Prácticamente en el meridiano del siglo XX, el 29 de agosto de 1949, Volodia Peshkov se encontraba en la meseta de Ustiurt, al este del mar Caspio, en Kazajastán. Se trataba de un desierto rocoso en el sur profundo de la URSS, donde los nómadas cuidaban las cabras de forma muy similar a como se hacía en tiempos bíblicos. Volodia viajaba en un camión militar que iba dando incómodos tumbos por un camino tortuoso. Rompía el alba en el paisaje de rocas, arena y arbustos espinosos. Un camello famélico, apostado en solitario a la vera del camino, miró el camión a su paso con mal gesto.
A lo lejos, algo borrosa, Volodia intuyó la silueta de la torre desde donde iba a lanzarse la bomba, alumbrada por toda una batería de focos.
Zoya y los demás científicos habían armado su primera bomba nuclear siguiendo el diseño que Volodia había conseguido gracias a Willi Frunze en Santa Fe. Era un dispositivo de plutonio con disparador de implosión. Había otros diseños, pero aquel había funcionado ya en dos ocasiones, una en Nuevo México y otra en Nagasaki.
Por lo cual también debía funcionar en esa ocasión.
La prueba recibió el nombre en clave de RDS-1, aunque la llamaban «Primer Relámpago».
El camión en el que viajaba Volodia aparcó a los pies de la torre. Al levantar la vista, vio al grupo de científicos en la plataforma, trajinando con una maraña de cables que conducían a los detonadores instalados en la carcasa de la bomba. Alguien ataviado con mono azul de trabajo retrocedió, y una melena rubia se agitó al viento: era Zoya. Volodia se hinchió de orgullo. «Mi esposa —pensó—, física de primera línea y madre de dos hijos.»
Discutía con dos hombres, sus tres cabezas estaban muy juntas. Volodia esperaba que no fuera nada malo.
Esta era la bomba que salvaría a Stalin.
A la Unión Soviética, todo lo demás le había ido mal. La Europa occidental había abrazado de forma definitiva la democracia, había espantado al comunismo con las burdas tácticas amenazadoras del Kremlin y se había dejado comprar por los sobornos del Plan Marshall. La URSS ni siquiera había podido hacerse con el control de Berlín: como el puente aéreo había sido incesante, día tras día, durante casi un año, la Unión Soviética se había rendido y había reabierto las carreteras y vías férreas. En la Europa oriental, Stalin había conservado el control gracias a la pura fuerza bruta. Truman había sido reelegido presidente, y se consideraba a sí mismo el líder mundial. Los estadounidenses habían acumulado un arsenal de armamento nuclear y tenían preparados bombarderos B-29 en Inglaterra, dispuestos a convertir la Unión Soviética en un desierto radiactivo.
Sin embargo, todo eso podía cambiar ese mismo día.
Si la bomba explotaba como esperaban, la URSS y EE.UU. volverían a estar en igualdad de condiciones. Cuando la Unión Soviética pudiera amenazar a Estados Unidos con la devastación nuclear, la dominación estadounidense tocaría a su fin.
Volodia ya no sabía si eso era algo negativo o positivo.
Si no explotaba la bomba, tanto él como su esposa acabarían siendo víctimas de una purga: los enviarían a algún campo de trabajo en Siberia o se limitarían a fusilarlos. Volodia ya había hablado con sus padres y ellos habían prometido cuidar de Kotia y Galina.
Tal como harían si Volodia y Zoya morían víctimas de la prueba.
Gracias a la luz que cada vez era más intensa, Volodia vio, en varios puntos distantes en torno a la torre, una variedad de extrañas edificaciones: casas de ladrillo y madera, un puente que pendía sobre la nada y la entrada de una especie de estructura subterránea. Supuestamente, el ejército quería medir el alcance de la detonación. Tras fijarse mejor, vio que había camiones, tanques y aviones desguazados; imaginó que los habían colocado allí con el mismo propósito. Los científicos también iban a valorar el impacto de la bomba en seres vivos: había caballos, cabezas de ganado, ovejas y perros atados en el interior de sus casetas.
La discusión de la plataforma finalizó con una decisión. Los tres científicos asintieron y retomaron su trabajo.
Pasados un par de minutos, Zoya bajó y saludó a su marido.
—¿Va todo bien? —preguntó él.
—Eso creemos —respondió Zoya.
—¿Tú qué crees?
Ella se encogió de hombros.
—Como es lógico, esta es nuestra primera vez.
Subieron al camión y partieron, recorrieron una tierra que ya era yerma, hasta un búnker situado a lo lejos, desde donde controlarían la detonación.
Los demás científicos les iban a la zaga.
En el búnker, todos se pusieron gafas protectoras mientras se producía la cuenta atrás.
A los sesenta segundos, Zoya tomó de la mano a Volodia.
A los diez segundos, le sonrió y le dijo: «Te amo».
Cuando restaba solo un segundo, contuvo la respiración.
Entonces fue como si el sol hubiera salido de pronto. Una luz más intensa que los rayos del mediodía inundó el desierto. En la dirección en la que se encontraba la torre de la bomba, una bola de fuego se elevó hasta una altura imposible, disparada hacia la luna. Volodia quedó pasmado ante los refulgentes colores de la bola de fuego: verde, morado, naranja y violeta.
La bola se convirtió en un champiñón cuyo sombrero ascendía imparable. Al final se oyó el ruido: una explosión semejante a la que hubiera producido el armamento de artillería de mayores dimensiones del Ejército Rojo en caso de haber sido detonado a medio metro de distancia, seguida por una tormenta atronadora que recordó a Volodia el bombardeo de las colinas de Seelow.
Al final, la nube empezó a dispersarse y el ruido amainó.
Siguió un interminable momento de silencio ensordecedor.
—¡Dios mío, eso sí que no lo esperaba! —exclamó alguien.
Volodia abrazó a su esposa.
—Lo habéis conseguido —dijo.
Zoya tenía expresión de solemnidad.
—Ya lo sé —respondió—. Pero ¿qué hemos conseguido?
—Habéis salvado el comunismo —terció Volodia.