Lloyd Williams se llevaba bien con Ernie Bevin. Tenían muchas cosas en común a pesar de la diferencia de edad. Durante los cuatro días que duró el viaje en tren de punta a punta de una Europa cubierta de nieve, Lloyd confió a Bevin que también él era hijo ilegítimo de una doncella. Ambos eran anticomunistas acérrimos: Lloyd debido a las vivencias en España y Bevin porque había observado las tácticas comunistas en el movimiento sindical.
—Son esclavos del Kremlin y tiranizan al resto del mundo —afirmó Bevin, y Lloyd sabía con exactitud a qué se refería.
A Lloyd no acababa de caerle bien Greg Peshkov, que siempre tenía aspecto de haberse vestido a toda prisa, con los puños de la camisa sin abotonar, el cuello del abrigo mal doblado y los zapatos desatados. Greg era sagaz, y Lloyd se esforzaba por simpatizar con él, pero tenía la impresión de que bajo su apariencia campechana se ocultaba un fondo despiadado. Daisy le había contado que Lev Peshkov era un bribón, y Lloyd imaginaba que Greg había heredado la misma naturaleza.
Sin embargo, cuando le contó a Bevin los planes que Greg tenía para Alemania, este se puso a dar saltos de alegría.
—¿Crees que habla por boca de Marshall? —preguntó el corpulento secretario del Foreign Office con su marcado acento del West Country.
—Él dice que no —respondió Lloyd—. ¿Crees que funcionaría?
—Me parece la mejor idea que he oído en las tres putas semanas que llevamos en el puto Moscú. Si habla en serio, organiza una comida informal; solo Marshall, ese muchacho y nosotros dos.
—Lo haré de inmediato.
—Pero no se lo digas a nadie. No queremos que la cosa llegue a oídos de los soviéticos. Nos acusarían de conspirar contra ellos, y con razón.
Al día siguiente se encontraron en el número 10 de la plaza Spasopeskovskaya, la residencia del embajador norteamericano, una suntuosa mansión de estilo neoclásico construida antes de la revolución. Marshall era alto y delgado; un militar de pies a cabeza. Bevin era rechoncho y corto de vista, y siempre andaba con un cigarrillo en la boca. Sin embargo, congeniaron desde el primer momento. Ambos hablaban sin rodeos. Una vez el propio Stalin había acusado a Bevin de comportarse de forma impropia para un caballero, distinción de la que el secretario del Foreign Office estaba muy orgulloso. Bajo los frescos y las lámparas de araña del techo, entraron en materia con la intención de hacer resurgir Alemania sin la ayuda de la URSS.
Enseguida se pusieron de acuerdo en los principios: la nueva moneda; la unificación de las zonas británica, estadounidense y, a ser posible, francesa; la desmilitarización de Alemania Occidental; las elecciones, y una nueva alianza militar transatlántica.
—Pero ya sabe que nada de esto funcionará —soltó Bevin de repente.
Marshall se quedó desconcertado.
—Entonces no entiendo por qué estamos hablando de ello —dijo con acritud.
—Europa está pasando por una aguda crisis económica. Ese plan no funcionará si la población pasa hambre. La mejor protección contra el comunismo es la prosperidad. Stalin lo sabe, y por eso no quiere que Alemania salga de la pobreza.
—Estoy de acuerdo.
—Eso quiere decir que tenemos que reconstruir el país. Pero no podemos hacerlo con las manos vacías. Necesitamos tractores, excavadoras y material móvil. Y nada de eso está a nuestro alcance.
Marshall empezaba a ver por dónde iba.
—Los norteamericanos no están dispuestos a conceder más ayudas a Europa.
—Es lógico. Pero tenemos que encontrar la forma de que Estados Unidos nos preste el dinero para comprarles todo lo necesario.
Se hizo un silencio.
Marshall detestaba malgastar saliva, pero la pausa resultaba demasiado larga incluso tratándose de él.
Al final habló.
—Tiene sentido —dijo—. Veré lo que puedo hacer.
La conferencia duró seis semanas, y para cuando todos regresaron a sus respectivos países no se había tomado ninguna decisión.