I

A principios de 1947 parecía posible que toda Europa acabara siendo comunista.

Volodia Peshkov no sabía si era algo deseable o lo contrario.

El Ejército Rojo dominaba Europa oriental y los comunistas estaban ganando las elecciones en la parte occidental. Estos habían adquirido prestigio por su papel en la lucha contra los nazis. Cinco millones de personas habían votado a los comunistas en las primeras elecciones francesas posteriores a la guerra, convirtiendo al Partido Comunista en el más popular. En Italia, una alianza de comunistas y socialistas había conseguido el 40 por ciento de los votos. En Checoslovaquia, los comunistas en solitario se habían hecho con el 38 por ciento de los votos y dirigían el gobierno elegido de forma democrática.

En Austria y Alemania la situación era distinta; allí los votantes habían sido víctimas de expolios y violaciones a manos del Ejército Rojo. En las elecciones municipales de Berlín, los socialdemócratas habían obtenido 63 de los 130 escaños, mientras que los comunistas solo habían ganado 26. No obstante, Alemania estaba arruinada y la población pasaba hambre, por lo que el Kremlin todavía confiaba en que, desesperada, se entregara al comunismo de la misma manera que se había entregado al nazismo durante la Depresión.

Gran Bretaña era la gran decepción. Tan solo un comunista había sido elegido parlamentario en las elecciones posteriores a la guerra. Y el gobierno laborista ofrecía lo mismo que prometía el comunismo: el bienestar, la sanidad gratuita, el acceso generalizado a la educación e incluso la reducción de la semana laboral a cinco días para los mineros del carbón.

Con todo, en el resto de Europa el capitalismo no lograba sacar a la población de la crisis económica.

Y el mal tiempo jugaba a favor de Stalin, pensó Volodia mientras observaba cómo se engrosaba la capa de nieve que cubría las cúpulas en forma de bulbo. El invierno de 1946-47 fue el más frío que Europa soportaba desde hacía más de un siglo. La nieve caía sobre Saint Tropez. En las carreteras y las vías férreas de Gran Bretaña resultaba imposible circular, y la industria quedó paralizada, lo cual no había ocurrido ni siquiera durante la guerra. En Francia, las raciones alimentarias se redujeron más que entonces. La Organización de las Naciones Unidas calculó que cien millones de europeos consumían tan solo mil quinientas calorías diarias, la cantidad mínima a partir de la cual la salud empieza a resentirse de la malnutrición. Como los motores productivos se ralentizaban cada vez más, la población empezó a considerar que no tenía nada que perder y la revolución se veía como la única salida.

Cuando la URSS dispusiera de armas nucleares, no habría país capaz de interponerse en su camino. Zoya, la esposa de Volodia, y sus colegas habían construido una pila atómica en el Laboratorio Número 2 de la Academia de Ciencias, un nombre vago ideado así a propósito para designar el centro neurálgico de la investigación nuclear soviética. La pila había alcanzado el punto crítico el día de Navidad, seis meses después del nacimiento de Konstantín, que en esos momentos dormía en la guardería del laboratorio. Si el experimento salía mal, había confesado Zoya a Volodia, al pequeño Kotia no le serviría de nada encontrarse a dos o tres kilómetros de distancia, pues todo el centro de Moscú quedaría arrasado por completo.

Los sentimientos encontrados entre los que Volodia se debatía en relación con el futuro adquirieron mayor relevancia a raíz del nacimiento de su hijo. Por una parte, creía que la Unión Soviética merecía dominar Europa. Era el Ejército Rojo el que había derrotado a los nazis durante cuatro devastadores años de guerra sin cuartel. Los otros aliados habían permanecido al margen, librando batallas menores e implicándose de verdad tan solo en los últimos once meses. Todas sus bajas juntas ascendían tan solo a una pequeña parte de las soviéticas.

Sin embargo, luego pensaba en lo que implicaba el comunismo: las purgas arbitrarias, las torturas infligidas en los sótanos de la policía secreta, las arengas dirigidas a los soldados del bando conquistador para que cometieran toda clase de brutalidades, el sometimiento de toda una vasta nación a las caprichosas decisiones de un tirano con más poder que un zar. ¿De verdad Volodia deseaba extender un sistema tan cruel al resto del continente?

Recordó el día que había entrado en Penn Station, en Nueva York, y había comprado un billete para Albuquerque sin pedir permiso a nadie ni tener que mostrar la documentación, y la estimulante sensación de libertad absoluta que le había producido. Hacía tiempo que había echado al fuego el catálogo de Sears Roebuck, pero este pervivía en su memoria con los cientos de páginas de cosas bonitas al alcance de cualquiera. Los soviéticos creían que lo de la libertad y la prosperidad occidentales era pura propaganda, pero Volodia sabía que no era así. Una parte de él anhelaba la derrota del comunismo.

El futuro de Alemania, y por tanto de toda Europa, debía decidirse en la Conferencia de Ministros de Asuntos Exteriores celebrada en Moscú en marzo de 1947.

Volodia, que había sido ascendido a coronel, estaba al cargo del equipo de los servicios secretos asignado a la conferencia. Las reuniones se celebraban en una sala engalanada de la Cámara de Comercio Aeronáutico, a una buena distancia del hotel Moskvá. Como siempre, los delegados y sus intérpretes se sentaban alrededor de una mesa y sus ayudantes ocupaban varias filas de asientos situados detrás. El ministro de Asuntos Exteriores soviético, Viacheslav Mólotov, apodado Culo de Piedra, pidió a Alemania que pagara diez mil millones de dólares a la URSS como compensación por los daños causados por la guerra. Los estadounidenses y los británicos protestaron por considerarlo un golpe mortal para la débil economía alemana. Y, con toda probabilidad, eso era precisamente lo que Stalin quería.

Volodia volvió a relacionarse con Woody Dewar, que ahora era fotógrafo periodístico y tenía el encargo de cubrir la conferencia. Él también estaba casado, y mostró a Volodia una fotografía de una deslumbrante mujer de pelo oscuro con un bebé en brazos.

—Eres consciente de que Alemania no tiene suficiente dinero para compensaros por los daños, ¿verdad? —dijo Woody a Volodia de regreso de una sesión fotográfica oficial en el Kremlin, mientras viajaban en el asiento trasero de una limusina ZIS-110B.

El nivel de inglés de Volodia había mejorado y podían entenderse sin ningún intérprete.

—¿Y cómo piensan alimentar a la gente y reconstruir las ciudades?

—Gracias a nuestra caridad, por supuesto —respondió Woody—. Nos estamos gastando una fortuna en ayudarlos. Cualquier compensación que recibáis de Alemania será, en realidad, dinero nuestro.

—¿Tan mal te parece? Estados Unidos ha prosperado gracias a la guerra. Mi país, en cambio, ha quedado devastado. Lo lógico es que paguéis vosotros.

—Los votantes norteamericanos no opinan lo mismo.

—Pues a lo mejor los votantes norteamericanos se equivocan.

Woody se encogió de hombros.

—Es posible; pero el dinero es suyo.

Otra vez lo de siempre, pensó Volodia: la importancia de la opinión pública. Se había dado cuenta de ello en las ocasiones anteriores en que había conversado con Woody. Los estadounidenses trataban a los votantes con la misma deferencia con que los soviéticos trataban a Stalin: en ambos casos había que obedecerles, se equivocaran o no.

Woody bajó la ventanilla.

—No te importa que haga unas cuantas fotos de la ciudad, ¿verdad? Hay una luz preciosa.

Accionó el disparador de la cámara.

Sabía que solo estaba autorizado a tomar las fotografías oficiales, pero en la calle no había nada que pudiera resultar comprometido, solo unas mujeres retirando la nieve a paladas.

—No lo hagas, por favor —dijo Volodia a pesar de ello. Se inclinó por encima de Woody y cerró la ventanilla—. Limítate a las fotos oficiales.

Estaba a punto de pedirle que le entregara el carrete, pero Woody lo atajó.

—¿Te acuerdas de que un día te hablé de mi amigo Greg Peshkov, que lleva tu mismo apellido?

Volodia lo recordaba bien. Willi Frunze le había contado una historia parecida y lo más probable era que se refirieran a la misma persona.

—No, no me acuerdo —mintió. No quería tener nada que ver con un posible familiar en Occidente; en la Unión Soviética ese tipo de vínculos despertaban sospechas y acarreaban problemas.

—Está en la delegación norteamericana. Tendrías que hablar con él y averiguar si estáis emparentados.

—Lo haré —respondió Volodia mientras se decía que trataría de evitar todo contacto con ese hombre.

Decidió dejar correr lo del carrete. No valía la pena armar un alboroto por una inocente fotografía tomada en la calle.

Al día siguiente, en la conferencia, el secretario de Estado norteamericano, George Marshall, propuso que los cuatro Aliados suprimieran la frontera que separaba Alemania y unificaran el país, de modo que volviera a ocupar su lugar como potencia económica en el corazón de Europa, con las minas, las fábricas y el comercio.

Era lo último que deseaban los soviéticos.

Mólotov se negó a hablar de la unificación hasta que se hubiese resuelto el tema de la compensación económica.

La conferencia llegó a un punto muerto.

Y eso, pensó Volodia, era exactamente lo que quería Stalin.