III

No podía ser cierto, se dijo Volodia.

Greg afirmaba que Grigori se había casado con una chica que ya estaba embarazada de Lev. Si eso era verdad, el hombre a quien siempre había considerado su padre no era tal, sino su tío.

Tal vez se tratara de una mera coincidencia. O el norteamericano solo buscaba crear problemas.

Fuera como fuese, a Volodia le estaba costando recuperarse del impacto.

Regresó a casa a la hora habitual. A Zoya y a él les estaban yendo muy bien las cosas y ahora disponían de un piso en la residencia gubernamental, el lujoso edificio donde vivían los padres de Volodia. Grigori y Katerina llegaron a la hora de cenar de Kotia, como casi todas las noches. Katerina se encargó de bañar a su nieto, y Grigori le cantó canciones y le explicó cuentos rusos. Kotia tenía nueve meses, y todavía no hablaba, pero le encantaban las historias que le contaban antes de dormir.

Volodia cumplió con su rutina diaria como un sonámbulo. Trató de comportarse con normalidad, pero le costaba dirigir la palabra tanto a su padre como a su madre. El relato de Greg no le merecía crédito alguno, pero, aun así, no podía dejar de darle vueltas a la cabeza.

—¿Es que tengo monos en la cara? —preguntó Grigori a Volodia cuando Kotia ya dormía y él y Katerina estaban a punto de marcharse.

—No.

—Entonces, ¿por qué llevas toda la noche mirándome de esa forma?

Volodia decidió contar la verdad.

—Hoy he conocido a un tal Greg Peshkov. Está en la delegación norteamericana. Cree que somos parientes.

—Es posible. —Grigori empleó un tono liviano, como quitándole importancia, pero Volodia observó que se le enrojecía el cuello, lo cual, tratándose de su padre, era una clara señal de que estaba conteniendo las emociones—. La última vez que vi a mi hermano fue en 1919 y no he vuelto a tener noticias de él.

—El padre de Greg se llama Lev, y Lev tiene un hermano llamado Grigori.

—Entonces es posible que Greg sea tu primo.

—Él dice que somos hermanos.

Grigori se sonrojó más pero no dijo nada.

—¿Cómo es posible? —terció Zoya.

—Según el norteamericano, Lev dejó a su novia embarazada en San Petersburgo, y ella se casó con su hermano.

—¡Eso es ridículo! —soltó Grigori.

Volodia miró a Katerina.

—Tú no has dicho nada, mamá.

Hubo una larga pausa, lo cual era muy significativo porque ¿qué tenían que pensar si el relato de Greg no era cierto? Un extraño frío envolvió a Volodia como una niebla helada.

Al final su madre habló.

—De joven era bastante frívola. —Miró a Zoya—. No tenía la sensatez de tu esposa. —Dio un hondo suspiro—. Grigori Peshkov se enamoró de mí más o menos a primera vista, pobre tonto. —Sonrió con cariño a su marido—. Pero su hermano Lev vestía muy bien, fumaba, gastaba dinero en vodka y tenía unos amigos poco recomendables. Y yo, más tonta aún, lo preferí a él.

—Así, ¿es cierto? —preguntó Volodia con consternación. Una parte de sí deseaba desesperadamente que lo negaran.

—Lev hizo lo que siempre hacen esa clase de hombres —respondió Katerina—. Me dejó embarazada y luego me abandonó.

—O sea que Lev es mi padre. —Volodia miró a Grigori—. ¡Y tú solo eres mi tío! —Tenía la impresión de que iba a desmayarse de un momento a otro. El suelo que pisaba había empezado a moverse, como en un terremoto.

Zoya se situó junto a la silla de Volodia y le posó la mano en el hombro para tranquilizarlo, o tal vez para refrenarlo.

Katerina prosiguió.

—Y Grigori hizo lo que siempre hacen los hombres como él: se ocupó de mí. Me entregó su amor, se casó conmigo y se encargó de mantenernos a mí y a mis hijos. —Estaba sentada en el sofá, al lado de Grigori, y le cogió la mano—. Yo lo había rechazado, y es evidente que no lo merecía, pero aun así Dios me lo tenía reservado.

—He temido este momento toda la vida —dijo Grigori—. Siempre, desde el instante en que naciste.

—¿Y por qué lo habéis mantenido en secreto? —preguntó Volodia—. ¿No era más fácil contarme la verdad?

Grigori tenía un nudo en la garganta y le costaba hablar.

—No me veía con ánimos de confesarte que no era tu padre —consiguió balbucir—. Te quería demasiado.

—Deja que te diga una cosa, querido hijo —empezó Katerina—. Escúchame ahora y no vuelvas a escuchar a tu madre en toda la vida si no quieres, pero esto tienes que oírlo. Olvídate del extraño norteamericano que un día sedujo a una jovencita con la cabeza llena de pájaros y mira al hombre que tienes frente a ti con los ojos llenos de lágrimas.

Volodia miró a Grigori y observó en él una expresión suplicante que le llegó al alma.

Katerina prosiguió.

—Este hombre te ha dado de comer, te ha vestido y te ha amado de forma incondicional durante tres décadas. Si la palabra «padre» tiene algún significado, entonces tu padre es él.

—Sí —dijo Volodia—. Lo sé.