II

El mundo de la diplomacia internacional era un pañuelo, concluyó Greg Peshkov. Uno de los ayudantes más jóvenes de la delegación británica en la Conferencia de Moscú era Lloyd Williams, el marido de Daisy, su hermanastra. Al principio, a Greg le disgustó el aspecto de Lloyd, que iba vestido como un afectado caballero inglés; pero resultó ser un chico muy agradable.

—Mólotov es un imbécil —soltó Lloyd en el bar del hotel Moskvá tras tomarse unos cuantos martinis con vodka.

—¿Y qué podemos hacer con él?

—No lo sé, pero Gran Bretaña no puede permitirse perder el tiempo de esa forma. La ocupación de Alemania nos está costando un dinero que no tenemos, y las inclemencias del invierno han convertido el problema en una auténtica crisis.

—¿Sabes qué? —dijo Greg, pensando en voz alta—. Si los soviéticos no están dispuestos a cooperar, lo mejor que podemos hacer es prescindir de ellos.

—¿Y cómo?

—¿Qué es lo que queremos? —Greg contó los puntos con los dedos—. Queremos unificar Alemania y convocar unas elecciones.

—Sí.

—Queremos suprimir el marco imperial, que no vale nada, e introducir una nueva moneda, de modo que los alemanes vuelvan a tener poder adquisitivo.

—Exacto.

—Y queremos salvar al país del comunismo.

—Y a la política británica.

—En el este no podemos hacerlo porque los soviéticos no participarán. ¡Pues que se jodan! Controlamos tres cuartas partes de Alemania; vamos a salvar nuestra zona, y que el este del país se vaya a la mierda.

Lloyd se quedó pensativo.

—¿Lo has comentado con tu jefe?

—No, por Dios. Hablo por hablar. Pero, ahora que lo dices, ¿por qué no?

—Yo podría proponérselo a Ernie Bevin.

—Y yo a George Marshall. —Greg dio un sorbo de su bebida—. El vodka es lo único bueno que tienen los rusos —dijo—. Bueno, ¿y qué tal está mi hermana?

—Embarazada de nuestro segundo hijo.

—¿Qué tal se le da ser madre?

Lloyd se echó a reír.

—Seguro que crees que lo hace fatal.

Greg se encogió de hombros.

—Nunca me ha parecido muy apta para las tareas domésticas.

—Es paciente, tranquila y organizada.

—¿No ha necesitado contratar a media docena de niñeras para que le hagan todo el trabajo?

—Solo a una, para poder salir conmigo por las noches, sobre todo para asistir a reuniones políticas.

—Pues sí que ha cambiado.

—No en todo. Todavía le encantan las fiestas. Pero ¿y tú? ¿Aún estás soltero?

—Hay una chica llamada Nelly Fordham con la que tengo una relación bastante seria. Además, seguro que sabes que tengo un ahijado.

—Sí —respondió Lloyd—. Daisy me lo contó. Georgy.

Por la expresión algo turbada que observó en Lloyd, Greg dedujo que, con toda seguridad, sabía que Georgy era hijo suyo.

—Le tengo mucho cariño.

—Es estupendo.

Un miembro de la delegación soviética se acercó a la barra y Greg cruzó una mirada con él. Le resultaba muy familiar. Rondaba los treinta años, era atractivo si se dejaba de lado el riguroso corte de pelo militar, y tenía unos ojos azules de mirada algo intimidatoria. Saludó con la cabeza de modo amigable.

—¿Nos conocemos? —preguntó Greg.

—Es posible —respondió el soviético—. Estudié en Alemania; en la Academia Juvenil Masculina de Berlín.

Greg negó con la cabeza.

—¿Has viajado alguna vez a Estados Unidos?

—No.

—Es el hombre que lleva el mismo apellido que tú, Volodia Peshkov —dijo Lloyd.

Greg se presentó.

—A lo mejor somos parientes. Mi padre, Lev Peshkov, emigró en 1914 y dejó a su novia embarazada, que luego se casó con su hermano mayor, Grigori Peshkov. ¿Es posible que seamos hermanastros?

A Volodia se le demudó el semblante de inmediato.

—Seguro que no —dijo—. Disculpadme. —Y se alejó de la barra sin pedir ninguna bebida.

—Qué brusco —dijo Greg.

—Sí —convino Lloyd.

—Se le veía alterado.

—Será por algo de lo que has dicho.