14

Al cabo de un rato, tras un breve forcejeo para recuperar el conocimiento, tuvo conciencia únicamente de dos cosas: se había desplazado en el cielo hasta entrar por las ventanas occidentales y ella, Jessie, estaba terriblemente asustada… sin que al principio supiera de qué. Luego acudió a su mente: su padre había estado allí, quizá continuara en el cuarto. Cierto que no se le parecía, pero eso era porque su padre llevaba su cara de eclipse.

Jessie bregó para impulsarse hacia la cabecera y se apoyó en los pies con tal fuerza que arrastró la colcha bajo el cuerpo. Sin embargo, no pudo utilizar los brazos con la misma energía. El hormigueo del miedo había actuado con negativa eficacia mientras estuvo inconsciente y ahora no le quedaba más sensibilidad que la que pudieran tener las patas de una silla. Con ojos muy abiertos, plateados por la claridad lunar, observó el rincón contiguo al tocador. Había amainado el viento y por fin, aunque sólo fuera de momento, las sombras se estaban quietas. El rincón estaba vacío. El tétrico visitante se había marchado.

«Tal vez no, Jess… quizá no ha hecho más que cambiar de posición. Puede que se haya escondido debajo de la cama, ¿qué te parece la idea? Si es así, en cualquier momento puede alzar el brazo y apoyar la mano en tus caderas».

El aire se agitó —un hálito apenas—, ni siquiera un soplo y la puerta topó suavemente contra el marco. Eran los únicos sonidos. El perro guardaba silencio y eso, más que cualquier otra cosa, convenció a Jessie de que el extraño se había ido. Tenía otra vez la casa para ella sola.

La mirada de Jessie descendió hacia la enorme mancha oscura del suelo.

«Corrección», pensó. «Ahí está Gerald. No debo olvidarme de él».

Echó hacia atrás la cabeza y cerró los párpados, consciente del latido tenue y uniforme de su garganta, pero sin tener el menor deseo de espabilarse lo bastante como para que ese latido se convirtiese en lo que realmente era: sed. Ignoraba si le iba o no a ser posible pasar de la tenebrosa inconsciencia al sueño normal, pero comprendía que esto último era lo que deseaba; más que ninguna otra cosa —salvo, quizá, que se presentase alguien a rescatarla—, quería dormir.

«No había nadie ahí, Jessie… Lo sabes, ¿verdad?», era, absurdo entre lo absurdo, la voz de Ruth.

Ruth, la de palabra fanfarrona, cuyo lema establecido, copiado de la letra de una canción de Nancy Sinatra, rezaba: «Cualquier día, estas botas te van a pisotear». Ruth, a quien la figura entrevista a la luz de la luna había dejado reducida a un montón de temblorosa jalea.

«Adelante, cielo», instó Ruth. «Diviértete a mi costa todo lo que te plazca, es posible, incluso, que me lo merezca. Pero no te engañes… No había nadie ahí. Tu imaginación te ha obsequiado con un pase de diapositivas, eso es todo. Eso es todo lo que había».

«Te equivocas, Ruth», contestó sosegadamente. «Había alguien, desde luego, y Jessie y yo sabemos quién era. No parecía exactamente papá, pero eso era sólo porque el eclipse le difuminaba la cara. A pesar de todo, la parte importante no era la cara, ni el aspecto de conjunto que presentaba… puede que calzase botas de tacones altos especiales, o que se hubiera puesto alzas en los zapatos. Que yo sepa, hasta cabe la posibilidad de que llevase zancos».

«¡Zancos!», exclamó Ruth, sorprendida. «¡Oh, Dios mío, lo que me faltaba por oír! Ya no tiene la menor importancia el hecho de que el hombre hubiese muerto antes de que el esmoquin del Día de Reagan volviese de la tintorería; Tom Mahout era tan torpe que debía hacerse una póliza de seguro para bajar la escalera. ¿Zancos? Vamos, nena, ¡eso sí que es tomarme el pelo a manos llenas!».

«Esa parte no importa», dijo con cierta obstinación serena. «Era él. Siempre he conocido su olor… ese olor suyo denso, a sangre caliente. No es el olor a ostras ni a monedas. Ni siquiera el de la sangre. Es el olor de…».

Se interrumpió el pensamiento, se quebró y desapareció.

Jessie dormía.