Durante sus veranos en el lago, a principios de los años sesenta, antes de que William pudiese hacer algo más que chapotear donde no cubría, con un par de flotadores color naranja sujetos a la espalda, Maddy y Jessie, siempre buenas amigas pese a la diferencia de edad, a menudo iban a nadar a casa de los Neidermeyer. Los Neidermeyer tenían una plataforma flotante desde la que se podía saltar y fue allí donde Jessie empezó a desarrollar la forma y el estilo que le permitirían primero ganarse un puesto en el equipo de natación del instituto y después formar parte de la selección estatal de 1971. Su segundo mejor recuerdo de las zambullidas desde la tabla de saltos de la plataforma flotante de los Neidermeyer (el primero —entonces y para siempre— era el descenso a través del caluroso aire estival hacia el brillo azul del agua que estaba esperándole) lo constituía la sensación que experimentaba al subir de las profundidades cruzando las superpuestas capas de agua fría y caliente.
Emerger de su inquietante sueño era algo así.
Primero, la negra y rugiente confusión que venía a ser como encontrarse dentro de una nube de tormenta. Fue atravesándola entre sacudidas, tropezones y bandazos, sin tener la más ligera idea de quién era y mucho menos de cuándo y dónde se encontraba. Después, una capa más cálida y tranquila: se había visto atrapada en la pesadilla más pavorosa de toda la historia registrada (al menos de su historia personal), pero sólo había sido una pesadilla y ahora ya estaba concluida. Al acercarse a la superficie, sin embargo, encontró una capa más fría: la idea de que la realidad que le aguardaba era casi tan mala como la pesadilla. Quizá peor.
«¿Qué puede ser?», se preguntó. «¿Qué puede ser peor que lo que acabo de pasar?».
Se negó a pensar en ello. La respuesta estaba a su alcance, pero si se le ocurría, tal vez decidiese olvidarse de todo y bucear para descender de nuevo hacia las profundidades. Al hacerlo, se ahogaría, y aunque morir ahogada no sería el peor modo de quitarse de en medio —no tan malo como estrellarse contra una roca lanzándose a toda velocidad en o lanzarse en paracaídas sobre una red de alta tensión, por ejemplo—, le resultó insoportable la idea de abrir su cuerpo a aquel olor que le recordaba simultáneamente el cobre y las ostras. Jessie, pues, continuó braceando furiosamente hacia arriba, mientras pensaba que ya se preocuparía de la realidad cuando saliese a la superficie.
La última capa que atravesó estaba tan caliente y era tan terrible como sangre recién brotada, sus brazos acabarían seguramente más muertos que tocones. Confió en ser capaz de ordenarles al final que realizasen los movimientos precisos para restablecer la circulación sanguínea.
Jessie jadeó, dio un respingo y abrió los ojos. Ni por asomo sabía cuánto tiempo estuvo dormida y el radio-reloj de encima del tocador, empeñado en su infernal y obsesiva repetición (doce, doce, doce, centelleaba en la oscuridad, como si el tiempo se hubiese detenido a medianoche), no representaba ninguna ayuda. Lo único que sabía con certeza era que la noche había cerrado y que los rayos le llegaban a través de la claraboya en vez de irrumpir por la ventana de la parte este.
Agitaba sus brazos un nervioso bailoteo provocado a base de pinchazos y alfilerazos. Normalmente, aquel desagradable hormiguillo la desagradaba intensamente, pero no en aquel momento; era preferible mil veces al sufrimiento de los calambres musculares, precio que temió iba a tener que pagar cuando se le despertasen las extremidades. Al cabo de unos instantes notó la humedad que se había extendido entre los muslos y las nalgas y comprendió que acababa de desaparecer la precedente necesidad de orinar. Su organismo había solucionado el problema mientras ella dormía.
Cerró los puños y, cautelosamente, se impulsó un poco hacia la cabecera. Dio un respingo ante el dolor de las muñecas y la todavía más profunda tortura que el movimiento le produjo en el dorso de las manos.
«La mayor parte de ese dolor es consecuencia de los esfuerzos para escapar de los grilletes», pensó Jessie. «No puedes echar la culpa a nadie, salvo a ti misma, cariño».
El perro había empezado a ladrar de nuevo. Cada uno de aquellos discordantes aullidos era como una astilla que se hundía en los tímpanos de Jessie. Comprendió que era aquel escándalo lo que la había arrancado del sueño, justo en el instante en que iba a zambullirse en las profundidades de la pesadilla. El punto de origen, la distancia desde la que llegaban los ladridos le informaron de que el perro estaba otra vez fuera de la casa. Se alegró de que hubiera salido del edificio, pero eso también la desconcertó un poco. Tal vez el animal no se sentía a gusto después de haber vivido tanto tiempo al raso. La idea no dejaba de tener cierta lógica… tanta, de todas formas, como cualquier otra circunstancia relacionada con aquella situación.
—Júntalo todo, Jess —se aconsejó con voz solemne y nublada por el sueño, y quizá (sólo quizás), eso era lo que estaba haciendo. El pánico y la irrazonable sensación de vergüenza que había experimentado en el sueño empezaban a desaparecer. El propio sueño parecía marchitarse, como si adoptara esa característica de desecación propia de las fotografías sobreexpuestas. Comprendió que pronto se habría volatilizado por completo. En cuanto una se despierta, los sueños son como capullos de polilla vacíos o como abiertas vainas de algodónenlo, cáscaras muertas en cuyo interior la vida aleteó fugazmente, animada por un furioso pero frágil vendaval de energía. Había ocasiones en que tal amnesia —si de eso se trataba— la dejaba un poso de tristeza. Esta vez, no. En la vida había igualado tan rápida y completamente olvido y misericordia.
«Y no importa», pensó. «Al fin y al cabo, no era más que un sueño. Me refiero a todas esas cabezas asomando desde dentro de otras cabezas. Se supone que los sueños son simbólicos, naturalmente —sí, lo sé— y me figuro que es posible que éste encierre algún simbolismo… tal vez, incluso, algo de verdad. Aunque sólo sea eso, creo que ahora comprendo por qué sacudí a Will cuando me pinchó aquel día. Nora Callighan se emocionaría… lo habría llamado ruptura. Probablemente lo sea. Aunque maldito si sirve para librarme de esta dichosa alhaja carcelera, que, por cierto, es la máxima prioridad. ¿Alguien tiene algo que objetar?».
Ni Ruth ni replicaron; las voces ovni se mantuvieron igualmente silenciosas. La única respuesta, de hecho, llegó del estómago, que lamentaba de modo infernal cuanto había ocurrido, pero que se sintió obligado a emitir un sordo y prolongado rumor de protesta por el hecho de que se hubiese cancelado la cena. Extraño, en cierto modo… pero que seguramente lo sería menos cuando amaneciera el día siguiente. Para entonces, la sed también habría renovado sus exigencias y Jessie no se hizo ilusiones acerca de las posibilidades de acabar con ella, con la sed, que tendrían aquellos dos sorbitos de agua que dejó en reserva.
«Tengo que concentrarme… debo hacerlo. El problema no es la comida, ni tampoco el agua. Eso importa ahora tan poco como el motivo por el que sacudí a Will en la boca en la fiesta de su noveno cumpleaños. El problema es cómo voy a…».
Sus pensamientos se interrumpieron al estallar en su mente algo así como el chasquido de un nudo de la leña reventado por el calor de las llamas de la fogata. Los ojos de Jessie, que vagaban sin rumbo por la tenebrosidad de la alcoba, se quedaron clavados en el rincón más distante, donde las sombras de los pinos, agitadas por el viento, danzaban arrebatadamente bajo la nacarina claridad que se filtraba por la claraboya.
Allí había un hombre.
Sobre Jessie se deslizó un terror infinitamente más inmenso de cuantos había sentido jamás. La vejiga, que sólo había aliviado la parte más intensa de su incomodidad, se vació por completo, derramando una pequeña oleada caliente. Jessie ni siquiera pensó en ello… ni en ninguna otra cosa. El pánico había vaciado momentáneamente su cerebro, de pared a pared y del techo al suelo. Ningún sonido brotó de ella, ni el más leve chirrido; era tan incapaz de producir sonidos como de concebir pensamientos. Los músculos del cuello, de los hombros y de los brazos se transformaron en algo que le pareció simple agua caliente y resbaló hacia abajo, separándose de la cabecera de la cama, hasta que quedó colgando desmayadamente de las esposas. No perdió el conocimiento —ni mucho menos—, pero el vacío mental y la absoluta impotencia física que lo acompañaban eran mucho peor que la pérdida del conocimiento. Cada vez que la capacidad de pensar trataba de volver se veía bloqueada por el muro tenebroso e informe del miedo.
Un hombre. Un hombre en el rincón.
Jessie distinguía las oscuras pupilas clavadas en ella con fija e idiota atención. Veía la blancura de cera de las mejillas estrechas y la frente alta, aunque el diorama de las sombras que continuamente se entretejían sobre el rostro difuminaban las facciones. Observó que el sujeto era caído de hombros y que los colgantes brazos simiescos terminaban en unas manos largas; adivinó la existencia de los pies en algún punto del negro triángulo de sombras que proyectaba el tocador, pero no pasó de ahí.
Ignoraba cuánto tiempo permaneció en aquel horrible semi desmayo, paralizada pero consciente, como un escarabajo cogido en la trampa de la araña. Le pareció que una barbaridad. Los segundos fueron discurriendo lentamente, mientras Jessie se sentía incapaz de cerrar siquiera los ojos, y mucho menos de apartarlos de aquel extraño invitado. El primer ramalazo de terror se disipó ligeramente, pero lo sustituyó otra cosa peor: un conjunto de horror y repugnancia tan irrazonable como atávico. Jessie pensó después que la fuente de aquellos sentimientos —las emociones más poderosamente negativas que había experimentado en toda su existencia, incluidas las que recorrieron su ánimo poco antes, cuando vio al perro vagabundo disponiéndose a cenar a base de Gerald— era la absoluta quietud de aquella criatura. Se había colado allí subrepticiamente, mientras Jessie dormía, y ahora se limitaba a permanecer inmóvil en el rincón, camuflada su presencia por el incesante flujo y reflujo de las sombras sobre su rostro y su cuerpo, fija en Jessie la mirada insólitamente ávida de sus negros ojos, tan grandes y profundos que recordaron a la mujer las cuencas de una calavera.
El visitante sólo estaba allí, en el rincón; simplemente eso y nada más.
Jessie yacía sujeta por las esposas, con los brazos alzados por encima de la cabeza y la sensación de encontrarse en el fondo de un profundo pozo. Fue transcurriendo el tiempo, marcado por el estúpido parpadeo del reloj que proclamaba que eran las doce, las doce, las doce. Por último, pudo hurtar un pensamiento coherente a la parte más recóndita del cerebro, una idea que parecía peligrosa y, a la vez, enormemente reconfortante.
«Ahí no hay nadie, Jessie. El hombre que ves en esa esquina es una combinación de sombras y fantasía… ni más ni menos».
Mediante un enorme esfuerzo, tensando los brazos, echó hacia atrás el cuerpo para sentarse en la cama. El dolor de los sobrecargados hombros le arrancó una mueca de dolor, al tiempo que empujaba con los pies, afirmaba en la colcha los talones de los pies descalzos y respiraba a base de ásperas bocanadas, al ritmo del esfuerzo… Y mientras llevaba a cabo toda aquella maniobra, sus ojos seguían clavados, sin apartarse un segundo, en la espantosamente alargada figura del rincón.
«Es demasiado alto y delgado para ser un hombre real, Jess… te das perfecta cuenta de ello, ¿verdad? No es más que viento, sombras, una pincelada de rayos de luna… y algunos restos de tu pesadilla, supongo. ¿De acuerdo?».
Casi lo estuvo. Empezó a tranquilizarse. Luego, del exterior, llegó otro torrente de aullidos histéricos lanzados al aire por el perro. Y la figura del rincón —la forma que no era más que viento, sombras y una pincelada de rayos de luna—, aquella figura inexistente, ¿no había vuelto ligeramente la cabeza en dirección al punto de donde procedían los ladridos?
—No, seguramente no. Seguramente fue otra artimaña del viento, la oscuridad y las sombras.
Era muy posible; a decir verdad, tenía la certeza poco menos que absoluta de que esa parte —la del giro de la cabeza— había sido una ilusión. ¿Pero y lo demás? La propia figura. No podía convencerse de que era todo imaginación. Desde luego ninguna figura con tal aspecto de hombre podía ser sólo una ilusión… ¿o sí?
Habló de pronto Burlingame, y aunque su voz era temerosa, en el timbre no se apreciaba nada de histeria, al menos de momento; curiosamente, la parte de Ruth que anidaba en Jessie era la que se sentía más horrorizada ante la idea de que no pudiese estar sola en el dormitorio, y era la parte de Ruth la que aún seguía al borde del tartamudeo farfullante.
«Si esa cosa no es real», dijo, «¿por qué, de entrada, se marchó el perro? No creo que se hubiese ido, de no contar con una muy buena razón, ¿verdad?».
Comprendió, a pesar de todo, que tenía encima un susto de muerte y que anhelaba una explicación de la marcha del perro que no incluyese para nada la figura que Jessie veía o creía ver de pie en el rincón. En realidad, le rogaba que dijese que su idea original, que el perro abandonó la casa simplemente porque no se encontraba a gusto en ella, era mucho más probable. O tal vez, pensó, se fue impulsado por el motivo más viejo de todos: había olfateado otro animal vagabundo, una perra en celo. Supuso que cabía incluso la posibilidad de que al chucho le hubiera asustado algo: una rama que chocara contra una ventana del piso de arriba, por ejemplo. Ésta era la que más le gustó, porque sugería una especie de tosca justicia: que al perro también le había asustado un imaginario intruso y que sus ladridos pretendían sembrar el terror en el ánimo del inexistente recién llegado para que se alejara de la cena del paria canino.
«Sí, expón todas esas posibilidades», imploró de súbito, «y aunque no creas ninguna de ellas, convénceme a mí para que las crea».
Pero Jessie tampoco se sentía capaz de hacer tal cosa, y la razón estaba en la esquina del cuarto, junto a la cómoda. Había alguien allí. No se trataba de ninguna alucinación, no era ninguna mezcla de sombras agitadas por el viento y de su propia fantasía, no era ningún resto de su sueño, ningún fantasma vislumbrado fugazmente en la perceptiva tierra de nadie que se extiende entre el dormir y el despertar. Era un («monstruo es un monstruo, un monstruo espectral que ha venido a devorarme») hombre, no un monstruo, sino un hombre, que permanecía inmóvil, de pie allí, y que la contemplaba mientras el viento despedía sus ramalazos, arrancaba crujidos a la casa y hacía que las sombras bailasen sobre aquel rostro extraño y medio vislumbrado.
En esa ocasión, el pensamiento —¡monstruo! ¡Monstruo espectral!— ascendió desde los niveles inferiores del cerebro al estadio más iluminado de la consciencia. Insistió en negarlo, pero notó que el terror volvía, a pesar de todo. La criatura del rincón más distante de la alcoba podía ser un hombre, pero aunque así fuera, Jessie empezó a estar cada vez más segura de que a su rostro le pasaba algo malo. ¡Si pudiese verlo mejor!
«No deberías desearlo», le advirtió una susurrante y ominosa voz ovni.
«Pero tengo que hablarle… tengo que establecer contacto», pensó Jessie, e inmediatamente se contestó a sí misma con una voz nerviosa y regañona que parecía compuesta a partes iguales por las de Ruth y: «No lo consideres “algo”… considéralo “él”. Piensa que se trata de un hombre, alguien que tal vez se extravió en el bosque, una persona que está tan asustada como tú».
Un buen consejo, quizá, pero Jessie se dio cuenta de que no podía pensar en aquella figura del rincón considerándola una persona, como tampoco podía considerar así al perro vagabundo. Como tampoco creía que aquel ser de las sombras se hubiese perdido o estuviera asustado. Lo que se proyectaba desde aquel rincón, Jessie así lo percibía, eran largas y morosas ondas de perversidad.
«¡Esto es una memez! ¡Habla con esa cosa, Jessie! ¡Habla con esa persona!».
Intentó aclararse la garganta y comprobó que no había nada que aclarar… estaba tan seca y tan lisa como un jaboncillo. Sintió los latidos del corazón en el pecho, muy leves, muy rápidos, muy irregulares.
El viento soplaba. Las sombras describían formas en blanco y negro sobre las paredes y el techo, lo que la hacía sentirse como una mujer atrapada en el interior de un caleidoscopio para daltonianos. Durante una fracción de segundo creyó ver una nariz —delgada, larga y blanca— bajo aquellos inmóviles ojos negros.
—¿Quién…?
Al principio sólo consiguió emitir un tenue susurro que apenas hubiera podido oírse a los pies de la cama y mucho menos al otro extremo del dormitorio. Se interrumpió, se humedeció los labios y probó de nuevo. Se percató de que tenía las manos cerradas, apretadas en tensos y doloridos puños, y se obligó a abrirlas y separar los dedos.
—¿Quién es usted?
Tampoco pasaba de ser un susurro, pero le salió un poco mejor que la primera vez.
La figura no respondió, se limitó a continuar allí, con las estrechas, colgantes y blancas manos llegándole hasta las rodillas. Jessie pensó: «¿Rodillas? ¿Rodillas? No es posible. Jess… cuando las manos de una persona le cuelgan a los costados, sólo llegan al nivel de los muslos».
Respondió Ruth, con voz tan apagada y temerosa que Jessie casi no la reconoció. «Las manos de una persona normal, cuando le cuelgan a los costados, sólo llegan al nivel de los muslos, ¿es eso lo que quieres decir? ¿Pero tú crees que una persona normal se colaría sigilosamente durante la noche en la casa del prójimo y luego se quedaría quieta en un rincón, sin hacer otra cosa que mirar, al encontrarse a la señora de dicha casa esposada a las columnas de la cama? ¿Que se limitaría a quedarse quieto allí y nada más?».
Entonces, el intruso movió una pierna… o quizá fue sólo la confusa agitación de las sombras, captada por el cuadrante inferior de la visión de Jessie. La combinación de sombras, viento y rayos de luna confería una terrible ambigüedad a todo el episodio y, de nuevo, Jessie se encontró dudando de la existencia real del visitante. Se le ocurrió la posibilidad de que continuara dormida, de que su sueño de la fiesta de cumpleaños de Will hubiese derivado hacia una nueva y extraña dirección… pero no pudo creerlo de verdad. Estaba despierta, desde luego.
Tanto si la pierna se había movido como si no (o incluso si había una pierna), la mirada de Jessie se vio momentáneamente atraída hacia el suelo. Le pareció ver algún objeto negro sobre el piso, entre los pies de la criatura. Era de todo punto imposible determinar qué podía ser, dado que la sombra del tocador convertía aquella zona en la más oscura de la habitación, pero la mente de Jessie regresó súbitamente al momento de aquella tarde en que se esforzaba en convencer a Gerald de que ella hablaba en serio. Los únicos sonidos eran los del viento, la puerta que batía contra el marco, el perro ladrador, el somorgujo y…
Lo que estaba en el suelo, entre los pies del visitante, era una sierra de cadena.
Jessie tuvo la instantánea y absoluta certeza de ello. El intruso la había utilizado antes, pero no para cortar leña. Lo que cortó fueron personas, y el perro había salido huyendo al olfatear la llegada de aquel demente, que mientras se acercaba por el camino del lago iba balanceando en su mano enguantada la motosierra Stihl chorreante de sangre…
«¡Basta!», gritó en tono rabioso. «¡Deja ahora mismo de pensar imbecilidades y domínate!».
Pero comprobó que no podía dejarlo, porque aquello no era ningún sueño y porque cada vez estaba más convencida de que la figura que permanecía de pie en el rincón, tan silenciosa como el monstruo de Frankenstein antes de que le aplicasen el eléctrico soplo de la vida, era real. Pero aunque lo fuese, no se habría pasado la tarde dándole a la motosierra para convertir seres humanos en chuletas de cerdo. Claro que no… eso no era más que una variación inspirada por el cine de las simples y espantosas consejas de campamento, que tan divertidas parecen cuando la gente está reunida alrededor de la fogata quemando malvavisco con las demás chicas y que tan aterradoras resultan después, cuando una tiembla dentro del saco de dormir y cada vez que oye el chasquido de una rama cree que se le acerca el Hombre de Lakeview, el legendario descerebrado superviviente de la guerra de Corea.
El ser que estaba de pie en el rincón no era el Hombre de Lakeview, y tampoco era un asesino de motosierra. Había algo en el suelo (al menos, Jessie estaba bastante segura de ello) y supuso que podía ser una sierra de cadena, pero también podía ser un maletín… una mochila… el muestrario de un viajante…
«O mi imaginación».
Sí. Incluso aunque en aquel preciso instante lo estaba mirando, fuera lo que fuese, sabía que tampoco era cosa de descartar la posibilidad de la imaginación. Sin embargo, mediante alguna pérfida regla, eso no hacía más que reforzar la idea de que la propia criatura era real, y cada vez resultaba más difícil eliminar la sensación de perversidad que brotaba, serpenteando en el aire, como un constante gruñido en tono bajo, de aquel laberinto de negras sombras y pulverulentos rayos de luna.
«Me odia», pensó Jessie. «Sea lo que fuere, me odia. No cabe duda. ¿Por qué, si no, seguiría inmóvil ahí, sin ayudarme?».
Levantó de nuevo la cabeza hacia aquel semblante medio entrevisto, hacia aquellos ojos que parecían fulgurar con tan febril avidez en las redondas cuencas negras. Se lamentó, llorosa.
—Por favor, ¿hay alguien ahí? —Su voz sonó humilde, ahogada en lágrimas—. Si hay alguien, ¿no querrá ayudarme, por favor? ¿Ve estas esposas? Las llaves están junto a usted, encima del tocador…
Nada. Ningún movimiento. Ninguna respuesta. La cosa siguió allí —bueno, si es que estaba allí— sin hacer otra cosa que observarla desde detrás de su fúnebre máscara de sombras.
—Si no quiere que le diga a nadie que le he visto, no lo diré —insistió Jessie. Le vaciló la voz, se difuminó, bajó de tono, resbaló—. ¡Le garantizo que no diré nada! Y le estaré… tan agradecida.
Continuó mirándola.
Sólo la miró y nada más.
Jessie notó la humedad de las lágrimas que descendían por sus mejillas.
—Usted me da miedo, ¿sabe? —dijo—. ¿No va a decir nada? ¿No puede hablar? Si realmente está ahí, ¿no puede decirme algo?
Una terrible y sutil histeria se apoderó entonces de Jessie, para desaparecer de inmediato, no sin llevarse, firmemente cogida entre las esqueléticas garras, una parte valiosa e insustituible de la mujer. Lloró e imploró a la espeluznante figura inmóvil en el rincón del dormitorio; Jessie permaneció consciente durante toda aquella prueba, pero en algunos momentos se hundió en ese curioso lugar vacío reservado para quienes el terror domina hasta tal punto que llegan al filo del éxtasis. Se oyó a sí misma suplicar a la figura, con voz ronca y lacrimógena, que, por favor, le quitase las esposas, que, por favor, oh, por favor, que la librase de los grilletes, y luego se hundió de nuevo en aquel misterioso lugar del vacío. Supo que los labios seguían moviéndose porque los sentía. También pudo oír los sonidos que brotaban de su boca, pero mientras seguía en aquel lugar de vacío absoluto, tales sonidos no eran palabras, sino torrentes de parloteos sueltos e inconexos. También oía los silbidos del viento y los ladridos del perro, los captaba sin tener plena consciencia de ello, los oía pero sin comprender qué era, todo quedaba perdido en el horror de la forma medio vista, del sobrecogedor visitante, del intruso al que no se había invitado. Le resultaba imposible interrumpir la contemplación de la cabeza deforme y estrecha, las mejillas blancas, los hombros hundidos… pero lo que atraía más y más la atención de los ojos de Jessie eran las manos de la criatura: manos oscilantes, de dedos larguísimos, que se extendían por las piernas hasta llegar mucho más abajo de lo que unas manos normales hubieran debido llegar. Permanecía en aquel lugar al vacío un espacio de tiempo indeterminado (doce, doce, doce, informaba el reloj de la cómoda; tampoco allí ayudaba lo más mínimo) y luego recuperaba momentáneamente el sentido de la realidad, concebía pensamientos en vez de experimentar sólo una inacabable secuencia de imágenes inconexas, empezaba a oír en sus labios palabras bien vocalizadas y no parloteos confusos. Pero había avanzado mientras estaba en aquel espacio al vacío; sus palabras no tenían ahora nada que ver con las esposas o las llaves del tocador. Lo que oía, en cambio, era el agudo, berreante susurro de una mujer que lo único que imploraba era una respuesta… cualquier respuesta.
—¿Qué es usted? —sollozó—. ¿Un hombre? ¿Un demonio? Por Dios santo, ¿qué es usted?
El viento soplaba.
La puerta batía.
Frente a Jessie, el rostro de la figura pareció alterarse… pareció plegarse hacia arriba para formar una mueca. Había algo terriblemente familiar en aquella mueca y Jessie sintió que la esencia de su cordura, que hasta entonces había resistido con notable fortaleza todos los ataques, empezaba finalmente a flaquear.
—¿Papá? —susurró—. ¿Eres tú, papá?
«¡No seas tonta!», chilló, pero Jessie pudo adivinar que incluso aquella voz sustentadora titubeaba ante el camino que conducía a la histeria. «¡No seas boba, Jessie! ¡Tu padre lleva muerto desde mil novecientos ochenta!».
En vez de ayudarle, aquello empeoró las cosas. Y mucho. A Tom Mahout le enterraron en la cripta familiar de Falmouth, a menos de ciento cincuenta kilómetros de allí. El ardiente y aterrado cerebro de Jessie insistía en mostrarle una figura encorvada, de ropas y zapatos destrozados, cubiertos de mantillo verde-azul, que cruzaba furtivamente campos inundados de claridad lunar y corría a través de parcelas descuidadas, entre urbanizaciones suburbanas; vio la gravedad que afectaba los debilitados músculos de los brazos y los iba estirando poco a poco hasta que las manos quedaban balanceándose junto a las rodillas. Era su padre. El hombre que la había hecho feliz llevándola sobre los hombros cuando ella contaba tres años, que la consoló cuando, a la edad de seis primaveras, un payaso de circo la asustó con sus cabriolas hasta hacerla llorar, que todas las noches le contaba cuentos al acostarse hasta que cumplió los ocho años y fue lo bastante mayor, dijo él, para leérselos ella. Su padre, que había improvisado unos filtros la tarde del eclipse y la tuvo sentada en su regazo mientras se aproximaba el momento de la ocultación total del sol; su padre, que había dicho: «No te preocupes por nada… no te preocupes y no vuelvas la cabeza». Pero ella pensó que él sí estaba preocupado, porque su voz había sonado espesa y vacilante, sin parecerse en nada a su voz de costumbre.
En el rincón, la sonrisa, la mueca de aquel ser se ensanchaba y, de pronto, todo el cuarto se impregnó de aquel olor, aquel hedor suave que era medio metálico y medio orgánico; un olor que le recordaba el de las ostras con crema, el de su mano después de haber apretado un puñado de monedas y el del aire inmediatamente antes de que estallase una tormenta.
—¿Eres tú, papá? —preguntó a la figura envuelta en sombras del rincón y desde algún lugar, a lo lejos, llegó el grito del somorgujo.
Jessie notó el discurrir de las lágrimas que descendían despacio por sus mejillas. Y algo extraordinariamente extraño estaba sucediendo en aquellos instantes, algo que ni en mil años hubiera esperado que ocurriese. Mientras aumentaba la certidumbre de que era su padre, de que era Tom Mahout quien estaba de pie en el rincón, hubiese o no hubiese muerto doce años antes, el terror empezó a abandonarla. Había encogido las piernas, pero ahora las volvió a estirar y las separó. Al hacerlo, se repitió un fragmento del sueño «hijita DE papá», palabras trazadas sobre sus senos con lápiz labial marca Peppermint Yum-Yum.
—Está bien, adelante —se dirigió a la forma. Le sonó la voz un tanto ronca, pero firme—. Has venido por eso, ¿no? Pues, venga, adelante. De todas maneras, ¿cómo iba a impedírtelo? Pero prométeme que después me liberarás. Que abrirás las esposas y dejarás que me vaya.
La figura dio la callada por respuesta. Siguió inmóvil allí dentro de su embozo surrealista de luna y sombra, sin dejar de sonreírle. Y mientras los segundos transcurrían (doce, doce, doce, informaba el reloj de encima de la cómoda, como si sugiriese que la idea del paso del tiempo era una ilusión, que el tiempo era realmente algo congelado, algo sólido), Jessie empezó a pensar que había tenido razón al principio, que lo cierto era que allí no había nadie. Comenzó a sentirse como una veleta sometida a los caprichos eólicos de esas ráfagas de viento contradictorio que soplan en una u otra dirección poco antes de una tempestad o de un tornado.
«Tu padre no puede haber regresado de la muerte», dijo Burlingame, con una voz que pretendía ser firme y resultaba lamentable. No obstante, Jessie se percató del esfuerzo. Contra viento y marea, se mantuvo en sus trece e insistió: «Esto no es ninguna película de terror ni ningún episodio de La zona muerta, Jess. Esto es la vida real».
Pero otra parte de ella —quizá la parte donde se albergaban aquellas voces interiores que eran auténticas ovni, no sólo las interferencias que su subconsciente interceptó e introdujo en su cerebro consciente— reiteraba que allí había una verdad más tenebrosa, algo que iba a la zaga de los talones de la lógica como una sombra irracional (y acaso sobrenatural). Esa voz insistía en que las cosas cambiaban en la oscuridad. Las cosas cambiaban especialmente en la oscuridad, dijo, cuando una persona estaba sola. Cuando eso ocurría, se desprendían los cerrojos de la caja de la imaginación y todo —todas las cosas— podía salir volando completamente libre.
«Puede ser tu padre», esa parte fundamentalmente esotérica del susurro fue lo que Jessie reconoció con un escalofrío de pavor cuando la voz de la locura y la de la razón se integraron una en otra. «Puede ser, no lo dudes. A la luz del día la gente está casi siempre a salvo de fantasmas, espíritus y muertos vivientes y, normalmente, también se está a salvo de ellos durante la noche cuando una se encuentra acompañada, pero toda esa seguridad desaparece si una está sola y a oscuras. Hombres y mujeres solos en la oscuridad son como puertas abiertas, Jessie, y si gritan pidiendo ayuda, ¿quién sabe qué cosas horribles pueden acudir a esa llamada? ¿Quién sabe lo que algunos hombres y mujeres han visto en el momento de morir a solas? ¿Tan difícil resulta creer que varios de ellos murieron de miedo, al margen de las palabras que figuren en sus certificados de defunción?».
—No lo creo —dijo Jessie con su voz confusa y vacilante. Habló en voz alta, esforzándose en mostrar una firmeza que no sentía—. ¡No eres mi padre! ¡Creo que no eres nadie! ¡Creo que sólo eres una ilusión formada por el resplandor!
A guisa de respuesta, la figura se dobló hacia adelante, en reverencia burlona, y su cara —una cara que parecía demasiado real para permitir la duda— salió de entre las sombras durante unos segundos. Jessie dejó escapar un ronco chillido cuando los pálidos rayos lunares que se filtraban por la claraboya pusieron una fugaz capa de oropel carnavalesco en aquel rostro. No era su padre; a la vista de la maldad demencial que captó en el rostro del visitante, Jessie hubiera acogido de mil amores a su padre, incluso después de doce años de permanecer en un frío ataúd. Ojos inyectados en sangre, espantosamente fulgurantes, la miraron desde el fondo de unas cuencas profundas, envueltas en arrugas. Los labios se curvaban hacia arriba en una reseca sonrisa que ponía al descubierto unos molares sucios y unos caninos mellados que parecían casi tan largos como los colmillos del perro vagabundo.
Una de las blancas manos levantó del suelo el objeto que Jessie había medio visto y medio intuido en la oscuridad entre los pies del intruso. Al principio pensó que se trataba de la cartera de mano de Gerald, traída del cuartito que usaba allí como estudio, pero cuando la criatura levantó hasta la claridad aquel objeto en forma de estuche, observó que era mucho mayor y mucho más viejo que la cartera de Gerald. Parecía una especie de anticuado maletín de esos que utilizaban los viajantes para llevar el muestrario.
—Por favor —susurró con un hilo de voz lacrimógena—. Quienquiera que sea, no me haga daño, por favor. No me suelte si no quiere, está bien, pero no me haga daño, se lo ruego.
Se amplió la sonrisa y Jessie vislumbró brillos minúsculos en el fondo de la boca… al parecer el visitante tenía allí algunos empastes de oro, lo mismo que Gerald. Entonces, los largos dedos abrieron las cerraduras del estuche
(«estoy soñando, creo, ahora sí que parece que es un sueño, oh, lo es, gracias a Dios»)
y lo abrieron. La caja estaba llena de huesos y joyas. Jessie vio falanges y anillos, dientes y pulseras, cubitos y pendientes; vio un diamante lo bastante grande como para que un rinoceronte se asfixiara, relucientes trapezoides lechosos de luna dentro de las rígidas y delicadas curvas de la caja torácica de un niño. Vio todo aquello y anheló que fuera un sueño, sí, deseó que lo fuese, pero si lo era, no se parecía en nada al sueño que tuvo antes. Era la situación —esposada a las columnas de la cama mientras un maniaco al que sólo veía a medias le enseñaba sus tesoros— lo que parecía de pesadilla. La sensación, sin embargo…
La sensación era de realidad. No había escapatoria. La sensación era de realidad.
La criatura que estaba de pie en el rincón mantenía abierta la caja, sosteniéndola por el fondo con una mano, para que Jessie la inspeccionase. Hundió la otra mano en el estuche y revolvió la maraña de huesos y alhajas, lo que produjo un siniestro rumor de chasquidos y crujidos como el de castañuelas enmohecidas por el polvo. Sus ojos, mientras tanto, no se apartaban de Jessie y las en cierto modo deformes facciones de su rostro se curvaban hacia arriba en gesto regocijado, abierta la boca en silenciosa mueca, y los caídos hombros subían y bajaban a impulsos de unas risitas sofocadas emitidas como resoplidos.
«¡No!», chilló Jessie, pero no pronunció sonido alguno.
De súbito notó que alguien —lo más probable es que fuese y, diablos, siempre había subestimado la fortaleza intestinal de aquella dama— se hacía cargo de los mandos que gobernaban los cortocircuitos de su cabeza, observó que a través de las hendiduras de las cerradas puertas de los armarios donde estaban los paneles salían ensortijadas líneas de humo, comprendió lo que eso significaba y, mediante un último y desesperado esfuerzo cortó la corriente de la maquinaria antes de que los motores se quemasen y los conductos se congelaran.
La sonriente figura del otro extremo del dormitorio hundió más la mano en la caja y tendió a Jessie un puñado de huesos y de oro, que quedaron iluminados por la Luna.
En la cabeza de la mujer se produjo un relampagueo de insoportable fulgor y, a continuación, las luces se apagaron. No se desmayó sin más, como la protagonista de un grandilocuente drama teatral, sino que retrocedió con un brutal respingo, como un asesino condenado a muerte atado a la silla eléctrica que recibiese la primera descarga de voltios. Ello representaba el final del horror y, por el momento, era suficiente. Jessie Burlingame se hundió en la oscuridad sin un solo murmullo de protesta.