Volodia se encontraba en Praga. Formaba parte de la delegación del Ejército Rojo encargada de mantener conversaciones con el ejército checoslovaco y se alojaba en el esplendoroso hotel Imperial, de estilo art déco.
Estaba nevando.
Echaba de menos a Zoya y al pequeño Kotia. Su hijo tenía dos años y aprendía palabras nuevas a una velocidad asombrosa. El niño cambiaba tan deprisa que cada día se le veía diferente. Además, Zoya volvía a estar embarazada. Volodia lamentaba tener que pasar dos semanas separado de su familia. Para la mayoría de los integrantes del grupo ese viaje significaba una oportunidad de alejarse de sus esposas, de excederse con el vodka y de tontear con mujeres licenciosas. Él, en cambio, solo deseaba regresar a casa.
Era cierto que se estaban llevando a cabo negociaciones militares, pero el hecho de que Volodia participara en ellas servía de tapadera para su verdadera misión, que consistía en informar de las acciones cometidas en Praga por la torpe policía secreta soviética, eterna rival de los servicios secretos del Ejército Rojo.
Últimamente, Volodia sentía poco entusiasmo por el trabajo. Había perdido la confianza en todo aquello en lo que antes creía. Ya no tenía fe en Stalin, en el comunismo ni en la bondad inherente de los soviéticos. Ni siquiera quien decía ser su padre lo era. De hecho, habría desertado con rumbo a Occidente si hubiera encontrado la forma de llevar consigo a Zoya y a Kotia.
Con todo, sí que tenía puesta el alma en la misión de Praga; era una oportunidad excepcional de hacer algo en lo que seguía creyendo.
Dos semanas atrás, el Partido Comunista de Checoslovaquia se había hecho con el control absoluto del gobierno al derrocar a sus coalicionistas. El ministro de Asuntos Exteriores, Jan Masaryk, un héroe de la guerra y anticomunista democrático, estaba preso en la planta superior de su residencia oficial, el palacio Czernin. No cabía duda de que la policía secreta soviética tenía algo que ver con el golpe de Estado. De hecho, el cuñado de Volodia, el coronel Ilia Dvorkin, también se encontraba en Praga y se alojaba en el mismo hotel, y lo más seguro era que estuviera implicado.
El jefe de Volodia, el general Lemítov, consideraba el golpe como una catástrofe para las relaciones públicas de la URSS. Masaryk había demostrado al mundo que los países del este de Europa podían ser libres e independientes al amparo de la URSS. Había permitido que Checoslovaquia contara con un gobierno comunista simpatizante con la Unión Soviética y al mismo tiempo llevara la máscara de la democracia burguesa. Era el acuerdo perfecto, pues cumplía con todo lo que la URSS deseaba y tranquilizaba a los norteamericanos. Sin embargo, el equilibrio se había roto.
Ilia se jactaba de ello.
—¡Ja! ¡Han aplastado a los partidos burgueses! —dijo a Volodia una noche en el bar del hotel.
—¿Has visto qué ha sucedido en el Senado norteamericano? —repuso Volodia en tono liviano—. Vandenberg, el viejo aislacionista, ha pronunciado un discurso de ocho minutos en favor del Plan Marshall, y los vítores se oían desde aquí.
A partir de las vagas ideas de Marshall había acabado trazándose un plan, gracias, sobre todo, a la astucia ratonil del secretario del Foreign Office británico, Ernie Bevin. En opinión de Volodia, Bevin era el tipo de comunista más peligroso: un socialdemócrata de la clase obrera. A pesar de su voluminosa complexión se movía con rapidez. Con la velocidad del rayo, había organizado una conferencia en París, donde el discurso pronunciado por George Marshall en Harvard había obtenido una rotunda aprobación por parte de toda Europa.
Volodia sabía por boca de espías infiltrados en el Foreign Office que Bevin estaba decidido a incluir a Alemania en el Plan Marshall y excluir a la URSS. Y Stalin había caído de lleno en la trampa de Bevin al ordenar a los países del este de Europa que repudiaran la ayuda de Marshall.
En esos momentos, la policía secreta soviética parecía estar haciendo todo lo posible para que el proyecto de ley fuera aprobado por el Congreso.
—El Senado estaba más que decidido a desestimar la propuesta de Marshall —dijo Volodia a Ilia—. Los contribuyentes norteamericanos no quieren correr con los gastos, pero el golpe de Praga los ha convencido de que deben hacerlo, porque de otro modo se corre el peligro de que en Europa fracase el capitalismo.
—Los partidos burgueses checoslovacos querían dejarse sobornar por los norteamericanos —repuso Ilia, indignado.
—Tendríamos que habérselo permitido —opinó Volodia—. Habría sido la forma más rápida de fastidiarles todo el invento. Así el Congreso habría rechazado el Plan Marshall; no quieren dar dinero a los comunistas.
—¡El Plan Marshall es un ardid imperialista!
—Sí, sí que lo es —convino Volodia—. Y me temo que funcionará. Nuestros aliados durante la guerra están formando un bloque antisoviético.
—Ya es hora de que toda esa gente que impide que el comunismo avance reciba su merecido.
—Claro, claro. —Era impresionante la facilidad con que las personas como Ilia se formaban juicios políticos erróneos.
—Y también es hora de que me vaya a dormir.
Solo eran las diez, pero Volodia también fue a acostarse. Permaneció despierto pensando en Zoya y en Kotia; se moría de ganas de darles un beso de buenas noches.
Desvió la atención hacia la misión que tenía asignada. Dos días atrás había conocido a Jan Masaryk, el símbolo de la independencia de Checoslovaquia, en una ceremonia celebrada ante la tumba de su padre, Tomáš Masaryk, el fundador y primer presidente del país. Masaryk hijo, con un abrigo con el cuello de piel y la cabeza descubierta bajo la nevada, tenía un aspecto maltrecho y deprimido.
Si pudiera convencerlo de que continuara ejerciendo de ministro de Asuntos Exteriores, era posible que se alcanzara cierto grado de compromiso, pensó Volodia. Checoslovaquia podía tener un gobierno íntegramente comunista en cuestiones nacionales y aun así mantenerse neutral en las relaciones internacionales, o al menos minimizar la actitud antiamericana. Masaryk contaba tanto con la habilidad diplomática como con la credibilidad internacional para bailar en la cuerda floja.
Volodia decidió que al día siguiente se lo propondría a Lemítov.
Pasó la noche inquieto y se despertó antes de las seis, cuando empezó a sonar una alarma imaginaria. Tenía algo que ver con la conversación que había mantenido con Ilia la noche anterior. No podía dejar de darle vueltas. Cuando Ilia había dicho «toda esa gente que impide que el comunismo avance» se refería a Masaryk; y cuando un miembro de la policía secreta hablaba de recibir su merecido, se refería a morir.
Ilia se había acostado temprano, lo que significaba que debía de haberse levantado también temprano.
«Qué estúpido soy —pensó Volodia—. Las señales eran inequívocas y he empleado toda la noche en reconocerlas.»
Saltó de la cama. A lo mejor aún no era demasiado tarde.
Se vistió deprisa y se cubrió con un grueso abrigo, una bufanda y un sombrero. No había ningún taxi en la puerta del hotel; era demasiado temprano. Podría haber pedido que fuera a buscarlo un coche del Ejército Rojo, pero entre que despertaban al chófer y llegaba hasta allí habría pasado casi una hora.
Decidió ir andando. Solo había dos o tres kilómetros de distancia hasta el palacio Czernin. Abandonó el pintoresco centro de Praga para dirigirse hacia el oeste, cruzó el puente de Carlos y ascendió a toda prisa hacia el castillo.
Masaryk no lo esperaba, y el ministro de Asuntos Exteriores no tenía la obligación de conceder audiencia a un coronel del Ejército Rojo. Sin embargo, Volodia estaba seguro de que sentiría suficiente curiosidad para recibirlo.
Caminó con rapidez a través de la nieve y llegó al palacio Czernin a las seis y cuarenta y cinco. El edificio era una colosal construcción barroca con una imponente hilera de pilastras corintias alrededor de las tres plantas superiores. Para su sorpresa, el lugar estaba poco custodiado. Un centinela señaló la puerta principal y Volodia cruzó sin impedimentos el ornamentado vestíbulo.
Esperaba encontrar al necio policía secreto de turno tras el mostrador de recepción, pero no había nadie. Le pareció una mala señal y lo invadió una gran inquietud.
El vestíbulo daba a un patio interior. Miró a través de una ventana y vio lo que parecía un hombre tumbado en la nieve, como si durmiera. A lo mejor estaba borracho y se había caído. Si era así, corría peligro de morir congelado.
Volodia intentó abrir la puerta y descubrió que estaba abierta.
Cruzó corriendo el patio interior. Efectivamente, un hombre vestido con un pijama de seda azul yacía boca abajo en la nieve. No debía de llevar allí más de unos minutos, pues la nieve no lo cubría. Volodia se arrodilló a su lado. El hombre estaba muy quieto, daba la impresión de que no respiraba.
Volodia levantó la cabeza. Al patio daban varias hileras de ventanas idénticas, como soldados durante un desfile militar. Todas estaban bien cerradas contra el gélido tiempo invernal; todas excepto una. Una muy alta, justo por encima del hombre en pijama, estaba abierta de par en par.
Como si hubieran arrojado a alguien por ella.
Volvió la cabeza inerte del hombre y le miró la cara.
Era Jan Masaryk.