Se extendía desde el cielo la suave y lechosa claridad del alba cuando Jessie se despertó, con el confuso y ominoso recuerdo de aquella mujer saturando su cerebro: la mujer de cabellera gris recogida en apretado moño rural, la mujer arrodillada en los zarzales, con la enagua hecha un ovillo a su lado, la mujer que miraba a través de las grietas de las tablas rotas y que olía a aquel espantoso olor dulzarrón. Durante años, Jessie no había pensado en aquella mujer, y ahora, refrescado por su sueño de mil novecientos sesenta y tres, que no había sido un sueño sino un recuerdo, le parecía que acababan de concederle el don de disfrutar de una especie de visión sobrenatural de aquel día, una visión producida tal vez por la fatiga nerviosa y que luego volvió a desaparecer por la misma causa.
Pero no importaba… eso no, no lo que había ocurrido con su padre en el porche, ni lo que sucedió después, cuando, al volverse, vio a su padre de pie en la puerta del dormitorio. Todo eso había pasado mucho tiempo atrás, y en cuanto a lo que estaba ocurriendo en ese preciso momento…
«Estoy en un apuro. Creo que estoy en un aprieto muy serio».
Tendida sobra las almohadas, levantó la vista hacia los brazos, suspendidos de las esposas. Se sintió tan amodorrada y desvalida como un insecto envenenado, preso en la tela de una araña, sin desear más que volver a dormirse —sin sueños en esa ocasión, a ser posible—, con los brazos muertos y la seca garganta en otro universo.
No tendría tanta suerte.
En algún punto cercano sonó un moroso y somnoliento zumbido. Lo primero que se le ocurrió fue que se trataba de la alarma del despertador. Lo segundo, al cabo de dos o tres minutos de dormitar con los ojos abiertos, consistió en que era un detector de humos. Esa idea le provocó un breve e infundado estallido de esperanza que la acercó un poco más al verdadero despertar. Comprendió que el sonido de lo que estaba oyendo no se parecía mucho realmente al que produce un detector de humos. Sonaba como… bueno… como…
«Son moscas, cielo, ¿conforme?». La voz juiciosa tenía ahora un timbre cansino, débil y tristón. «Has oído hablar de los Chicos del Verano, ¿no? Bueno, pues éstos son los Moscardones del Otoño, y su versión se la interpretan en honor de Gerald Burlingame, el eminente abogado y notable fetichista de los grilletes».
—Jesús, tengo que incorporarme —dijo con una voz tan ronca y rechinante que le costó trabajo identificarla como suya.
«¿Qué rayos significa eso?», pensó, y fue la respuesta —«Absolutamente nada, muchas gracias»— lo que remató la tarea de conducirla hasta el completo despertar. No deseaba estar despierta, pero tenía la impresión de que valía más aceptar el hecho de que lo estaba y arreglárselas de la mejor manera posible, mientras le fuese posible.
Se miró el brazo derecho y luego volvió la cabeza sobre el oxidado armazón del cuello (que sólo estaba dormido parcialmente) y se contempló el izquierdo. Se dio cuenta con repentino sobresalto de que los miraba de una forma totalmente nueva, los miraba como hubiese podido mirar los muebles que se exhibieran en el escaparate de una sala de exposiciones. Parecían no tener absolutamente nada que ver con Jessie Burlingame, y supuso que en ello no había nada extraño, en realidad; al fin y al cabo, carecían de sensibilidad. La sensibilidad empezaba un poco más abajo de las axilas.
Intentó tirar de sí e impulsarse hacia arriba, pero comprobó con desaliento que el amotinamiento de sus brazos era mucho más radical de lo que había creído. No sólo se negaban a moverla a ella; se negaban a moverse ellos. Hacían total caso omiso de las órdenes que les enviaba el cerebro. Volvió a mirarlos y entonces ya no le parecieron piezas de mobiliario. Ahora le parecían amarillentas piezas de carne colgadas de los ganchos del carnicero. Dejó escapar un ronco grito de miedo y de rabia.
«No importa», pensó. Los brazos no tenían allí ninguna función, al menos de momento, y sentir miedo o dejarse dominar por la cólera no iba a cambiar las cosas lo más mínimo. ¿Y los dedos? Si pudiera cerrarlos en torno a las columnas, entonces quizá…
… o quizá no. Los dedos parecían tan inútiles como los brazos. Después de un minuto largo de esfuerzos, la única recompensa de Jessie fue una paralizante contracción del pulgar de la mano derecha.
—Santo Dios —dijo con aquella rechinante voz de arena en la rueda dentada. Ya no había cólera en ella, sólo miedo.
La mente muere en accidentes, claro… Supuso que, a lo largo de su vida, había visto centenares, puede que miles de «recortes de muerte» en los noticiarios de la tele. Bolsas con cadáveres extraídos de unos amasijos de chatarra que antes fueron automóviles o sacados de la espesura en tornos Medi-Vac, pies que asoman por debajo de unas mantas tendidas apresuradamente sobre los cuerpos mientras al fondo arden los edificios, testigos de rostros lívidos y voz tartamudeante que señalan los charcos de líquido oscuro que se vislumbran en el suelo de callejones o tabernas. Había visto sacar del hotel Chateau Marmont de Los Ángeles la figura envuelta en blanco sudario de lo que había sido John Belushi; había visto al funámbulo Karl Wallenda perder el equilibrio, caer pesadamente sobre el cable en el que intentaba cruzar (un cable tendido entre dos centros hoteleros, creía recordar), agarrarse brevemente a él y, al final, desplomarse hacia la muerte que le esperaba abajo. Los telediarios repitieron aquella escena una y otra vez como si les obsesionara la tragedia. Desde luego, ella había conocido personas que fallecieron en accidente, claro que sí, pero hasta aquel instante nunca tuvo conciencia de que había personas dentro de aquellas personas, personas como ella misma, personas que, en un momento determinado, ni por asomo tuvieron la más remota idea de que jamás volverían a tomar otra hamburguesa de queso, ni presenciarían otro episodio de Riesgo final (y, por favor, compruebe que presenta su contestación en forma de pregunta) ni telefonearían a sus amigos para decirles que les parecía una idea estupenda lo de la partida de póquer, a centavo la apuesta, concertada para el jueves por la noche o que la sugerencia de salir de compras el sábado por la tarde les venía de perlas. Se acabaron las cervezas y los besos, del mismo modo que nunca iban a cumplirse las fantasías eróticas practicando el amor en una hamaca, porque uno estaría atareadísimo muriéndose. Cualquier mañana, uno se despertaba en la cama sin saber que acaso fuera la última vez que lo hiciese.
«Puede que sea mi caso esta mañana», pensó Jessie. «Creo que tiene muchas probabilidades de serlo. La casa —esta tranquila y bonita casa a orillas de un lago— muy bien puede convertirse en la noticia de la noche del viernes o de la del sábado. Y Doug Rowe, micrófono en ristre y luciendo esa trinchera suya que tanto odio, la dará presentando “la casa en la que encontraron la muerte el ilustre abogado de Portland y su esposa”. Luego devolvería la conexión al estudio, para que Bill Green la emprendiese con la información deportiva. Y todo eso no es ser morboso, Jessie; no tiene nada que ver con los quejidos de ni con los gruñidos de Ruth. Es…».
Pero Jessie lo sabía. Era la verdad. Sólo fue un pequeño y tonto accidente, la clase de suceso ante el que una menea la cabeza cuando está desayunándose y ve la noticia; entonces, una va y dice: «Escucha esto, querido». Y se la lee en voz alta al marido, que en aquel momento está acabándose un racimo de uvas. Nada más que un accidente tonto, sólo que esta vez le está ocurriendo a ella. La constante insistencia de su cerebro, empeñado en que se trataba de un error, era comprensible, aunque improcedente. Allí no había departamento de reclamaciones donde explicar que lo de las esposas fue idea de Gerald y que liberarla a ella sería un acto de estricta justicia. Si debía corregirse el error, la persona más indicada para hacerlo era ella.
Jessie se aclaró la garganta, cerró los ojos y habló, dirigiéndose al techo:
—¿Dios? Escúchame un momento, ¿quieres? Necesito que me eches una mano, lo necesito de veras. Me encuentro en un apuro serio y estoy aterrorizada. ¡Por favor, ayúdame! ¿De acuerdo? Re… rezaré en nombre de Jesucristo. —Se esforzó en hallar las palabras adecuadas para ampliar la jaculatoria, pero a su mente sólo acudieron unas frases que le había enseñado Nora Callighan, una oración que ahora parecía estar en los labios de todos los mercachifles autodidactas y de todos los gurús baratos del mundo—: «Dios mío, concédeme serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, valor para cambiar lo que puedo y sabiduría para distinguir la diferencia entre ambos. Amén».
No se produjo cambio alguno. Ni la serenidad, ni el valor, ni, por supuesto, la sabiduría inundaron a Jessie. Continuaba siendo una mujer con los brazos tan yertos como el cadáver de su marido, agarrada a las columnas de la cama como un perro corriente encadenado a una argolla y abandonado en un polvoriento patio trasero, destinado a morir sin molestar a nadie, sin que nadie repare en él y sin que su desaparición la lamente nadie, mientras su borracho amo cumple treinta días de reclusión en la cárcel del condado, por conducir sin permiso y bajo los efectos del alcohol.
—¡Oh, por caridad! No permitas que sufra —suplicó Jessie en tono bajo y con voz temblorosa—. Si voy a morir, Dios, que sea sin sufrir. ¡El dolor me asusta tanto como a una niña!
«Pensar ahora en la muerte, encanto, es, con toda seguridad, la peor idea del mundo». La voz de Ruth hizo una pausa, para añadir a continuación: «Mejor dicho, lo que hace es aumentar esa probabilidad de muerte».
«Muy bien, no voy a discutirlo… pensar en la muerte fue una mala idea. Pero, ¿qué más queda?».
«Vivir», manifestaron al unísono Ruth y la Santa Esposa.
Perfecto, vivir. Así que el círculo se cerró y Jessie volvió al asunto de sus brazos inútiles.
Intentó de nuevo impulsarse hacia arriba y hacia abajo utilizando los pies y, entonces, el repentino peso de un pánico tenebroso se le vino encima al comprobar que, en principio, las piernas se negaban a moverse. Jessie se perdió durante unos minutos y, a su regreso, se encontró agitando las extremidades como pistones, a toda velocidad, removiendo en los pies de la cama las sábanas, la colcha y el edredón. Respiraba entrecortadamente, ávida de introducir aire en los pulmones, como un ciclista que se esfuerza en coronar una cuesta empinada durante una carrera maratoniana. El trasero de Jessie, que también se había retirado a dormir, cantaba y silbaba, obligado a despertarse a causa de los alfilerazos que lo martirizaban.
El miedo la despabiló por completo, pero necesitó los aerobios que eran los compañeros de viaje del pánico para que accionasen el cambio de marchas del corazón. Por fin empezó a notar en los brazos un leve hormigueo de sensibilidad: en lo más profundo de los huesos y tan ominoso como un trueno lejano.
«Por si no funciona ninguna otra cosa, encanto, proyecta toda tu atención sobre los dos o tres sorbos de agua que quedan. Ten presente en todo momento que no volverás a coger ese vaso a menos que tus manos y tus brazos estén en buenas condiciones y puedan trabajar. Y ni hablar de beberte el agua…».
Jessie continuó empujando con los pies mientras aumentaba la luminosidad de la mañana. El sudor le aplastaba el pelo contra las sienes y se le deslizaba por las mejillas. Se daba cuenta —nebulosamente— de que su deuda con la sed, su dependencia del agua, se incrementaría mientras continuase con aquel esfuerzo agotador, pero no veía otra opción.
«Porque no la hay, encanto… ninguna en absoluto».
«Encanto por aquí, cariño por allá», pensó Jessie distraídamente. «¿Te importaría dejar de decir esas memeces, bicha relamida?».
Por último, el culo empezó a arrastrarse en dirección a la cabecera de la cama. A cada impulso, Jessie tensaba los músculos del estómago y se incorporaba mínimamente. El ángulo que formaron la parte superior e inferior del cuerpo fue aproximándose a los noventa grados. Los codos empezaron a doblarse y el peso del cuerpo empezó a cargarse menos sobre los hombros y los brazos, a la vez que se acrecentaban los ramalazos hormigueantes a través de la carne. No interrumpió el movimiento de las piernas cuando por fin logró incorporarse, sino que continuó pedaleando para mantener el ritmo cardíaco.
Le escoció el ojo izquierdo al entrarle en él una gota de sudor. Alejó la picazón con una impaciente sacudida de la cabeza y continuó agitando las piernas como pistones. Los hormigueos siguieron disparándose desde los codos, hacia arriba y hacia abajo; al cabo de cinco minutos, Jessie alcanzó su postura contraída (parecía una quinceañera hecha un ovillo en la butaca del cine) y entonces llegó el primer calambre. Sintió algo así como un golpe asestado con el canto de un cuchillo de carnicero.
Echó la cabeza hacia atrás, con lo que proyectó unas gotas de sudor, y emitió un agudo chillido. Cuando recobraba el aliento para repetir el grito, sufrió el segundo calambre. Fue mucho peor que el primero. Tuvo la sensación de que alguien le echaba un lazo de cable incrustado de cristales alrededor del hombro izquierdo y lo tensaba con fuerza. Aulló, apretados los puños con tan súbita violencia que llegó a arrancarse trozos de uña y la carne empezó a sangrar. Los ojos, hundidos en el fondo de las hinchadas bolsas, tenían los párpados apretados, pero ello no impedía que las lágrimas se escapasen entre ellos para gotear mejilla abajo, mezcladas con los hilillos del sudor que descendían desde la cabellera.
«Sigue pedaleando, encanto… no lo dejes ahora».
«No me llames encanto», vociferó Jessie.
El perro vagabundo se había vuelto a colar subrepticiamente en la casa, por la puerta de atrás, poco antes de que asomaran las primeras claridades del día y, al oír la voz de la mujer, alzó la cabeza vivamente. En su cara había una casi cómica expresión de sorpresa.
«¡No me lo vuelvas a llamar, zorra! Odiosa pe…».
Otro calambre, éste tan agudo y repentino como un rayo coronario, le atravesó el tríceps izquierdo, hasta la axila, y la voz de Jessie se disolvió en un largo y ondulante alarido agónico. A pesar de todo, continuó pedaleando.
De un modo u otro, se las arregló para seguir pedaleando.