Capítulo 46

Polperro, Cornualles, 2005

La casa de Clara era pequeña y blanca, y se aferraba al borde de un promontorio, un leve trecho un poco más arriba de un pub llamado El Bucanero.

—¿Quieres hacer el honor? —dijo Christian cuando llegaron.

Cassandra asintió, pero no llamó. Se sentía atacada, de pronto, por una oleada de excitación nerviosa. La hermana perdida de su abuela estaba al otro lado de la puerta. En breves momentos, el misterio que había marcado la mayor parte de la vida de Nell estaría resuelto. Cassandra miró a Christian y pensó otra vez lo contenta que estaba porque la hubiera acompañado.

Después que Ruby partiera para Londres esa mañana, Cassandra le había esperado en la escalera de la entrada del hotel, aferrando la copia de los cuentos de hadas de Eliza. Él también había llevado la suya, y descubrieron que, efectivamente, faltaba un relato en el libro de Cassandra. La diferencia en la encuadernación era tan leve, el corte tan exacto, que Cassandra no se había dado cuenta antes. Ni siquiera los números de las páginas ausentes le habían llamado la atención. La caligrafía era tan retorcida, tan elaborada, que habría hecho falta un grafólogo para discernir la diferencia entre el 54 y el 61.

De camino a Polperro, Cassandra había leído «El huevo de oro» en voz alta. Mientras lo hacía, se fue convenciendo más y más de que Christian tenía razón, que la historia era una alegoría sobre la adquisición de la hija de Rose. Un hecho que le daba aún más certeza sobre lo que Clara quería decirle.

Pobre Mary, obligada a entregar a su primogénita y a mantener el secreto. No era un milagro que quisiera liberarse con su hija en sus últimos días. Una hija perdida perseguía a una madre toda la vida.

Leo tendría ahora casi doce años.

—¿Estás bien? —Christian la estaba mirando, el ceño fruncido, los ojos entrecerrados.

—Sí —dijo Cassandra, apartando sus recuerdos—. Estoy bien. —Y, mientras le sonreía, no le pareció una mentira como habría sido habitual.

* * *

Alzó la mano y estaba a punto de agarrar la aldaba cuando la puerta se abrió. De pie frente al marco de la pequeña y estrecha puerta estaba una anciana regordeta cuyo delantal, atado a la cintura, daba la impresión de un cuerpo formado por dos bolas de masa.

—Los vi ahí de pie —explicó con una sonrisa, señalándolos con un dedo curvo—, y me dije: «Deben de ser mis jóvenes invitados». Entren y les prepararé una buena taza de té.

Christian se sentó junto a Cassandra en el sofá floreado, acomodando los almohadones tricotados entre ellos, para hacer sitio. Él parecía terriblemente desproporcionado entre tanto cachivache y adorno, a tal punto que Cassandra tuvo que resistir la tentación de reír.

Una tetera amarilla ocupaba un lugar prominente sobre un arcón de la sala, tapada por una funda con forma de gallina que se parecía mucho a Clara, pensó Cassandra: pequeños ojos alertas, un cuerpo regordete, una boca en pico.

Clara trajo una tercera taza de té y colocó algunas hojas en cada una.

—Es mi mezcla especial —señaló—. Tres partes de Breakfast y una parte de Earl Gray. —Miró por encima de sus gafas—. Es decir, Breakfast inglés. —Cuando agregó la leche se acomodó en su sillón junto al fuego—. Ya era hora de dar descanso a mis pobres pies. Estuve todo el día de pie, organizando los expositores para el festival de la cosecha.

—Gracias por recibirme —dijo Cassandra—. Éste es mi amigo, Christian.

Christian extendió la mano sobre el arcón para estrechar la de Clara, quien se sonrojó.

—Encantada de conoceros. —Dio un sorbo al té, luego hizo un gesto en dirección a Cassandra—. La señora del museo, Ruby, me habló sobre tu abuela —empezó—. La que no sabía quiénes eran sus padres.

—Nell —apuntó Cassandra—. Ése era su nombre. Mi bisabuelo Hugh la encontró cuando era pequeña, sentada sobre una maleta blanca en el muelle de Maryborough. Era jefe del puerto, y un barco…

—¿Has dicho Maryborough?

Cassandra asintió.

—Eso es una coincidencia, en verdad. Tengo familia en un lugar llamado Maryborough. En Queen…

—Queensland —precisó Cassandra y se inclinó hacia delante—. ¿Qué familia?

—El hermano de mi madre se mudó allí de joven. Crio a sus hijos, mis primos. —Rio—. Madre decía que se habían asentado allí por el nombre del lugar.

Cassandra miró a Christian. ¿Sería ése el motivo por el que Eliza había puesto a Nell en ese barco en particular? ¿Estaba devolviéndola a la familia de Mary, a la verdadera familia de Nell? En vez de llevar a la niña a Polperro y arriesgarse a que los lugareños la reconocieran como Ivory Mountrachet, ¿había optado por el hermano emigrado de Mary? Cassandra sospechaba que Clara tenía la respuesta, todo lo que necesitaba era azuzarla en la dirección correcta.

—Su madre, Mary, trabajaba en la mansión Blackhurst, ¿no?

Clara tomó un largo sorbo de té.

—Trabajó allí hasta que la despidieron, en 1909. Había estado allí desde niña, casi diez años. La echaron por quedarse embarazada. —Clara bajó la voz hasta volverla un susurro—. No estaba casada, saben, y en esos días no se podía tolerar. Pero no era mala muchacha, mi madre. Era tan honesta como una libra de velas. Ella y mi padre terminaron casándose, como corresponde. Lo hubieran hecho antes si no hubiera enfermado de neumonía. Casi no llega a su propio casamiento. Fue cuando se mudaron a Polperro, recibieron algo de dinero y abrieron la carnicería.

Tomó un pequeño libro rectangular de la bandeja del té. La cubierta estaba decorada con papel de regalo y retazos de tela y botones, y cuando Clara lo abrió, Cassandra se dio cuenta de que era un álbum de fotos. Clara buscó una página que estaba marcada con una cinta y se la pasó por encima del arcón.

—Ésa de ahí es mi madre.

Cassandra miró a la joven de ensortijados cabellos y sinuosas curvas, intentando descubrir a Nell en sus facciones. Había tal vez algo de Nell en la boca, una sonrisa que jugaba en los labios cuando menos se lo proponía. Pero así era la naturaleza de las fotos: cuanto más miraba Cassandra, ¡más le parecía que había algo de la tía Phyllis en la nariz y los ojos!

Le pasó el álbum a Christian y le sonrió a Clara.

—Era muy bonita, ¿no?

—Ah, sí —dijo Clara con un guiño pícaro—. Muy buena moza, mi madre. Demasiado bonita para sirvienta.

—¿Sabe si disfrutó de su paso por Blackhurst? ¿Lamentó tener que irse?

—Estaba feliz de irse de la casa, pero triste de dejar a su señora.

Esto era una novedad.

—¿Ella y Rose se llevaban bien?

Clara sacudió la cabeza.

—No sé nada de ninguna Rose. Era de Eliza de quien solía hablar. La señorita Eliza esto, y la señorita Eliza lo otro.

—Pero Eliza no era la señora de la mansión Blackhurst.

—Bueno, oficialmente no, pero ella era a quien mi madre más quería. Solía decir que la señorita Eliza era la única chispa de vida en un lugar muerto.

—¿Por qué pensaba que era un lugar muerto?

—Los que ahí vivían eran como muertos, decía mi madre. Todos tristes por una razón u otra. Todos queriendo cosas que no debían o no podían tener.

Cassandra pensó en esta observación sobre la vida en la mansión Blackhurst. No era la impresión que había recibido al leer los cuadernos de Rose, aunque por cierto Rose, con su concentración en los vestidos nuevos y las aventuras de su prima Eliza, era sólo una voz en una casa que debía haber tenido el eco de otras. Ésa era la naturaleza de la historia, por supuesto: quimérica, parcial, inaccesible, un relato realizado por los triunfadores.

—Sus patrones, milord y milady, eran ambos desagradables, según mi madre. Recibieron lo suyo al final, ¿no?

Cassandra frunció el ceño.

—¿A quién se refiere?

—Ellos dos. Lord y lady Mountrachet. Ella murió al mes o dos después de su hija, un envenenamiento de la sangre, creo. —Clara sacudió la cabeza y bajó la voz, en tono conspirador, casi con regocijo—. Muy desagradable. Mi madre escuchó decir a los criados que daba miedo en los últimos días. El rostro retorcido, de modo que parecía sonreír como un espíritu maligno, escapando de su lecho de enferma para acechar por los pasillos con un gran manojo de llaves en la mano, cerrando todas las puertas y hablando sobre un secreto que nadie debía saber. Loca como una cabra, al final, y él no mucho mejor.

—¿Lord Mountrachet también murió envenenado?

—Oh no. Él no. Perdió su fortuna viajando a lugares lejanos. —Bajó la voz—. Lugares donde se practicaba el vudú. Dicen que trajo recuerdos que harían que se le pusieran a uno los pelos de punta. Según parece, se volvió loco. El personal se marchó, todos menos una cocinera y un jardinero que habían estado ahí toda la vida. Según mi madre, cuando el viejo murió nadie se dio cuenta sino días después. —Clara sonrió, de modo que sus ojos se cerraron—. Eliza, en cambio, se escapó, ¿no? Eso es lo importante. Viajó cruzando el mar, dijo mi madre. Eso siempre la ponía contenta.

—Aunque no fue a Australia —dijo Cassandra.

—No sé adónde, si les digo la verdad —dijo Clara—. Sólo sé lo que mi madre me contó: que Eliza se escapó a tiempo de esa casa horrible. Se fue como siempre había planeado y nunca regresó. —Mantuvo un dedo en alto—. De ahí es de donde vienen esos dibujos, los que tanto le gustaron a la dama del museo. Eran de ella, de Eliza. Estaban entre sus cosas.

Cassandra tenía en la punta de la lengua la pregunta de si Mary se los había quitado a Eliza, pero se contuvo. Se dio cuenta de que podía ser interpretado como una grosería sugerir que la querida y difunta madre había robado cosas valiosas de su patrona.

—¿Qué cosas?

—Las cajas que mi mamá compró…

Ahora era Cassandra la que estaba confundida.

—¿Le compró unas cajas a Eliza?

—No a Eliza. De Eliza. Después de que se marchara.

—¿A quién se las compró?

—Fue una gran subasta. Yo misma la recuerdo. Mi madre me llevó de pequeña. Se celebró en 1935, yo tenía quince años. Después que el viejo lord murió, un pariente lejano de Escocia se decidió a vender la propiedad, esperando conseguir algo de dinero, durante la Depresión, sin duda. Sea como fuere, mi madre lo leyó en el periódico y vio que estaban planeando vender algunas otras cosas. Creo que le hacía ilusión pensar que podía ser dueña de un pedacito del lugar en donde había sido tratada tan mal. Me llevó consigo porque decía que me haría bien ver dónde había comenzado. Quiso que estuviera agradecida de no haber sido sirvienta, alentarme a esforzarme en la escuela para conseguir más de lo que ella consiguió. No puedo decir que lo consiguiera, pero lo cierto es que me impresionó mucho. La primera vez que veía algo así. No tenía idea de que hubiera quienes vivían de esa manera. Uno no ve semejante grandeza por estos parajes. —Asintió para indicar su acuerdo con ese estado de cosas, luego hizo una pausa y alzó la vista—. Ahora, ¿por dónde iba?

—Nos estaba contando lo de las cajas —le alentó Christian—. Las que su madre compró en Blackhurst.

Alzó un dedo tembloroso.

—Eso es, de la propiedad de Tregenna. Deberían haber visto su expresión cuando las vio. En una mesa con otras cosas sueltas, lámparas, pisapapeles, libros y demás. No me parecían gran cosa, pero mamá supo de inmediato que eran de Eliza. Me tomó la mano, por primera vez en mi vida, creo, y fue casi como si no pudiera respirar. En verdad comencé a preocuparme, pensé que tenía que conseguirle una silla, pero no quiso saber nada de eso. Se aferró a las cajas. Era como si tuviera miedo de alejarse, en caso de que alguien más las comprara. No me parecía probable; como ya dije, no parecían gran cosa. Pero sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad?

—¿Y los bosquejos de Nathaniel Walker estaban en la caja? —preguntó Cassandra—. ¿Con las cosas de Eliza?

Clara asintió.

—Es raro, ahora lo recuerdo. Madre estaba tan feliz de comprarlas, pero cuando llegamos a casa hizo que papá las llevara arriba, las guardara en el altillo y ésa fue la última vez que supe de ellas. No es que haya pensado mucho en ellas desde entonces. Tenía quince años. Seguramente le había echado el ojo a algún muchacho de la zona y nada me importaban unas cajas viejas que mi madre había comprado. Hasta que me mudé con ella, y noté que traía las cajas consigo. Eso me resultó raro, y en verdad demostró lo que significaban para ella, porque no trajo muchas cosas. Y fue al vivir juntas cuando por fin me dijo lo que significaban, por qué eran tan importantes.

Cassandra recordó el relato de Ruby sobre el cuarto del piso superior, todavía lleno de las pertenencias de Mary. ¿Qué otras preciosas pistas podría haber todavía, enterradas en cajas, nunca vistas? Tragó saliva.

—¿Las ha mirado alguna vez?

Clara tomó un sorbo de té, para entonces seguramente frío, y jugueteó con el asa de la taza.

—Debo admitir que lo hice.

Cassandra sentía su corazón latiéndole con fuerza; se inclinó hacia delante.

—¿Y?

—En su mayoría eran libros, una lámpara, como dije. —Hizo una pausa, y sus mejillas se ruborizaron violentamente.

—¿Había algo más? —Con cuidado, ah, con mucho cuidado.

Clara movió la punta de su zapatilla sobre la alfombra. Miró cómo avanzaba antes de alzar la vista.

—Encontré también una carta, casi encima de todo. Estaba dirigida a mi madre, escrita por un editor de Londres. Me dio el susto de mi vida. Nunca había pensado en mamá como escritora. —Clara rio—. Y en verdad que no lo era.

—¿Qué era entonces la carta? —preguntó Christian—. ¿Por qué le había escrito el editor a su madre?

Clara parpadeó.

—Bueno, parece que mamá debió de enviar una de las historias de Eliza. Por lo que pude discernir de la carta, la encontró en la caja, entre las cosas de Eliza, y pensó que debía publicarse. Resulta que Eliza la había escrito justo antes de partir para su aventura. Era una bonita historia, llena de esperanza y finales felices.

Cassandra pensó en el artículo fotocopiado en la libreta de Nell.

—El vuelo del cuclillo —dijo.

—Esa misma —confirmó Clara, complacida como si ella misma hubiera escrito la historia—. ¿La ha leído?

—He leído sobre ella, pero no he visto la historia. Fue publicada años después del resto.

—Así es. Era en 1936, de acuerdo con la carta enviada. Mi madre se hubiera complacido con la carta. Habría sentido que hizo algo por Eliza. La extrañó después de que se fuera; eso es un hecho.

Cassandra asintió, casi podía probar la solución al misterio de Nell.

—Tenían un fuerte vínculo, ¿no?

—Sí lo tenían.

—¿Qué piensa que era lo que las unía? —Se mordió el labio, conteniéndose.

Clara entrecruzó sus rígidos dedos sobre la falda y bajó la voz.

—Las dos compartían algo que nadie más sabía.

Algo dentro de Cassandra se liberó. Su voz era un hilo.

—¿Qué era? ¿Qué fue lo que le contó su madre?

—Fue en sus últimos días. Decía que algo horrible había tenido lugar y que quienes lo habían hecho creían haberse salido con la suya. Lo repetía una y otra vez.

—¿Y qué cree que quiso decir?

—Al principio no presté mucha atención a eso. Decía con frecuencia cosas raras hacia el final. Insultaba a nuestros amigos más queridos. Ya casi no era ella misma. Pero seguía y seguía: «Está todo en la historia», continuaba diciendo. Se llevaron a la pequeña e hicieron que ella siguiera sin ella. No sabía de qué estaba hablando, a qué historia hacía referencia. Pero al final no importó, porque me lo dijo directamente. —Clara respiró hondo, sacudió la cabeza con tristeza, mirando a Cassandra—. Rose Mountrachet no era la madre de la pequeña, de tu abuela.

Cassandra suspiró aliviada. Finalmente, la verdad.

—Lo sé —dijo, tomando las manos de Clara—. Nell era hija de Mary, el embarazo por el que la despidieron.

La expresión de Clara era difícil de interpretar. Miró a Christian y a Cassandra, la comisura de los párpados temblando leves, parpadeando confusa, y luego se echó a reír.

—¿Qué? —dijo Cassandra, con algo de alarma—. ¿Qué es tan gracioso? ¿Se siente bien?

—Mi madre estaba embarazada, eso es cierto, pero nunca tuvo el bebé. No entonces. Lo perdió alrededor de las doce semanas.

—¿Qué?

—Es lo que estoy tratando de decirle. Nell no era hija de madre, era hija de Eliza.

* * *

—Eliza estaba embarazada. —Cassandra se quitó la bufanda y la puso sobre el bolso, en el suelo del automóvil.

—Eliza estaba embarazada. —Christian golpeteó con sus manos enguantadas el volante del automóvil.

La calefacción del coche estaba encendida, el radiador zumbaba y hacía ruido mientras dejaban atrás Polperro. La niebla había caído mientras visitaban a Clara, y a lo largo del camino de la costa, los amortiguados faros de los barcos ondeaban con la fantasmal marea.

Cassandra miraba adelante, sin ver, su mente tan brumosa como el paisaje al otro lado de la ventanilla.

—Eliza estaba embarazada. Era la madre de Nell. Por eso se la llevó. —Tal vez si lo repitiera suficientes veces, tendría sentido.

—Así parece ser.

Reclinó la cabeza hacia un lado y se frotó el cuello.

—Pero no entiendo. Antes todo encajaba, cuando era Mary. Ahora que es Eliza… no puedo entender cómo Rose acabó quedándose con Ivory. ¿Por qué no se la quedó Eliza? ¿Y cómo nadie lo supo?

—Excepto Mary.

—Excepto Mary.

—Supongo que lo mantuvieron en silencio.

—¿La familia de Eliza?

Asintió.

—Era soltera, joven, sus tíos eran responsables, y ella termina embarazada. No se habría visto bien.

—¿Quién era el padre?

Christian se encogió de hombros.

—¿Algún hombre de la zona? ¿Tenía novio?

—No lo sé. Era amiga del hermano de Mary, William; eso dice el cuaderno de Nell. Fueron buenos amigos hasta que tuvieron una discusión por algo. Tal vez fue él.

—¿Quién sabe? Supongo que en verdad no importa. —La miró—. Quiero decir, importa, claro, para Nell y para ti, pero en lo que a la historia se refiere, todo lo que importa es que ella estaba embarazada y no Rose.

—Y convencieron a Eliza para que le entregara el bebé a Rose.

—Hubiera sido más sencillo para todos.

—Eso es discutible.

—Quiero decir, socialmente. Después, Rose murió…

—Y Eliza recuperó a su hija. Eso tiene sentido. —Cassandra miró la niebla que cubría los altos pastos junto a la carretera—. ¿Pero por qué no fue en el barco a Australia con Nell? ¿Por qué una mujer tomaría a su hija para luego enviarla en un largo y peligroso viaje a una tierra desconocida, sola? —Cassandra suspiró pesadamente—. Parece que, cuanto más nos acercamos, más se enreda la telaraña.

—Tal vez sí fue con la niña. Tal vez algo le pasó en el camino, alguna enfermedad o algo. Clara parece convencida de que se marchó.

—Pero Nell recuerda que Eliza la puso en el barco y le dijo que esperara, dejándola para no regresar. Era una de las pocas cosas de las cuales estaba segura. —Cassandra se mordió el pulgar—. Qué frustrante. Pensé que al obtener respuestas hoy se acabarían las preguntas.

—Una cosa es cierta, «El huevo de oro» no hablaba de Mary; Eliza lo escribió refiriéndose a sí misma. Ella era la dama en la cabaña.

—Pobre Eliza —dijo Cassandra, mientras el triste paisaje pasaba por la ventanilla—. La vida de la dama después que entrega su huevo es tan…

—Desolada.

—Sí. —Cassandra tembló. Entendía la pérdida de quien pierde su propósito, quedando más pálido, más ligero, más vacío—. No es sorprendente que recuperara nuevamente a Nell cuando tuvo la oportunidad. —¿Qué no daría Cassandra por una segunda oportunidad?

—Lo cual nos hace dar una vuelta completa: si recuperó a su hija, ¿por qué no fue con ella en el barco?

Cassandra sacudió la cabeza.

—No lo sé. No tiene sentido.

Pasaron junto al cartel que les daba la bienvenida a Tregenna y Christian salió de la ruta principal.

—¿Sabes qué me parece?

—¿Qué? —dijo Cassandra.

—Que deberíamos almorzar algo en el pub, y hablar un poco más del asunto. Ver si podemos encontrarle respuesta. Estoy seguro de que la cerveza nos ayudará.

Cassandra sonrió.

—Sí, suelo notar que la cerveza es lo que hace que mi mente sea más flexible. ¿Te parece bien si antes pasamos por el hotel para coger mi chaqueta?

Christian tomó la ruta por los bosques y dobló en la entrada al hotel Blackhurst. La niebla acechaba inmóvil y húmeda en las acequias del camino, y condujo con cuidado.

—Vuelvo en un segundo —dijo Cassandra, cerrando la portezuela al bajar. Subió a la carrera las escaleras, hasta llegar al vestíbulo—. Hola, Sam —dijo, saludando a la recepcionista.

—Oye, Cass. Hay alguien aquí que quiere verte.

Cassandra se detuvo a medio subir.

—Robyn Jameson ha estado esperando en la sala desde hace una media hora o poco menos.

Cassandra miró hacia fuera. Christian concentraba su atención en sintonizar la radio del automóvil. No le importaría esperar un minuto más. A Cassandra no se le ocurría qué podía querer decirle Robyn, pero se imaginaba que no llevaría mucho tiempo.

—Bueno, hola —dijo Robyn, cuando vio a Cassandra acercarse—. Un pajarito me ha dicho que has pasado la mañana conversando con Clara, mi prima segunda.

La red de información del condado era impresionante.

—Es verdad.

—Espero que hayas pasado un buen rato.

—Así fue, gracias. Espero que no hayas esperado demasiado.

—Para nada. Tengo algo para ti. Supongo que podría haberlo dejado sobre tu escritorio, pero pensé que sería necesaria una pequeña explicación.

Cassandra alzó las cejas mientras Robyn continuaba.

—Fui a visitar a mi padre durante el fin de semana, en el geriátrico. Le gusta escuchar todas las noticias sobre el pueblo; una vez fue cartero, ¿sabes? Y resulta que le mencioné que estabas aquí, restaurando la cabaña que tu abuela te legó, en la cima del acantilado. Él me miró del modo más peculiar. Puede que sea viejo, pero es agudo como un alfiler, al igual que su padre antes que él. Me tomó del brazo y me dijo que había una carta que debía entregarte.

—¿A mí?

—En verdad a tu abuela, pero viendo que ella ya no está con nosotros, a ti.

—¿Qué tipo de carta?

—Cuando tu abuela se fue de Tregenna, fue a ver a mi padre. Le dijo que regresaría para ocupar la Cabaña del Acantilado, y le pidió que le guardara la correspondencia. Él dijo que había sido muy clara al respecto, así que, cuando le llegó una carta, hizo como le pidió y la guardó en el correo. Cada tantos meses, la llevaba colina arriba, pero la cabaña estaba siempre desierta. Crecieron los setos, se asentó el polvo, y el lugar fue pareciendo cada vez menos habitado. Al final, dejó de ir. Sus rodillas comenzaron a causarle problemas y asumió que tu abuela iría a verlo cuando regresara. En general, la habría enviado de vuelta al remitente, pero tu abuela había sido muy precisa, así que guardó la carta todo este tiempo.

Me dijo que tenía que ir al sótano donde están guardadas todas las cosas y que sacara la caja de cartas perdidas. Que entre ellas encontraría una dirigida a Nell Andrews, Posada Tregenna, recibida en noviembre de 1975. Y tenía razón. Ahí estaba.

Buscó en su cartera, sacó un pequeño sobre gris y se lo dio a Cassandra. El papel era barato, casi tan delgado que era transparente. Estaba escrito con una caligrafía antigua, bastante enrevesada, dirigida a un hotel en Londres y luego redirigida a la Posada Tregenna. Cassandra miró el remitente.

Allí, con la misma letra, estaba escrito: «Remitente: Señorita Harriet Swindell, 37 Battersea Church, Londres, SW11».

Cassandra recordaba la anotación en el cuaderno de Nell. Harriet Swindell era la mujer a la que había visitado en Londres, la anciana que había nacido y crecido en la misma casa que Eliza. ¿Por qué le había escrito a Nell?

Con dedos temblorosos, Cassandra abrió el sobre. El delgado papel se rasgó delicadamente. Desdobló la carta y comenzó a leer.

3 de noviembre de 1975

Querida señora Andrews,

Bueno, no me importa decirle que desde que me visitó, preguntándome por la dama de los cuentos de hadas, no he pensado en otra cosa. Ya verá cómo le sucederá a usted lo mismo cuando llegue a mis años: el pasado se convierte en una especie de viejo amigo. Del tipo que llega sin avisar y se niega a marcharse. ¿Sabe?, me acuerdo de ella, la recuerdo bien, sólo que usted me cogió por sorpresa con su visita, apareciendo a la puerta de casa justo a la hora del té. No estaba segura de si me sentía con ganas de hablar de los viejos tiempos con una desconocida. Mi sobrina Nancy me dice que debo hacerlo, que todo pasó hace tanto tiempo que casi ya no importa, así que he decidido escribirle, tal como me pidió. Porque Eliza Makepeace regresó para visitar a mi madre. Sólo una vez, cierto, pero la recuerdo bien. Entonces yo tenía dieciséis años, y así es como sé que tiene que haber sido por 1913.

Recuerdo que pensé que había algo extraño en ella desde el principio. Puede que tuviera las ropas caras de una dama, pero había algo en ella que no terminaba de encajar. Mejor dicho, había algo en ella que encajaba con nosotros en el 35 de Battersea Church. Algo que la diferenciaba de las otras damas que podían verse por la calle en aquel entonces. Ella entró en el negocio, un tanto agitada, me pareció, como si estuviera apurada y no quisiera ser vista. Medio sospechosa. Saludó con un gesto de cabeza a mi madre, como si ambas se conocieran, y Madre, por su lado, le sonrió, una imagen que no vi muchas veces. Quienquiera que fuera esa dama, pensé para mí, madre debe saber que puede ganarse una libra con su trato.

Su voz, cuando habló, era clara y musical. Ésa fue la primera señal que tuve de que tal vez la hubiera conocido de antes. Era de alguna manera familiar. Era una voz de ésas que los niños desean escuchar, que habla de hadas y genios y no deja duda de que es todo verdadero.

Le agradeció a Madre que la recibiera y dijo que se marchaba de Inglaterra y que no regresaría por algunos años. Recuerdo que tenía muchos deseos de subir a ver el cuarto en el que había vivido, una horrible habitación en lo más alto de la casa. Era gélida, con una chimenea que no funcionaba, y oscura, sin una ventana. Pero dijo que era por los viejos tiempos.

Sucedió que en esa época Madre no tenía inquilino —una desagradable disputa sobre alquileres pendientes—, así que no puso pegas a que la dama la viera. Le dijo que subiera y se tomara su tiempo, incluso puso la tetera al fuego. Tan inusual en ella como pudiera imaginarse.

Madre la miró mientras subía las escaleras, luego me llamó deprisa. Sube tras ella, dijo, y asegúrate de que no baje demasiado pronto. Estaba habituada a las órdenes de Madre, y a sus castigos si desobedecía, así que hice lo que me pidió y seguí a la dama escaleras arriba.

Para cuando llegué al descanso, había cerrado la puerta del cuarto a su paso. Podía haberme sentado en donde estaba y asegurarme de que no decidiera bajar demasiado pronto, pero era curiosa. No podía, ni aunque me fuera la vida, imaginar por qué había cerrado la puerta. Como dije, no había ventanas en ese cuarto, y la puerta era la única manera de que entrara luz.

Había un agujero en la base de la puerta, carcomida por las ratas, así que me acosté en el suelo lo más pegada que pude, y la observé. Observé mientras permanecía de pie en medio del cuarto, girando para verlo todo, y observé cuando se dirigió hacia la vieja y rota chimenea. Se sentó en el borde, y con un brazo revisó su interior, y luego se sentó lo que pareció una eternidad. Por fin, retiró el brazo, y en sus manos tenía un tarro de arcilla. Debí de hacer un ruido en ese momento —estaba sorprendida— porque ella alzó la vista, con los ojos abiertos, enormes. Contuve la respiración y tras un momento ella volvió a concentrarse en el tarro, lo sostuvo contra su oreja y lo sacudió levemente. Pude ver por su expresión que se sentía feliz con lo que escuchaba. Después se lo guardó en un bolsillo especial que tenía cosido a su vestido y comenzó a avanzar hacia la puerta.

Me apresuré a bajar y le dije a Madre que ella venía. Me sorprendió ver que Tom, mi hermano menor, estaba de pie junto a la puerta, respirando agitado, como si hubiera corrido una gran distancia, pero no tuve tiempo de preguntarle adónde había ido. Madre estaba observando las escaleras, por lo que hice lo mismo. La dama descendió, le agradeció que la hubiera dejado mirar y le dijo que no podía quedarse a tomar el té, porque tenía poco tiempo.

Entonces, al llegar abajo, vi que había un hombre de pie en las sombras, a un lado de la escalera. Un hombre con graciosos anteojos, de los que no tienen patillas, sólo un pequeño puente que pellizca la nariz. Estaba sosteniendo una esponja en la mano, y cuando ella llegó al pie de la escalera la apretó contra su nariz y ella cayó al instante, en sus brazos. Debí de gritar entonces, porque recibí una bofetada de Madre.

El hombre me ignoró y arrastró a la dama hacia la puerta. Con la ayuda de Padre la alzó hasta el carruaje, se despidió, le entregó a Madre un sobre que sacó de su chaqueta y se fue.

Me gané un tirón de orejas, más tarde, cuando le conté a Madre lo que había visto. Por qué no me lo dijiste, niña tonta, me regañó. Podía haber sido algo de valor. Podíamos habérnoslo quedado por nuestros esfuerzos. De nada hubiera servido que le recordara que el hombre de los caballos negros ya le había pagado muy bien por la dama. En lo que a Madre se refiere, nunca se tenía suficiente dinero.

No volví a ver a la dama, y no sé qué pasó con ella después de que nos dejara. Siempre estaba pasando algo en nuestro rincón junto al río, cosas que no vale la pena recordar.

No sé cuánto le ayudará esta carta con su investigación, pero Nancy dice que daba lo mismo que se lo dijera como que no. Así que lo hice. Espero que encuentre lo que está buscando.

Suya,

Señorita Harriet Swindell