Con sumo cuidado, asegurándose de que rebasaba el borde hacia dentro, pero quedando en el mismo filo, dejó otra vez el vaso en el estante. La garganta de Jessie era como un trozo de papel de lija del cinco y parecía infectada de sed. Se sentía igual que aquel otoño, cuando contaba diez años, en que una gripe complicada con bronquitis la tuvo mes y medio sin poder ir al colegio. Durante aquel calvario, solía despertarse por la noche y salía bruscamente de confusas y alborotadas pesadillas que luego no lograba recordar.
(«Sólo que sí puedes recordar, Jessie, que soñabas con el cristal ahumado; con el sol que desaparecía; con el suave y lacrimógeno olor que era como de minerales en el agua de pozo; y con sus manos».)
Y se despertaba empapada de sudor, pero demasiado débil para alargar el brazo y coger la jarra de agua de encima de la mesita de noche. Recordaba estar tendida allí, húmeda y viscosa, oliendo a fiebre por fuera, reseca, agotada y llena de fantasmas por dentro; tendida allí mientras pensaba que su verdadera enfermedad no era la bronquitis, sino la sed. Y ahora, tantos años después, sentía exactamente lo mismo.
Su mente no cesaba de volver al horrible instante en que comprendió que no iba a ser capaz de tender un puente que salvase la insignificante distancia que separaba el vaso de sus labios. Continuó viendo el minúsculo rocío de las burbujas de aire en el hielo a punto de fundirse del todo, siguió percibiendo el aroma de los minerales atrapados en el acuífero que discurría muy por debajo del fondo del lago. Aquellas imágenes la provocaban como un picor entre los omóplatos.
Sin embargo, se obligó a esperar. La parte de ella constituida por dijo que necesitaba concederse un tiempo de respiro, pese a las perturbadoras imágenes y a las punzadas de la garganta. Tenía que aguardar a que el corazón redujera el ritmo de sus latidos, a que los músculos dejasen de temblar, a que las emociones se sosegaran un poco.
Fuera de la casa, los últimos colores se apagaban en el aire; el mundo adquiría un solemne y melancólico tono gris. En el lago, el somorgujo lanzó su grito discordante a través de la media luz del atardecer.
—Cierre usted su pico chillón, señor Somorgujo —dijo Jessie, y soltó una risita entre dientes. Un ruido como de gozne oxidado.
«Está bien, querida», advirtió «Creo que es hora de intentarlo. Antes de que oscurezca. Aunque es mejor que primero te seques las manos».
Las cerró en torno a los postes de la cama y frotó las palmas, subiendo y bajando, hasta que empezaron a arrancar chirridos a la madera. Alzó la diestra y la agitó frente a sus ojos. «Se reían cuando me sentaba ante el piano», pensó Jessie. Luego, cuidadosamente, llevó la mano hasta unos centímetros más allá del punto donde estaba el vaso, al borde del estante. Sus dedos empezaron otra vez a tantear a lo largo de la madera. El grillete tintineó al tropezar con el vaso y Jessie se inmovilizó, con el temor de que pudiera volcarse. En vista de que eso no ocurría, reanudó la exploración.
Casi había llegado a la conclusión de que lo que estaba buscando se había desplazado hasta el extremo del estante —o se había caído al suelo— cuando por fin tocó una esquina de la tarjeta de encarte. La atenazó entre los dedos índice y corazón de la mano derecha y apartó ésta despacio del vaso y del estante. Con el pulgar, Jessie sujetó mejor la tarjeta y la examinó con curiosidad.
Era de color rojo brillante y en la parte superior bailaban unos jaraneros en plan de farra alcohólica. Confetis y serpentinas revoloteaban entre las palabras. Newsweek celebraba la oferta de grandes grandes ahorros, decía la tarjeta, y deseaba que ella participase de la fiesta. Los redactores y colaboradores de Newsweek la mantendrían al corriente de los acontecimientos mundiales, la llevarían entre bastidores con los principales líderes del planeta y le brindarían una visión en profundidad de la vida artística, política y deportiva. Aunque no se atrevía a manifestarlo de modo directo, la tarjeta sugería de manera bastante implícita que Newsweek podía ayudar a Jessie a comprender la lógica del conjunto del cosmos. Y, lo mejor de todo, aquellos adorables lunáticos del departamento de suscripciones de Newsweek, le ofrecían un negocio tan asombroso que a lo mejor a Jessie le estallaba no sólo la cabeza, sino también las vías urinarias: si utilizase ESTA TARJETA para suscribirse a Newsweek durante tres años, recibiría cada número de la revista ¡A MENOS DE SU PRECIO EN EL KIOSKO! Y ¿representaba algún problema la cuestión económica? ¡En absoluto! Se le facturaría más adelante.
«Me gustaría saber si tienen servicio directo de dormitorios para señoras esposadas a la cama», pensó Jessie. «Tal vez desempeñado por George Will, Jane Bryant Quinn o alguno de esos otros veteranos pomposos, que se encargaban de pasarme las páginas… Es que los grilletes hacen que esa tarea me resulte terriblemente difícil, ¿sabe?».
Sin embargo, por debajo del sarcasmo, Jessie sentía una especie de nerviosa maravilla y, al parecer, le resultaba imposible dejar de examinar aquella tarjeta encarnada, con su motivo de «vamos a la fiesta», sus espacios en blanco para que pusiera el nombre y la dirección y sus pequeños cuadrados con las indicaciones de DiCl, MC, Visa y AMEX.
«Me he pasado la vida maldiciendo estas tarjetas —sobre todo cuando he tenido que agacharme para recogerlas del suelo o cuando me he visto a mí misma como una barrendera más—, sin que ni por lo más remoto se me ocurriera sospechar que, algún día, mi cordura e incluso mi vida podía depender de una de ellas».
¿Su vida? ¿Era eso realmente posible? ¿Tenía que reconocer que tan espantosa idea entraba en sus cálculos, después de todo? Jessie se resistía a creer tal cosa. Podía seguir allí toda una señora temporada antes de que alguien la descubriese y, sí, suponía que era posible, aunque poco, que la diferencia entre la vida y la muerte la constituyese un simple trago de agua. La idea era surrealista, pero ya no parecía patentemente ridícula.
«Lo mismo que antes, querida… sin prisa y sin pausa, con calma, se gana la carrera».
Sí… ¿pero a quién se le hubiera ocurrido pensar que la línea de meta resultase estar en tan extraño paisaje?
No obstante, avanzó despacio y con prudencia, y se sintió aliviada al comprobar que manipular la tarjeta no era tan difícil como se temió. Ello se debía en parte a que sus dimensiones eran de diez por quince centímetros —casi el tamaño de dos naipes juntos, uno al lado del otro—, pero principalmente porque tampoco pretendía hacer con ella nada que fuese complicado.
Sostuvo la tarjeta longitudinalmente entre los dedos índice y corazón y utilizó el pulgar para hacer una doblez de dos centímetros y medio a lo largo de la tarjeta. El pliegue ni siquiera era recto, pero Jessie creyó que serviría. Además, nadie iba a presentarse para juzgar su trabajo; la hora de las artes manuales de los jueves por la noche en la primera iglesia metodista de Ealmouth quedaba ahora muy atrás en el tiempo.
Sujetó firmemente entre los dedos la roja tarjeta e hizo otro pliegue de dos centímetros y medio. Necesitó cerca de tres minutos y siete dobleces para llegar al extremo de la tarjeta. Cuando por fin lo consiguió, tuvo entre el índice y el corazón algo que parecía un porro torpemente liado en llamativo papel púrpura.
O, si una estrujaba uno poco la imaginación, una paja.
Jessie se lo puso en la boca e intentó apretar los pliegues con los dientes. Una vez consideró que tenían la suficiente firmeza, reanudó sus tanteos en busca del vaso.
«Con cuidado, Jessie. ¡No lo estropees todo ahora con tu impaciencia!».
«Gracias por el aviso. Y también por la idea. Era estupenda… te lo digo en serio. Ahora, sin embargo, me gustaría que estuvieses calladita un rato, mientras llevo a cabo mi intentona. ¿Vale?».
Cuando la punta de los dedos tocó la lisa superficie del vaso, Jessie los deslizó alrededor del cristal con la misma delicadeza y cautela de una adolescente que mete la mano por primera vez en la bragueta de su novio.
Coger el vaso en la nueva situación en que lo había dejado fue una cuestión relativamente sencilla. Lo desplazó y lo levantó todo lo que le permitieron las esposas. Observó que se había fundido ya el último vestigio de hielo; el tiempo había pasado volando alegremente, a pesar de que ella albergaba la impresión de que se detuvo en seco cuando el perro apareció allí por primera vez. Pero no quería pensar en el perro. A decir verdad, estaba dispuesta a esforzarse al máximo para convencerse de que jamás se había presentado perro alguno en la casa.
«Se te da bien pasar por alto las cosas desagradables, ¿verdad que sí, muñequita linda?».
«Bueno, Ruth… estoy tratando de dominarme a la vez que domino el maldito vaso, por si no te has dado cuenta. Si solucionar unos cuantos rompecabezas me ayuda a hacerlo, no sé qué tiene de malo. Así que calla la boca un ratito, ¿conforme? Concédete un descanso y déjame que siga con mi tarea».
Al parecer, sin embargo, Ruth no tenía la menor intención de concederse ningún descanso.
«¡Calla la boca!», se admiró. «Chica, qué recuerdos me trae eso… es mejor que oír un antiguo disco de los Beach Boys en la radio. Siempre estás con tu “cállate” a vueltas. Jessie… ¿Te acuerdas de aquella noche, en el dormitorio, cuando volviste de la primera sesión de toma de conciencia o terapia de grupo en Neuworth?».
«No quiero acordarme, Ruth».
«Estoy segura de que no, de modo que lo recordaré por las dos, ¿qué te parece el trato? No parabas de decir que fue la chica de las cicatrices en los senos quien te había sacado de quicio, sólo repetías eso y nada más, y cuando intenté recordarte lo que habías dicho en la cocina… acerca de lo que pasó entre tu padre y tú cuando os quedasteis solos en la casa del lago Dark Score, aquel día en que se fue el sol, en 1963, me ordenaste que me callara. Y como no me callaba, intentaste darme una bofetada. Y en vista de que seguía sin querer callarme, cogiste la chaqueta y pasaste la noche en Dios sabe dónde… probablemente en la pequeña y miserable cabaña que Susie Timmel tenía río abajo, aquel chamizo que solíamos llamar el hotel Lesbos de Susie. A finales de la semana, conociste a unas chicas que tenían un piso en el centro y necesitaban otra compañera de apartamento. ¡Zas!, así de rápido… pero, claro, tú siempre te has movido a toda velocidad, en cuanto tomas la decisión, Jessie. Te lo concedo. Y, como dije antes, siempre se te ha dado de maravilla decir a la gente que se calle».
«Ca…».
«¡Vaya! ¿Qué te parece?».
«¡Déjame en paz!».
«También estoy familiarizada con esa expresión. ¿Sabes qué es lo que más me dolió, Jessie? No fue la cuestión de la confianza… incluso entonces sabía que no era nada personal, que te dabas cuenta de que, respecto a la historia de lo sucedió aquel día, no podías confiar en nadie, ni siquiera en ti misma. Lo que me dolió fue saber lo cerca que estuviste de contarlo todo allí, en la cocina de la casa parroquial de Neuworth. Estábamos sentadas con la espalda contra la puerta, con tu brazo sobre mis hombros y el mío sobre los tuyos, y empezaste a hablar. Dijiste: “De ninguna manera hubiese podido contarlo, habría ocasionado la muerte a mamá e, incluso aunque no hubiera sido así, ella le habría abandonado y yo le quería. Todos le queríamos, todos le necesitábamos, me hubieran echado la culpa a mí y él no habría movido un dedo, la verdad es que no.” Te pregunté que quién no habría movido un dedo y la respuesta te salió tan rápida como si llevases nueve años esperando a que alguien te soltase la pregunta. “Mi padre”, dijiste. “Estábamos en el lago Dark Score el día en que el sol desapareció.” Me lo hubieras contado todo —me consta que lo hubieras hecho—, pero entonces entró aquella imbécil y preguntó: “¿Se encuentra bien la chica?”. Como si en aquel momento tuvieses cara de encontrarte, ¿entiendes lo que quiero decir? Jesús, a veces me resulta imposible creer lo idiotas que pueden llegar a ser algunas personas. Deberían promulgar una ley que nos obligase a todos a obtener una licencia o un permiso académico antes de que se nos autorizara a hablar. Hasta haber superado el examen de capacitación oral, uno tendría que permanecer mudo. Eso resolvería un montón de problemas. Pero las cosas no funcionan así y en cuanto llegó la respuesta de Hart Hall a Florence Nightingale te callaste como un muerto. No hubo manera de que volvieses a abrirme tu corazoncito, aunque bien sabe Dios que lo intenté».
«¡Debiste dejarme en paz!», replicó Jessie. El vaso de agua empezó a agitarse en su mano y la improvisada paja púrpura temblaba en sus labios. «¡Debiste dejar de entrometerte! ¡No era asunto tuyo!».
«A veces, las amigas pueden aliviar tus preocupaciones, Jessie», manifestó la voz interior, tan saturada de amabilidad que Jessie tuvo que guardar silencio. «Medité en ello, ¿sabes? Imaginé de qué hablabas y reflexioné en el asunto. No recordaba en absoluto que hubiese habido un eclipse a principios de los sesenta, pero, claro, por aquel entonces me encontraba en Florida, mucho más interesada en el buceo y en el bañador de Delray —me había colado por él de un modo increíble— que en los fenómenos astronómicos. Supongo que lo que quería era asegurarme de que todo el asunto no era una especie de fantasía demencial o algo por el estilo… facilitada tal vez por aquella moza de las horribles quemaduras en el tetamen. Pero no era ninguna fantasía. Hubo un eclipse total de Sol en Maine, y sin duda tu casa de verano del lago Dark Score estaba en medio de la zona desde la que se pudo ver al completo. En julio de 1963. Sólo una niña y su papá, que contemplaban el eclipse. No me contaste lo que te hizo el bueno de tu padre, pero yo sabía dos cosas, Jessie: que era tu padre, una mala persona, y que tú tenías diez años, ibas camino de los once y, por lo tanto, estabas en la frontera de la pubertad… y eso empeoraba las cosas».
«Basta, Ruth, por favor. No podías haber elegido un momento más inoportuno para sacar a relucir esa vieja…».
Pero Ruth no estaba dispuesta a dejarlo, la que había sido compañera de cuarto de Jessie siempre fue una chica firmemente decidida a decir lo que tenía que decir —hasta la última palabra— y que era ahora compañera de cerebro de Jessie no parecía haber cambiado lo más mínimo respecto a aquélla.
«Luego me enteré de que vivías fuera del campus con tres pimpollos del club femenino de estudiantes, princesas de vestiditos línea trapecio y blusas marineras, cada una de las cuales debía de ser propietaria de su correspondiente juego de pantalones cortos interiores con la inicial de los días de la semana cosida en la pernera. Creo que tomaste por entonces la consciente determinación de iniciar los entrenamientos para ingresar en el equipo olímpico de limpieza del polvo y encerado de suelos. Te defraudaste a ti misma aquella noche en la casa rectoral de Neuworth, defraudaste a las lágrimas, al dolor y a la rabia, y me defraudaste a mí. Ah, claro, nos vimos alguna que otra vez durante cierto tiempo —compartimos en Pat’s una pizza y una jarra de Molson’s—, pero lo cierto es que nuestra amistad se había ido al traste, ¿verdad? Cuando llegó la hora de elegir entre mi persona y lo que sucedió en julio de mil novecientos sesenta y tres, optaste por el eclipse».
Se acentuó el temblor del vaso de agua.
—¿Por qué ahora, Ruth? —preguntó Jessie, sin darse cuenta de que pronunciaba las palabras en voz alta, mientras aumentaba la penumbra en la habitación.
«¿Por qué ahora? Eso es lo que me gustaría saber… dando por sentado que en esta encarnación eres realmente parte de mí, ¿por qué ahora? ¿Por qué precisamente en este momento, cuando menos puedo permitirme la distracción y el desasosiego?».
La respuesta más evidente a esa pregunta era también la menos deseable: porque había un enemigo dentro, un mal bicho amargado al que le parecía magnífico que Jessie se encontrase en aquella situación: esposada, dolorida, sedienta, asustada y sintiéndose desdichada. Un ser resentido que no quería que aquella triste condición de Jessie se aliviara. Una zorra perversa capaz de rebajarse y recurrir a cualquier sucia jugarreta para que ese alivio no se produjera.
«El eclipse total del Sol sólo duró aquel día cosa de un minuto, Jessie… salvo en tu cerebro. Ahí todavía sigue desarrollándose, ¿verdad?».
Jessie cerró los ojos y concentró todo su pensamiento y toda su voluntad en la misión de sostener con firmeza el vaso. Contestó mentalmente a la voz de Ruth, sin timidez, como si realmente hablase a otra persona en vez de a una parte de su cerebro que de pronto había decidido que aquél era el instante oportuno para trabajarla, como lo hubiera expresado Nora Callighan.
«Déjame en paz, Ruth. Si cuando me las haya entendido con ese trago de agua que voy a intentar beberme continúas deseando tratar este asunto, de acuerdo. Pero, de momento, haz el favor de…».
—… cerrar tu jodido pico —concluyó en un susurro.
«Sí», replicó Ruth automáticamente. «Ya sé que dentro de ti hay algo o alguien que trata de echar tierra sobre las palabras, y sé que a veces utiliza mi voz. Es un gran ventrílocuo, de eso no hay duda, pero no soy yo. Yo te quería entonces, y te sigo queriendo ahora. Por eso me esforcé durante tanto tiempo en mantenerme en contacto contigo… porque te apreciaba mucho. Y, supongo, porque las zorras de campanillas como nosotras han de permanecer unidas».
Jessie esbozó una débil sonrisa, o intentó hacerlo, alrededor de la paja improvisada.
«Ahora, manos a la obra, Jessie. Con los cinco sentidos».
Jessie aguardó unos segundos, pero no hubo nada más. Ruth se había retirado, al menos de momento. Jessie abrió de nuevo los ojos y luego, despacio, inclinó la cabeza hacia adelante, con la enrollada tarjeta sobresaliendo entre sus labios como la boquilla de Franklin Delano Roosevelt.
«Dios mío, por favor, te lo suplico… permite que funcione».
La paja improvisada se deslizó en el agua, Jessie cerró los párpados y sorbió. Pasaron unos instantes sin que sucediese nada, y un conato de pura desesperación brotó en su mente. Después, por fin, el agua llenó su boca, fresca y dulce, y allí, Jessie experimentó una especie de éxtasis. Hubiera estallado en sollozos de gratitud de no tener los labios tan intensamente fruncidos en torno al extremo de la enrollada tarjeta de suscripción; dado aquel fruncimiento de la boca, lo único que pudo expresar fue un quejido nebuloso a través de la nariz.
Tragó el agua, que le acarició la garganta como un baño de raso, y se dispuso a aspirar otro sorbo. Lo hizo con tal ardor y tan despreocupadamente como un ternero que se aplicase a la ubre de su madre. La improvisada paja distaba mucho de ser un conducto perfecto, el líquido discurría por él de modo irregular, por lo que llegaba a la boca de Jessie a base de cortas bocanadas e hilillos intermitentes, en vez de hacerlo con uniforme continuidad. Además, la mayor parte de lo que aspiraba se perdía al rezumar por las juntas imperfectas y los pliegues desiguales. Hasta cierto punto, tenía consciencia de ello, llegaba a sus oídos el repiqueteo que producía la filtración al caer como gotas de lluvia sobre la colcha, pero su agradecido cerebro aún creía fervientemente que la paja era uno de los inventos más importantes creados por la imaginación femenina y que, en aquel momento, el apogeo de su vida lo constituía el agua que estaba bebiendo del vaso de su difunto marido.
«No te la bebas toda, Jess… deja un poco para luego».
Ignoraba cuál de sus compañeras fantasmas había hablado, y tampoco le importaba. Era un consejo estupendo, pero cualquier muchacho de dieciocho años, medio loco de deseo tras seis meses de exaltados magreos con su chica, hubiera dicho también que no importaba, si la joven accedía por fin; aunque le advirtieran que, si no tenía goma, debía esperar. A veces, Jessie lo estaba descubriendo, era imposible aceptar los consejos de la cabeza, por buenos que fuesen. A veces, el cuerpo se limita a levantarse y apartar de un manotazo todos los buenos consejos. También estaba descubriendo otra cosa: ceder ante aquellas sencillas necesidades físicas podía representar un alivio indecible.
Jessie continuó sorbiendo por la tarjeta enrollada. Inclinó el vaso para mantener la superficie del agua cerca del borde y que la punta del ya pastoso y deformado tubo rojo que formaba la tarjeta alcanzase el líquido. En alguna parte de su cerebro había entrado la comprensión de que la cartulina estaba empapada y perdía más que nunca, de que era una locura no dejar de sorber momentáneamente y esperar a que la tarjeta se secara, pero continuó bebiendo.
Cuando por fin dejó de aspirar fue porque se dio cuenta de que a su boca sólo llegaba aire, cosa que llevaba ocurriendo varios segundos. Aún quedaba agua en el vaso de Gerald, pero la punta de la tosca paja ya no la tocaba. En el cobertor, debajo del tubo de cartulina, había una oscura mancha de humedad.
«Podría beberme lo que queda, a pesar de todo. Podría. Es cuestión de retorcer la mano en esa nada natural dirección de retroceso, como hice al principio, la primera vez que necesité coger el vaso. Creo que puedo alargar el cuello un poco más para absorber esos pocos sorbos de agua que quedan ¿Creo que puedo? ¡Sé que puedo!».
Lo sabía y más adelante iba a comprobarlo, pero, de momento, los ejecutivos de la planta superior —la que contaba con todas las buenas panorámicas— habían vuelto a arrebatar el control de la situación a los jornaleros y a los enlaces sindicales que manejaban las máquinas; la sedición estaba sofocada. La sed de Jessie no se había aplacado del todo, ni mucho menos, pero las punzadas de la garganta dejaron de producirse y se sentía mucho mejor… tanto mental como físicamente. Sus pensamientos habían ganado en agudeza y su perspectiva era marginalmente más clara.
Comprendió que se alegraba de que en el vaso quedase un poco de agua. Dos sorbos a través de un tubo de cartulina empapado puede que no representaran la diferencia entre permanecer esposada a las columnas de la cama y encontrar el modo de escabullirse por sí misma y salir de aquel brete —y mucho menos la diferencia entre la vida y la muerte—, pero concentrarse en aquel par de sorbos mantendría entretenida su imaginación cuando reapareciesen, si lo hacían, las malsanas y morbosas tretas mentales. Después de todo, se acercaba la noche, su marido yacía muerto en el suelo, junto a ella, y todo indicaba que tendría que seguir acampada allí.
No era un cuadro muy bonito, sobre todo si al mismo se añadía el hambriento perro vagabundo que vivaqueaba con ella, pero Jessie notó que, con todo y con eso, el sueño volvía a asaltarla. Se esforzó en idear razones para combatir aquella creciente modorra, pero no logró que se le ocurriera ninguna efectiva. Ni siquiera el temor de despertarse con los brazos entumecidos hasta el codo le pareció un argumento digno de tenerse en cuenta. Lo único que tendría que hacer entonces sería removerlos hasta que la sangre volviese a circular. No sería agradable, pero Jessie tampoco dudaba de su capacidad para hacerlo.
«También es posible que se te ocurra alguna idea mientras estás dormida», dijo Burlingame. «En los libros siempre pasa eso».
—Quizá se te ocurra a ti —repuso Jessie—. Al fin y al cabo, hasta ahora, la mejor idea la has tenido tú.
Se tendió en la cama y, con los omoplatos, fue desplazando la almohada hacia arriba, empujándola todo lo que pudo contra la cabecera de la cama. Los hombros le dolían, los brazos (en especial el izquierdo) eran una sucesión de punzadas y los músculos del estómago todavía vibraban como consecuencia del tenso esfuerzo que representó erguir el tronco y mantenerlo adelantado mientras bebía a través de la paja hecha con la tarjeta… pero Jessie se sentía extrañamente contenta. En paz consigo misma.
«¿Contenta? ¿Cómo puedes sentirte contenta? Después de todo, tu marido está muerto, y tú tuviste parte en eso, Jessie. Supongamos que te encuentran. Supongamos que te rescatan. ¿Has imaginado lo que pensará de esta situación quienquiera que te encuentre? ¿Qué supones que va a opinar de esto, tal como se presentan las cosas, el agente Plantación de Té? ¿Cuánto tiempo crees que tardará en decidirse a avisar a la policía del Estado? ¿Treinta segundos? ¿Cuarenta, tal vez? Claro que en esta comarca son lentos de reflejos, ¿no…? Puede que necesite pensárselo dos minutos completos».
No podía argumentar nada en contra. Era verdad.
«Entonces, ¿cómo puedes sentirte contenta, Jessie? ¿Cómo es posible que te sientas contenta con todo lo que tienes suspendido sobre tu cabeza?».
Lo ignoraba, pero se sentía contenta. Su sensación de tranquilidad era tan profundamente estupenda como un lecho de plumas en una noche de marzo sacudida por el vendaval y la tormenta de aguanieve que ruge desde el noroeste, y tan cálida como el edredón, también de plumas, que añade comodidad a la cama. Sospechaba que causa de la mayor parte de esos sentimientos era puramente física: si una tenía bastante sed, podía, al parecer, embriagarse con medio vaso de agua.
Pero también existía un lado mental. Diez años antes renunció de muy mala gana a su empleo de profesora suplente, cediendo a la presión de la insistente (quizás «implacable» fuese el verdadero término que buscaba) lógica de Gerald. Por entonces, él casi ganaba cien mil dólares anuales; comparados con ellos, los cinco, seis o siete grandes de Jessie parecían una miseria. A decir verdad, resultaban más bien un fastidio cuando llegaba el momento de presentar la declaración de renta, los inspectores de Hacienda se llevaban la mayor parte de esos ingresos y encima seguían husmeando los recibos y demás documentos económicos, mientras se preguntaban dónde estaría el resto.
Al quejarse Jessie de aquel comportamiento receloso, Gerald la miró con una mezcla de cariño e irritación. No era del todo aquella cara de «¿Por qué las mujeres tenéis que ser siempre tan bobas?» —la que tardó otros cinco o seis años en mostrar con regularidad—, pero se le parecía mucho.
«Ven lo que gano yo», le explicó, «ven dos grandes automóviles alemanes en el garaje, miran las fotografías de la casa del lago, y luego observan tus impresos de declaración tributaria y ven que trabajas por cuatro perras, por lo que a ellos les parece calderilla. Se les hace muy cuesta arriba creerlo —se temen que hagas trampas, que se trate de una tapadera defraudadora—, de modo que aguzan su olfato y buscan algo que pueda confirmar sus sospechas. No te conocen como te conozco yo, eso es todo».
No fue capaz de explicarle a Gerald lo que significaba para ella aquel contrato de profesora suplente… o quizá se trató de que él no quiso escucharla. De cualquier modo, daba lo mismo: enseñar, incluso a tiempo parcial, la colmaba en un sentido importante, pero Gerald no podía entenderlo. Como tampoco había entendido el hecho de que aquella suplencia tendía un puente con la vida que Jessie llevaba antes de conocer a Gerald en aquella fiesta del partido republicano, cuando era profesora de inglés, jornada completa, en el instituto de Waterville, una mujer que trabajaba para ganarse la vida, a la que apreciaban y respetaban los compañeros y que no tenía que agradecer nada a nadie. No fue capaz de explicarle a Gerald (o él no tuvo la voluntad de escucharla) que dejar la enseñanza —incluso sobre la base de tiempo parcial o a destajo de aquella última etapa— la hizo sentirse triste, perdida e inútil.
Aquella sensación de ir a la deriva —ocasionada probablemente tanto por su imposibilidad de quedar embarazada como por su decisión de devolver el contrato sin firmar— abandonó la superficie de su cerebro al cabo de un año o cosa así, pero nunca desapareció por completo de las zonas más profundas de su corazón. A veces se consideraba una especie de cliché: joven profesora se une en matrimonio con prometedor abogado cuyo nombre está cada vez más alto en la puerta, a la tierna edad (profesionalmente hablando) de treinta años. Dicha joven (bueno, relativamente joven) señora entra en su día en el vestíbulo de ese sibilino palacio conocido como la edad mediana, mira a su alrededor y descubre, de pronto, que está completamente sola: sin empleo, sin hijos, con un marido que se concentra casi exclusivamente (una no querría decir que se obsesiona, lo que acaso fuese más acertado, pero que también hubiera sido cruel) en ascender por la fabulosa escalera del éxito.
Esa dama, que se encuentra súbitamente con que los cuarenta están a la vuelta de la siguiente curva del camino, es exactamente la clase de mujer destinada con toda probabilidad a caer en la trampa de las drogas, del amor o de otro hombre. Un hombre más joven que ella, por regla general. Nada de eso le ha sucedido a esta joven (bueno… anteriormente joven) señora, pero Jessie aún disponía de una espantosa cantidad de tiempo: tiempo para dedicarlo a la jardinería, tiempo para ir de paseo, tiempo para tomar clases (la pintura, la escultura, la poesía… y también podía vivir una aventura con el hombre que le enseñase poesía, si deseaba vivirla, y casi lo deseaba). Había tenido tiempo también para llevar a cabo algún trabajito, y así fue como conoció a Nora. Sin embargo, ninguna de esas cosas dejó en ella ninguna sensación parecida a la que experimentaba ahora, la de que el cansancio y los dolores eran medallas al valor y la somnolencia sólo la bien merecida recompensa… la versión para damas esposadas de La hora de Miller, diría una.
«Eh, Jess… la forma en que conseguiste el agua fue algo estupendo de veras».
Otra voz extraterrestre, pero en esa ocasión a Jessie no le importó. Con tal de que Ruth estuviera un rato sin aparecer… Ruth era interesante, pero también agotadora.
«No sabes la barbaridad de gente que jamás habría alcanzado siquiera el vaso», continuó la admiradora extraterrestre. «Y utilizar esa tarjeta doblada como paja… eso ha sido un golpe maestro. De modo que, adelante, continúa sintiéndote contenta. Se te concede. Y también tienes derecho a descabezar un sueñecito».
«Pero el perro…», articuló dubitativamente la Bendita.
«Ese perro no va a ocasionarte la más condenadamente mínima molestia… y sabes muy bien por qué».
Sí. La razón por la que el perro no iba a molestarla en absoluto yacía en el suelo de la habitación, junto a la cama. Gerald no era ya más que una sombra entre las sombras, cosa por la que Jessie se sintió agradecida. Fuera, el viento volvía a soplar. Su siseo entre los pinos era reconfortante, adormecedor. Jessie cerró los ojos.
«¡Cuidado con lo que sueñas!», advirtió con voz impregnada de repentina alarma, aunque sonaba distante y no terriblemente conminatoria. Pero insistió en su aviso: «¡Cuidado con lo que sueñas, Jessie! ¡Hablo en serio!».
Sí, claro que hablaba en serio, era la seriedad personificada, siempre, lo que significaba que, a menudo, también era cargante.
«Sueñe lo que sueñe», pensó Jessie, «no será que tengo sed. En los últimos diez años no he obtenido muchas victorias claras —principalmente, lo que he hecho ha sido enzarzarme en una serie ininterrumpida de sombrías escaramuzas—, pero conseguir ese vaso de agua ha sido un triunfo diáfano. ¿O no?».
«Sí», convino la voz extraterrestre. Era vagamente masculina y Jessie se sorprendió a sí misma preguntándose, un tanto adormiladamente, si no sería la voz de su hermano, Will… Will, de niño, allá por los sesenta. «Apuesta a que sí. Era algo estupendo».
Cinco minutos después, Jessie estaba profundamente dormida, con los brazos hacia arriba, extendidos para formar una V, sujetas las muñecas esposadas a los postes de la cama, aunque sin tensión, y la cabeza inclinada sobre el hombro derecho (la postura menos penosa), mientras le brotaban de la boca despaciosos y prolongados ronquidos. En algún momento —mucho después de que cayese la oscuridad y la blanca corteza de niebla se elevara por el este—, el perro volvió a aparecer en el umbral de la alcoba.
Al igual que Jessie, estaba mucho más tranquilo, una vez satisfecha su necesidad más perentoria y acallado en cierta medida el clamor de su estómago. Contempló absorto a la mujer durante largo rato, erecta la oreja buena y alzado el hocico, en tanto trataba de determinar si el amo hembra estaba dormido o sólo lo fingía. Decidió basándose en el olfato —el sudor que ya se secaba, la ausencia del crepitante hedor a ozono de la adrenalina— que estaba dormida. Esta vez no habría patadas ni gritos… siempre y cuando actuara con cautela y no la despertase.
El perro anduvo silenciosamente hacia la carne amontonada en mitad del suelo. Aunque había disminuido el hambre del animal, la carne despedía ahora un olor más apetitoso. Ello era porque con su merienda inicial recorrió un largo camino hacia la ruptura de un innato y ancestral tabú relativo a aquella clase de carne, aunque el perro ignoraba todo eso y, de haberlo sabido, tampoco hubiera hecho caso.
Agachó la cabeza, empezó por olfatear con toda la delicadeza de un gastrónomo el ya seductor aroma del difunto abogado y luego cerró los dientes con suavidad sobre el labio inferior de Gerald. Tiró, despacio, y el trozo de carne fue alargándose paulatinamente. El rostro de Gerald se contrajo como si esbozara un monstruoso puchero. Finalmente, el labio se desgarró y los dientes inferiores quedaron al descubierto, en una enorme sonrisa muerta. El perro engulló de golpe aquella pequeña exquisitez y luego se lamió el hocico. Meneó de nuevo el rabo, esa vez con lentitud y satisfacción. Dos puntitos de luz bailaban en las alturas del techo; los rayos de sol se reflejaban en los empastes que rellenaban dos molares inferiores de Gerald. Le habían hecho aquellos empastes sólo quince días atrás y aún estaban nuevecitos y brillantes como monedas de veinticinco centavos recién acuñadas.
El perro se relamió por segunda vez, fija la afectuosa mirada en el cadáver de Gerald. A continuación alargó el cuello, casi exactamente igual que Jessie cuando estiró el suyo para introducir la paja en el vaso de agua. El animal husmeó el rostro de Gerald, pero no sólo lo husmeó; permitió también que su nariz disfrutase allí de una fiesta olfativa, primero con una muestra del tenue olor a producto abrillantador del suelo que despedía el cerumen desde las profundidades de la oreja izquierda del amo muerto, después con la mezcla de emanaciones de sudor y Prell que brotaban en el nacimiento del pelo, y luego con el fuerte y fascinantemente amargo tufo de la sangre coagulada en la coronilla de Gerald. Se demoró largamente sobre la nariz del cadáver, donde, con su arañado, sucio pero, ah, sensible hocico, efectuó una minuciosa investigación en aquellos canales desprovistos ahora de corrientes y mareas. Reapareció el sibaritismo gastronómico, la sensación de que el perro elegía entre muchos tesoros.
Por fin, clavó a fondo sus afilados dientes en la mejilla izquierda de Gerald, los de arriba se unieron a los de abajo y empezó a tirar.
Encima de la cama, Jessie empezó a mover frenéticamente los ojos, detrás de los párpados, y emitió un agudo lamento: un gemido agudo y ondulante, lleno de terror y de reconocimiento.
El perro alzó la cabeza automáticamente y su cuerpo se encogió en instintivo gesto de temerosa culpabilidad. No le duró mucho; ya había empezado a considerar aquella pila de carne como algo que no le estaba estrictamente prohibido, abordable sólo cuando le impulsaran los agobios del hambre y la inminente inanición, pero que constituía su despensa particular, por la que estaba dispuesto a luchar —y acaso a morir— si se la disputaban. Por otra parte, no se trataba más que de un amo hembra que hacía ruido, y el perro tenía la absoluta certeza de que tal ama hembra era inofensiva.
Volvió a agachar la cabeza, mordió una vez más la mejilla de Gerald Burlingame, dio un tirón hacia atrás y agitó simultáneamente la cabeza a derecha e izquierda. Se soltó una larga cinta de carne del carrillo del cadáver, con un ruido semejante al de un trozo de esparadrapo que se arranca bruscamente del rollo. Gerald no tenía ya en el rostro aquella sonrisa feroz y depredadora del hombre que acaba de ligar una escalera real en una partida de póquer de apuestas altas.
Jessie volvió a gemir. Siguió al lamento un rosario de palabras guturales, ininteligibles, pronunciadas entre sueños. El perro levantó de nuevo la cabeza para mirarla. Estaba seguro de que el amo hembra no podía saltar de la cama y molestarle, pero, con todo, aquellos sonidos le inquietaban. El viejo tabú, disipado en parte, no había desaparecido del todo.
Además, el hambre estaba saciada; lo que hacía ahora no era comer, sino tomarse un piscolabis. Dio media vuelta y salió trotando de la alcoba. La mayor parte de la mejilla izquierda de Gerald le colgaba de la boca como el cuero cabelludo de un niño.