Eva Williams tenía un año cuando empezaron a salirle los molares. Los otros dientes no le habían dado problemas, pero esos le dolían. Por desgracia, Lloyd y Daisy no podían hacer gran cosa por ella. Estaba de mal humor, no conseguía dormir y, por tanto, no los dejaba dormir a ellos y también estaban de mal humor.
Daisy tenía mucho dinero pero llevaba una vida poco ostentosa. Habían comprado una acogedora casa adosada en Hoxton y tenían de vecinos a un tendero y un albañil. Adquirieron un pequeño utilitario, un Morris Eight nuevo que alcanzaba una velocidad máxima de casi cien kilómetros por hora. Daisy seguía comprándose ropa bonita, pero Lloyd solo tenía tres trajes: uno de etiqueta, uno con finas rayas blancas para la Cámara de los Comunes y otro de tweed para los fines de semana, cuando trabajaba en la sección local del partido.
Una noche, Lloyd, ya en pijama, estaba acunando a la quejumbrosa Evie al mismo tiempo que hojeaba la revista Life y una curiosa fotografía tomada en Moscú captó su atención. Mostraba a una mujer rusa cuyo vetusto rostro estaba surcado de arrugas, con un pañuelo alrededor de la cabeza y un abrigo ceñido con un cordel de embalar, retirando la nieve de la calle a paladas. La forma en que la luz la bañaba le confería un aspecto intemporal, como si llevara allí un millar de años. Buscó la firma del fotógrafo y descubrió que se trataba de Woody Dewar, a quien había conocido en la conferencia.
En ese momento sonó el teléfono. Lo cogió y le respondió la voz de Ernie Bevin.
—Pon la radio —dijo—. Marshall acaba de pronunciar un discurso. —Colgó sin esperar respuesta.
Lloyd bajó a la sala de estar con Evie en brazos y encendió la radio. El programa se llamaba Crónica estadounidense. El corresponsal de la BBC en Washington, Leonard Miall, estaba retransmitiendo desde la Universidad de Harvard en Cambridge, Massachusetts.
«El secretario de Estado ha explicado a los alumnos que la reconstrucción de Europa llevará más tiempo y requerirá más esfuerzos de lo previsto», decía Miall.
La noticia era prometedora, pensó Lloyd, emocionado.
—Silencio, Evie, por favor —dijo, y, por una vez, ella se calló.
Entonces Lloyd reconoció la voz grave y moderada de George C. Marshall.
«Durante los próximos tres o cuatro años, la necesidad que Europa tiene de recibir comida y otros productos esenciales del extranjero, principalmente de Estados Unidos, supera con creces su poder adquisitivo, y por ello necesita una ayuda adicional considerable… o se enfrenta a un deterioro económico, político y social de carácter muy grave.»
Lloyd estaba electrizado. Una ayuda adicional considerable era lo que había pedido Bevin.
«El remedio consiste en romper el círculo vicioso y restablecer la confianza de los europeos en el futuro económico —prosiguió Marshall—. Estados Unidos debe hacer todo lo posible por colaborar para que el mundo recupere su estado económico normal.»
—¡Lo ha hecho! —exclamó Lloyd en tono triunfal ante su perpleja hijita—. ¡Ha convencido a Estados Unidos de que tiene que prestarnos ayuda! Pero ¿cuánta? ¿Y cuándo?, ¿y cómo?
La voz cambió.
«El secretario de Estado no ha detallado un plan para Europa sino que ha pedido que sean los propios europeos quienes lo tracen», dijo el periodista.
—¿Significa eso que tenemos carta blanca? —preguntó Lloyd a Evie, entusiasmado.
Volvió a oírse la voz de Marshall.
«Creo que la iniciativa debe partir de Europa.»
La retransmisión tocó a su fin y el teléfono volvió a sonar.
—¿Lo has oído? —preguntó Bevin.
—¿Qué quiere decir?
—¡No hagas preguntas! —exclamó Bevin—. Si haces preguntas, obtendrás respuestas que no deseas.
—Entendido —dijo Lloyd, desconcertado.
—Da igual lo que quiera decir. Lo que importa es lo que nosotros hagamos. Ha dicho que la iniciativa debe partir de Europa, y se refiere a ti y a mí.
—Pero ¿qué puedo hacer yo?
—Las maletas —dijo Bevin—. Nos vamos a París.