IV

Carla convenció a su madre para que tocara el piano en Nochebuena.

Maud llevaba años sin sentarse ante el teclado. Quizá la entristecía porque le traía recuerdos de Walter: siempre habían tocado a cuatro manos y cantado juntos, y había contado a los chicos en muchas ocasiones sus vanos intentos de enseñar a Walter a tocar ragtime. Aunque ya no contaba esa historia, y Carla sospechaba que, en ese momento, el piano hacía pensar a Maud en Joachim Koch, el joven oficial que había acudido a ella para recibir lecciones de música, a quien había engañado y seducido, y al que Carla y Ada habían matado en la cocina. La propia Carla era incapaz de borrar el recuerdo de aquella noche de pesadilla, en especial, el momento en que tuvieron que deshacerse del cuerpo. Habían hecho lo correcto, pero, de todas formas, habría preferido correr un tupido velo.

Sin embargo, Maud accedió finalmente a tocar «Noche de paz» para que la cantaran todos a coro. Werner, Ada, Erik y los tres niños, Rebecca, Walli y la pequeña Lili, se reunieron en torno al viejo Steinway en la sala de estar. Carla puso una vela sobre el piano, y miró con detenimiento los rostros de sus familiares, veteados por las sombras danzantes de la llama mientras cantaban el villancico alemán.

Walli, en brazos de Werner, cumpliría cuatro años en cuestión de semanas e intentaba cantar, adivinando la letra y siguiendo la melodía. Tenía los ojos rasgados de su padre el violador: Carla había decidido que su venganza sería criar a un hijo que tratase a las mujeres con ternura y respeto.

Erik cantaba la letra de la canción con sentimiento. Apoyaba al régimen soviético con tanta lealtad como había apoyado a los nazis. Carla, en un principio, se había mostrado desconcertada y furiosa, pero había llegado a considerarlo una triste y lógica consecuencia. Erik era una de esas personas ineptas a las que asusta tanto la vida que prefieren vivir subyugados por una autoridad de hierro y que un gobierno que no admite discusión les diga qué tienen que hacer y pensar. Eran idiotas y peligrosos, pero había muchos como él.

Carla miró con cariño a su marido, que conservaba todo su atractivo a los treinta. Recordaba haberle besado, y algo más, en el asiento delantero de su coche, tan masculino, aparcado en el Grunewald, cuando solo tenían diecinueve años. Todavía le gustaba besarle.

Cuando pensaba en el tiempo que había pasado desde entonces, se le ocurrían mil reproches, aunque su mayor pena era la muerte de su padre. Lo añoraba a todas horas y todavía lloraba al recordarlo tirado en el recibidor, víctima de una paliza tan brutal que no consiguió sobrevivir hasta la llegada del médico.

No obstante, todo el mundo tenía que morir, y su padre había dado la vida por el bien de un mundo mejor. Si hubiera habido más alemanes con su valor, los nazis no habrían triunfado. Ella quería emular todas sus acciones: criar bien a sus hijos, conseguir cambiar las cosas en la política de su país, amar y ser amada. Y, sobre todo, al morir, quería que sus hijos pudieran decir, como decía ella de su padre, que su vida había significado algo y que el mundo era un lugar mejor gracias a ella.

El villancico tocó a su fin; Maud sostuvo la última nota; el pequeño Walli se echó hacia delante y sopló la vela.