«Esto no va a ocurrir», se dijo Jessie. «No es posible que suceda, así que, tranquila».
Se repitió eso mismo una y otra vez, hasta que el lado izquierdo de la cama le impidió ver la mitad superior del cuerpo del perro extraviado. La cola se agitó con más energía que nunca y se produjo un sonido que Jessie reconoció en seguida: el de un perro que bebe en un estanque en un día de verano. Salvo que no era exactamente igual. Éste era más áspero, en cierto modo, no era del todo el típico chapoteo de una lengua que da lametazos al agua. Jessie contempló fijamente los rápidos movimientos de la cola y vio repentinamente con la imaginación lo que el ángulo de la cama evitaba que vieran los ojos. Aquel perro vagabundo, con su piel moteada de lampazos y sus ojos cansinos y desconfiados estaba lamiendo la sangre de la clareada cabellera de su esposo.
—¡NO! —Jessie levantó las posaderas y giró las piernas para sacarlas de la cama—. ¡APÁRTATE DE ÉL! ¡FUERA DE AHÍ!
Agitó los pies y uno de los talones rozó las protuberancias de la columna vertebral del perro.
El animal retrocedió instantáneamente y levantó el hocico, tan abiertos los ojos que pudieron verse en ellos los delicados círculos blancos. Al separar las mandíbulas, la declinante luz de la tarde cayó sobre unas hebras de saliva, como de tela de araña, que iban de los incisivos superiores a los inferiores y parecían hilos de oro. Adelantó repentinamente la cabeza hacia el pie desnudo de Jessie. La mujer lo retiró, al tiempo que soltaba un grito y sentía en la piel la humedad cálida del aliento del perro. Pero salvó los dedos. Dobló de nuevo las piernas por debajo del cuerpo sin darse cuenta de que lo hacía, sin oír los gritos de protesta que emitían los músculos de los agotados hombros, sin percatarse de que las articulaciones de sus huesos se plegaban de mala gana.
El perro la miró durante un momento más, sin dejar de gruñir, ni de amenazarla con los ojos. Aquellos ojos decían: «Hagamos un trato, señora. Usted a lo suyo y yo a lo mío. Ése es el trato. ¿Le parece bien? Vale más que sea así, porque si se interpone en mi camino, voy a joderla de verdad. Además, está muerto… usted lo sabe igual que yo, y ¿por qué va a despilfarrarse, cuando tengo tanta hambre? Usted haría lo mismo. Dudo de que en este momento lo comprenda usted, pero creo que es posible que llegue a enfocar el asunto de forma que lo vea tal como lo veo yo, y eso ocurrirá antes de lo que cree».
—¡FUERA DE AHÍ! —vociferó Jessie.
Se había sentado sobre los talones, con los brazos en cruz, extendidos a ambos lados, y parecía más que nunca Fay Wray en el altar de sacrificios de la selva. Su apostura —la cabeza erguida, los senos proyectados hacia adelante, los hombros tan retraídos que en los puntos más distantes la piel aparecía blanca a causa de la tensión y —en la base del cuello se formaban profundos y sombríos huecos triangulares— era la de una modelo tipo alta tensión erótica de las que aparecen en las revistas de desnudos. Faltaba, sin embargo, el obligatorio y tentador mohín sensual; la expresión del rostro era la de una mujer que se encuentra en la mismísima línea fronteriza que separa el reino de la cordura del país de la demencia.
—¡LÁRGATE DE AQUÍ!
Durante unos instantes más, el perro siguió mirándola y gruñendo. Después, cuando al parecer llegó al convencimiento de que la patada no iba a repetirse, prescindió de Jessie y agachó de nuevo la cabeza. Esa vez no hubo chapoteo ni lengüetadas. Lo que Jessie oyó entonces fue una serie de sonoros chasquidos. Le recordaron los besos entusiastas que su hermano Will solía estampar sobre la mejilla de la abuela Joan cuando iban a visitarla.
El refunfuño prosiguió durante unos segundos, pero luego quedó extrañamente sofocado, como si alguien hubiera cubierto con una almohada la cabeza del perro vagabundo. Desde su nueva posición en cuclillas, con el pelo casi rozando la parte inferior del estante de encima de la cabecera, Jessie podía ver el regordete pie derecho de Gerald, así como el brazo y la mano del mismo lado. El pie avanzaba y retrocedía, igual que si Gerald se estuviera marcando los pasos de una pieza de música swing: Otro verano, de los Rainmakers, por ejemplo.
Desde aquella atalaya, también veía mejor al perro; el cuerpo del animal era visible hasta el punto donde empezaba el cuello. Jessie hubiera podido observar su cabeza, caso de que la levantara. Sin embargo, no lo hizo. La cabeza del perro estaba agachada, y las patas traseras apuntaladas en el suelo. Se produjo de pronto un áspero sonido de desgarro… un sonido desagradablemente nasal, como alguien que tuviese un resfriado fuerte y tratara de aclararse la garganta. Jessie gimió.
—Basta… oh, por favor, ¿no puedes dejarlo?
El perro no le hizo caso. Hubo un tiempo en que se sentaba sobre los cuartos traseros y pedía las sobras de la mesa, entonces, sus ojos parecían estar llenos de risa y su boca daba la impresión de que sonreía, pero aquella época, lo mismo que su antiguo nombre, estaba ya perdida en un pasado remoto y era difícil volverla a encontrar. Ahora se hallaba en el presente, y las cosas eran como eran. La supervivencia no es cuestión de cortesía ni de disculpas. Llevaba dos días sin probar bocado, allí tenía comida, y aunque también estaba presente un amo que no quería que tomase esa comida (habían desaparecido los tiempos en que los amos reían, le palmeaban la cabeza, le llamaban buen chico y le ofrecían golosinas a cambio de su pequeño repertorio de gracias), los pies de ese amo eran pequeños y suaves en vez de duros y capaces de hacer daño, y la voz con la que hablaba carecía de fuerza.
Los gruñidos del antiguo Príncipe fueron transformándose en sofocados jadeos afanosos y, bajo la mirada de Jessie, el resto del cuerpo de Gerald se agitó al mismo ritmo del swing del pie y luego empezó a deslizarse, como si ya estuviera en forma, muerto o vivo.
«¡Abajo, Disco Gerald!», pensó Jessie frenéticamente. «Olvídate del Pollo y del Cormorán… ¡el Perro es lo tuyo!».
El chucho vagabundo no hubiera podido moverlo de estar la alfombra en su sitio, pero Jessie había encargado que le encerasen el suelo la semana siguiente al Día del Trabajo. Bill Dunn, el guarda de los Burlingame, abrió la casa a los empleados de More, los cuales hicieron una labor estupenda. Quisieron que, en su próximo alto en la casa, la señora apreciase la magnífica obra que habían realizado, de modo que dejaron la alfombra enrollada en la alacena del recibidor, por lo que, una vez el perro extraviado agarró por su cuenta a Disco Gerald, éste empezó a moverse por el resplandeciente piso con el mismo garbo que John Travolta en Fiebre del sábado noche. El único problema que tenía el perro era el de la tracción. A ese respecto, las sucias garras le resultaban de gran ayuda: las uñas dejaban en el brillante suelo encerado cortas marcas irregulares mientras el animal retrocedía, con los dientes clavados hasta las encías en el fláccido brazo de Gerald.
«No estoy viendo lo que veo, ¿sabes? Nada de esto sucede de verdad. Hace apenas un rato escuchábamos a los Rainmakers y Gerald bajó el volumen el tiempo suficiente para decirme que acababa de ocurrírsele que el sábado podíamos ir a Orono a ver el partido de fútbol americano. U. de M. contra U. de B. Recuerdo que, mientras lo decía, se rascaba el lóbulo de la oreja derecha. Entonces, ¿cómo es posible que ahora esté muerto y un perro le haya hundido los dientes en el brazo y lo lleve arrastrando por el dormitorio?».
El tupé de Gerald se había desgreñado —probablemente como consecuencia de los lametones que el perro le dio a la sangre—, pero las gafas continuaban en su sitio. Jessie vio sus ojos, entreabiertos y vidriosos, que desde el fondo de las hinchadas cuencas miraban sin ver las evanescentes ondulaciones que se reflejaban en el techo. Su rostro era una máscara salpicada de manchas purpúreas, como si ni siquiera la muerte hubiese podido mitigar sus caprichosos (¿se había considerado una persona caprichosa?; claro que sí) y repentinos cambios de idea.
—Déjale en paz —dijo Jessie al perro, pero su voz era mansa, triste y débil.
El perro apenas movió las orejas al oírla y, desde luego, no interrumpió su tarea. Continuó tirando de aquella cosa de pelo revuelto y piel cubierta de rojeces. Aquella cosa ya no parecía Disco Gerald… en absoluto. Ahora se trata del Difunto Gerald, que resbalaba por el piso encerado de la alcoba, con los dientes de un perro hundidos en los blandos bíceps.
Un trozo de piel hecha jirones colgaba del hocico del perro. Jessie intentó convencerse a sí misma de que parecía papel pintado, pero el papel de la pared —que ella supiese, al menos— no tenía lunares ni marcas de vacunas. Vio, entonces, la carne rosada y fofa del vientre de Gerald, con la única señal de un pequeño círculo, que parecía el orificio de un balín y que era el ombligo. El pene colgaba y se balanceaba en un nido de negro vello púbico. Las nalgas produjeron un rumor susurrante al deslizarse con fantasmal suavidad sobre las enceradas tablas del piso.
Bruscamente, un ramalazo de furia, tan brillante como un ardoroso relámpago que estallase en su cabeza, destrozó la sofocante atmósfera de su terror. Jessie hizo algo más que aceptar aquella nueva emoción; la acogió de mil amores. Puede que la rabia no la ayudase a salir de la pesadilla, pero adivinaba que le serviría de antídoto frente a aquella creciente sensación de desconcertante irrealidad.
—Hijo de mala madre —insultó Jessie en voz baja y temblorosa—. Cabrón cobarde y traidor.
Aunque no alcanzaba el estante del lado de la cama de Gerald, Jessie comprobó que, si giraba la muñeca dentro del grillete para que la mano quedase vuelta hacia arriba por encima del hombro, podía pasar los dedos por un trecho del estante de su propio lado. No podía volver la cabeza lo suficiente como para ver las cosas que tocaban sus dedos —estaban un centímetro más allá de ese confuso punto que la gente llama el rabillo del ojo—, pero eso carecía de importancia. Jessie tenía una idea bastante clara de lo que ocupaba el estante. Las yemas de los dedos tantearon de aquí para allá, rozaron ligeramente tubos de maquillaje, los empujaron un poco más adentro y tiraron otros. Algunos de estos últimos aterrizaron sobre la colcha; otros rebotaron en la cama o en el muslo izquierdo de Jessie y fueron a parar al suelo. Ninguno era ni por aproximación la clase de objeto que la mujer buscaba. Cerró los dedos sobre un tarro de crema facial Nivea y durante unos segundos se permitió pensar que podía servirle, pero se trataba de un tarro tamaño de muestra, demasiado pequeño para lastimar al perro, aunque fuese de cristal y no de plástico. Lo dejó de nuevo en el estante y reanudó su búsqueda a ciegas.
En el extremo, los dedos exploradores tropezaron con el borde redondeado de un objeto de vidrio que era, con mucho, el mayor que había tocado. Transcurrió un momento antes de que pudiera identificarlo y luego supo de qué se trataba. La jarra colgada de la pared no era el único recuerdo que conservaba allí Gerald de los días de Alfa Coge; ella estaba tocando otro. Era un cenicero y la única razón por la que Jessie no lo reconoció de inmediato fue porque su sitio estaba en la parte del estante perteneciente a Gerald, junto a su vaso de agua helada. Alguien —posiblemente la señora Dahl, la mujer de la limpieza, tal vez el propio Gerald— lo había cambiado de lugar, trasladándolo al lado de Jessie, quizá cuando quitaba el polvo del estante o acaso con objeto de dejar sitio para otra cosa. El motivo no importaba, de todas formas. Estaba allí en aquel momento y eso era suficiente.
Jessie cerró los dedos sobre el redondeado borde y palpó sus dos muescas, los dos espacios huecos para los cigarrillos. Cogió el cenicero, echó la mano hacia atrás todo lo que pudo y luego volvió a llevarla hacia adelante. Tuvo la suerte de interrumpir el movimiento de muñeca en el preciso instante en que la cadena de las esposas se tensaba, como un lanzador de la gran liga de béisbol que suelta la pelota al final del arco trazado por su brazo. Todo fue un acto de puro impulso, la búsqueda, el hallazgo y el lanzamiento del proyectil antes de tener tiempo para garantizarse el fallo del disparo mediante el sistema de reflexionar acerca de lo improbable que sería que una mujer, que en los ejercicios de tiro con arco de la asignatura de educación física no pasó de la calificación D en sus dos años de facultad, acertase al arrojar un cenicero a un perro, sobre todo si se tiene en cuenta que el perro se encontraba a cuatro metros y medio y la mano lanzadora permanecía esposada a la columna de una cama.
A pesar de todo, ¡lo consiguió! En su vuelo, el cenicero sólo dio una vuelta sobre sí mismo y reveló fugazmente el lema Alfa Gamma Rho. Jessie no pudo leerlo desde donde estaba, pero tampoco tenía que hacerlo: alrededor de una antorcha figuraba inscrita la versión latina de las palabras progreso, servicio y valor. El cenicero iniciaba otro giro, que no llegó a acabar porque antes se estrelló en las huesudas y tensas espaldillas del perro.
El animal emitió un gañido de sorpresa y dolor, y Jessie experimentó un instante de triunfo tan primitivo como vehemente. Abrió la boca en una expresión que sintió como una mueca y que pareció todo un grito. Jessie aulló de un modo delirante, al tiempo que arqueaba la espalda y estiraba las piernas. Una vez más tuvo conciencia del dolor de los hombros, que reapareció al tensarse de nuevo el cartílago y cuando las articulaciones, que hacía siglos olvidaron la flexibilidad de los veintiún años, se vieron comprimidas casi hasta el punto de la dislocación. Todo ello lo sentiría después —cada movimiento, cada torcedura, cada sacudida brusca—, pero en aquel instante la enardecía el selvático placer producido por el éxito de su lanzamiento y tuvo la sensación de que reventaría si no expresaba el delirio de su triunfo. Sus pies tamborilearon sobre el cobertor y balanceó el cuerpo de derecha a izquierda, con el pelo, empapado de sudor, azotándole las mejillas y las sienes, a la vez que los tendones del cuello resaltaban como gruesos cables.
—¡JA! —aulló—. ¡TE… DI… DE LLENO! ¡JA!
El perro retrocedió sobresaltado cuando el cenicero le alcanzó, y dio otro brusco paso hacia atrás cuando la pieza de vidrio rebotó contra el suelo y se hizo pedazos. Las orejas del animal se abatieron ante el cambio experimentado por la voz de aquel amo hembra. Lo que percibía ahora no era miedo, sino triunfo. Pronto saltaría de la cama y empezaría a darle patadas con aquellos extraños pies que, después de todo, serían duros y no suaves. El estómago del perro se contrajo, amargado y acuciado por el hambre, y el animal emitió un gemido impaciente. Se veía cogido en el dilema de dos direcciones opuestas y eso le provocó un nuevo hilillo de inquieta orina. El olor de su propio líquido —un tufo que difundía en el aire temor y debilidad en vez de fortaleza y confianza— se sumó a la frustración y perplejidad, y el antiguo Príncipe empezó a carraspear de nuevo.
Ante aquel sonido astillado y desagradable, Jessie retrocedió con brusquedad —se hubiera tapado las orejas, si pudiese— y el perro apreció otro cambio en la habitación. En el olor del amo hembra algo había cambiado. El efluvio alfa se volatilizaba mientras aparecía una emanación fresca y completamente nueva. El perro empezó a advertir que tal vez el golpe recibido en la espaldilla no era el anuncio de que otros seguirían al primero. De cualquier forma, aquel primer trastazo había sido más sorprendente que doloroso. El perro avanzó un paso, en plan de prueba, hacia el brazo que acababa de soltar… hacia aquel atractivo hedor, mezcla de sangre y carne. Su inicial apreciación del amo hembra, como inofensiva, impotente o ambas cosas, había sido errónea. Tendría que andarse con mucho cuidado.
Jessie se tendió en la cama, nebulosamente consciente de las punzadas de los hombros, bastante más consciente del dolor que sentía en el cuello y absolutamente consciente de que, le hubiese hecho daño o no el cenicero, el perro continuaba allí. En el breve transcurso del primer arrebato de triunfo, dio por hecho que el chucho se retiraría, pero la verdad es que aguantó el tipo y no cedió terreno. Peor aún, ahora avanzaba otra vez. Desconfiada y cautelosamente, cierto, pero avanzaba. Notó que una hinchada verde bolsa de ponzoña palpitaba en alguna parte de su interior… una pócima amarga, execrable como cicuta. Temió que la bolsa estallase, temió asfixiarse en la rabia de su propia frustración.
—Vete, zopenco —conminó al perro, en tono ronco, aunque la voz amenazaba con quebrársele—. Lárgate o te mataré. No sé cómo, pero juro por Dios que lo haré.
El perro se detuvo de nuevo y la miró con ojos profundamente intranquilos.
—Eso está bien, vale más que me prestes atención —dijo Jessie—. Es mejor que me escuches, porque hablo en serio. Hasta la última palabra la digo en serio. —Su voz volvió a elevarse hasta el grito, aunque en algunos momentos la misma tensión la convertía en susurro, al faltarle a Jessie el aliento—. ¡Te mataré, juro que te mataré, así que fuera DE AQUÍ!
La mirada del perro que en otro tiempo había sido el pequeño Príncipe de Catherine Sutlin se trasladó del amo hembra a la comida; de la comida al amo hembra; del amo hembra a la comida una vez más. Se trataba de la clase de determinación que el padre de Catherine hubiera llamado compromiso. Se inclinó hacia adelante, al mismo tiempo que alzaba los ojos para observar con cuidado a Jessie, y agarró con los dientes el trozo suelto de tendón, grasa y cartílago que había constituido hasta hacía poco el bíceps derecho de Gerald Burlingame. Gruñó, mientras tiraba de él hacia atrás. Se levantó el brazo de Gerald; los inertes dedos parecieron señalar, a través de la ventana que daba al este, el Mercedes estacionado en el camino de acceso.
—¡Alto! —chilló Jessie. Su voz lastimosa se quebraba ya con más frecuencia, alternando los alaridos agudos con los jadeantes susurros con timbre de falsete—. ¿No has hecho ya bastante? ¡Déjale en paz de una vez!
El perro vagabundo no le hizo el menor caso. Meneó la cabeza de un lado a otro en rápidas sacudidas, como cuando jugaba con Cathy Sutlin a arrebatarse el uno al otro un juguete de goma, tirando de él. Pero ahora no se trataba de ningún juego. Volutas de espuma colgaban de las mandíbulas del animal mientras actuaba, mientras arrancaba la carne, separándola del hueso. La esmeradamente manicurada mano de Gerald subía y bajaba impetuosamente en el aire. Parecía la de un director de orquesta que apremiase a sus músicos a coger el ritmo.
Jessie oyó de nuevo el espeluznante carraspeo y comprendió de pronto que iba a vomitar.
«¡No, Jessie!», era la voz de Ruth y rebosaba alarma. «¡No, no puedes hacer eso! ¡El olor de los vómitos puede que… puede que lo atraiga sobre ti!».
El rostro de Jessie se contrajo en una mueca tensa mientras se esforzaba en frenar las náuseas. Volvió a oírse el ruido de carne desgarrada y echó un vistazo al perro —las patas delanteras estaban tiesas y apuntaladas y parecía encontrarse en el extremo de una oscura y gruesa cinta elástica— antes de cerrar los ojos. En su angustia, olvidó momentáneamente que estaba esposada y trató de cubrirse la cara con las manos. Tintinearon las cadenas de los grilletes y las manos interrumpieron su movimiento y se quedaron quietas a cosa de sesenta centímetros una de otra. Jessie gimió. Un lamento que iba más allá del desánimo, para irrumpir en la desesperación. Sonaba a abandono.
Volvió a oír aquel ruido húmedo, nasal. Rematado por un chasquido como el de un sonoro beso feliz. Jessie no abrió los párpados.
El perro vagabundo empezó a retroceder hacia la puerta del pasillo, sin apartar los ojos del amo hembra que estaba en la cama. Llevaba entre las mandíbulas un trozo grande y reluciente de Gerald Burlingame. Si el amo acostado quisiera arrebatárselo, lo intentaría entonces. El perro era incapaz de pensar —al menos según el sentido que el ser humano confiere a ese verbo—, pero su compleja red de instintos le procuraba una bastante eficiente alternativa al pensamiento y se daba cuenta de que lo que había hecho —y lo que iba a hacer— constituía un acto condenable, merecedor de castigo. Pero el hambre le atormentaba desde hacía mucho tiempo. Un hombre, que silbaba el tema Nacido libre mientras se alejaba rumbo a casa, le había abandonado en el bosque y el pobre animal estaba a punto de morir de inanición. Si el amo hembra trataba ahora de quitarle la carne, el perro lucharía.
Lanzó una última mirada a la mujer, comprobó que no se aprestaba a saltar de la cama y se marchó. Llevó el trozo de carne hasta la entrada de la casa y lo sostuvo firmemente entre las patas. Sopló una ráfaga de viento, que primero abrió la puerta y luego la impulsó contra el marco, cerrándola de golpe. El animal miró fugazmente en esa dirección y, a su modo canino, no inteligente del todo, creyó que, en el caso de que surgiese la necesidad de hacerlo, podría abrir la puerta con el hocico y escapar rápidamente. Una vez establecido aquel detalle final de la cuestión, empezó a comer satisfecho.