El perro no estaba en la avenida que conducía a la casa; se encontraba incluso más cerca. La sombra que se alargaba sobre el asfalto, desde el parachoques delantero del Mercedes, decía que el animal estaba en el porche posterior. Aquella sombra estirada y rastreante parecía pertenecer a un monstruoso can de barraca de feria. Jessie no quería ni verla.
«No seas tan condenadamente estúpida», se reprendió. «La sombra tiene ese aspecto sólo porque el sol se encuentra muy bajo. Ahora, abre la boca y haz algún ruido, muchacha… al fin y al cabo, tampoco es obligatorio que ese bicho sea un perro vagabundo».
Cierto; puede que en alguna parte de aquel cuadro hubiese un amo, pero Jessie no confió mucho en ello. Supuso que el contenedor de basura, protegido por una cubierta de alambre y adecuado cerca de la puerta, atrajo al perro a la parte trasera de la casa. «Imán de mapaches», había llamado siempre Gerald a aquella limpia y pequeña construcción con cubierta de tablillas de cedro y tapadera con doble picaporte. En aquella ocasión había atraído a un perro, en vez de a un mapache, eso era todo… un perro perdido, casi con absoluta certeza. Un chucho mestizo, mal alimentado y al que la suerte ha puesto en las últimas.
A pesar de todo, ella tenía que intentarlo.
—¡Eh! —chilló—. ¡Eh! ¿Hay alguien ahí? ¡Necesito ayuda! ¿Hay alguien ahí?
Automáticamente, el perro dejó de ladrar. Su sombra distorsionada y arácnida se agitó, dio media vuelta, avanzó… y volvió a inmovilizarse. Durante el viaje desde Portland, Gerald y ella se comieron sendos bocadillos, enormes y grasientos combinados de queso y salami, y lo primero que hizo Jessie al llegar fue recoger todas las migas y envoltorios y arrojarlos al cubo de la basura. El suculento olor de la carne y de la grasa debió de ser lo que atrajo al animal e, indudablemente, fue también lo que le retuvo, impidiéndole salir huyendo rumbo a la arboleda al oír la voz de la mujer. Aquellos efluvios eran más fuertes que los impulsos de su corazón asilvestrado.
—¡Socorro! —gritó Jessie, y una parte de su cerebro intentó decirle que probablemente gritar sería un error, que lo único que conseguiría con ello iba a ser destrozarse la garganta y aumentar su aspereza y su sed, pero la voz de esa advertencia no tuvo la más remota posibilidad de hacerse oír. Jessie se había dejado envolver por las emanaciones de su propio miedo, un olor que para ella era tan fuerte e irresistible como lo era para el perro el de las sobras de los bocadillos. La condujo rápidamente a un estado que rebasaba el de simple pánico para entrar en una especie de enajenación mental transitoria.
—¡SOCORRO! ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE! ¡SOCORRO! ¡SOCORRO! ¡SOCORROOOOOO!
Al final se le quebró la voz y volvió la cabeza hacia la derecha todo lo que pudo, adherido al rostro y a la frente el enmarañado pelo, húmedo de sudor, saltones los ojos. El miedo de encontrarse encadenada y desnuda, con el marido muerto en el suelo, junto a ella, había dejado incluso de ser un factor casual en el conjunto de sus pensamientos. Aquel nuevo ataque de pánico era como una especie de misterioso eclipse mental, se filtraba a través de la brillante luz de la razón para permitirle vislumbrar las más terribles posibilidades: hambre y sed conducentes a la locura, convulsiones, muerte. Ella no era Heather Locklear ni Victoria Principal, y aquella situación tampoco era la escena creada para un telefilme de tensión destinado a la red estadounidense de televisión por cable. Allí no había cámaras, ni focos, ni un director que ordenara: «¡Corten!». Aquello estaba sucediendo de verdad y, si no se presentaba alguien que pudiera interrumpirlo, seguiría ocurriendo hasta que Jessie Burlingame dejase de existir como forma de vida humana. Lejos de preocuparle las circunstancias en que se produjera su atención, Jessie había llegado a un punto en el que acogería con lágrimas de gratitud la llegada de Maury Povich y todo el equipo de filmación de A Current Affair.
Pero nadie respondió a sus frenéticos chillidos… ningún guarda que se hubiese acercado a echar un vistazo a las casas próximas al lago, ningún fisgón habitante de la zona que anduviera paseando con su perro (acaso tratando de descubrir cuál de sus vecinos cultivaba marihuana entre los susurrantes pinares) y, ni mucho menos, Maury Povich. Sólo aquella larga y extrañamente inquietante sombra, que la hacía pensar en un antinatural perro-araña y cuyo cuerpo se balanceaba sobre cuatro patas delgadas y febriles. Jessie aspiró una profunda y estremecida bocanada de aire e intentó restablecer el dominio de su espantadizo cerebro. Tenía la garganta seca y ardiente, la nariz incómodamente húmeda y taponada por las lágrimas.
«¿Y ahora qué?».
Lo ignoraba. La decepción latía en su cabeza, una desilusión demasiado grande para permitirle concebir la menor idea constructiva. De lo único que estaba completamente segura era de que el perro no iba a servirle de nada; permanecería allí quieto, en el porche de atrás, para acabar marchándose, en cuanto comprendiese que lo que le había atraído hasta aquel punto estaba fuera de su alcance. Jessie emitió un grito triste, en tono bajo, y cerró los ojos. A través de las pestañas rezumaron y se deslizaron lentamente por las mejillas unas cuantas lágrimas. Bajo los últimos rayos del sol vespertino, parecían gotas de oro.
—¿Y ahora qué? —repitió Jessie la pregunta.
Fuera, el viento seguía soplando, arrancando murmullos a los pinos y obligando a dar golpes a la puerta mal cerrada.
«¿Y ahora qué, Santa Esposa? ¿Y ahora qué, Ruth? ¿Y ahora qué, parásitos y ovnis diversos? ¿Alguno de vosotros, cualquiera de vosotros tiene una idea? Estoy sedienta, necesito hacer pis, mi marido está muerto y el único ser que me acompaña es un perro vagabundo de los bosques cuyo concepto del paraíso son las sobras de un bocadillo triple de queso y salami, de la casa Amato, de Gorham. No tardará en comprender que ese olor está tan cerca del paraíso como lejos está él de alcanzarlo y entonces decidirá largarse. Así… ¿ahora qué?».
No hubo respuesta. Todas las voces interiores habían enmudecido. Mal asunto —al menos, eran una compañía—, pero el pánico también había desaparecido, dejándole sólo una especie de mal sabor metálico, y eso era bueno.
«Dormiré un poco», pensó, sorprendida ante la circunstancia de que pudiera hacerlo si lo deseaba. «Dormiré un rato y, cuando me despierte, quizá tenga alguna idea. Como mínimo, me habré apartado de esto durante cierto tiempo».
Empezaron a alisarse las minúsculas arrugas que la tensión había trazado en los extremos de sus cerrados ojos, así como las del entrecejo, bastante más profundas. Notó que el sueño se disponía a llevársela. Con una sensación de alivio y agradecimiento se dejó ir hacia aquel refugio de dignidad. Cuando llegó el siguiente ramalazo de viento le pareció lejano, y aun le sonó todavía más distante el ruido de los portazos: bang-bang, bang-bang, bang.
La respiración de Jessie, que había estado haciéndose más lenta y profunda a medida que se hundía en el adormilamiento, se interrumpió de pronto. La mujer abrió los ojos de golpe. Lo único que sintió durante aquellos primeros segundos de desorientación, recién y bruscamente arrancada de un sueño que ya tenía a su alcance, fue una especie de desconcertado resentimiento: casi lo había conseguido, maldita sea, y entonces, aquella condenada puerta…
¿Qué pasaba con aquella condenada puerta? Sí, ¿qué le ocurría?
La dichosa puerta había interrumpido su doble bang, eso era lo que le ocurría. Como si esa idea las hubiese dado vida, Jessie oyó las uñas del perro chasquear sobre el suelo de la entrada. El animal perdido había franqueado el umbral de la puerta mal cerrada. Estaba dentro de la casa.
La reacción de Jessie fue instantánea e inequívoca.
—¡Sal de aquí! —gritó, sin darse cuenta de que la tensión confería a su voz un tono de sirena ronca—. ¡Lárgate, hijo de puta! ¿No me oyes? ¡SAL DE MI CASA INMEDIATAMENTE!
Se interrumpió, desorbitados los ojos, acelerada la respiración. Parecía tener la piel entrecruzada por una red de alambres de cobre por los que circulaba una corriente eléctrica de baja tensión; dos o tres capas zumbaban y se deslizaban por la superficie. Tuvo la remota sensación de que los pelos de la nuca se le habían erizado como púas de puerco espín. La idea de dormir había desaparecido completamente del mapa.
Oyó sobresaltada el primer roce de las uñas del perro, que escarbaban en el piso de la entrada… luego, silencio.
«Debo de haberlo ahuyentado. Probablemente salió otra vez por la puerta. Quiero decir que a un chucho vagabundo como ése sin duda le asustan las personas y las casas».
«Difiero totalmente, querida», manifestó la voz de Ruth. Sonaba impropiamente dubitativa. «No veo su sombra en el camino».
«Claro que no la ves. Seguramente ha rodeado la casa para volver a meterse en el bosque. O tal vez se fue por el lago. Debe de llevar encima un susto de muerte y puede que corra como alma que lleva el diablo. ¿No te parece lógico?».
La voz de Ruth no contestó. Tampoco dijo nada la de, aunque, en aquel momento, a Jessie le hubiera gustado que hablase cualquiera de ellas.
—Lo ahuyenté —dijo—. Estoy segura.
Pero continuó tendida inmóvil allí, aguzado el oído al máximo, sin captar ruido alguno aparte los latidos de la sangre en las orejas. Al menos, de momento.