho un brazo de mar con su elegante terno y su pulsera de oro, de pie allí en el cuarto, cerca de la cama, mientras, a su lado, un muchacho enfocaba una cámara portátil de televisión y tomaba una panorámica completa del cuerpo femenino casi completamente desnudo, antes de centrarse en el rostro sudoroso y moteado de manchas rojizas. Bryant Gumbel, en directo con Esposada, se inclina, con el micrófono en la mano, para preguntarle: «¿Cuándo comprendió por primera vez que su padre andaba loco por meterle mano, Jessie?».

Jessie dejó de mover los brazos y cerró los ojos. En su rostro apareció una expresión obstinada. «Se acabó», se dijo. «Me parece que puedo convivir con Ruth y con la Esposa… e incluso con esas selectas voces extraterrestres que meten la cuchara de vez en cuando… pero no estoy dispuesta a aguantar una entrevista en directo con Bryant Gumbel, vestida nada más que con un par de braguitas manchadas. Incluso aunque sea una entrevista imaginaria, no lo soporto. Se acabó».

«Dime sólo una cosa, Jessie», terció otra voz. No era extraterrestre; era la de Nora Callighan. «Una cosa más y consideraremos cerrado el asunto, al menos de momento y probablemente de manera definitiva. ¿De acuerdo?».

Cauta, a la expectativa, Jessie guardó silencio.

«Cuando ayer por la tarde perdiste los estribos —cuando acabaste arreándole aquella patada—, ¿a quién sacudías? ¿A Gerald?».

—Claro que era a Gerald… —empezó a decir, pero se interrumpió cuando una imagen, perfectamente nítida, apareció en su cerebro. Era el blancuzco hilo de babas que descendía desde el mentón de Gerald. Lo vio alargarse y caer sobre el diafragma, justo encima del ombligo. Sólo un pequeño esputo, eso era todo, nada del otro jueves, después de tantos años y de la infinidad de besos ardientes entregados con los labios entreabiertos y las lenguas batiéndose en duelo de esgrima lasciva; Gerald y ella habían intercambiado ingentes cantidades de lubricidad y el único precio que pagaron por ello fueron unos cuantos resfriados compartidos.

Nada del otro jueves, es decir, hasta hoy, cuando Gerald se negó a soltarla cuando ella quiso, cuando necesitó verse libre. Nada del otro jueves hasta que ella olió aquel triste efluvio mineral, el humo que asociaba al pozo de Dark Score, y al mismo lago durante los días de verano… días como aquel 20 de julio de 1963, por ejemplo.

Había visto un esputo; había pensado en semen.

«No, eso no es verdad», se dijo, pero en aquella ocasión no le hizo falta convocar a Ruth para que desempeñase el papel de abogado del diablo; sabía que era verdad. «Es su maldito semen», fue exactamente lo que pensó, y después de eso dejó de pensar, al menos durante un rato. En vez de pensar, disparó aquel movimiento reflejo, lanzando un pie contra el estómago y el otro contra los testículos. Nada de saliva, sino esperma; no fue una nueva repugnancia hacia el juego de Gerald, sino aquel horror pestilente que salía de pronto a la superficie como un monstruo marino.

Jessie miró el caído y mutilado cadáver de su esposo. Las lágrimas afloraron a sus ojos durante unos segundos, pero el sentimiento pasó en seguida. Su idea era que el departamento de supervivencia había decidido que las lágrimas representaban un lujo que no podía permitirse, al menos provisionalmente. Con todo, estaba muy triste… triste por la muerte de Gerald, sí, claro, pero todavía más triste por el hecho de encontrarse allí, en aquella situación.

Sus ojos miraron el aire, por encima del cuerpo de Gerald, y los labios se curvaron en una sonrisa lamentable y dolorida.

—Me parece que eso es todo lo que tengo que decir en este momento, Bryant. Transmite mis mejores deseos a Willard y Katie… Y, a propósito… ¿te importaría abrir estas esposas antes de irte? No sabes cuánto te lo agradecería.

Bryant dio la callada por respuesta. Cosa que a Jessie no le sorprendió en absoluto.