Jessie oyó el repiqueteo de las uñas del perro y comprendió que el animal seguía dentro de la casa y se acercaba al dormitorio. La mujer prorrumpió en chillidos. Se daba perfecta cuenta de que eso era probablemente lo peor que una persona podía hacer —iba en contra de todos los consejos que escuchó siempre, los cuales afirmaban que, ante un animal potencialmente peligroso, no se debe manifestar miedo—, pero le era imposible evitarlo. Tenía una idea bastante clara acerca de lo que impulsaba al perro vagabundo a dirigirse a la alcoba.
Levantó las piernas y, simultáneamente, aprovechó las esposas para tirar de su cuerpo hacia la cabecera de la cama. Mientras ejecutaba la maniobra, sus ojos no se apartaron un segundo de la puerta del pasillo. Oía ya gruñir al perro. Aquel ruido soltó de modo incontrolable las funciones intestinales de Jessie, que notó la humedad cálida de la diarrea.
El perro se detuvo en el umbral. Las sombras habían empezado a concentrarse allí y, para Jessie, el animal no era más que una forma ambigua pegada al suelo… no era un chucho grande, pero tampoco un caniche o un chihuahua. El sol reflejaba dos medias lunas de color amarillo-naranja: eran los ojos.
—¡Vete! —le conminó Jessie a voz en cuello—. ¡Lárgate! ¡Fuera! ¡Aquí… no eres bien recibido!
Decir aquello era ridículo… pero, dadas las circunstancias, ¿qué no sería ridículo? Pensó: «Antes de darme cuenta, le estaré pidiendo que me acerque las llaves de encima del tocador».
Se produjo cierto movimiento en los cuartos traseros de la figura envuelta en sombras detenida en el umbral: había empezado a mover la cola. En algunas novelas sentimentales para jovencitas, eso probablemente hubiera significado que el perro vagabundo confundía la voz de la mujer tendida en la cama con la de algún amo apreciado, pero perdido mucho tiempo atrás. Jessie conocía mejor el paño. Los perros no mueven la cola sólo cuando están contentos; los perros —igual que los gatos— también la mueven cuando están indecisos, cuando tratan de evaluar una situación. Aquel chucho ni siquiera se inmutó al oír la voz de la mujer, pero tampoco tenía suficiente confianza como para adentrarse en la penumbrosa habitación. Todavía no, al menos.
El antiguo príncipe no sabía nada acerca de las armas de fuego, pero había aprendido duras lecciones durante el mes y medio, más o menos, transcurrido desde aquel último día de agosto. El día en que el señor don Charles Sutlin, abogado de Braintree (Massachusetts), prefirió abandonarlo para que muriese en el bosque, antes que volver con él a casa y pagar un impuesto canino combinado, municipal y estatal, de setenta dólares. En opinión de Charles Sutlin, setenta dólares era un taco de boletos bastante grueso por un chucho que no pasaba de ser un simple Heinz cincuenta y siete. Un taco demasiado grueso. Charles Sutlin se había comprado un motovelero el pasado mes de junio, de acuerdo, una adquisición cuyo importe alcanzaba las cinco cifras, y uno podía argumentar que tal vez algo no le funcionase bien en la cabeza, si se comparaba el precio del barco con la tarifa del impuesto sobre perros… claro, uno podía argumentar eso, cualquiera podía hacerlo, pero ésa no era realmente la cuestión. La cuestión era que la del motovelero había sido una compra planificada. Aquella adquisición particular permaneció más de dos años en el viejo tablero de dibujo de Sutlin. El perro, por su parte, fue una compra improvisada, hecha impulsivamente en Harlow, en un puesto de hortalizas de los que se montan junto a la calzada. Jamás se le hubiera ocurrido comprarlo, de no llevar a su hija consigo y de no haberse enamorado la niña de aquel chucho.
—¡Ése, papá! —señaló la criatura—. El que tiene la mancha blanca en la nariz… el que está ahí, de pie, como un pequeño príncipe.
Así que le compró el perro —nadie podría decir nunca que no sabía hacer feliz a su hijita—, pero setenta pavos (quizá cien en el caso de que a Príncipe le clasificaran como perro grande, clase B) era un montón de pasta, sobre todo si se tenía en cuenta que estaban refiriéndose a un chucho que no disponía de un solo documento que certificase su genealogía, su raza. Demasiada tela, fue la conclusión a la que había llegado el señor don Charles Sutlin, cuando cerró su casita de campo junto al lago, que no volvería a abrir hasta la temporada del año siguiente. Trasladarlo a Braintree en el asiento trasero del Saab sería también un fastidio… se mearía por todas partes, incluso puede que vomitara o se cagara encima de las alfombras. Supuso que podría comprarle una caseta Vari, pero el precio mínimo de aquellas monadas era de 29,95 dólares, y a partir de ahí, hacia arriba. De todas formas, un can del tipo de Príncipe no sería feliz en una perrera. Disfrutaría más viviendo libre y salvaje, con todos los bosques que se extendían hacia el norte convertidos en reino suyo. «Sí, eso es», se había dicho Sutlin aquel último día de agosto, mientras detenía el automóvil en una zona desierta del Camino de y camelaba al perro para que abandonase el asiento posterior. El viejo Príncipe tenía alma de vagabundo feliz, bastaba echarle un buen vistazo para darse cuenta de ello. Sutlin no era ningún imbécil y una parte de su mente sabía que aquellos alegatos eran basura egoísta, pero a otra parte de ese mismo cerebro le entusiasmaba tal idea y, cuando volvió a subir al coche y arrancó —dejando a Príncipe al borde de la carretera y con la vista en el automóvil que se alejaba—, se puso a silbar el tema de Nacido libre. De vez en cuando, alternaba el silbido de la música con el canto de la letra: «¡Nacido libre… para seguir a tu corazoooooooón!». Durmió bien aquella noche, sin dedicar un solo pensamiento a Príncipe (que pronto sería el antiguo Príncipe), el cual pasó aquella misma noche hecho un ovillo debajo de un árbol caído, muerto de frío y de hambre, despierto y gimiendo de miedo cada vez que ululaba un búho o se movía algún animal entre los árboles.
Ahora, el perro al que Charles Sutlin soltó para que protagonizara el tema de Nacido libre se erguía en el umbral de la alcoba de matrimonio de la casa de verano de los Burlingame (la casa de campo de los Sutlin estaba en el extremo del lago más distante y las dos familias nunca llegaron a tratarse, aunque en el curso de los tres o cuatro veranos últimos habían intercambiado superficiales inclinaciones de cabeza en el muelle de botes del pueblo). Tenía la cabeza gacha, los ojos abiertos y los pelos erizados. No se daba cuenta de su continuo gruñido; toda su concentración se proyectaba sobre el cuarto. De un modo profundo e instintivo comprendía que el olor de la sangre arrasaría todo propósito de cautela. Antes de que ello ocurriera debía asegurarse de manera completa y absoluta de que podía lanzarse sin temor a caer en una trampa. Malditas las ganas que tenía de que le sorprendiesen amos de pies duros y capaces de hacer daño, o amos de los que cogían pequeñas piezas duras del suelo y se las arrojaban.
—¡Vete! —intentó gritar Jessie, pero su voz no pasó de ser un sonido débil y tembloroso. Chillando no iba a conseguir que el perro se marchara; el muy cabrón se daba cuenta de que ella no podía levantarse de la cama y lastimarlo.
«Esto no está pasando», pensó Jessie. «¿Cómo es posible, cuando apenas hace unas horas iba en el asiento del Mercedes, con el cinturón de seguridad alrededor del cuerpo, escuchaba la cinta de los Rainmakers y me recordaba que debía comprobar qué películas echaban en los cines de Mount Valley, por si decidíamos pernoctar allí? ¿Cómo puede haber muerto mi marido, cuando hace tan poco que estábamos cantando a coro, junto con Bob Walkenhorst? “Otro verano, otra oportunidad, otro idilio”, entonábamos. La sabíamos entera porque es una canción estupenda y, dado el caso, ¿cómo es posible que Gerald esté muerto? ¿Cómo pueden haber cambiado tanto las cosas en tan poco espacio y tiempo? Lo siento, chicos, pero esto tiene que ser un sueño. Resulta demasiado absurdo para que sea realidad».
El perro abandonado se aventuró despacio por el cuarto, rígidas de precaución las patas, caída la cola, de par en par los ojos, echados hacia atrás los labios para dejar al descubierto el complemento de una dentadura intacta. Aquel animal no sabía nada de conceptos tales como el del absurdo.
El antiguo Príncipe, con el que la niña de ocho años Catherine Sutlin había jugado alegremente (al menos hasta que logró que para su cumpleaños le regalasen una muñeca Repollo, llamada Marnie, y perdió temporalmente algo de su interés por el animal), era en parte perro cobrador y en parte pastor escocés… una mezcla de razas, aunque distaba mucho de ser mestizo. Cuando Sutlin lo abandonó en el Camino de, el último día de agosto, pesaba más de treinta y seis kilos y su pelaje era lustroso y brillante, con una bastante atractiva mezcla de negro y castaño (animada por una mancha blanca, como una especie de babero sobre el pecho y bajo el hocico). Ahora debía de andarse por los dieciocho kilos escasos y si una mano se deslizara por su costado notaría la protuberancia de cada una de las costillas, por no mencionar el rápido y febril latido del corazón. La piel deslucida, manchada de barro y llena de lampazos. Una rosácea cicatriz a medio curar, recuerdo del aterrador desgarro que le produjo el alambre espinoso cuando pasó por debajo de una cerca, zigzagueaba por una de sus caderas y unas cuantas púas de puerco espín sobresalían de su hocico como barbas retorcidas. Había encontrado al roedor muerto debajo de un tronco, cosa de diez días antes, pero renunció a él cuando se le clavaron las primeras púas. Estaba hambriento, pero no desesperado, todavía.
Ahora estaba hambriento y desesperado. Su última comida, dos días atrás, fueron unos desperdicios agusanados que encontró en una bolsa de basura que alguien había tirado a la cuneta de 117. El perro que tan rápidamente aprendió a devolver a Catherine Sutlin la pelota de goma roja que la niña arrojaba por el suelo del pasillo o del vestíbulo estaba ahora literalmente muriéndose de hambre.
Sí, pero allí —allí mismo, en el suelo, frente a sus ojos— había kilos y kilos de carne fresca, grasa y huesos llenos de suculentos tuétanos. Era como un regalo del Dios de los perros vagabundos.
El en otro tiempo encanto mimado de Catherine Sutlin continuó acercándose al cadáver de Gerald Burlingame.