Capítulo 24

Cabaña del Acantilado, Cornualles, 2005

El viento azotó los cabellos de Cassandra, retorciendo su coleta de dentro afuera y al revés, como si fuera una serpentina. Se cubrió los hombros con su chaqueta e hizo una pausa momentánea para recuperar el aliento, mirando hacia la estrecha carretera costera que conducía hacia la villa, más abajo. Pequeñas cabañas blancas aferradas como lapas a la pequeña bahía rocosa, y botes pesqueros, rojos y azules, salpicaban el azul de la bahía, meciéndose sobre las olas mientras las gaviotas se zambullían y volaban en espiral sobre sus redes. El aire, incluso a esa altura, estaba saturado de la sal arrebatada a la superficie del mar.

La carretera era tan estrecha y tan pegada al borde del acantilado que Cassandra se preguntó cómo alguien podía haber tenido el coraje de conducir por allí. Altos y pálidos pastos costeros crecían a cada lado, temblando bajo el paso del viento. Cuanto más ascendía, más parecía aumentar la llovizna que flotaba en el aire.

Cassandra miró su reloj. Había subestimado cuánto tiempo le llevaría llegar a la cima, por no mencionar el cansancio que dejaría sus piernas de mantequilla a medio camino. El cansancio por el viaje y la falta de sueño reparador.

La noche anterior había dormido muy mal. El cuarto, la cama, eran lo suficientemente cómodos, pero se había visto acosada por extraños sueños, de ésos que persisten al despertar pero que se escabullen de la memoria cuando intentas atraparlos. Sólo las ascuas de la inquietud permanecieron.

En algún momento de la noche se había despertado por motivos más materiales. Un ruido, como el sonido de una llave en la puerta de su dormitorio. Había estado segura de que había sido eso, el insertar y el forcejeo, mientras al otro lado alguien intentaba hacer girar la llave, pero cuando lo mencionó la mañana siguiente en recepción la empleada la miró de forma extraña antes de decir con voz helada que el hotel usaba tarjetas, no llaves metálicas, para abrir las puertas. Lo que había oído fue sólo el viento jugando con los viejos herrajes de bronce.

Cassandra continuó subiendo la colina. No podía estar mucho más lejos; la mujer de la tienda del poblado le había dicho que era una caminata de veinte minutos y llevaba ascendiendo más de treinta.

Dobló una curva y vio un coche rojo estacionando a un lado de la carretera. Un hombre y una mujer permanecían de pie, mirándola; él era alto y delgado, mientras que ella era baja y gruesa. Por un momento, Cassandra pensó que serían turistas disfrutando de la vista, pero cuando ambos alzaron la mano al unísono y la saludaron, supo quiénes debían de ser.

—¡Hola! —dijo el hombre, acercándosele. Era de mediana edad, aunque sus cabellos y su barba, blanca como el azúcar, daban la impresión de un rostro muy mayor—. Usted debe de ser Cassandra. Yo soy Henry Jameson y ella —dijo indicando a la sonriente mujer— es mi esposa, Robyn.

—Encantada de conocerla —dijo Robyn, hablando por encima del hombro de su esposo. Sus cabellos grises cortados estilo paje rozaban sus mejillas rosadas, tersas y redondas como manzanas.

Cassandra sonrió.

—Gracias por aceptar venir un sábado, de veras se lo agradezco.

—No tiene importancia —repuso Henry, pasándose una mano por la cabeza para retirarse los finos cabellos desordenados por el viento—. Ningún problema. Sólo espero que no le moleste que Robyn se haya sumado.

—Por supuesto que no, ¿por qué habría de molestarle? —intervino Robyn—. No le molesta, ¿verdad?

Cassandra negó con la cabeza.

—¿Qué te dije? No le importa en absoluto. —Cogió a Cassandra por la muñeca—. No es que tuviera muchas posibilidades de impedírmelo. Se habría buscado el divorcio de haberlo intentado siquiera.

—Mi esposa es la secretaria de la sociedad histórica local —explicó Henry, con un dejo de disculpa filtrándose en su voz.

—He publicado una serie de pequeños folletos sobre la zona. Casi todos sobre historias de familias locales, sitios de importancia, grandes casas. El más reciente es sobre el contrabando. Estamos a punto de publicar todos los artículos en una página de Internet.

—Se ha propuesto tomar el té en todas las grandes casas del condado.

—Sin embargo, he vivido en este pueblo toda mi vida y nunca he puesto siquiera un pie en este viejo lugar. —Robyn sonrió de modo que le brillaron las mejillas—. No me avergüenza decírselo, tengo más curiosidad que un gato.

—Jamás lo habríamos sospechado, querida —dijo cansadamente Henry, indicando la colina—. Tenemos que continuar a pie de aquí en adelante, el camino ya no sigue más allá.

Robyn abrió la marcha, caminando decidida por el estrecho sendero entre los pastos. Al ascender, Cassandra comenzó a observar a los pájaros. Cientos de pequeñas golondrinas marrones, llamándose unas a otras mientras pasaban de una rama espinosa a otra. Tuvo la extraña sensación de ser observada, como si los pájaros se empujaran para echarles un ojo a los intrusos humanos. Tembló levemente, y luego se reprendió por actuar de modo infantil, inventando misterios donde sólo había un ambiente peculiar.

—Fue mi padre quien se encargó de la venta a su abuela —dijo Henry, acortando sus largos pasos para caminar detrás de Cassandra—. En el setenta y cinco. Yo había comenzado en el negocio, como escribano, pero me acuerdo de la venta.

—Todos recuerdan la venta —añadió Robyn—. Fue la última parte de la propiedad que se vendió. Había gente que juraba que la cabaña nunca se vendería.

Cassandra miró hacia el mar.

—¿Por qué? La casa ha de haber contado con una bella vista.

Henry miró a Robyn, que había detenido su marcha para recobrar el aliento, una mano sobre el pecho.

—Bueno, eso es bien cierto —contestó—, pero…

—Corrían algunos chismes por el pueblo —dijo Robyn entre jadeos—. Rumores y cosas así… sobre el pasado.

—¿Qué clase de cosas?

—Rumores absurdos —señaló Henry con firmeza—, cosas sin sentido, de ésas que se dan en cualquier pueblecito inglés.

—Se decía que estaba encantada —continuó Robyn, en voz baja.

Henry rio.

—Encuéntrame una casa en Cornualles que no lo esté.

Robyn hizo un gesto con sus pálidos ojos azules.

—Mi esposo es un pragmático.

—Y mi esposa una romántica —respondió Henry—. La Cabaña del Acantilado es de piedra y mortero, al igual que todas las casas de Tregenna. No está más encantada que yo.

—Y tú te dices hombre de Cornualles. —Robyn se acomodó un mechón de cabellos detrás de la oreja y miró a Cassandra con ojos entornados—. ¿Cree en fantasmas, Cassandra?

—Me parece que no. —Cassandra pensó en la extraña sensación que le habían producido los pájaros—. Al menos no en los que se presentan haciendo ruido por las noches.

—Entonces es una muchacha sensata —dijo Henry—. Lo único que ha entrado y salido de la Cabaña del Acantilado en los últimos treinta años es algún gracioso de la zona que ocasionalmente quiere darle un susto a sus amigos. —Henry sacó un pañuelo con sus iniciales bordadas del bolsillo de su pantalón, lo dobló por la mitad y se secó la frente—. Vamos, querida Robyn. Estaremos todo el día si no seguimos y el sol está que arde. Esta semana tenemos los coletazos del verano.

La pronunciada pendiente y el angosto sendero hacían que cualquier conversación resultara dificultosa, y caminaron los últimos metros en silencio. Ralos pastos pálidos brillaban trémulos mientras el viento susurraba suavemente entre ellos.

Por fin, después de pasar a través de una desordenada maraña de setos, llegaron a un muro de piedra. Tenía al menos tres metros de altura, y resultaba fuera de lugar después de la caminata sin haber visto una sola cosa hecha por la mano del hombre. Un arco de hierro flanqueaba la puerta de la entrada, los fibrosos zarcillos de una enredadera se habían enroscado en ella, calcificándose con el paso del tiempo. Un cartel que en su día debió de haber estado adherido a la verja colgaba ahora de una esquina. Líquenes verde pálido y marrón habían crecido como costras en su superficie, llenando las curvas hendiduras de las letras. Cassandra inclinó la cabeza para leer las palabras: «Manténgase alejado o aténgase a las consecuencias».

—Este muro es un añadido relativamente reciente —indicó Robyn.

—Cuando dice reciente, mi esposa se refiere a que tiene sólo cien años de antigüedad. La cabaña debe de tener tres veces esa edad. —Henry se aclaró la garganta—. Ahora, se dará cuenta de que este viejo lugar está necesitado de arreglos.

—Tengo una fotografía —dijo Cassandra sacándola de su bolso.

Henry enarcó las cejas mientras la examinaba.

—Diría que fue tomada antes de la venta. Ha cambiado bastante desde entonces. No ha sido muy cuidada, como verá. —Extendió el brazo izquierdo para abrir la verja de hierro e hizo una señal con la cabeza—. ¿Entramos?

Un sendero de piedra llevaba a la casa bajo un emparrado de viejos rosales con ramas artríticas. La temperatura descendió al pasar al jardín. La impresión general era de oscuridad y abatimiento. Y quietud, una extraña quietud. Incluso el ruido del mar parecía apagado. Era como si la tierra dentro de los confines del muro de piedra estuviera dormida. Esperando algo, o a alguien, que la despertara.

—Cabaña del Acantilado —anunció Henry, al llegar al final del sendero.

Los ojos de Cassandra se abrieron como platos. Ante ella había una enorme maraña de arbustos, gruesos y nudosos. Hojas de hiedra, verde oscuro de bordes angulosos, colgaban de todas partes, extendiéndose por delante de los espacios donde debían de estar las ventanas. Si no hubiera sabido que el edificio estaba allí se habría visto en dificultades para distinguirlo bajo las enredaderas.

Henry tosió; las disculpas enrojecieron una vez más su rostro.

—Sin duda ha sido abandonada a su suerte.

—Nada que una buena limpieza no pueda arreglar —dijo Robyn, con forzado optimismo, capaz de reflotar barcos hundidos—. No hay por qué desesperar. ¿Han visto lo que hacen en esos nuevos programas de la televisión? ¿Les llegan a Australia?

Cassandra asintió distraída, intentando distinguir el tejado.

—Dejaré que usted tenga el honor —ofreció Henry, buscando la llave en su bolsillo.

Era sorprendentemente pesada, larga y con un remate decorado, unos bucles de bronce con un bello diseño. Mientras la tomaba, Cassandra sintió un destello de reconocimiento. Ya había sostenido una llave como ésa. ¿Cuándo?, se preguntó. ¿En el stand de anticuario? La imagen era poderosa, pero el recuerdo no se aclaraba.

Cassandra avanzó hasta el umbral de piedra de la puerta. Podía distinguir la cerradura, a pesar de la telaraña de hiedras adherida a la puerta.

—Con esto conseguiremos nuestro objetivo —indicó Robyn, sacando unas tijeras de podar de su bolso—. No me mires así, querido —le dijo a Henry cuando éste enarcó una ceja—. Soy una muchacha de campo, siempre estoy preparada.

Cassandra tomó la herramienta y cortó los tallos, uno por uno. Cuando todos colgaron, desprendidos, hizo una momentánea pausa y pasó suavemente la mano sobre la madera quemada por la sal. Una parte de ella no quería avanzar, satisfecha con quedarse en el umbral del conocimiento, pero cuando miró sobre su hombro tanto Henry como Robyn asintieron, alentándola. Empujó la llave en la cerradura con ambas manos y la hizo girar.

El olor fue lo primero que le impactó, húmedo y fértil, rico en estiércol de animales. Como las selvas tropicales en Australia, cuyas frondas ocultaban un mundo diferente de húmeda fertilidad. Un ecosistema cerrado, alerta ante los desconocidos.

Dio un breve paso hacia el recibidor. La puerta principal permitía que entrara suficiente luz para revelar mohosas motas flotando perezosas en el aire rancio, demasiado leves, demasiado cansadas para caer. El suelo era de madera y a cada paso sus zapatos hacían un ruido blando, como disculpándose.

Llegó al primer cuarto y espió por la puerta. Era oscuro, las ventanas cubiertas por décadas de suciedad. Mientras sus ojos se adaptaban Cassandra pudo ver que era una cocina. Una pálida mesa de madera con patas delgadas, en el centro, dos sillas de enea a cada lado. Había una negra cocina en un hueco en el muro distante, las telarañas formando una espesa cortina frente a ella, y en un rincón, una rueca, que todavía estaba enhebrada con lana oscura.

—Es como un museo —susurró Robyn—, sólo que más polvoriento.

—No creo que pueda ofrecerles una taza de té —bromeó Cassandra.

Henry había avanzado más allá de la rueca y señalaba a un recoveco en el muro de piedra.

—Allí hay unas escaleras.

Unas estrechas escaleras se elevaban rectas antes de girar, abruptamente, al llegar a una pequeña plataforma. Cassandra puso un pie en el primer escalón, comprobando su resistencia. Lo suficientemente fuerte. Con cautela, comenzó a ascender.

—Ahora, con cuidado —advirtió Henry, siguiéndola, las manos extendidas detrás de Cassandra, en un vago y gentil intento de protección.

Cassandra llegó a la pequeña plataforma y se detuvo.

—¿Qué sucede? —preguntó Henry.

—Un árbol, un árbol enorme, bloqueando por completo el paso. Cayó desde el tejado.

Henry espió por encima de su hombro.

—No creo que las tijeras de podar de Robyn vayan a ser de mucha utilidad —dijo—, no esta vez. Hace falta un podador profesional. —Comenzó a descender las escaleras—. ¿Alguna idea, Robyn? ¿A quién llamarías para retirar un tronco caído?

Cassandra lo siguió y llegó al final de la escalera cuando Robyn respondía:

—El chico de Bobby Blake debería poder hacerlo.

—Un muchacho de la zona —explicó Henry a Cassandra—. Trabaja como paisajista. Hace la mayor parte de los trabajos para el hotel, y no conseguirá una recomendación mejor que ésa.

—Voy a llamarlo, si os parece —propuso Robyn—. Le preguntaré cómo tiene la semana de trabajo. Me iré hasta el acantilado a ver si puedo conseguir señal para el móvil. El mío ha estado muerto como un picaporte desde que pusimos pie aquí dentro.

Henry sacudió la cabeza.

—Han pasado más de cien años desde que Marconi recibió su señal, y mira adónde nos ha llevado ahora la tecnología. ¿Sabía que la señal fue enviada desde aquí cerca, un poco más abajo desde la cala Poldhu?

—¿De veras? —Mientras caía en la cuenta de la magnitud del deterioro, Cassandra comenzó a sentirse cada vez más abrumada.

Aunque agradecía a Henry haberla acompañado, no estaba segura de ser capaz de fingir interés por una disertación sobre los inicios de la telecomunicación. Hizo a un lado una cortina tejida de telarañas y se apoyó contra el muro, poniendo una estoica sonrisa de cortés aliento.

Henry pareció percibir su estado de ánimo.

—Lamento muchísimo que la cabaña se encuentre en semejante estado —dijo—. No puedo evitar sentirme en parte responsable, siendo la persona poseedora de la llave.

—Estoy segura de que no hay nada que pudiera haber hecho. En particular si Nell le pidió a su padre que no lo hiciera. —Cassandra sonrió—. Además, habría sido allanamiento de una propiedad privada, y el cartel de la entrada es muy claro al respecto.

—Cierto, y su abuela fue específica respecto a no tocar nada. Dijo que la casa era muy importante para ella y quería seguir la restauración personalmente.

—Creo que tenía planes para mudarse aquí —explicó Cassandra—. De forma permanente.

—Sí —dijo Henry—. Eché un vistazo a los viejos documentos cuando supe que nos encontraríamos con usted esta mañana. Todas sus cartas mencionan su venida hasta una que fue escrita a principios de 1976. Decía que las circunstancias habían cambiado y que no regresaría, al menos por un tiempo. Le pidió a mi padre que guardara la llave, para saber dónde ir a buscarla cuando fuera el momento. —Miró a su alrededor—. Pero nunca lo hizo.

—No —dijo Cassandra.

—Sin embargo ahora está usted aquí —añadió Henry con renovado entusiasmo.

—Sí.

Se oyó un ruido en la puerta; ambos dirigieron hacia allí la vista.

—He hablado con Michael —anunció Robyn, guardando su teléfono—. Dice que vendrá el miércoles por la mañana para ver qué hace falta. —Se volvió a Henry—. Vamos, mi amor, nos esperan en casa de Marcia para el almuerzo, y ya sabes cómo se pone cuando llegamos tarde.

Henry enarcó sus cejas.

—Nuestra hija tiene muchas virtudes, pero la paciencia no está entre las principales.

Cassandra sonrió.

—Gracias por todo.

—Ahora no se le vaya a ocurrir mover usted sola ese tronco —dijo—, por muy ansiosa que esté por echar un vistazo al piso superior.

—Se lo prometo.

Mientras caminaban por el sendero hacia la verja, Robyn se volvió a Cassandra.

—Usted es igual a ella, ¿sabe?

Cassandra parpadeó.

—Su abuela. Tiene sus mismos ojos.

—¿La conoció?

—Sí, claro, incluso antes de que comprara la cabaña. Una tarde vino al museo en donde estaba trabajando. Me hizo preguntas sobre la historia del lugar. En concreto, algunas sobre las antiguas familias.

La voz de Henry llegó desde el borde del acantilado.

—Vamos, Robyn, querida. Marcia nunca nos perdonará si se le quema la carne.

—¿Sobre la familia Mountrachet?

Robyn hizo un gesto en dirección a Henry.

—Los mismos, sobre los que vivían en la mansión. También de los Walker. El pintor y su esposa, y la escritora que publicó los cuentos de hadas.

—¡Robyn!

—Sí, sí, ya voy. —Hizo un gesto con los ojos a Cassandra—. Este esposo mío tiene tanta paciencia como un petardo encendido. —Y luego salió a la carrera tras él, mientras su voz le llegaba a Cassandra flotando en la brisa marina diciéndole que los llamara cuando quisiera.