4

Aquella vez, lo que vio con los ojos de la imaginación en la oscuridad de los párpados cerrados no fue su cuerpo, sino toda la estancia. Desde luego, allí estaba todavía el centro de mesa, ¡cielos, sí…! Jessie Mahout Burlingame, aún por debajo de los cuarenta, aún de muy buen ver con su estatura de metro sesenta y ocho y sus cincuenta y seis kilos de peso, sus ojos grises, su pelo castaño-rojizo (disimulaba con un reflejo brillante las canas que habían empezado a aparecer en su cabellera y estaba bastante segura de que Gerald no llegó a enterarse). Jessie Mahout Burlingame, que se había metido en aquel jaleo sin saber cómo ni por qué. Jessie Mahout Burlingame, probablemente ya viuda de Gerald, madre de nadie todavía y encadenada a aquella maldita cama por un par de esposas de policía.

Su cerebro proyectó un enfoque imaginario, con distancia focal variable, sobre aquella última parte. Una arruga de concentración surgió entre sus cerrados ojos.

Cuatro grilletes en total, cada uno de los dos pares separados por quince centímetros de cadena de acero con forro de goma, cada uno con un M-17 —número de serie, supuso Jessie— grabado en el acero de la placa de la cerradura. Recordaba que Gerald le había dicho, tiempo atrás, cuando el juego era una novedad, que cada par de esposas tenía un sistema de cremallera que permitía ajustar el grillete a la muñeca. También era posible acortar la longitud de las cadenas hasta que las manos del prisionero se encontrasen dolorosamente juntas, muñeca contra muñeca, pero Gerald había permitido que ella dispusiese del máximo de longitud de cadena.

«¿Y por qué diablos no?», pensó Jessie ahora. «Al fin y a la postre, sólo era un juego… ¿verdad, Gerald?».

Ahora, sin embargo, se repitió la cuestión anterior y volvió a preguntarse si realmente había sido sólo un juego para Gerald.

«¿Qué es una mujer?», susurró otra voz —una voz extraterrestre—, una voz procedente de un pozo de oscuridad que la propia Jessie tenía en su interior. «Un sistema de vida para un coño».

«Vete», conminó el pensamiento de Jessie. «Vete, no sirves de ninguna ayuda».

Pero la voz extraterrestre desobedeció la orden.

«¿Por qué la mujer tiene una boca y un coño?» —preguntó, en vez de desaparecer—. «Para poder mear y gemir al mismo tiempo. ¿Alguna otra pregunta, damisela?».

No. Dada la inquietantemente surrealista cualidad de las respuestas, no tenía ninguna otra pregunta. Giró las manos dentro de los grilletes. La escasa carne de las muñecas rozó contra el acero y Jessie dio un respingo, pero era un dolor secundario y las manos se movieron con bastante comodidad. Gerald podía o no haber creído que la única finalidad de una mujer en la vida era servir como medio de vida para un coño, pero no había apretado las esposas lo bastante como para que le hicieran daño; se habría resistido a ello incluso antes, naturalmente (o así se lo dijo Jessie a sí misma, y ninguna de sus voces interiores se alzó para discutírselo). A pesar de ello, estaban demasiado apretadas para que pudiera sacar las manos.

¿O no?

Jessie dio un tirón de prueba. Las esposas se deslizaron hacia arriba por las muñecas a medida que las manos descendían. Después, las pulseras de acero se encajaron firmemente en las junturas de hueso y cartílago, donde las muñecas efectuaban su compleja y maravillosa alianza con las manos.

Tiró con más fuerza. El dolor se intensificó mucho. Recordó de pronto el día en que su padre pilló la mano izquierda de Maddy con la portezuela de la vieja ranchera Country Squire. El hombre la deslizó de golpe, sin percatarse de que Maddy, para variar, salía del vehículo por el lado del conductor, en vez de hacerlo por el del pasajero. ¡Qué aullido soltó Maddy! Se rompió algún hueso —Jessie no recordaba el nombre del mismo—, pero sí recordaba que Maddy exhibía con orgullo la escayola y declaraba: «También tengo roto mi ligamento trasero». Eso divirtió a Jess y Will, porque todo el mundo sabía que el trasero era el nombre científico del culo. Se echaron a reír, más por la sorpresa que en son de burla, pero Maddy no tuvo en cuenta ese detalle y, con cara larga, más oscura que un nubarrón de tormenta, salió disparada a decírselo a mamá.

«Ligamento trasero», pensó Jessie, mientras aplicaba deliberadamente más presión, a pesar del dolor. «Ligamento posterior y radiocubital, o algo así. No importa. Si consigues librarte de estas esposas, creo que obrarás santamente, querida, y dejarás que un médico se preocupe luego de soldarlos otra vez».

Sin prisa, pero sin pausa, fue aumentando la presión, con un solo deseo: que el cerco del grillete se deslizara. Si las esposas descendieran un poco más —con un centímetro quizá bastara, con centímetro y medio, casi seguro que sí— habría quedado atrás el borde sobresaliente del hueso y sólo quedaría entendérselas con el tejido, mucho más flexible. Al menos, en eso confiaba. También había huesos en la base del pulgar, pero se preocuparía de ellos cuando llegase el momento.

Tiró con más fuerza, entreabiertos los labios y enseñando los dientes en una mueca de gran dolor y denuedo. Los músculos del brazo le resaltaban ahora formando tenues arcos blancos. El sudor brotó de su frente, de las mejillas, del surco subnasal, incluso. Sacó la lengua y, sin darse cuenta siquiera de lo que hacía, lamió las últimas gotas de ese sudor.

El dolor era inmenso, pero no estaba dispuesta a que el dolor la obligase a ceder. Lo único que consiguió fue simplemente comprender que había llegado al punto de máxima tensión que los músculos podían proporcionarle y que las esposas no iban a desplazarse un ápice más de lo que lo habían hecho hasta entonces. Su fugaz esperanza de poder liberarse de las esposas vaciló y murió.

«¿Estás segura de que tiraste con todas tus fuerzas? ¿O quizá sólo estás engañándote a ti misma por culpa de lo que te duele?».

—No —manifestó, aún sin abrir los ojos—. He tirado con toda la fuerza que he podido. De verdad.

Pero la otra voz continuó en el aire, ciertamente más vislumbrada que oída: como el signo de interrogación de una viñeta de tebeo.

Ya había profundos surcos blancos en la carne de las muñecas —debajo de la eminencia tenar del pulgar, a través del dorso de la mano y sobre las delicadas líneas azules de las venillas inferiores—, donde había mordido el acero, y las muñecas seguían latiéndole dolorosamente, incluso aunque había dejado de tirar y tenía las manos levantadas, cogidas a las tablas de la cabecera de la cama.

—Oh, Dios —articuló, estremecida y temblona la voz—. Esto no es precisamente ir de juerga.

¿Había tirado con todas sus fuerzas? ¿De veras?

«No importa», pensó, con la vista levantada hacia los trémulos reflejos del techo. «No importa y voy a decirte por qué… Si hubiese podido tirar todavía con más fuerza, lo que le ocurrió a la muñeca izquierda de Maddy cuando la pilló la portezuela del coche me habría pasado a mí en las dos: se habrían fracturado los huesos, los ligamentos posteriores se habrían roto como tiras gomas y las cosas esas radiocubitales habrían estallado igual que patos de arcilla en una caseta de tiro. Lo único que hubiera cambiado habría sido que, en vez de estar aquí tendida, encadenada y sedienta, estaría aquí tendida, encadenada, sedienta y con las muñecas rotas, de propina. Y, encima, se me hincharían. A mí me parece lo siguiente: Gerald murió antes de tener oportunidad de saltar a la silla, pero al mismo tiempo me jodió bien y a modo».

Vale, veamos; ¿qué otras opciones hay?

«Ninguna», declaró Burlingame, en el tono llorica de la mujer que acaba de estallar en lágrimas y desmoronarse completamente.

Jessie esperó a ver si la otra voz —la de Ruth— irrumpía con una opinión. No lo hizo. Que Jessie supiera, Ruth lo mismo podía estar remoloneando alrededor del refrigerador de agua de la oficina con todos los demás chalados. De cualquier modo, la renuncia de Ruth dejaba a Jessie sola ante el peligro.

«Así que, muy bien, me defenderé sola», pensó. «¿Qué voy a hacer en cuanto a las esposas, ahora que ya he comprobado que es imposible escurrirse de ellas? ¿Qué puedo hacer?».

«Hay dos grilletes en cada una de las esposas», aventuró en tono titubeante la voz joven, la voz para la que aún no había encontrado nombre. «Has intentado librarte de los que te rodean las manos y no funcionó… ¿pero qué hay de los otros? Los que están enganchados a las columnas de la cama. ¿Has pensado en ellos?».

Jessie apoyó la nuca en la almohada y arqueó el cuello para poder echar un vistazo a las tablas y a los postes de la cabecera de la cama. La verdad es que mirarlos en aquella postura, al revés, apenas le permitía verlos. La cama era más pequeña que los modelos de matrimonio, pero un poco más grande que las cameras. Tenía uno de aquellos nombres de fantasía —tamaño «bufón de la corte» o «gran dama a la expectativa»—, pero, con los años, a Jessie le resultaba cada vez más difícil estar al corriente respecto a tales cosas; no sabía si llamarlo sentido común o senilidad galopante. De cualquier modo, la cama sobre la que se encontraba había resultado bastante adecuada para follar, aunque era un poco pequeña para que ambos pudiesen compartirla cómodamente durante toda la noche.

Para Gerald y ella no constituyó ningún inconveniente, ya que llevaban cinco años durmiendo en camas separadas, tanto allí como en su domicilio de Portland. La decisión había sido de Jessie, no de él: se hartó de los ronquidos del esposo, que cada vez eran más fuertes. En las raras ocasiones en que en la casa de verano se quedaban invitados a pasar la noche, Jessie y Gerald dormían juntos —incómodamente en aquella habitación—, pero, si estaban solos, no compartían la cama más que cuando disfrutaban del sexo. De cualquier modo, el que Gerald roncase no fue el verdadero motivo por el que Jessie impuso la separación nocturna; sólo fue el argumento más diplomático. La verdadera razón había sido olfativa. Jessie empezó por encontrar primero desagradables y después insoportables las emanaciones que el sudor de su esposo despedía por la noche. Incluso aunque se duchara antes de meterse en la cama, a las dos de la madrugada ya surgía por los poros de la piel la hediondez agria del whisky.

Hasta aquel año, la norma consistió en sesiones de sexo crecientemente rutinarias, seguidas de una período de modorra (que para Jessie era la parte favorita de todo el asunto), después de cada una de las cuales, Gerald tomaba una ducha y se iba. A partir de marzo, sin embargo, hubo ciertos cambios. Los pañuelos y las esposas —en particular estas últimas— parecían dejar exhausto a Gerald, como si actuasen con un estilo de viejo misionero del sexo que nunca tuvo, y con frecuencia se quedaba profundamente dormido junto a ella, hombro con hombro. A Jessie no le importaba; casi todos aquellos encuentros solían celebrarse por la tarde y, entonces, el sudor de Gerald olía como en la primera época y no al whisky con agua de los últimos tiempos. Y tampoco roncaba mucho, ahora que caía en ello.

«Pero todas aquellas sesiones —todas aquellas primeras sesiones con pañuelos y esposas— ocurrieron en el domicilio de Portland», pensó. «Pasábamos aquí el mes de julio prácticamente completo y una parte del de agosto, pero en las ocasiones en que hacíamos el amor —no fueron muchas, pero sí algunas— fue sexo del antiguo, tipo carne asada y puré de patatas: Tarzán encima, Jane debajo. Hasta hoy no habíamos jugado aquí a esto. Ahora me pregunto, ¿por qué?».

Probablemente era debido a las ventanas, demasiado altas y poco propicias a las cortinas. Nunca se decidieron a cambiar los cristales por otros de lámina reflectante, que no dejaran ver el interior, aunque Gerald se pasaba el día diciendo «Ahora mismo pongo manos a la obra… bueno…».

«Ahora mismo… y hasta hoy», remató, y Jessie bendijo su tacto. «Y tienes razón… lo más seguro es que fuesen las ventanas, al menos en muy buena parte. A Gerald no le habría hecho ninguna gracia que Fred Laglan o Jamie Brooks, al volante de sus automóviles, se presentasen de improviso para preguntarle si quería ir a jugar nueve hoyos de golf y se encontraran con que se estaba follando a la señora Burlingame, a la que acababa de encadenar a los barrotes de la cama con un par de esposas Kreig. Una noticia así probablemente se difundiría lo suyo. Fred y Jamie son buenos muchachos, supongo…».

«Un par de sujetos vomitivos, si vale mi opinión», intervino Ruth agriamente, «… pero son humanos, claro, y una historia así resulta demasiado buena para dejar de contarla. Y hay algo más, Jessie…».

Jessie no la dejó acabar. No era un pensamiento que deseara oír articulado por la agradable pero desesperanzadoramente remilgada voz de la Santa Esposa.

Cabía la posibilidad de que Gerald no le hubiese propuesto nunca practicar allí aquel juego porque temiese que algún tipo chiflado asomase la cabeza. ¿Qué tipo?

«Bueno», pensó Jessie, «digamos que tal vez una parte de Gerald creyese de verdad que una mujer sólo era un sistema de vida para un coño… y que otra parte de él, que pudiéramos considerar “de mejor naturaleza”, a falta de un término más claro, lo sabía. Esa parte quizá temiera que las cosas se desmandaran. Al fin y al cabo, ¿no era eso lo que había ocurrido?».

Era una idea difícil de discutir. Si el verbo desmandarse no encajaba en el concepto, Jessie desconocía qué otro pudiera resultar más apropiado.

Le asaltó un ramalazo de tristeza melancólica y tuvo que resistir el apremiante impulso de lanzar una mirada hacia el sitio donde yacía Gerald. No estaba muy segura de si sentía o no pena por su extinto marido, pero sabía que de haber allí aflicción latente, no era el momento de conjurarla. Sin embargo, tampoco dejaba de ser bonito evocar algo bueno acerca del hombre con el que había convivido tantos años, y el modo en que a veces se quedaba dormido junto a ella después de la cópula era un buen recuerdo. A Jessie no le gustó lo de los pañuelos y había llegado a odiar las esposas; pero le encantaba mirar a Gerald mientras iba y venía; le complacía observar cómo se suavizaban las arrugas de su enorme semblante rosado.

Y, en cierto modo, Gerald estaba en aquel momento dormido junto a ella… ¿no era así?

La idea puso hielo en la carne de la parte superior de los muslos, en el punto donde caía la decreciente banda de rayos de sol. Desechó aquel pensamiento —o intentó hacerlo— y volvió a examinar la cabecera de la cama.

Las columnas estaban encajadas a ambos lados del travesero y los brazos de Jessie se extendían en cruz, en una postura que no resultaba incómoda, particularmente porque las cadenas de las esposas le permitían mover las muñecas cosa de quince centímetros. Cuatro tablas horizontales unían los postes. También eran de caoba y tenían labradas sencillas pero agradables formas ondulantes. Gerald sugirió una vez grabar las iniciales de ambos en la plancha central —dijo que conocía a un hombre de Tashmore Glen al que le haría feliz acercarse en su coche a la casa y hacerlo—, pero Jessie lanzó un jarro de agua fría sobre la propuesta. En su opinión, era algo ostentoso y peregrinamente infantil, algo propio de novios adolescentes que tallaran pequeños corazones en sus mesas de la sala de estudios.

El estante encima de la cabecera se encontraba a la suficiente altura como para evitar que, caso de incorporarse bruscamente, la cabeza de una chocase con él. Sobre dicho estante se encontraba el vaso de agua de Gerald, un par de libros en edición de bolsillo que dejaron en el verano y unos cuantos potes y tubos de cosméticos. También llevaban allí desde el verano y lo más probable sería que los potingues se hubieran secado. Una auténtica vergüenza… a una mujer esposada a la cama, nada le anima más y le da más confianza que un poco de colorete Rosa Silvestre como dicen las revistas femeninas.

Jessie levantó despacio las manos, con los brazos trazando un ligero ángulo, a fin de que los puños llegaran a la parte inferior del estante. Mantuvo la cabeza echada hacia atrás, deseosa de ver qué ocurría en el extremo de las cadenas. Los grilletes del otro lado se cerraban alrededor de las columnas, entre el segundo y el tercer travesaño. Cuando Jessie alzó los puños, como una mujer que realizase ejercicios en un banco levantando una invisible barra con pesas, las esposas se deslizaron por los postes hasta llegar a la tabla siguiente. Si pudiera quitar aquella tabla, y la que estaba encima, entonces todo sería cuestión, simplemente, de sacar los grilletes por el remate de las columnas. Voilà.

«Tal vez demasiado bonito para ser verdad, tesoro —demasiado fácil para ser verdad—, pero igual puedes darle un tiento, a ver. De todas formas, es un modo como otro cualquiera de pasar el rato».

Cerró las manos sobre la grabada tabla horizontal que impedía que subieran más los grilletes cerrados alrededor de los postes de la cama. Respiró hondo, contuvo el aliento y luego alzó los brazos con brusco impulso. Fue un tirón lo bastante fuerte como para hacerla comprender que el camino estaba bloqueado; era como pretender arrancar una varilla de hierro de las que forman la estructura interior de las paredes de hormigón. No logró que cediese un solo milímetro.

«Podría pasarme diez años dando tirones a esta hija de puta y ni siquiera se movería, así que de arrancarla del poste, nada», pensó Jessie, y dejó caer las manos, hasta la posición desmayada anterior, sujetas por las cadenas de las esposas. Se le escapó un gritito crispado. A ella misma le sonó como el graznido de un cuervo sediento.

—¿Qué voy a hacer? —preguntó a los reflejos del techo y, por último, de sus ojos brotaron lágrimas de miedo y desesperación—. ¿Qué diablos voy a hacer?

Como si respondiese a sus preguntas, el perro empezó de nuevo a ladrar y, en esa ocasión, se oyó tan próximo que el susto arrancó a Jessie un grito sobresaltado. Lo cierto es que el ladrido parecía haber sonado ante la ventana que daba al este, en el camino de acceso a la casa.