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Tenía la impresión de encontrarse en un largo pasillo saturado de neblina blanca y con una pronunciada inclinación lateral, uno de esos corredores por los que siempre pulula la gente en películas del tipo de Pesadilla en Elm Street y en programas de televisión como La zona muerta. Estaba desnuda y el frío parecía más que dispuesto a ensañarse con ella y a poner dolor en sus músculos, particularmente en los de la espalda, el cuello y los hombros.

«He de salir de aquí o acabaré mala», pensó. «La bruma y la humedad ya me están produciendo calambres».

(Aunque sabía que no era cosa de la niebla ni de la humedad).

«Y a Gerald le ocurre algo. No consigo recordar qué es, exactamente, pero temo que pueda estar enfermo».

(Aunque sabía que enfermo no era precisamente la palabra adecuada).

Pero, lo que no dejaba de ser extraño, una parte de ella no quería escapar de aquel pasillo inclinado y neblinoso. Esa parte le sugería que quedarse donde estaba iba a ser mucho mejor para ella. Que si se marchaba, lo lamentaría. De modo que decidió seguir allí un rato más.

Cuando por fin volvió a ponerse en marcha, un perro ladraba. Era un ladrido extraordinariamente desagradable, ronco en sus tonos bajos, pero con desgajadas estridencias agudas en sus registros altos. Cada vez que el animal soltaba su aullido, era como si vomitase bocanadas de puntiagudas astillas. Había oído antes aquel ladrido, aunque tal vez fuese mejor —mucho mejor, a decir verdad— que se las ingeniase para no recordar cuándo, ni qué sucedió en aquella ocasión.

Pero al menos eso la mantenía en movimiento —el pie izquierdo, el pie derecho, un, dos, un dos— y entonces se le ocurrió que, si abría los ojos, seguramente vería mejor a través de la niebla, así que los abrió. Y pudo ver que no era ningún pasillo fantasmal de La zona muerta, sino la alcoba de matrimonio de la casa de verano que tenían en el extremo norte del lago Kashwakamak, la zona conocida como Bahía del Corte. Supuso que el motivo de que sintiese frío se debía a que la única prenda de vestir que llevaba puesta eran unas braguitas de bikini. El cuello y los hombros le dolían porque unas esposas la mantenían sujeta a los postes de la cama y, cuando perdió el conocimiento, las nalgas se deslizaron fuera del colchón. Nada de pasillo inclinado; nada de humedad nebulosa. Sólo el perro era real, un perro que ladraba como un loco. Ahora sonaba muy cerca de la casa. Si Gerald lo oyese…

Acordarse de Gerald provocó en su cuerpo una dilatación, la cual envió a su vez una espiral de chispazos a través de los tensos bíceps y tríceps. Aquel hormigueo fue disminuyendo hasta desaparecer al llegar a los codos, y Jessie comprendió, con el espeso abatimiento de alguien que no ha acabado de despertarse, que tenía los brazos insensibles y que las manos lo mismo podían ser un par de guantes llenos de puré de patatas congelado.

«Esto va a resultar muy doloroso», pensó, y entonces lo recordó todo… en especial la imagen de Gerald cayendo de cabeza por un lado de la cama. Su marido estaba en el suelo, muerto o inconsciente, y ella se encontraba tendida en aquel lecho, con una idea en la cabeza: lo fastidioso que resultaba tener dormidos los antebrazos y las manos. ¿Hasta qué punto puede una ser egoísta y egocéntrica?

«Si Gerald ha muerto, la maldita culpa ha sido suya», dijo la voz del raciocinio. Intentó añadir unas cuantas verdades de estar por casa, pero Jessie la acalló. En su estado de consciencia incompleta, una ráfaga de claridad visual le permitió llegar al fondo de su banco de recuerdos y, de pronto, supo a quién pertenecía aquella voz ligeramente nasal, que hablaba a saltos, recortando las palabras, y que siempre parecía al filo de una risa teñida de sarcasmo. Era de Ruth Neary, su compañera de cuarto en la facultad. Ahora que lo sabía, Jessie se percató de que no estaba sorprendida lo más mínimo. Ruth siempre fue exageradamente generosa a la hora de compartir sus ideas, y sus opiniones y consejos escandalizaban con frecuencia a su compañera de habitación, inmadura e inexperta joven de diecinueve años, de Falmouth Foreside… cosa que indudablemente era lo que pretendía, al menos parcialmente; Ruth siempre tuvo el corazón en el sitio preciso, y Jessie jamás dudó de que Ruth se creía el sesenta por ciento de las cosas que contaba y había hecho el cuarenta por ciento de las cosas que afirmaba haber hecho. Cuando se refería a la cuestión sexual, el porcentaje seguramente sería más alto. Ruth Neary, la primera mujer que Jessie conoció que se negaba en redondo a afeitarse las piernas y las axilas; Ruth, que una vez llenó de espuma de ducha con perfume de fresa la funda de la almohada de una tutora antipática; Ruth, que, por principio, asistía a todas las reuniones de estudiantes y participaba en todas las obras experimentales. «Si falla todo lo demás, cariño, lo más probable es que algún mocetón cachas se desnude», le dijo en cierta ocasión a una fascinada Jessie, cuando volvían de ver una pieza estudiantil titulada El hijo del loro de Noé. «Quiero decir que no ocurre siempre, pero suele pasar… creo que ésa es la razón por la que se escriben —y se producen— obras estudiantiles, para que los chicos y las chicas puedan despelotarse y quedar en cueros vivos ante el personal».

No se había acordado de Ruth en un montón de años y ahora reaparecía dentro de su cabeza, para ofrecerle rutilantes pepitas de sabiduría como hiciera en otro tiempo. Bueno, ¿y por qué no? ¿Quién más cualificada que Ruth Neary para aconsejar a una persona mentalmente confusa y emocionalmente trastornada? Ruth Neary salió de la universidad de New Hampshire rumbo a tres matrimonios, dos intentos de suicidio y cuatro desintoxicaciones de drogas y alcohol. La buena de Ruth, otro brillante ejemplo de lo estupendamente que la antigua Generación del Amor llevaba a cabo la transición a la mediana edad.

—Jesús, justo lo que me hace falta, carta de una amiga desde el infierno —articuló Jessie, y el tono espeso, la forma en que arrastró las sílabas le aterraron más que la insensibilidad de las manos y los antebrazos.

Trató de deslizarse hacia la cabecera de la cama para adoptar la postura medio incorporada que tenía cuando Gerald efectuó aquella exhibición de zambullida (el espantoso ruido de huevo que se rompe ¿había sido parte del sueño?, rezó para que así fuera) y el recuerdo de Ruth quedó engullido por la súbita ráfaga de pánico que se abatió sobre ella al comprobar que no podía moverse. Aquellas espirales de hormigueo volvieron a girar a través de sus músculos, pero no sucedió nada. Los brazos colgaban a la altura y ligeramente por detrás de la cabeza, tan inmóviles y exánimes como leños de arce. Le desapareció de la cabeza la sensación de atontamiento —descubrió que el pánico le daba sopas con honda a las sales aromáticas— y notó que el corazón cambiaba a una marcha superior, pero eso fue todo. Una imagen vivida, entresacada de un examen de historia, parpadeó durante unos segundos detrás de sus ojos: un círculo de personas se reían y señalaban con el dedo a una joven con la cabeza y las manos encajadas en cepos. La muchacha se inclinaba hacia adelante, como una de esas brujas que aparecen en los cuentos de hadas y el pelo le caía sobre el rostro como un sudario de penitente.

«Se llama Santa Esposa Burlingame y se la castiga por haber lastimado a su marido», pensó. «Castigan porque no han podido coger a la verdadera responsable de la lesión del marido… a la que parece ser mi antigua compañera de cuarto en la facultad».

Pero lastimar, lesionar ¿eran las palabras adecuadas? ¿No cabía la probabilidad de que ahora estuviese compartiendo la cama con un cadáver? ¿No era también probable que, con perro o sin perro, del Corte se encontrase completamente desierta? ¿Que si se pusiera a gritar, lo único que la respondería iba a ser el chillido del somorgujo? ¿Sólo eso y nada más que eso?

Fue principalmente tal idea, con sus extrañas reminiscencias de El cuervo, de Poe, lo que la hizo comprender de pronto la situación, lo que estaba pasando y el apuro en el que se había metido, conjunto de circunstancias que hizo descender repentinamente sobre ella un terror absoluto y feroz como un ave de presa que surgiese del sol para lanzarse en picado con las garras por delante. Durante unos veinte segundos (de preguntar a Jessie cuánto duró aquel ataque de pánico, hubiera supuesto que por lo menos tres minutos y probablemente cerca de cinco) estuvo completamente dominada por ese miedo. Un delgado resquicio de consciencia racional permanecía abierto en lo más profundo de su ánimo, pero sólo era impotencia… la grieta por la que un espectador consternado observaba a la mujer —que se retorcía en la cama y agitaba al aire la cabellera al mover la cabeza de un lado a otro en gesto de negación— y escuchaba sus gritos roncos y aterrados.

Un dolor vidrioso y profundo en la base de la nuca, inmediatamente encima del nacimiento del hombro izquierdo, puso fin al alarido. Una calambre muscular, de los agudos… lo que los jockeys llamaban «caballo Charley».

Al tiempo que dejaba escapar un gemido, Jessie echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en los separados listones de caoba que formaban la cabecera de la cama. El músculo que tensó estaba inmóvil, contraído, doblado, y lo sintió duro como una piedra. El que su esfuerzo hubiera provocado la sensación de que le clavaban agujas y alfileres a lo largo de los antebrazos y en la palma de las manos tenía escasa importancia si se comparaba con aquel terrible dolor, y comprobó que apoyarse contra la cabecera sólo significaba ejercer más presión sobre el ya excesivamente castigado músculo.

Moviéndose por instinto, de modo inconsciente, Jessie plantó los talones en el colchón, alzó las posaderas y se impulsó con los pies. Dobló los codos y se mitigó la presión de los hombros y la parte superior de los brazos. Al cabo de un momento, el «caballo Charley» del músculo deltoides empezó a alejarse. Jessie emitió un largo y áspero suspiro de alivio.

El viento —observó que había evolucionado un poco desde la fase de brisa— soplaba a ráfagas en el exterior y susurraba a través de los pinos de la ladera existente entre el lago y la casa. En la cocina (que era otro universo en lo que a Jessie concernía), la puerta que Gerald y ella dejaron de cerrar bien seguía batiendo contra el marco: una, dos, tres, cuatro veces. Eran los únicos ruidos; sólo ésos y nada más que ésos. El perro había cesado de ladrar, al menos de momento, y la motosierra había dejado de rugir. Hasta el somorgujo parecía estar disfrutando de su pausa del café.

La imagen del somorgujo en su descanso cafetero, acaso flotando sobre las frías aguas y de cháchara con unas cuantas somorgujas, provocó en la garganta de Jessie un sonido entre chirriante y polvoriento. En circunstancias menos desagradables, aquel ruido hubiera podido tomarse por risita entre dientes. Disolvió los restos de pánico y aunque todavía quedaba temor en su ánimo, al menos volvió a ser dueña una vez más de sus pensamientos y de sus actos. También le dejó en la lengua un enojoso sabor metálico.

«Eso es adrenalina, cariño, o la secreción glandular que tu organismo desprende cuando sacas las zarpas y empiezas a subirte por las paredes. Si alguien te pregunta alguna vez qué es el pánico, ya podrás explicárselo: un vacío emocional que te deja con la impresión de que estuviste paladeando un puñado de monedas».

Le zumbaban los antebrazos y la sensación hormigueante se había extendido también a los dedos. Jessie abrió y cerró las manos varias veces, lo que le arrancó muecas de dolor. Oía el débil sonido de las cadenas de las esposas al rozar con las columnas de la cama y dedicó unos segundos a preguntarse si Gerald y ella no habrían estado locos… desde luego, lo parecía, aunque Jessie tampoco dudaba de que, en el mundo entero, miles de parejas practicaban diariamente juegos parecidos. Había leído que incluso había espíritus sexuales libres que se colgaban en el retrete y procedían a masturbarse mientras la afluencia de sangre al cerebro disminuía hasta quedar reducida a cero. Tales informaciones sólo servían para que se acentuase en Jessie la creencia de que, para los hombres, el pene era una maldición más que un don.

Pero si sólo había sido un juego (sólo eso y nada más), ¿por qué Gerald consideró necesario comprar unas esposas? Ésa sí que era una cuestión interesante, ¿no?

«Quizá, pero no creo que precisamente ahora sea una cuestión interesante, ¿verdad, Jessie?», preguntó la voz de Ruth Neary dentro de la cabeza de Jessie. Era realmente asombroso el modo en que la mente humana podía funcionar a lo largo de diversas pistas al mismo tiempo. Por una de ellas, Jessie se preguntó qué habría sido de Ruth, a la que vio por última vez lo menos diez años antes. Y habían transcurrido por lo menos tres años desde que tuvo noticias suyas. La última comunicación fue una postal en la que aparecía un joven ataviado con ornamentado traje de terciopelo rojo y gorguera en el cuello. El muchacho tenía la boca abierta y por ella salía sugestivamente una lengua bastante larga, algún DÍA Mi príncipe LE DARÁ A, rezaba la tarjeta postal. Agudeza de, recordó Jessie que había pensado entonces. Los Victorianos tuvieron a Alexander Pope; a Henry Louis Mencken; nosotros nos hemos quedado atascados en las tarjetas obscenamente horteras y en las pegatinas supuestamente ingeniosas del tipo de en realidad, mía.

La tarjeta llevaba un borroso matasellos de Arizona y la noticia de que Ruth había ingresado en una comuna lesbiana. No puede decirse que a Jessie le sorprendiese terriblemente la nueva; incluso llegó a musitar que tal vez su vieja amiga, que podía ser salvajemente irritante y sorprendente, melancólicamente amable (a veces sin solución de continuidad), había encontrado en el gran tablero de la vida el orificio horadado ex profeso para aceptar el clavo de extraña forma correspondiente a Ruth.

Jessie puso la tarjeta postal en el cajón superior izquierdo de su escritorio, donde guardaba un conjunto de correspondencia diversa que probablemente nunca contestaría, y desde entonces no había vuelto a acordarse más de su vieja compañera de cuarto, hasta ahora… Ruth Neary, cuyo sueño dorado era poseer una Harley-Davidson espectacular, de las que quitan el hipo, pero que nunca fue capaz de entendérselas con una transmisión de serie y ni siquiera podía llevar el viejo y domesticado Ford Pinto de Jessie; Ruth, que se perdía a menudo en el campus de la universidad de New Hampshire, incluso después de pasarse tres años allí; Ruth, que rompía a llorar cada vez que se olvidaba que tenía algo en el hornillo, hasta que la comida se le carbonizaba. Le ocurría con tanta frecuencia que era un verdadero milagro que nunca hubiera prendido fuego a su habitación… a toda la residencia. No dejaba de resultar raro que la sensata voz confidencial que sonaba en su cabeza fuese la de Ruth.

El perro empezó a ladrar de nuevo. No sonaba más cerca, pero tampoco mucho más lejos. Su dueño no habría salido a cazar aves, eso seguro; ningún cazador llevaría en sus expediciones cinegéticas un chivato canino tan escandaloso. Y si chucho y amo salieron simplemente a darse un garbeo, ¿cómo era que los ladridos llevaban cosa de cinco minutos sonando en el mismo sitio?

«Porque antes tenías razón», le susurró la voz del cerebro. «No hay amo». Esa voz no era la de Ruth, ni la de Burlingame, y desde luego no era la voz que ella creía tener (cualquiera que fuese su propia voz); era una voz muy joven y muy asustada. Y, lo mismo que la de Ruth, era una voz extrañamente familiar. «Es un perro extraviado, que va por su cuenta. No te ayudará, Jessie. No nos ayudará».

Pero quizás ésa era una opinión demasiado derrotista. Al fin y al cabo, no sabía que era un perro perdido, ¿o sí? Con seguridad, no lo sabía. Y hasta que tuviese la certeza absoluta, ella se negaba a creerlo.

—Si no te gusta, demándame judicialmente —dijo en voz baja y ronca.

Mientras tanto, quedaba la cuestión de Gerald. En su pánico y subsiguiente dolor, Jessie lo había dejado resbalar fuera de su cabeza, más o menos.

—¿Gerald? —La voz continuó sonándole incierta, como un tanto ausente de allí. Carraspeó y lo intentó otra vez—: ¿Gerald?

Nada. Cero. Ni asomo de respuesta.

«Eso no significa que esté muerto, así que continúa erre que erre, mujer… no te vayas con la música a otra parte».

Seguiría erre que erre, muchas gracias, y no tenía la menor intención de irse con la música a otra parte. A pesar de todo, una profunda desolación seguía inundando su ánimo y sus órganos esenciales, una sensación que era como una terrible nostalgia. El que Gerald no contestase no significaba que estuviese muerto, pero sí que, como mínimo, estaba inconsciente.

«Y probablemente muerto», añadió Ruth Neary. «No quiero echarte un jarro de agua fría, Jess, de verdad, ¿pero le oyes respirar? ¿A que no? Lo que quiero decir es que, normalmente, una oye la respiración de cualquier persona que esté inconsciente; suelen roncar con bastante fuerza y aspiran el aire de un modo algo así como lloriqueante, ¿no es cierto?».

—¿Cómo coño iba yo a saberlo? —dijo Jessie, pero su protesta no dejaba de ser una estupidez. Lo sabía porque durante la mayor parte de sus años escolares fue una entusiasta auxiliar voluntaria en los hospitales, y no se necesita mucho tiempo para tener una idea exacta del ruido que hacen los muertos; los muertos no hacen absolutamente ningún ruido. Ruth ya sabía todo eso por la época en que estuvo en el hospital de la ciudad de Portland —que la propia Jessie había llamado a veces «Los años de la cuña»—, pero esa voz lo habría sabido incluso aunque Ruth no lo supiese, porque esa voz no era la de Ruth; esa voz era la suya, la de Jessie. Tenía que seguir recordándoselo a sí misma, porque esa voz, misteriosamente, era su propia voz.

«Como las que oíste antes», murmuró la voz joven. «Las que oíste después del día oscuro».

Pero Jessie no quería pensar en aquello. Nunca quería pensar en aquello. ¿Es que no tenía ya bastantes problemas?

Sin embargo, la voz de Ruth estaba en lo cierto: las personas que han perdido el conocimiento —en especial las que se quedan inconscientes como consecuencia de un buen golpe en la cabeza— suelen roncar. Lo que significa…

—Probablemente Gerald está muerto —manifestó en tono pulvífero—. Vale, sí.

Se inclinó hacia la izquierda con todo el cuidado del mundo para que no sufriese más el músculo de la base del cuello tan crispada y dolorosamente contraído en aquel lado. No había llegado a estirar al máximo la cadena de las esposas de la muñeca derecha cuando vislumbró un brazo rosado y grueso, además de la mitad de la mano… salvo unos dedos. Era la mano derecha; lo comprendió al ver que el dedo corazón no llevaba anillo de matrimonio. Llegaba a ver la lúnula blanca de las uñas. Gerald siempre se enorgulleció de sus manos y uñas. Hasta aquel momento Jessie no se había dado cuenta del extremo al que llegaba en esa vanagloria. Era extraño lo poco que una veía, a veces. Lo poco que una observaba, incluso después de estar convencida de haberlo visto todo.

«Supongo que es así, pero te diré algo, dulzura: ahora puedes bajar las persianas, porque ya no quiero ver más». Nada, ni una cosa más. Pero negarse a ver era un lujo que Jessie no podía permitirse, al menos de momento.

Continuó la maniobra, extremando el cuidado, protegiendo delicadamente el cuello y el hombro, mientras se deslizaba hacia la izquierda todo lo que le permitía la cadena. No fue mucho —seis u ocho centímetros, máximo—, pero amplió su campo visual lo suficiente como para que sus ojos contemplaran parte del brazo y del hombro derechos de Gerald, así como unos centímetros cuadrados de la cabeza. No estuvo segura, pero le pareció distinguir minúsculas gotas de sangre en la rala cabellera. Supuso que era técnicamente posible que se tratara sólo de su imaginación. Así lo esperaba.

—¿Gerald? —susurró—. ¿Me oyes, Gerald? Por favor, di que me oyes.

No hubo respuesta. Ni movimiento alguno. Jessie notó que volvía el profundo desaliento nostálgico, como una hemorragia continua que no fuera posible restañar.

—¿Gerald? —susurró de nuevo.

«¿Por qué hablas en susurros? Está muerto. El hombre que una vez te sorprendió con un viaje de fin de semana a Aruba —precisamente a Aruba—, y que durante una fiesta de fin de año se puso en las orejas tus zapatos de piel de caimán… ese hombre está muerto ahí. Entonces, ¿por qué susurras?».

—¡Gerald! —Esa vez chilló el nombre—. ¡Despierta, Gerald!

El sonido de su propio grito casi provocó en su ánimo otro intervalo de pánico convulsivo, y lo más aterrador de todo era que Gerald seguía sin contestar y sin removerse; eso hacía comprender que el pavor continuaba presente, que aún estaba allí, flotando en inquietantes círculos dentro de su cabeza como un depredador podía estar dando vueltas alrededor de la fogata de campamento de una mujer que hubiera perdido contacto con sus compañeros de expedición para extraviarse en lo más profundo, denso y oscuro de la selva.

«No te has perdido», dijo Burlingame, pero Jessie no confiaba en aquella voz. Su tono de seguridad sonaba a falso, su raciocinio parecía tener sólo el espesor del barniz. «Sabes perfectamente dónde estás».

Sí, lo sabía. Estaba en el extremo final de un camino serpenteante, de una pista forestal llena de baches que se desviaba de Sunset Lane tres kilómetros al sur de allí. Aquella pista forestal era entonces un pasillo cubierto de caídas hojas secas, rojas y amarillas, sobre las cuales rodó el automóvil en el que iban Gerald y ella. Unas hojas que eran mudos testigos de que el ramal que partía de la carretera principal y llevaba al extremo norte de del Corte del lago Kashwakamak apenas se había visto transitado durante las tres semanas transcurridas desde que las hojas de los árboles empezaron a secarse y caer. Aquella punta del lago era dominio casi exclusivo de los veraneantes y, a juzgar por lo que Jessie vio, aquel camino lo mismo no se había utilizado desde del Trabajo. Era un recorrido de ocho kilómetros en total, primero por la pista forestal y después, a lo largo del Sunset Lane, hasta que se salía a 117, donde existían unas cuantas casas habitadas todo el año.

«Estoy aquí sola, mi marido yace muerto en el suelo y yo me encuentro esposada a la cama. Puedo desgañitarme chillando y no me servirá de nada; nadie va a oírme. La persona que tengo más cerca debe de ser el tipo de la motosierra y lo menos está a diez kilómetros. Incluso es posible que se encuentre en la otra orilla del lago. El perro sí que puede que me oiga, pero casi seguro que se trata de un chucho extraviado. Gerald ha muerto, lo cual es una vergüenza —yo no tenía la intención de matarle, si es que le he matado— pero, al menos, para él ha sido relativamente rápido, no lo será tanto para mí; si nadie empieza en Portland a preocuparse por nosotros, y no hay motivo para que nadie se preocupe, por lo menos durante cierto tiempo…».

No debía pensar así; acercaba más el pánico a su ánimo. Si no apartaba de su mente tal rutina, no tardaría en contemplar los rojos, hambrientos y estúpidos ojos del pavor. No, no debía pensar esas cosas. Lo malo del asunto era que, cuando una empezaba, luego era prácticamente imposible dejarlo.

«Pero tal vez es lo que te mereces», intervino de pronto la voz amedrentadora y febril de Bendita Burlingame. «Quizá sí. Porque tú le mataste, Jessie. No puedes engañarte respecto a eso, porque no voy a permitírtelo. Estoy segura de que Gerald no se encontraba en muy buena forma, y estoy segura de que tarde o temprano se habría ido al otro barrio —un ataque cardíaco en el despacho, o acaso en la autopista de peaje, al volver por la noche a casa, mientras intenta encender un cigarrillo y un mastodonte de diez ruedas le toca la bocina para que se aparte, le sobresalta, le empuja hacia el carril de la derecha…—. Pero tú no podías esperar a que ocurriera eso tarde o temprano, ¿verdad? Ah, no, tú, Jessie, la niña buena de Tom Mahout, no podías esperar. No podías quedarte quietecita ahí tumbada y dejar que él te soltase dentro su jeringazo, ¿verdad que no? Jessie Burlingame, dice: “A mí no me encadena ningún hombre”. Tenías que patearle las criadillas, ¿no? Y tenías que hacerlo mientras el termostato estuviese ya bien por encima de la raya roja. No le des más vueltas, querida: le asesinaste. De modo que tal vez merezcas estar ahí esposada a la cama. Quizá…».

—Bah, eso es una solemne memez —dijo en voz alta.

Fue un alivio indescriptible escuchar que otra voz —la voz de Ruth— salía de su boca. A veces (bueno… decir «con frecuencia» acaso resultara más próximo a la verdad) odiaba la voz de; la odiaba y la temía. A menudo era tonta y frívola, lo reconocía, pero también resultaba muy fuerte, muy duro decir que no.

Bendita Burlingame siempre estaba deseando asegurarle que se había equivocado al comprar aquel vestido, que eligió el peor de los abastecedores para la fiesta de fines de verano que Gerald daba todos los años en honor de los otros socios de la firma y de sus esposas (con la salvedad de que quien realmente se encargaba de la fiesta era Jessie; todo lo que hacía Gerald era mariposear por allí, soltar alguna que otra exclamación en plan eufemismo y llevarse todo el mérito). Bendita era la que siempre insistía en que tenía que adelgazar dos kilos y medio. No iba a dejar de decirlo aunque le resaltaran las costillas. «¡Olvídate de las costillas!», gritaba en tono de horror farisaico. «¡Mira qué tetas tienes, chica! ¡Y si esas ubres no te hacen vomitar hasta llenar un barril, entonces échate un vistazo al muslamen!».

—Qué tontería —dijo. Trató de poner más energía en la voz, pero pudo captar en ella un ligero temblor, lo que no era bueno. No era nada bueno, en absoluto—. Gerald sabía que yo hablaba en serio… lo sabía. Entonces, ¿de quién es la culpa?

¿Pero eso era realmente cierto? En un sentido, sí… ella había visto que Gerald se negaba conscientemente a aceptar lo que observó en el rostro y oyó en la voz de su mujer. Pero, en otro sentido —un sentido mucho más fundamental—, ella sabía que eso tampoco era verdad, porque en el curso de los últimos diez o doce años de su convivencia, Gerald no la había tomado en serio prácticamente en nada o en muy poca cosa. Se empeñaba, como si para él fuese una segunda profesión, en no escuchar lo que Jessie decía, a menos que se tratase de comidas o de dónde estarían a tal o tal hora en cuál o cuál noche (así que no lo olvides, Gerald). Las únicas excepciones al reglamento del oído de mercader lo constituían algún que otro comentario referente a lo que engordaba o bebía Gerald. Éste escuchaba lo que Jessie tenía que decir sobre eso y, claro, no le gustaba, pero eran observaciones perfectamente descartables como parte del mítico orden natural: los peces nadan, los pájaros vuelan, las esposas dan la matraca.

De modo que, ¿qué había esperado ella de aquel hombre? ¿Que dijese: «Sí, cariño, en seguida estoy contigo, y, a propósito, gracias por hacerme ver las cosas como son»?

Sí; suponía que alguna parte ingenua de su persona, alguna parte de la niña candorosa que aún debía de quedarle intacta, había esperado precisamente eso.

La sierra de cadena, que llevaba un buen rato chirriando y cortando, se quedó silenciosa de pronto. El perro, el somorgujo e incluso el viento también se habían callado, al menos de momento, y del ambiente se enseñoreó una quietud tan espesa y palpable como diez años de polvo acumulado en una casa abandonada. No oía ningún motor de automóvil o camión, ni siquiera lejano. Y la voz que ahora hablaba no pertenecía a nadie, sino a ella misma. Exclamó: «¡Oh, Dios mío, estoy aquí completamente sola! Lo que se dice completamente sola».