III

El hermano de Carla, Erik, volvió a casa aquel verano, a un paso de la muerte. Había contraído la tuberculosis en un campo de trabajos forzados soviético, y lo habían dejado en libertad cuando su enfermedad se agravó hasta el punto de impedirle trabajar. Llevaba semanas sin apenas dormir, viajando en trenes de mercancías y en camiones cuyos conductores accedían a sus súplicas. Llegó a casa de los Von Ulrich descalzo y con ropa mugrienta. Tenía el rostro cadavérico.

Sin embargo, no murió. Tal vez se debiera a la compañía de personas que le querían, o a la llegada del calor cuando el invierno dio paso a la primavera, o quizá sencillamente al descanso, pero el caso es que la tos fue remitiendo y Erik recuperó suficiente energía para hacer algunos trabajos en la casa, como restaurar ventanas destrozadas, reponer tejas y desatascar tuberías.

Afortunadamente, a principios de año Frieda Franck había encontrado un filón de oro.

Ludwig Franck había muerto en el bombardeo aéreo que había destruido su fábrica, y durante un tiempo Frieda y su madre habían vivido en la indigencia, como todos los demás. Sin embargo, no tardó en encontrar trabajo como enfermera en la zona estadounidense, y poco después, según le contó a Carla, un grupo de médicos norteamericanos le pidieron que vendiese sus excedentes de comida y cigarrillos en el mercado negro a cambio de una parte de las ganancias. A partir de entonces se presentó en casa de Carla una vez por semana con una pequeña cesta llena de provisiones: ropa de abrigo, velas, pilas para linternas, cerillas, jabón y comida (panceta, chocolate, manzanas, arroz, melocotón en almíbar). Maud dividía la comida en raciones y daba a Carla el doble. Carla lo aceptaba sin dudar, no por ella, sino para alimentar mejor al bebé Walli.

Sin los productos ilegales de Frieda, probablemente Walli no saldría adelante.

El bebé cambiaba deprisa. Había perdido el pelo negro con el que había nacido, y en su lugar había aparecido un vello fino y claro. A los seis meses ya tenía los maravillosos ojos verdes de Maud. A medida que su carita iba cobrando forma, Carla observó un pliegue carnoso en las comisuras de los ojos que los tornaba rasgados, y se preguntó si su padre sería siberiano. No recordaba a todos los hombres que la habían violado. Había mantenido los ojos cerrados la mayor parte del tiempo.

Ya no los odiaba. Era extraño, pero le hacía tan feliz tener a Walli que apenas lamentaba lo que había ocurrido.

A Rebecca le fascinaba Walli. Con quince años recién cumplidos, lo bastante mayor ya para empezar a tener sentimientos maternales, ayudaba con entusiasmo a Carla a bañarlo y vestirlo. Jugaba con él a todas horas, y el pequeño balbuceaba entusiasmado cuando la veía.

En cuanto Erik se recuperó, se afilió al Partido Comunista.

A Carla le desconcertó su decisión. Después de lo que había sufrido a manos de los soviéticos, ¿cómo era capaz de hacer eso? Pero enseguida advirtió que hablaba del comunismo del mismo modo que había hablado del nazismo una década antes. Carla solo confiaba en que, en esta ocasión, no tardase tanto en desilusionarse.

Los Aliados estaban ansiosos por instaurar la democracia en Alemania, y en Berlín se programaron elecciones municipales para ese mismo año, 1946.

Carla estaba segura de que la ciudad no recuperaría la normalidad hasta que la gobernasen sus ciudadanos, por lo que decidió posicionarse a favor del Partido Socialdemócrata. Pero los berlineses enseguida descubrieron que los ocupantes soviéticos tenían un extraño concepto de lo que significaba la democracia.

Los resultados de las elecciones en Austria, celebradas el anterior mes de noviembre, habían conmocionado a los soviéticos. Los comunistas austríacos esperaban quedar igualados a los socialistas, pero solo consiguieron cuatro de los 165 escaños. Al parecer, los electores culpaban al comunismo de la brutalidad del Ejército Rojo. El Kremlin, nada habituado a las elecciones genuinas, no había previsto algo así.

Para evitar un resultado similar en Alemania, los soviéticos propusieron la fusión de los comunistas y los socialdemócratas en lo que denominaron un «frente unido». Los socialdemócratas se negaron, pese a la fuerte presión que recibieron. En la Alemania del Este, los soviéticos empezaron a detenerlos, tal como lo habían hecho los nazis en 1933. Y entonces se forzó la fusión. Pero en Berlín las elecciones estuvieron supervisadas por los cuatro Aliados, y los socialdemócratas sobrevivieron.

Cuando llegó el calor, Carla se sentía ya bastante recuperada y empezó a encargarse de ir a buscar la comida racionada. Llevaba consigo a Walli envuelto en un almohadón, pues no tenía mucha ropa de bebé. Una mañana, mientras hacía cola para conseguir las patatas a unas manzanas de casa, Carla se sorprendió al ver llegar un jeep norteamericano y a Frieda en el asiento del copiloto. El chófer, alopécico y de mediana edad, la besó en los labios y Frieda se apeó. Llevaba un vestido azul sin mangas y zapatos nuevos. Se alejó a toda prisa en dirección a la casa de los Von Ulrich, cargada con la pequeña cesta.

Carla lo vio todo como en un destello. Frieda no comerciaba en el mercado negro, y no había ningún grupo de médicos. Era la amante a sueldo de un oficial estadounidense.

No era algo insólito. Miles de alemanas jóvenes y guapas se habían visto en esa tesitura: elegir entre ver morir de hambre a su familia o acostarse con un oficial generoso. Las francesas habían hecho lo mismo bajo la ocupación alemana; las esposas de los oficiales, de vuelta en Alemania, lo contaban con amargura.

Pese a ello, Carla estaba horrorizada. Creía que Frieda amaba a Heinrich. Estaban planeando casarse en cuanto la vida recobrase un mínimo de normalidad. Carla se sintió angustiada.

Cuando llegó su turno, compró la ración de patatas y volvió a casa tan deprisa como pudo.

Encontró a Frieda arriba, en la sala de estar. Erik la había limpiado y había puesto papel de periódico en las ventanas, lo más práctico después del vidrio. Hacía mucho tiempo que habían reciclado las cortinas convirtiéndolas en ropa de cama, pero la mayoría de las sillas habían sobrevivido hasta entonces, con el tapizado desvaído y gastado. Milagrosamente, el fabuloso piano también seguía allí. Un oficial soviético lo había visto y había dicho que volvería al día siguiente con una grúa para sacarlo por la ventana y llevárselo, pero nunca regresó.

Frieda cogió a Walli de los brazos de Carla y empezó a cantarle: «A, B, C, die Katze lief im Schnee». Carla observó que las mujeres que aún no tenían hijos, Rebecca y Frieda, no se cansaban de cuidar y mimar a Walli. Las que sí los tenían, Maud y Ada, lo adoraban pero lo trataban de un modo más pragmático y brioso.

Frieda abrió la tapa del piano y animó a Walli para que aporreara las teclas mientras ella cantaba. Hacía años que nadie lo tocaba; Maud no había vuelto a abrirlo desde la muerte de su último alumno, Joachim Koch.

—Estás un poco seria —le dijo unos minutos después Frieda a Carla—. ¿Qué te pasa?

—Sé cómo consigues la comida que nos traes —contestó Carla—. No comercias en el mercado negro, ¿verdad?

—Pues claro que sí —repuso Frieda—. ¿De qué estás hablando?

—Hace un rato te he visto bajar de un jeep.

—El coronel Hicks se ha ofrecido a traerme.

—Te ha besado en la boca.

Frieda apartó la mirada.

—Sabía que tenía que haberme bajado antes. Tendría que haber venido a pie desde la zona estadounidense.

—Frieda, ¿y Heinrich?

—¡Nunca lo sabrá! Iré con más cuidado, te lo juro.

—¿Aún le amas?

—¡Por supuesto que sí! Vamos a casarnos.

—Entonces, ¿por qué…?

—¡Ya he pasado suficientes penurias! Quiero ponerme ropa bonita e ir a clubes nocturnos y bailar.

—No, no es eso lo que quieres —replicó Carla con firmeza—. No puedes mentirme, Frieda. Hace demasiado tiempo que somos amigas. Dime la verdad.

—¿La verdad?

—Sí, por favor.

—¿Estás segura?

—Completamente.

—Lo he hecho por Walli.

Aquella respuesta dejó a Carla sin respiración. No se le había ocurrido que ese fuera el motivo, pero tenía sentido. Carla creía capaz a Frieda de hacer semejante sacrificio por ella y su bebé.

Pero se sentía fatal. Eso la hacía responsable de que Frieda se estuviera prostituyendo.

—¡Es terrible! —dijo—. No tendrías que haberlo hecho… Habríamos salido adelante de algún modo.

Frieda saltó del taburete del piano con el bebé aún en brazos.

—¡No, no es verdad! —bramó.

Walli se asustó y empezó a llorar. Carla lo cogió y lo acunó, dándole palmaditas en la espalda.

—No habríais salido adelante —dijo Frieda, más calmada.

—¿Cómo lo sabes?

—Durante todo el invierno llegaron bebés al hospital, desnudos, envueltos en periódicos, muertos de hambre y frío. Casi no podía soportar mirarlos.

—Oh, Dios mío… —Carla estrechó a Walli contra su pecho.

—Adquieren un color azulado cuando mueren de frío.

—Basta.

—Tengo que decírtelo, si no, no entenderás por qué lo he hecho. Walli habría sido uno de esos niños congelados y azules.

—Lo sé —susurró Carla—. Lo sé.

—Percy Hicks es un hombre amable. Tiene una mujer en Boston que al parecer no se cuida mucho, y soy la joven más atractiva que ha visto. Es tierno y rápido en el sexo, y siempre utiliza preservativo.

—Deberías dejar de hacerlo —dijo Carla.

—En realidad no piensas eso.

—No —confesó Carla—. Y eso es lo peor. Me siento tan culpable… Soy culpable.

—No lo eres. Es una decisión que he tomado por mí misma. Las mujeres alemanas tenemos que tomar decisiones difíciles. Estamos pagando por las decisiones fáciles que los hombres alemanes tomaron hace quince años. Hombres como mi padre, que creía que Hitler sería beneficioso para los negocios, y como el padre de Heinrich, que votó a favor de la Ley de Habilitación. Los pecados de los padres los pagamos las hijas.

Oyeron un fuerte golpe en la puerta de la calle. Instantes después les llegó el correteo de unos pasos y Rebecca corrió a esconderse arriba, por si era el Ejército Rojo.

—¡Oh, señor! ¡Buenos días! —saludó la voz de Ada. Parecía sorprendida y algo preocupada, aunque no asustada. Carla se preguntó quién podría haber provocado esa mezcla de reacciones en la criada.

A continuación oyeron unos pasos pesados y masculinos, y Werner entró en la sala.

Iba sucio y andrajoso, y estaba delgado como un alfiler, pero su atractivo rostro lucía una amplia sonrisa.

—¡Soy yo! —dijo, exultante—. ¡He vuelto!

Entonces vio al bebé. Se quedó boquiabierto y su sonrisa desapareció.

—Oh… —balbució—. ¿Qué…? ¿Quién…? ¿De quién es el bebé?

—Mío, cariño —contestó Carla—. Deja que te explique.

—¿Explicar? —repuso él, airado—. ¿Qué explicación necesita esto? ¡Has tenido un hijo con otro! —Se dio la vuelta para marcharse.

—¡Werner! —gritó Frieda—. En esta sala hay dos mujeres que te quieren. No te vayas sin escucharnos. No lo entiendes.

—Creo que lo entiendo todo.

—A Carla la violaron.

Werner palideció.

—¿Que la violaron? ¿Quién?

—Nunca supe cómo se llamaban —contestó Carla.

—¿Llamaban? —Werner tragó saliva—. ¿Fue… fue más de uno?

—Cinco soldados del Ejército Rojo.

La voz de Werner se redujo a un susurro.

—¿Cinco?

Carla asintió.

—Pero… ¿no pudiste…? Quiero decir…

—A mí también me violaron, Werner —dijo Frieda—. Y a mamá.

—Cielo santo, ¿qué ha ocurrido aquí?

—Un infierno —respondió Frieda.

Werner se dejó caer en un ajado sillón de cuero.

—Creía que el infierno era lo que yo he vivido —dijo. Hundió la cara entre las manos.

Carla cruzó la sala con Walli en brazos y se quedó de pie frente a Werner.

—Mírame, Werner —le dijo—. Por favor.

Él alzó la mirada, con el rostro contraído por la emoción.

—El infierno ha terminado —añadió Carla.

—¿De verdad?

—Sí —contestó ella con firmeza—. La vida es dura, pero los nazis ya no están, la guerra ha acabado, Hitler está muerto, y los violadores del Ejército Rojo están más o menos bajo control. La pesadilla ha terminado. Y los dos estamos vivos, y juntos.

Él alargó el brazo y le tomó una mano.

—Tienes razón.

—Tenemos a Walli, y enseguida conocerás a una chica de quince años llamada Rebecca, que en cierto modo se ha convertido en mi hija. Tenemos que formar una nueva familia con lo que la guerra nos ha dejado, igual que tenemos que construir nuevas casas con los escombros que hay en las calles.

Werner asintió, aceptando la realidad.

—Necesito tu amor —le dijo Carla—. Y Rebecca y Walli también.

Werner se puso en pie lentamente. Carla lo miró expectante. Él no dijo nada, pero, tras un largo momento, los abrazó a ella y al bebé con ternura.