21

Al levantar la cabeza y ver a su padre de pie en el umbral del dormitorio, su primer gesto, un gesto instintivo, fue cubrirse los pechos cruzando los brazos sobre ellos. Pero al observar la expresión triste y culpable de Tom Mahout, los dejó caer de nuevo, aunque notó que una oleada de calor ascendía a sus mejillas y supo que su propio rostro adoptaba los irregulares y desagradables tonos rojizos que constituían su propia versión del rubor pudoroso. No tenía allí nada que enseñar (bueno, casi nada), pero se sintió más que desnuda, y tan violenta que casi podía jurar que le chisporroteaba la piel. Pensó: «¿Y si a los demás les diera por volver antes de lo previsto? ¿Y si mamá entrase aquí en este momento y me viera tal como estoy ahora, sin la blusa?».

La sensación de mortificada incomodidad se convirtió en vergüenza, la vergüenza en terror e incluso, una vez se puso la blusa y empezó a abotonársela, notó que aún había otra emoción subyacente. Era una sensación de rabia, no muy distinta de la cólera taladrante que experimentaría años después, cuando comprendiese que Gerald sabía lo que ella quería decir, pero simulaba ignorarlo. Sintió aquella rabia porque no merecía estar avergonzada y aterrorizada. Después de todo, él era el adulto, él fue quién dejó en la parte posterior de sus bragas aquel extraño engrudo de olor tan raro, él era el que debía sentirse avergonzado… pero las cosas no ocurrían así. En absoluto estaban ocurriendo así.

Para cuando hubo terminado de abotonarse la blusa e introducir los faldones bajo la cintura del pantalón, la rabia había desaparecido, o, mejor dicho, se había retirado a su caverna. Y lo que Jessie continuaba teniendo en la cabeza era la idea de que su madre iba a volver antes de lo esperado. El que ella, Jessie, estuviese otra vez completamente vestida carecería de importancia. La circunstancia de que acababa de suceder algo malo lo llevaban grabado en el rostro, permanecía flotando allí fuera, tan inmenso como la vida y dos veces más deplorable. Jessie lo veía en el semblante de su padre y lo notaba en el suyo propio.

—¿Te encuentras bien. Jessie? —preguntó Tom sosegadamente—. ¿No te sientes mareada o algo por el estilo?

—No —Jessie intentó sonreír, pero no acabó de conseguirlo. Una lágrima resbaló por la mejilla y, rápida, culpablemente, la chica se apresuró a secársela con el dorso de la mano.

—Lo siento. —A Tom le tembló la voz y Jessie se sintió horrorizada al vislumbrar lágrimas en sus ojos… Oh, aquello era peor, mucho peor, infinitamente peor—. Lo siento mucho. —Con brusco movimiento, el hombre se precipitó al cuarto de aseo, cogió una toalla del estante y se secó la cara con ella. Mientras tanto, Jessie se esforzaba en pensar.

—¿Papá?

El hombre la miró por encima del borde de la toalla. Ya no había lágrimas en sus ojos. De no conocerle tan bien como le conocía, Jessie hubiera jurado que nunca las hubo.

La pregunta la tenía casi clavada en la garganta, pero era ineludible plantearla. Estaba obligada a hacerla.

—¿Tenemos… tenemos que contárselo a mamá?

Tom exhaló un largo y entrecortado suspiro. Jessie aguardó, todavía con el corazón en la boca, y cuando su padre dijo: «Me parece que no habrá más remedio que contárselo, ¿no crees?», a la niña se le cayó el alma a los pies.

Cruzó el cuarto hacia él, tambaleándose ligeramente —las piernas parecían haberse quedado insensibles— y le rodeó con sus brazos.

—Por favor, papá, no. No se lo cuentes, por favor. No, por favor. Por favor…

Se le quebró la voz, se hizo confusa y se perdió entre sollozos, al tiempo que Jessie apretaba el rostro contra el pecho desnudo de su padre.

Al cabo de un momento, Tom pasó los brazos alrededor de su hija, en esa ocasión a la antigua manera paternal.

—Va ser un trago —confesó—, porque nuestras relaciones son bastante tensas últimamente, dulzura. Me sorprendería que no lo supieses, la verdad. Una cosa como ésta empeoraría una barbaridad esas relaciones. Desde hace algún tiempo, tu madre no se manifiesta… bueno, demasiado afectuosa y ése es el meollo del problema. Un hombre tiene… ciertas necesidades. Algún día lo comprende…

—Pero si ella se entera, ¡dirá que todo fue culpa mía!

—Ah, no… eso no lo creo —dijo Tom, pero en su tono se apreciaba la sorpresa, teniendo en cuenta… y, para Jessie, era tan espantoso como una sentencia de muerte—. Nooooo… Estoy seguro… bueno, bastante seguro… de que Sally…

Jessie alzó hacia su padre unos ojos enrojecidos, de los que brotaban profusamente las lágrimas.

—¡Por favor, no se le cuentes, papá, por favor! ¡No, por favor! ¡No, por favor!

Él le dio un beso en la frente.

—Pero, Jessie… tengo que hacerlo. Tenemos que decírselo.

—¿Por qué? ¿Por qué, papá?

—Porque…