—La bomba rusa era una copia de la Fat Man, la que lanzamos sobre Nagasaki —aseguró el agente especial Bill Bicks—. Alguien les proporcionó los planos.
—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Greg.
—Por un desertor.
Estaban sentados en el despacho enmoquetado de Bicks, en el cuartel general del FBI en Washington, a las nueve en punto de la mañana. Bicks se había quitado la americana. Tenía dos lamparones de sudor en las axilas de la camisa, aunque el edificio contaba con un refrescante sistema de aire acondicionado.
—Según ese tipo —prosiguió Bicks—, un coronel del Ejército Rojo consiguió los planos gracias a uno de los científicos del equipo del proyecto Manhattan.
—¿Dijo quién?
—No sabe qué científico fue. Por eso le he llamado a usted. Necesitamos que encuentre al traidor.
—El FBI los investigó a todos en su época.
—¡Y todos suponían un riesgo potencial para nuestra seguridad! No pudimos hacer nada. Pero usted los conoció personalmente.
—¿Quién era el coronel del Ejército Rojo?
—A eso quería llegar. Usted lo conoce. Se llama Vladímir Peshkov.
—¡Mi hermanastro!
—Sí.
—De estar en su lugar, sospecharía de mí —comentó Greg y soltó una risotada, aunque no se sentía muy cómodo.
—Oh, ya lo hicimos, créame —dijo Bicks—. Ha sido sometido a la investigación más pormenorizada que he presenciado en los veinte años que llevo en el FBI.
Greg lo miró con escepticismo.
—Me toma el pelo.
—Le van bien los estudios a su chico, ¿verdad?
Greg se quedó impresionado. ¿Quién podía haber hablado al FBI sobre Georgy?
—¿Se refiere a mi ahijado? —preguntó.
—Greg, he dicho «pormenorizada». Sabemos que es su hijo.
Greg se sintió molesto, pero no quiso manifestarlo. Había desvelado los secretos de numerosos sospechosos durante su época en la seguridad del ejército. No tenía derecho a poner objeciones.
—Está usted limpio —prosiguió Bicks.
—Me tranquiliza oírlo.
—De todas formas, nuestro informador insistió en que los planos los entregó un científico, y no alguno de los miembros del personal militar que trabajaba en el proyecto.
—Cuando me reuní con Volodia en Moscú, me dijo que nunca había viajado a Estados Unidos —terció Greg con gesto pensativo.
—Mintió —dijo Bicks—. Estuvo aquí en septiembre de 1945. Pasó una semana en Nueva York. Luego le perdimos el rastro durante ocho días. Reapareció poco después y regresó a su país.
—¿Ocho días?
—Sí. Nos dejó en evidencia.
—Eso es tiempo suficiente para ir a Santa Fe, quedarse un par de días y regresar.
—Exacto. —Bicks se inclinó hacia delante sobre su mesa de escritorio—. Pero, piense. Si el científico ya había sido reclutado como espía, ¿por qué no contactó con él su enlace habitual? ¿Por qué trajeron a alguien de Moscú para hablar con él?
—¿Cree que el traidor fue reclutado durante aquella visita de dos días? Parece demasiado rápido.
—Seguramente había trabajado para ellos antes, pero cayó en desgracia por algún motivo. Sea como fuere, lo que hemos supuesto es que los rusos tenían que enviar a alguien a quien el científico ya conociese. Eso significa que debía de existir una conexión entre Volodia y uno de los científicos. —Bicks hizo un gesto para señalar una mesa auxiliar con carpetas marrones—. La respuesta está ahí, en algún sitio. Esas son las fichas de todos los científicos que han tenido acceso a esos planos.
—¿Qué quiere que haga yo?
—Repasarlos.
—¿No consiste en eso su trabajo?
—Ya lo hemos hecho. No hemos encontrado nada. Esperábamos que usted viera algo que se nos hubiera pasado por alto. Me quedaré aquí sentado haciéndole compañía; tengo papeleo pendiente.
—Es un trabajo largo.
—Tiene todo el día.
Greg arrugó la frente. ¿Es que sabían ellos que…?
—No tiene usted nada que hacer durante el resto del día —afirmó Bicks con rotundidad.
Greg se encogió de hombros.
—¿Tiene café?
Tomó café y donuts, luego más café, después un bocadillo a la hora del almuerzo y un plátano para merendar. Leyó todos los detalles conocidos sobre la vida de los científicos, sus esposas y sus familias: infancia, educación, trayectoria laboral, amor y matrimonio, logros profesionales, excentricidades y pecados.
Estaba comiendo el último trozo de plátano cuando de pronto exclamó:
—¡Me cago en Dios!
—¿Qué, qué? —preguntó Bicks.
—Willi Frunze estudió en la Academia Masculina de Berlín. —Greg estampó el historial con gesto triunfal sobre la mesa de escritorio.
—¿Y…?
—Volodia también fue a esa academia… me lo contó él mismo.
Bicks golpeó su mesa, emocionado.
—¡Compañeros de colegio! ¡Eso es! ¡Ya tenemos a ese cabrón!
—Eso no prueba nada —replicó Greg.
—Oh, no se preocupe, confesará.
—¿Cómo puede estar tan seguro?
—Esos científicos creen que el conocimiento debe compartirse con todo el mundo, no creen que deba guardarse en secreto. Intentará justificarse argumentando que lo hizo por el bien de la humanidad.
—Y puede que lo hiciera.
—Diga lo que diga, acabará en la silla eléctrica —sentenció Bicks.
Greg se quedó helado. Willi Frunze siempre le había parecido un tipo agradable.
—¿De verdad?
—Puede jugarse lo que quiera. Acabará frito.
Bicks tenía razón. A Willi Frunze lo declararon culpable de traición, lo condenaron a muerte y murió en la silla eléctrica.
Al igual que su mujer.