16

El día del eclipse amaneció con un calor de bochorno, pero relativamente claro… Las previsiones de los meteorólogos, que anunciaban que la aparición de nubes bajas podía oscurecer el fenómeno, resultaron al parecer infundadas, por lo menos en el Maine occidental.

Sally, Maddy y Will se fueron hacia las diez, para coger el autobús de los Adoradores del Sol del Dark Score (antes de marchar, Sally dio a Jessie un frío y silencioso beso en la mejilla, al que Jessie correspondió del mismo modo) y Tom Mahout se quedó con la chica a la que su esposa había llamado la noche anterior «la rueda chirriante».

Jessie se quitó las pantalones cortos y la camiseta de Camp Ossippee, para ponerse su nuevo vestido playero, el que era tan bonito (si a una no le molestan las franjas rojas y amarillas, casi tan chillonas como para que una se ponga a berrear), pero que le quedaba excesivamente ajustado. Se puso unas gotas del perfume Mi Pecado, de Maddy, se aplicó un poco de desodorante Yodora, de su madre, y se dio un nuevo toque de lápiz labial Peppermint Yum-Yum. Y aunque nunca se entretenía delante del espejo, tonteando con su imagen (era una expresión que su madre empleaba con la hija mayor: «¡Maddy, deja de tontear y sal de una vez!»), aquel día se tomó bastante tiempo para arreglarse el pelo, porque su padre había alabado una vez su particular estilo de peinado.

Cuando hubo colocado en su sitio la última horquilla, alargó la mano hacia el interruptor del cuarto de aseo y, antes de apagar la luz, hizo una pausa. La muchacha que la miraba desde el espejo no parecía una niña, sino una adolescente. No se debía al modo en que el modelito playero acentuaba las pequeñas protuberancias que aún tardarían un par de años en alcanzar la categoría de auténticos pechos, como tampoco era cosa del carmín de sus labios, ni del pelo, recogido en un chapucero aunque extrañamente atractivo moño; se trataba del conjunto de todas esas cosas, una suma que mejoraba las partes que la componían a causa de… ¿qué? Jessie no lo sabía. Algo en la forma en que el pelo llevado hacia arriba realzaba la forma de los pómulos, tal vez. O la descubierta curva del cuello, mucho más sexy que los bultitos pectorales o su cuerpo de marimacho sin caderas. O quizás eran los ojos… algún destello especial que o bien había estado oculto hasta aquel día o nunca estuvo allí y surgió entonces.

Fuera lo que fuese, la cuestión es que Jessie se demoró un momento para contemplar su imagen reflejada en el espejo y, de pronto, oyó de nuevo decir a su madre: «¡Juro ante Dios que a veces te comportas como si fuese tu novia en vez de tu hija!».

Se mordió el rosado labio inferior y frunció levemente el entrecejo mientras recordaba la noche anterior… el estremecimiento que recorrió su cuerpo cuando él la tocó, el tacto de las manos sobre sus senos. Notó que aquel escalofrío trataba de repetirse, pero se negó a permitirlo. Carecía de sentido estremecerse por algo que una no era capaz de comprender. Ni siquiera aunque pensase en ello.

Buen consejo, pensó, y apagó la luz del cuarto de aseo.

Se percató de que cada vez se sentía más excitada, después de que tocaran las doce del mediodía y la tarde avanzara rumbo a la hora en que iba a tener efecto el eclipse. Conectó la radio portátil con la emisora del rock-and-roll de North Conway. Su madre detestaba y, al cabo de media hora de Del Shannon, Dee Dee Sharp y Gary «U.S.» Bonds, quienquiera que la hubiese sintonizado (normalmente Jessie o Maddy, pero a veces Will) cambiaba a la emisora de música clásica que emitía desde la cima del monte Washington, pero a su padre parecía encantarle la música moderna y tarareaba y chasqueaba los dedos al escucharla. Una vez, durante la versión de The Duprees de Me perteneces, pasó los brazos alrededor de Jessie y bailó brevemente con ella por el porche. Jessie preparó la parrilla de la barbacoa hacia las tres y media, una hora antes de la hora prevista para el eclipse, y fue a preguntarle a su padre si quería dos hamburguesas o sólo una.

Lo encontró en el lado sur de la casa, junto al hueco que quedaba entre el socalce y el piso del porche. No llevaba encima más que unos pantalones cortos de algodón (con las palabras yale phys ED estampadas en una pernera) y acolchados mitones de horno en las manos. Se había cubierto la frente con un pañuelo para impedir que el sudor le entrase en los ojos. Estaba agachado sobre una pequeña y humeante fogata de césped y la combinación de pantalones cortos y pañuelo alrededor de la frente le confería un simpático aire juvenil; por primera vez en su vida, Jessie vio al hombre del que su madre se había enamorado durante el curso superior de verano.

Tenía apilados junto a sí varios rectángulos de cristal; vidrios cuidadosamente extraídos de la desmenuzada masilla de una vieja ventana del cobertizo y no menos cuidadosamente cortados. Sostenía uno de esos rectángulos entre el humo que se elevaba de la fogata, utilizando las tenazas de la barbacoa para darle vueltas al rectángulo de cristal así y asá como si fuese un raro y exquisito manjar campestre. Jessie soltó la carcajada —le chocaron principalmente los mitones de horno— y su padre volvió la cabeza, sonriente. La idea de que el ángulo visual permitía al hombre ver el vestido desde abajo cruzó por la mente de Jessie, pero sólo de un modo fugaz. Al fin y al cabo, era su padre, no un chaval guaperas como Duane Corson, de los que pululaban por el puerto deportivo.

«¿Qué estás haciendo?», rió entre dientes. «¡Creí que íbamos a almorzar hamburguesas, no bocadillos de cristal!».

«Cristales ahumados para contemplar el eclipse, nada de bocadillos, Punkin», respondió Tom Mahout. «Si juntas dos o tres de estos cristales, puedes ver el eclipse total de principio a fin sin perjudicarte los ojos. He leído que ha de andarse uno con mucho cuidado; te puedes abrasar la retina y no enterarte del daño que te ha causado el sol hasta mucho después».

«¡Ahggg!», exclamó Jessie, con un leve estremecimiento. La idea de quemarse sin saberlo le pareció impresionantemente increíble. «¿Cuánto durará ese total, papá?».

«No mucho. Cosa de un minuto».

«Bueno, haz unos cuantos más de estos chismes como se llamen… malditas las ganas que tengo de quemarme los ojos. ¿Cuántas Hamburguesas Eclipse? ¿Una o dos?».

«Con una tengo suficiente. Si es grande».

«Vale».

Jessie se dispuso a marchar.

«¿Punkin?».

La niña volvió la cabeza para mirarle… un hombre más bien bajo, compacto, que en aquel momento tenía la frente perlada de finas gotas de sudor, un hombre con tan poco vello en el cuerpo como el hombre con el que se casaría después, pero sin la barriga y las gafas de gruesos cristales de Gerald… Por unos segundos, el que aquel hombre fuera su padre pareció tener una importancia mínima. La impresionó lo guapo que era y lo joven que parecía. Mientras le observaba, una gota de sudor rodó despacio estómago abajo, se deslizó por el lado oriental del ombligo y dejó una manchita oscura en la goma de la cintura de los pantalones Yale. Jessie llevó la mirada hacia el rostro de su padre y se percató repentina y deleitablemente de que los ojos del hombre estaban fijos en ella. Incluso con los párpados entornados, como los tenía en aquel momento para evitar que le afectase el humo, aquellos ojos eran absolutamente magníficos, tenían el brillante tono gris del amanecer sobre el agua invernal. Jessie tuvo que tragar saliva antes de que le fuera posible responder, ya que tenía la garganta seca. Posiblemente tuviese la culpa el humo acre de aquella fogata de hierba. O tal vez no.

«¿Sí, papá?».

El hombre estuvo un buen rato sin decir nada, sin hacer otra cosa que seguir con la cabeza levantada para contemplarla, mientras el sudor le descendía despacio por la frente, las mejillas, el pecho y el vientre, y Jessie experimentó de pronto un ramalazo de miedo. Al final, su padre sonrió de nuevo y todo volvió a la normalidad.

«Estás preciosa, Punkin. La verdad es que, si no sonase a cursilada nauseabunda, diría que estás bellísima».

«Gracias… no suena a cursilada en absoluto».

Y así era. En realidad, el comentario de su padre la había complacido tanto (especialmente después de los comentarios irritados que formuló su madre la noche anterior, o quizás a causa de ellos) que a Jessie se le formó un nudo en la garganta y durante un momento se sintió al borde de las lágrimas. Pero, en cambio, esbozó una sonrisa, le dirigió un conato de reverencia y luego regresó presurosa hacia la barbacoa, con el corazón latiéndole en el pecho como el redoble de un tambor. Una de las cosas que había dicho su madre, la más terrible de todas, intentaba ascender e irrumpir en el cerebro de Jessie

(«te comportas como si fuese tu»)

y Jessie la aplastó implacablemente como hubiera aplastado a una avispa furiosa. No obstante, se sintió envuelta en una de aquellas contradictorias emociones de los adultos —helado y salsa, pollo asado relleno de caramelos agridulces—, de las que no podía evadirse por completo. Tampoco estaba segura de que deseara hacerlo. Aún veía en su cerebro aquella gota de sudor que resbalaba perezosamente por el estómago de su padre, para dejarse absorber por el suave algodón de los pantalones cortos y convertirse en una diminuta mancha oscura. Su torbellino emocional parecía emerger principalmente de aquella imagen. Continuaba viéndola, viéndola, viéndola… Era demencial.

Bueno, ¿y qué? Era un día demencial, ni más ni menos. Hasta el Sol iba a hacer algo demencial. ¿Por qué no dejarlo así?

«Sí», convino la otrora disfrazada voz de Ruth Neary. «¿Por qué no?».

Las hamburguesas Eclipse, guarnecidas con cebolla y champiñones salteados, eran poco menos que fabulosas. «Desde luego, eclipsan a la última hornada que hizo tu madre», alabó Tom Mahout, y Jessie rió frenética y tontamente. Las comieron en el porche exterior del estudio del padre, con las bandejas de metal en el regazo. Entre ellos, una mesa circular, con la superficie sembrada de condimentos, platos de papel y parafernalia adecuada para contemplar el eclipse. El equipo de observación incluía gafas Polaroid, dos cajas reflectoras de fabricación casera, hechas de cartón, iguales a las que el resto de la familia se había llevado al monte Washington, láminas de cristal ahumado y unas cuantas agarraderas acolchadas, salidas del cajón contiguo al horno de la cocina. Los cristales ahumados ya estaban fríos, según comunicó Tom a su hija, pero lo cierto es que el hombre distaba mucho de ser competente con el corta-cristales y la chica se temía mucho que los bordes tuviesen irregularidades, dientes y filos susceptibles de cortarle los dedos.

«Lo único que me faltaría», confesó el hombre, «es que tu madre volviera a casa y se encontrase una nota informándola de que te he llevado al servicio de urgencias del hospital de Oxford Hill para que te reimplanten y te cosan un par de dedos».

«Esta idea no volvería precisamente loca a mamá, ¿verdad?», preguntó Jessie.

Su padre le dio un breve abrazo.

«No», reconoció, «pero a mí sí. Lo bastante por los dos».

Le dirigió una sonrisa tan radiante que ella no tuvo más remedio que corresponder con otra.

Usaron primero las cajas reflectoras, cuando se acercó la hora del eclipse: cuatro veintinueve de la tarde, hora diurna del este. El Sol encuadrado en el centro de la de Jessie no era mayor que una chapa de botella, pero brillaba de tal modo que la niña cogió unas gafas de sol de encima de la mesa y se las puso. De acuerdo con su Timex, que marcaba las cuatro y media, el eclipse debería empezar ya.

«Creo que mi reloj adelanta», dijo Jessie nerviosamente. «O eso o a un montón de astrónomos de todo el mundo se les está cayendo la cara de vergüenza».

«Compruébalo otra vez», sonrió Tom.

Cuando volvió a mirar por la caja, vio que el círculo brillante ya no era una circunferencia perfecta; la parte derecha presentaba ahora un cuarto creciente de oscuridad. Un estremecimiento le descendió por la nuca. Tom, que, en vez de mirar la imagen del interior de su caja reflectora, observaba a Jessie, se percató de ello.

«¿Punkin? ¿Te ocurre algo?».

«No, pero… asusta un poco, ¿verdad?».

«Sí», dijo él. La chica le lanzó un vistazo y se sintió profundamente aliviada al comprobar que era sincero. Casi parecía tan impresionado como ella y eso aumentaba su atractivo juvenil. La idea de que les asustasen cosas distintas jamás había entrado en la cabeza de la niña. «¿Quieres sentarte en mis rodillas, Jess?».

«¿Puedo?».

«Faltaría más».

Se subió al regazo de Tom, todavía con la caja reflectora en las manos. Se removió hasta acomodarse contra él y le gustó el tenue olor de su ligeramente sudorosa piel, bronceada por el sol, y el suave perfume de la loción para después del afeitado: Redwood, creía que se llamaba. La falda del vestido playero se le subió muslos arriba (con lo corta que era, no podía ocurrir de otro modo) y Jessie casi ni se dio cuenta cuando su padre le puso la mano en una de sus piernas. Era su padre, después de todo —papá—, no Duane Corson, del puerto deportivo, ni Richie Ashlocke, el chico con el que ella y sus amigas reían y criticaban cuestiones del colegio.

Los minutos fueron transcurriendo lentamente. De vez en cuando, Jessie se retorcía, buscando una posición más cómoda —el halda de Tom parecía aquella tarde extrañamente llena de aristas y ángulos— y en determinado punto debió de dormitar cosa de tres o cuatro minutos. Incluso puede que más, ya que el ramalazo de aire que sopló por el porche y la despertó resultaba sorprendentemente fresco sobre sus brazos sudorosos, y la tarde había cambiado; los colores le habían parecido más vivaces antes de que apoyase la espalda en el hombro de Tom y cerrara los ojos; ahora todo eran pálidos tonos pastel y, por otro lado, la luz se había debilitado. Pensó que era como si el día se hubiese tamizado a través de una estopilla. Miró por la caja reflectora y se quedó sorprendida —casi estupefacta, la verdad— al ver que el Sol se había reducido a la mitad. Al mirar el reloj, comprobó que eran las cinco y nueve minutos.

«¡Está ocurriendo, papá! ¡El Sol desaparece!».

«Sí», corroboró Tom. Su voz era extraña: pausada y meditativa en lo alto, difuminada abajo. «Conforme al horario previsto».

De manera un tanto ambigua, notó que, mientras ella estuvo dormitando, la mano de su padre se había deslizado hacia arriba; había subido bastante pierna arriba, a decir verdad.

«¿Puedo mirar ya a través del cristal ahumado, papá?».

«Aún no», repuso él, y su mano ascendió más por el muslo de Jessie. Estaba caliente y húmeda de sudor, pero no resultaba desagradable. La chica puso la suya encima de la de Tom, se volvió hacia él y sonrió.

«Es excitante, ¿no?».

«Sí», convino su padre, en el mismo tono nebuloso. «Sí, Punkin, lo es. En realidad, bastante más de lo que hubiera imaginado».

Siguió transcurriendo el tiempo. En la caja reflectora, continuaba mordisqueando al Sol, mientras el reloj señalaba las cinco veinticinco y luego las cinco y media. Jessie enfocaba ahora toda su atención sobre la menguante imagen de la caja reflectora, pero una pequeña parte de ella volvió a tener conciencia de lo insólitamente duro que estaba aquella tarde el regazo de Tom. Algo presionaba contra su trasero. No le hacía daño, pero era insistente. A Jessie le parecía el mango de una herramienta: un destornillador o quizás el martillo de tachuelas de su madre.

Jessie se removió una vez más, siempre tratando de encontrar un apoyo más cómodo sobre las piernas de Tom, que dejó escapar una rápida y sibilante bocanada de aire por encima del labio inferior.

«Papá, ¿peso demasiado? ¿Te hago daño?».

«No. Nada de eso».

Jessie lanzó otra ojeada al reloj. Las cinco treinta y cinco; faltaban cuatro minutos para que llegase el eclipse total, acaso un poco más si su reloj adelantaba.

«¿Puedo mirar ya por el cristal ahumado?».

«Todavía no, Punkin. Pero falta muy poco».

Oía la voz de Debbie Reynolds, cuya canción llegaba desde las Edades oscuras, por cortesía de WNCH: «El viejo búho ululante… aúlla a la paloma… Tammy… Tammy… Tammy está enamorado». Por último, la voz quedó sofocada en medio de un pegadizo remolino de violines y la reemplazó la del presentador musical, quien les informó de que en Ciudad Celeste, Estados Unidos de América (así se referían casi siempre los pinchadiscos de North Conway) estaba oscureciendo, pero que en la parte fronteriza de Nueva Hampshire había demasiadas nubes en el cielo para que fuese posible ver el eclipse. El locutor les contó que al otro lado de la calle había un montón de ciudadanos desilusionados, con gafas de sol.

«Nosotros no somos ciudadanos desilusionados, ¿verdad, papá?».

«Ni tanto así», asintió Tom, al tiempo que cambiaba de postura bajo la chica. «Tengo la impresión de que somos las personas más felices del universo, más o menos».

Jessie escudriñó otra vez por la caja reflectora, olvidada de todo, salvo de la diminuta imagen que ahora podía mirar ya sin entornar los párpados bajo las rendijas protectoras, detrás de las tintadas gafas de sol Polaroid. La oscura medialuna de la derecha que anunció la inminencia del eclipse se había convertido en una medialuna llameante de sol por la izquierda. Era tan brillante que casi parecía flotar sobre la superficie de la caja reflectora.

«¡Mira al lago, Jessie!».

Obedeció y, tras los cristales de las gafas de sol, sus ojos se desorbitaron. En su absorta contemplación de la imagen que veía por la caja reflectora se había perdido lo que pasaba a su alrededor. Los tonos pastel eran ahora acuarelas antiguas y descoloridas. Un crepúsculo prematuro, a la vez fascinante y aterrador para una niña de diez años, resbalaba a través del lago Dark Score. En alguna parte de la arboleda, un búho ululó sosegadamente y Jessie notó que un escalofrío surcaba su cuerpo. En la radio, había terminado una Transmisión Aamco y Marvin Gaye empezó a cantar: «Ouu-uuwuuu, escuchad todos, especialmente vosotras, las chicas, ¿ha de quedarse uno solo cuando la chica a la que ama nunca está en casa?».

El búho ululó de nuevo en los bosques, al norte de donde se encontraban. Un sonido espeluznante, se percató Jessie de pronto… un sonido espeluznante de veras. En esa ocasión, al estremecerse, Tom la rodeó con un brazo. Con gesto agradecido, Jessie apoyó la espalda en el pecho de su padre.

«Es horripilante, papá».

«No durará mucho, cielo, y probablemente no volverás a presenciar otro. Procura no asustarte y disfruta del espectáculo».

Jessie miró por la caja reflectora. No había nada allí.

«Mis amigos dicen a veces que la quiero demasiado…».

«Papá. ¿Papá? Ha desaparecido. ¿Puedo…?».

«Sí. Ahora ya todo está bien. Pero cuando te diga que lo dejes, lo dejas. Sin discutir, ¿entendido?».

Lo había entendido, sí. La idea de las quemaduras de retina —quemaduras que al parecer una no notaba que se estaban produciendo hasta que era demasiado tarde— le parecía infinitamente más espeluznante que el ulular del búho en el bosque. Pero no había modo alguno de que ella fuese a echar siquiera un vistazo, ahora que ya estaba allí, que estaba sucediendo. Ningún modo.

«Pero creo», entonaba Marvin con el fervor de los conversos. «Sí, creo… que a una mujer hay que amarla así…».

Tom Mahout le dio uno de los mitones de horno y luego un montoncito de tres cristales ahumados. Respiraba entrecortadamente, y Jessie sintió una súbita compasión por él. Era probable que el eclipse también le hubiese puesto la carne de gallina, pero, naturalmente, era un adulto y tenía que disimularlo. En una barbaridad de sentidos, los adultos eran seres tristes. Pensó en revolverse y consolarle, pero después llegó a la conclusión de que seguramente eso empeoraría las cosas. Le haría sentirse estúpido. Jessie lo comprendía. Lo que más odiaba de todo era sentirse estúpida. Así que, en vez de pretender consolar a Tom, levantó los cristales ahumados, los sostuvo frente a sí y luego, poco a poco, alzó la cabeza, apartó los ojos de la caja reflectora y miró a través de ellos.

«Ahora, chavalas, todas estaréis de acuerdo», entonaba Marvin, «no se supone que sea así… ¡De modo que dejar que os oiga! ¡Dejarme oíros decir SÍ, SÍ!».

Y, al mirar por aquel visor de fabricación casera, Jessie vio…